Los cazadores de mamuts (43 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Jondalar comenzó a liberarse de la carga de vergüenza y autodesprecio que durante tanto tiempo llevara profundamente sepultada en él. Empezaba a pensar que tal vez su vida tenía un sentido y una finalidad las dolorosas experiencias de su niñez. En la catarsis de la confesión, comprendió que sus actos no habían sido, tal vez, tan desdeñables como él pensaba, que tal vez era digno... Y quiso sentirse digno de verdad.

Pero era difícil deshacerse de aquella carga emocional que había soportado durante tanto tiempo. Sí, finalmente había encontrado una mujer a la que amar. Ella era lo que siempre había deseado. ¿Pero si la llevaba consigo y ella descubría que había sido criada por cabezas chatas? O peor aún, ¿que tenía un hijo de espíritus mezclados, un monstruo? ¿Se vería cubierto de lodo por haber introducido entre los suyos a semejante mujer? De sólo pensarlo le subieron los colores a la cara.

¿Sería honrado exponerla a ello? ¿Si la rechazaban cubriéndola de insultos? ¿Y si él no la defendía, si dejaba que se comportaran así? Se estremeció. No, jamás permitiría que la trataran de esa forma. La amaba. Pero ¿y si no tenía valor para hacerlo? Pero, ¿por qué fue a Ayla a la que tuvo que encontrar y amar? La explicación que ella daba era demasiado simple. No era fácil descartar su creencia de que la Gran Madre le estaba castigando por su sacrilegio. Tal vez Ayla tuviera razón, tal vez Doni le había llevado hasta ella. ¿Y no era un castigo, en sí, que esa hermosa mujer amada no fuera más aceptable para su pueblo que la primera de la que se había enamorado? ¿No era una ironía de la suerte haberse enamorado de una paria, madre de una abominación?

Pero los Mamutoi tenían creencias similares y no la rechazaban. El Campamento del León iba a adoptarla, aun sabiendo que había sido criada por los cabezas chatas. Hasta habían admitido a un niño de espíritus mezclados. Tal vez no convenía que la llevara a su propio hogar. Ella podía ser más feliz entre los Mamutoi. Tal vez también él debiera quedarse. Permitir que Tulie le adoptara. Frunció la frente. Pero él no era Mamutoi, era Zelandonii. Los Mamutoi eran buena gente, de costumbres similares, pero no eran su pueblo. Aun así, ¿qué podía ofrecer a Ayla allí? No tenía relaciones, ni familia, ni parientes entre aquella gente. ¿Y qué podía ofrecerla si se la llevaba a su hogar?

Atormentado por tantas ideas encontradas, de pronto se sintió exhausto. Ayla vio cómo la expresión de su rostro se apagaba y sus hombros se hundían.

–Es tarde, Jondalar, bebe un poco de esto y acostémonos –dijo Ayla entregándole una taza.

Él asintió. Después de beber la infusión caliente, se quitó la ropa y desapareció entre las pieles. Ayla se tendió a su lado, observándole, hasta que se alisaron las arrugas de su frente y su respiración se tornó regular. Para ella, empero, el sueño tardó más en llegar. La inquietud de Jondalar la preocupaba. Era una suerte que le hubiera contado tantas cosas de su juventud. Llevaba tiempo convencida de que algunos recuerdos le causaban gran angustia; tal vez la conversación le había aliviado, pero algo seguía molestándole. No le había dicho todo, y esa reserva provocaba en la muchacha una profunda inquietud.

Permaneció despierta, tratando de no perturbarle, mientras seguían esperando que llegara el sueño. ¿Cuántas noches había pasado a solas en esta cueva sin poder dormir? De pronto se acordó del manto. Salió silenciosamente de la cama y revolvió entre sus pertenencias hasta encontrar una suave pieza de cuero, que se acercó a la mejilla. Era una de las pocas cosas que había traído consigo, sacada de entre los escombros de la cueva, al marcharse del Clan. La había usado para llevar a Durc cuando era bebé y para sostenerle en su cadera un poco más adelante. No sabía por qué la conservaba. No era necesaria. Sin embargo, más de una vez, estando sola, se había mecido abrazada a ella hasta conciliar el sueño. Pero no desde que Jondalar estaba con ella.

Formó una bola con el viejo cuero, la apretó contra su pecho y se acurrucó contra él. Luego cerró los ojos y se quedó dormida.

–Es demasiado, aun con los travesaños y los cestos de carga que lleva Whinney. ¡Necesito dos caballos para llevarme todo esto! –se lamentaba Ayla, contemplando el montón de hatillos que deseaba llevar consigo–. Tendré que dejar otras cosas, pero ya las he revisado tantas veces que no sé qué más puedo dejar.

Miró en derredor, tratando de encontrar una solución a su dilema. La cueva parecía desierta. Todo lo útil que no llevaría consigo estaba guardado en agujeros y montículos de piedra, por si algún día deseaban volver a buscarlo, aunque no parecía que fuera a suceder. Lo que quedaba a la vista era sólo un montón de desechos. Hasta el secadero de hierbas estaba vacío.

–Ya tienes dos caballos. Es una lástima que no puedas emplearlos a ambos –observó Jondalar, contemplando a los dos animales, que comían su ración de heno junto a la entrada.

Ayla quedó pensativa. Aquel comentario le había dado una buena idea.

–Sigo pensando en Corredor como en un potrillo, pero está casi tan grande como Whinney. Tal vez pueda llevar una pequeña carga.

Jondalar manifestó un interés inmediato.

–Me estaba preguntando cuándo estaría lo bastante crecido como para hacer alguna de las cosas que hace Whinney y cómo le enseñarías a hacerlas. ¿Cuándo montaste a Whinney por primera vez? ¿Y cómo se te ocurrió la idea?

Ayla sonrió.

–Un día estaba corriendo con ella, lamentándome de no poder igualar su velocidad, y de pronto se me ocurrió. Al principio se asustó un poco y echó a correr, pero ya me conocía. Se detuvo cuando se cansó; no parecía estar molesta. ¡Fue maravilloso! ¡Tenía la sensación de que corría como el viento!

Jondalar la miraba. Al recordar aquella primera cabalgada, sus ojos centelleaban, su aliento se hizo anhelante. También él había sentido lo mismo la primera vez que Ayla le permitiera montar a Whinney y ahora compartía su excitación. De pronto sintió un súbito deseo de aquella mujer. Siempre le sorprendía la facilidad con que se le despertaban sus deseos hacia ella. Pero Ayla no pensaba más que en Corredor.

–¿Cuánto tardaríamos en acostumbrarle a llevar algo? Yo monté a Whinney antes de que se me ocurriera echarle una carga, de modo que no me costó mucho. Pero si empezara con una carga pequeña, tal vez resultaría más fácil hacerle aceptar a continuación un jinete. Veamos si encuentro algo con qué practicar.

Revolvió el montón de desechos, retirando pieles, algunos cestos, rocas que había utilizado para alisar cuencos o elaborar utensilios y los palos con que había llevado la cuenta de los días pasados en el valle.

Se detuvo un momento, con un palo en la mano, y puso un dedo sobre cada una de las primeras marcas, como le había enseñado Creb tanto tiempo antes. Tragó saliva al recordar al mago. Jondalar había utilizado esas marcas para confirmar el tiempo que ella había pasado allí y para ayudarle a aprender las palabras que él utilizaba para contar los años de su vida. Por entonces, a principios de verano, tenía diecisiete; al final del invierno o en la primavera, agregaría otro. Él había dicho que tenía veinte años y uno más, agregando que era viejo. Había iniciado su Viaje tres años antes, al tiempo que ella abandonaba el Clan.

Lo recogió todo y se encaminó hacia fuera, llamando con su silbido a Whinney y a Corredor. Ambos pasaron un rato acariciando y rascando al potrillo. Luego Ayla cogió un cuero curtido; dejó que el animal lo olfateara y lo mascara un poco y le frotó con él. Por fin se lo puso en el lomo, colgando. Corredor aferró un extremo con los dientes y se lo quitó, pero se lo entregó a Ayla para jugar otra vez. Ella volvió a cruzárselo sobre el lomo. Después lo hizo Jondalar, mientras Ayla buscaba una correa larga y preparaba algo. Todavía le colocaron el cuero sobre el lomo varias veces más y dejaron que se lo quitara con los dientes. Whinney relinchó, observando con interés la escena y también ella recibió un poco de atención.

Por fin, cuando le tocó a ella la vez, Ayla sujetó el cuero con una larga correa por debajo del vientre. Esta vez, cuando Corredor trató de quitárselo con los dientes, no le fue tan fácil. Al principio aquello no le gustó, coceó para deshacerse de él, pero luego dio con un extremo suelto y comenzó a tirar con los dientes hasta quitárselo por debajo de la correa. Después buscó el nudo y forcejeó con la dentadura hasta desatarlo. Entonces recogió el cuero y lo dejó caer a los pies de Ayla, para hacer lo mismo con la correa. La muchacha y su compañero se echaron a reír, mientras el caballito correteaba con la cabeza erguida, muy satisfecho de sí mismo.

En la siguiente oportunidad, Corredor dejó que Jondalar le atara el cuero al lomo y caminó con él puesto un rato, antes de jugar a quitárselo. Para entonces parecía estar perdiendo el interés. Cuando Ayla volvió a atárselo, él lo dejó estar, mientras recibía sus caricias y sus mimos. Por fin Ayla cogió el dispositivo de adiestramiento que acababa de idear: dos cestos atados de modo tal que pendieran a ambos lados, con algunas piedras para añadir peso y dos palos salientes, como los extremos delanteros de los travesaños de una angarilla.

Cuando lo puso sobre el lomo de Corredor, el potrillo echó las orejas hacia atrás y volvió la cabeza para ver qué era aquello. No estaba habituado a sentir un peso en el lomo, pero sí a experimentar algunas presiones, puesto que muchas veces se le habían recostado contra el cuerpo. La experiencia no le era totalmente desconocida, pero lo más importante era que confiaba en la mujer, al igual que en su madre. Ayla le dejó los cestos en su sitio, mientras le daba palmaditas, rascándole y hablándole. Después se los quitó, junto con el cuero y la correa. El caballo volvió a olfatearlos y dejó de prestarles atención.

–Tal vez tengamos que quedarnos aquí un día o dos para acostumbrarle; volveré a repetir todo esto, pero creo que dará resultado –dijo Ayla, radiante de placer, mientras volvían a la cueva–. Tal vez no lleve una carga sobre travesaños, como Whinney, pero creo que podrá cargar algunas cosas en el lomo.

–Sólo espero que el buen tiempo se mantenga algunos días más.

–Si no utilizamos a Whinney para montar, Jondalar, podemos colocarle encima un fardo de heno. Lo he atado bien –gritó Ayla, llamando al hombre que buscaba por última vez piedras de fuego en el lecho rocoso.

También los caballos estaban abajo. Whinney, preparada con los travesaños y los cestos, además de un bulto cubierto con cuero en la grupa, esperaba con paciencia. Corredor se mostraba más nervioso por los cestos que pendían a sus flancos y la pequeña carga atada a su lomo. Todavía no estaba habituado a llevar pesos, pero el caballo de la estepa era un animal fuerte y resistente, habituado a vivir a la intemperie y de excepcional potencia muscular.

–Si llevas grano para ellos, ¿para qué quieres el heno? Allá hay más pasto del que puedan comer todos los caballos del mundo.

–Pero cuando nieva mucho o, peor aún, cuando se forma hielo en la superficie, les cuesta arrancarlo. Y el exceso de cereal hace que se hinchen. Conviene tener una provisión de heno para varios días. En el invierno, los caballos pueden morir de hambre.

–Tú no dejarías pasar hambre a esos caballos aunque tuvieras que romper el hielo y cortar la hierba con tus propias manos, Ayla –rió Jondalar–. Pero montar o caminar me da lo mismo –su sonrisa desapareció al levantar la vista hacia el claro cielo azul–. Con la carga que llevan los caballos, tardaremos bastante más que al venir.

Jondalar inició el duro ascenso hacia la cueva, llevando otras tres de aquellas piedras, de aspecto tan insignificante. Al llegar a la entrada, encontró a Ayla allí, con lágrimas en los ojos. Depositó las piritas en un saco, cerca de su mochila, y se detuvo junto a ella.

–Éste era mi hogar –dijo la muchacha, sobrecogida por lo definitivo de su pérdida–. Era mi propio nido. Mi tótem me trajo hasta aquí, dándome una señal –alargó la mano hacia el saquito de cuero que llevaba colgando del cuello–. Me sentía solitaria, pero aquí hacía mi voluntad, lo que era preciso. Ahora el Espíritu del León Cavernario quiere que me vaya –levantó la vista hacia su alto compañero–. ¿Crees que volveremos alguna vez?

–No –respondió él. Su voz tenía una sonoridad hueca. Estaba mirando la pequeña cueva, pero veía otro sitio, en otro tiempo–. Incluso cuando vuelves a un mismo lugar, ya no es el mismo.

–Entonces, ¿por qué quieres retornar ahora, Jondalar? ¿Por qué no te quedas y te conviertes en Mamutoi?

–No puedo. Es difícil de explicar. Sé que no será lo mismo, pero los Zelandonii son mi pueblo. Quiero mostrarles las piedras de fuego. Quiero enseñarles a cazar con el lanzavenablos. Quiero que vean lo que se puede hacer con el pedernal después de calentarlo. Son cosas importantes, que pueden resultar muy beneficiosas, y yo deseo llevarlas a mi pueblo –clavó la vista en el suelo y bajó la voz–. Quiero que, al mirarme, me consideren digno de ellos.

Ayla estudió aquellos ojos expresivos y preocupados, lamentando no poder borrar el dolor que en ellos veía.

–¿Tan importante es lo que piensen? ¿No es más importante que tú mismo sepas quién eres?

Entonces recordó que el León Cavernario era también el tótem de Jondalar, que él había sido elegido por el poderoso Espíritu de este animal lo mismo que ella. Sabía que no era fácil vivir con un tótem poderoso, que las pruebas eran difíciles; pero los dones, el conocimiento que de ellas se derivaba, siempre valían la pena. Creb le había dicho que el Gran León Cavernario nunca elegía a nadie que no fuera digno.

En vez de emplear las mochilas de los Mamutoi, pequeñas y para un solo hombro, escogieron los pesados zurrones de viaje, como el que había traído Jondalar, diseñados para llevarlos a la espalda, con correas sobre los dos hombros. Era preciso asegurarse de que se pudieran poner y quitar las capuchas de las pellizas. Ayla había agregado otra correa que cruzaba sobre la frente, para asegurar mejor la carga, aunque prefería usar su honda para ese cometido. Dentro llevaban los alimentos, el material para encender fuego, la tienda y las pieles de dormir.

Jondalar llevaba también dos nódulos de pedernal, de buen tamaño, cuidadosamente seleccionados entre los varios que había encontrado en el lecho rocoso del río y un saco lleno de piedras de fuego. Además, cada uno de ellos llevaba lanzas y propulsores. Ayla había puesto varios guijarros escogidos en un saco y, bajo su pelliza, atada a una correa sujeta a su túnica, su bolsa de medicinas.

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