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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (20 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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El clan de Brun era casi tan numeroso como el Campamento del León, pero sus cazadores rara vez cazaban más de uno o dos animales en cada expedición. Por tanto, era preciso hacerlo con más frecuencia. En aquella época del año salían casi todos los días, para almacenar lo más posible en previsión del invierno. En el Campamento del León, en cambio, era la primera vez que la gente salía de caza desde la llegada de Ayla. Ella se hacía preguntas a sí misma, pero nadie más se preocupaba por ello.

Interrumpió su labor para mirar a los que estaban desollando y descuartizando a un rebaño entero. Como de cada animal se encargaban dos o tres personas, el trabajo se efectuaba en un tiempo mucho más corto de lo que ella hubiera podido imaginarse. Eso la hizo pensar en las diferencias entre ellos y los del Clan.

La mujeres Mamutoi cazaban junto a los hombres; en consecuencia, había más cazadores. No obstante, en aquel grupo había nueve hombres y sólo cuatro mujeres, pues las madres de hijos pequeños rara vez cazaban, a pesar de lo cual no cambiaba la situación. Con más miembros, la cacería era más efectiva; por añadidura, el trabajo de descuartizar y desollar se hacía con mayor eficacia al participar los hombres. Eso parecía lógico, pero Ayla tenía la sensación de que estaba pasando por alto un punto esencial. En realidad, el factor primordial era que los Mamutoi tenían otra forma de pensar. No eran tan rígidos, no estaban tan atados por las reglas que decidían sobre lo que era correcto y sobre cuanto se había hecho antes. Las funciones eran más difusas; la conducta de hombres y mujeres, menos definida y estricta. Todo parecía depender más bien de las inclinaciones personales y de lo que diera mejores resultados.

Jondalar le había dicho que, entre los suyos, a nadie se le prohibía cazar; también que si bien la caza era importante y casi todos participaban, al menos de jóvenes, nadie estaba obligado a hacerlo. Los Mamutoi, al parecer, tenían costumbres similares. Él había tratado de explicarle que algunas personas podían tener otros talentos, otras habilidades igualmente valiosas, como él mismo, por ejemplo, que había aprendido a trabajar el pedernal y tenía fama de buen artesano. En su caso, pues, como podía cambiar sus herramientas y puntas de lanza por lo que le hiciera falta, no necesitaba cazar si no deseaba hacerlo.

Ayla, sin embargo, no acababa de entenderlo. ¿Qué clase de ceremonia de virilidad realizaban si no importaba que un hombre cazara o no? Los hombres del Clan habrían estado perdidos si hubieran creído que la caza no era esencial para ellos. Un niño no se convertía en hombre en tanto no cazara su primer animal importante. Y entonces pensó en Creb, que nunca había cazado ni podía hacerlo, pues le faltaba un ojo y un brazo, además de ser cojo. Había sido el más grande de los mog-ures, el hombre más sabio del Clan, pero nunca tuvo la ceremonia de la virilidad. En el fondo, no se le consideraba hombre. Quizá sí, Ayla estaba convencida de que lo era.

Aunque ya estaba oscuro cuando terminaron, ninguno de los ensangrentados cazadores vaciló en quitarse la ropa y encaminarse hacia el arroyo. Las mujeres se lavaron un poco alejadas de los hombres, pero ambos grupos estaban a la vista. Las pieles enrolladas y las reses en canal habían sido colocadas en medio de fogatas, a fin de alejar a los depredadores y a los carroñeros. A poca distancia habían amontonado leña seca y verde, sobrante de la empleada en la construcción del cercado. Sobre una fogata se asaba un buen trozo de carne, y varias tiendas de campaña bajas habían sido instaladas en torno.

La temperatura descendió rápidamente tan pronto como la oscuridad se cernió sobre ellos. Ayla se alegró de que Tulie y Deegie la hubieran prestado algunas prendas, aunque desiguales y de distinto tamaño, mientras las suyas, lavadas para quitar la sangre, se secaban junto al fuego. Dedicó algún tiempo a los caballos, hasta asegurarse de que estuvieran cómodos y tranquilos. Whinney se mantenía dentro del círculo luminoso proyectado por el fuego donde se asaba la carne, pero lo más lejos posible de las reses apiladas y del montón de restos abandonados más allá, desde donde llegaban, de vez en cuando, gruñidos y gritos de animales.

Cuando los cazadores se hartaron de comer bisonte, bien tostado por fuera y medio crudo cerca del hueso, avivaron el fuego y se dedicaron a conversar, mientras tomaban una infusión caliente.

–Deberíais haber visto cómo se las arregló Ayla para que ese rebaño girase –decía Barzec–. No sé cuánto tiempo habríamos podido contenerles. Estaban cada vez más nerviosos y, cuando ese macho echó a correr, creí que los perderíamos.

–Creo que es de justicia agradecerle a Ayla el éxito de esta cacería –dijo Talut.

Ella se ruborizó ante los desacostumbrados elogios, pero sólo a medias por timidez. El hecho de que se reconocieran su talento y sus habilidades la inundaba de una cálida alegría. Era la aceptación que había ansiado toda su vida.

–¡Y qué tema de comentarios tan formidable para las Reuniones de Verano! –agregó Talut.

La conversación fue languideciendo. Talut recogió una rama seca, la partió en dos y puso ambos trozos en el fuego. Se produjo una erupción de chispas que iluminó los rostros de los reunidos.

–No siempre se tiene tanta suerte –comentó Tulie–. ¿Recordáis aquella vez en que estuvimos a punto de atrapar a un bisonte blanco? Lástima que se nos escapara.

–Sin duda gozaba de alguna protección especial. Tenía la certeza de que lo atraparíamos. ¿Has visto alguna vez un bisonte blanco? –preguntó Barzec a Jondalar.

–He oído hablar de ellos y hasta vi una piel –replicó éste–. Entre los Zelandonii, los animales blancos son sagrados.

–¿También los zorros y los conejos? –preguntó Deegie.

–Sí, pero no tanto. Hasta las perdices blancas lo son. Nosotros creemos que han sido tocados por Doni; por eso, los que nacen blancos y permanecen de este color todo el año, son más sagrados –explicó Jondalar.

–Para nosotros también tienen un significado especial los animales blancos. Por eso el Hogar de la Cigüeña tiene un rango tan alto... habitualmente –aclaró Tulie, echando una mirada algo desdeñosa a Frebec–. La gran cigüeña del norte es blanca, y las aves son las mensajeras especiales de Mut. Los mamuts blancos tienen poderes fuera de lo común.

–Jamás olvidaré la cacería del mamut blanco –dijo Talut. Unas miradas cargadas de atención le alentaron a proseguir–. Cuando el explorador vino a decirnos que había visto a aquella hembra, todos nos excitamos. Darnos un mamut hembra blanco es el más alto honor que puede hacernos la Madre. Además, era la primera cacería de una Reunión de Verano; si la atrapábamos, sería buena suerte para todos.

»Los cazadores que quisieron participar tuvieron que someterse a duras pruebas de purificación y ayuno, para que todos fuéramos aceptables, y el Hogar de Mamut nos impuso limitaciones, incluso para después. Pero todos queríamos ser elegidos. Yo no era mucho mayor que Danug ahora, pero tan corpulento como él. Tal vez por eso me eligieron, y fui uno de los que la alancearon. Como en el caso del bisonte que se lanzó contra ti, Jondalar, nadie sabe qué lanza fue la que acabó con ella. Tal vez la Madre no quería que ninguna persona, ningún Campamento, se hiciera acreedor de un honor excesivo. El mamut blanco era de todos. Así era mejor. No hubo envidias ni resentimientos.

–He oído hablar de una raza de osos blancos que, por lo visto, viven muy al norte –intervino Frebec, para no quedar al margen de la conversación. Tal vez nadie pudiera atribuirse la muerte del mamut blanco, pero eso no impedía que existieran envidias o resentimientos. Todos los elegidos para integrar la partida habían alcanzado mayor rango en aquella sola oportunidad que Frebec en toda la vida.

–A mí también me han hablado de ellos –agregó Danug–. Mientras estaba en la mina de pedernal, vinieron algunos visitantes de Sungaea para intercambiar mercancías por sílex. Una de las mujeres era narradora, una gran narradora, y ella nos habló de la Madre del mundo, y de los hombres-hongo, que siguen el sol por la noche, y de muchos otros animales. También nos habló de los osos blancos. Viven entre los hielos, según dijo, y sólo comen animales marinos, pero se cree que son mansos, lo mismo que el gran oso cavernario, que no come carne. No como el oso pardo, tan cruel.

Danug no reparó en la mirada de irritación que Frebec le dirigía. No había sido su intención interrumpirle; simplemente le complacía tener algo que aportar a la conversación.

–Hombres de Clan vienen de cacería una vez y hablan rinoceronte blanco –dijo Ayla.

Frebec, aún más irritado, la miró con el ceño fruncido.

–Sí, los blancos son raros –dijo Ranec–, pero también los negros son especiales.

Se había sentado algo apartado del fuego; su rostro apenas era visible en la sombra, exceptuando los dientes blancos y el pícaro brillo de sus ojos.

–Tú eres raro, ya lo creo, y te encanta demostrarlo en las Reuniones de Verano a todas las mujeres que quieran averiguarlo –comentó Deegie.

Ranec se echó a reír.

–¿Qué culpa tengo yo si las hijas de la Madre son tan curiosas? No te gustaría que desilusionara a ninguna, ¿verdad? Pero no hablaba por mí, sino de los gatos negros.

–¿Qué gatos negros? –preguntó Deegie.

–Wymez, tengo un vago recuerdo de un gato negro y grande –dijo entonces Ranec, volviéndose hacia su compañero de hogar–. ¿Sabes algo de eso?

–Debió de impresionarte mucho. No imaginaba que lo recordaras –replicó Wymez–. Eras poco más que un bebé, pero ¡cómo gritó tu madre! Te habías alejado. En el momento en que ella te vio, vio también a ese enorme gato negro, parecido a un leopardo de las nieves, sólo que más grande. Saltó de un árbol y ella pensó que iba a atacarte. Tal vez el grito le asustó o no era ésa su intención, porque siguió su camino. Pero ella corrió a buscarte y pasó mucho tiempo antes de que te permitiera alejarte de nuevo.

–¿Había muchos gatos negros donde vivías? –preguntó Talut.

–Muchos no, pero había. Vivían en las selvas y cazaban por la noche, de modo que rara vez se dejaban ver.

–Serían tan raros como los leopardos blancos aquí, ¿no? Los bisontes son oscuros, y algunos mamuts, pero nunca negros del todo. El negro es especial. ¿Cuántos animales negros hay? –preguntó Ranec.

–Hoy, cuando ir con Druwez, ver lobo negro –dijo Ayla–. Nunca vi lobo negro antes.

–¿Era negro de verdad o sólo oscuro? –inquirió Ranec, muy interesado.

–Negro. Más claro vientre, pero negro. Lobo solitario, creo –agregó Ayla–. No veo otras huellas. En manada es... bajo rango. Se va, tal vez busca otro lobo solitario, hace nueva camada.

–¿Bajo rango? ¿Cómo sabes tanto de lobos? –preguntó Frebec.

En su voz había un dejo de burla, como si no quisiera creerla, pero también auténtico interés.

–Cuando aprendo a cazar, cazo sólo carnívoros. Sólo con honda. Observo mucho, mucho. Aprendo conocer lobos. Una vez veo loba blanca en manada. Otros lobos no gustar. Ella irse. Otros lobos no quieren lobo mal color.

–Ese lobo era negro –afirmó Druwez, con intención de defender a Ayla, sobre todo después del excitante paseo a caballo–. Yo también lo vi. Al principio no estaba seguro, pero era un lobo enteramente negro. Y creo que estaba solo.

–Hablando de lobos, esta noche deberíamos montar guardia. Si hay uno negro por aquí, con mayor motivo –observó Talut–. Alguien tendrá que pasarse la noche en observación y vigilando.

–Necesitamos descanso –agregó Tulie, levantándose–. Mañana nos espera un largo viaje.

–Yo montaré la primera guardia –anunció Jondalar–. Cuando me canse despertaré a alguien.

–Puedes despertarme a mí –dijo Talut.

Jondalar asintió.

–Yo también vigilo –dijo Ayla.

–¿Por qué no montas guardia con Jondalar? Es una buena idea hacerlo en pareja. Así, uno mantiene despierto al otro.

Capítulo 8

–Anoche hizo frío. Esta carne está medio congelada –observó Deegie, atando un cuarto trasero al armazón que iba a cargarse a la espalda.

–Mejor así –dijo Tulie–. Pero no podemos llevar tanto. Tendremos que dejar algo.

–¿No podríamos levantar un túmulo sobre el resto con piedras del cercado? –sugirió Latie.

–Podemos, y tal vez convendría hacerlo. Es una buena idea –dijo Tulie. Estaba preparando para sí una carga tan enorme que a Ayla le pareció imposible que pudiera llevarla por muy robusta que fuera–. Pero si el tiempo cambia, acaso no volvamos a buscarlo hasta la primavera. Sería mejor si estuviera más cerca del albergue. Los animales no se acercan tanto y podríamos vigilar, pero aquí, a campo abierto, los leones cavernarios y hasta un glotón decidido podrían apoderarse de la carne.

–¿Y si vertemos agua sobre el montón para congelarlo sólidamente? Eso lo defendería de los animales. Es difícil escarbar en un montón de piedras congeladas, incluso con picos y mazas –dijo Deegie.

–Eso lo defendería de los animales, sí, pero ¿cómo lo protegerías del sol, Deegie? –preguntó Tornec–. Nadie puede garantizar que siga helando. La estación apenas está en sus comienzos.

Ayla escuchaba, contemplando cómo aquel montón de carne disminuía a medida que todo el mundo cargaba la mayor cantidad posible. No estaba habituada a disponer de tantos alimentos como para escoger sólo lo mejor. Durante su vida con el Clan había dispuesto siempre de comida suficiente y pieles para vestirse, para dormir y para otros usos, pero pocas cosas se desperdiciaban. Aun sin saber cuánto quedaría allí, ya era tanto lo que habían arrojado al montón de desechos que la afligía pensar que tendrían que dejar aún más, y era evidente que a los demás tampoco les gustaba la idea.

Vio que Danug cogía el hacha de Tulie y, blandiéndola con tanta facilidad como la mujer, cortaba un leño en dos para echarlo a la última fogata. Se acercó a él lentamente.

–Danug –dijo en voz baja–, ¿ayudarme?

–Hum..., ah..., sí –tartamudeó éste tímidamente, enrojeciendo hasta las orejas.

La voz de aquella mujer era tan grave, tan cálida, y su acento extraño resultaba tan exótico... Le había cogido desprevenido: no la había sentido acercarse. El mero hecho de estar tan cerca de su belleza le aturdía inexplicablemente.

–Necesito... dos postes –dijo ella, levantando dos dedos–. Árboles jóvenes río abajo. ¿Cortar para mí?

–Eh..., claro. Te cortaré un par de árboles.

Mientras caminaban hacia el meandro del riachuelo, Danug fue relajándose, pero no dejaba de mirar la cabeza rubia de la mujer que marchaba a su lado, un paso por delante. Ella eligió dos alisos, aproximadamente del mismo tamaño; cuando Danug los hubo derribado, le indicó que podara las ramas y cortara las puntas para que tuviera idéntica longitud. Para entonces, la timidez del atractivo adolescente había desaparecido.

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