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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (22 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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En el momento de entrar, antes de apartar la cortina interior que separaba el hogar de la cocina, oyó por casualidad un comentario sobre ella y el caballo. Todos estaban en derredor comiendo y conversando tranquilamente, pero la conversación cesó al aparecer ella. Se sintió incómoda al entrar en el primer hogar y ver que todos la miraban. Entonces Nezzie le entregó un plato de hueso y la charla se reanudó. Ayla empezó a servirse antes de pararse a mirar a su alrededor. ¿Dónde estaba la carne de bisonte que acababan de traer? No había rastro de ella por ninguna parte. Seguramente la habían guardado, pero ¿dónde?

Ayla empujó la pesada cortina de piel de mamut que cubría la entrada. Apenas se encontró en el exterior, fue a buscar los caballos. Una vez segura de que estaban bien, trató de localizar a Deegie y la saludó con una sonrisa cuando se acercó. Aunque era temprano, la muchacha había prometido enseñarle cómo se curtía el cuero al estilo de los Mamutoi. Ayla estaba especialmente interesada en averiguar el proceso empleado para teñir el cuero de rojo, como la túnica de Deegie. Jondalar había dicho que el blanco era sagrado para los Zelandonii; del mismo modo, el rojo era sagrado para Ayla, pues así lo consideraba el Clan. En la ceremonia del nombre se utilizaba una pasta de almagre, óxido rojo de hierro mezclado con grasa, preferiblemente de oso cavernario; una porción de almagre era lo primero que se metía en el saquito de los amuletos cuando se daba a conocer el tótem de una persona. Desde el comienzo hasta el final de la vida, el almagre se empleaba para muchos ritos, incluyendo el último, el del entierro. El saquito que contenía las raíces utilizadas para hacer la bebida sagrada era lo único rojo que Ayla había poseído en su vida; junto con su amuleto, constituía su mayor tesoro.

Nezzie salió del albergue llevando un gran trozo de cuero manchado por el uso.

–¡Oh, Deegie! –exclamó al ver juntas a las dos jóvenes–, necesito que alguien me ayude. Se me ocurrió hacer un gran guiso para todo el mundo. En vista de que la cacería de bisontes tuvo tanto éxito, Talut ha dicho que deberíamos hacer un festín para celebrarlo. ¿Quieres preparar esto para cocinar? He puesto brasas encendidas en el hoyo, junto al hogar grande, y el armazón ya está listo. Hay una bolsa de estiércol seco para colocar sobre las brasas. Enviaré a Danug y a Latie a buscar agua.

–Por uno de tus guisos, Nezzie, te ayudaré cuanto quieras.

–¿Puedo colaborar? –preguntó Ayla.

–¿Y yo? –se ofreció Jondalar, que se había aproximado para hablar con Ayla y había oído la conversación.

–Podéis ayudarme a sacar algunos alimentos –propuso Nezzie, mientras se volvía para entrar de nuevo en la vivienda común.

La siguieron hasta una de las arcadas constituidas por colmillos de mamut que se abrían a lo largo de los muros interiores. Ella retiró una rígida cortina formada por una piel de mamut a la cual se le había dejado el pelo, con la doble capa de pelaje rojizo hacia el exterior. Detrás pendía una segunda cortina. Cuando Nezzie la apartó notaron una ráfaga de aire frío. Al escudriñar la zona en penumbra, distinguieron un foso grande, del tamaño de un cuarto pequeño. Tenía casi un metro de profundidad por debajo del nivel del suelo y estaba casi lleno de pequeñas reses y piezas de carne, todo ello congelado.

–¡Una despensa! –exclamó Jondalar, sosteniendo las pesadas cortinas mientras Nezzie descendía–. Nosotros también conservamos la comida congelada, pero no tan cerca. Construimos nuestros albergues bajo los salientes del acantilado o frente a alguna cueva. Pero allí es difícil mantener la carne congelada, de modo que la dejamos en el exterior.

–Clan tiene la carne congelada en invierno dentro de pozo, bajo montón de piedras –dijo Ayla; comprendía ahora qué se había hecho de la carne de bisonte traída el día anterior.

Tanto Nezzie como Jondalar pusieron cara de sorpresa. No se les había ocurrido que los del Clan guardaran carne para el invierno y aún se quedaban asombrados cuando Ayla mencionaba actividades tan avanzadas, tan humanas. Pero también a Ayla le habían sorprendido los comentarios de Jondalar sobre el sitio en donde él vivía. Suponía que todos los Otros vivían en el mismo tipo de albergues; no comprendía que aquella construcción de tierra fuese tan rara para él como para ella.

–Nosotros no tenemos tantas piedras en derredor como para hacer montículos –explicó Talut, con su voz tonante. Todos miraron al gigantesco pelirrojo que se acercaba y relevó a Jondalar del cuidado de una de las cortinas–. Deggie me ha dicho que piensas hacer un guiso, Nezzie –prosiguió, con una sonrisa complacida–. Se me ocurrió venir a ayudar.

–Este hombre huele la comida antes de ponerla al fuego –rió Nezzie, mientras revolvía en el interior del pozo. Jondalar aún seguía interesado en aquel sistema de almacenaje.

–¿Cómo hacéis para mantener la carne congelada de este modo? Dentro del albergue no hace frío –observó.

–En el invierno, la tierra se congela como una roca, pero en verano se puede excavar. Cuando construimos un albergue, cavamos lo suficiente como para llegar a la parte de la tierra que está siempre congelada, a fin de utilizarla como despensa. Eso mantiene los alimentos fríos incluso en verano, aunque no siempre estén congelados. En otoño, cuando el tiempo empieza a refrescar, la tierra se hiela. Entonces la carne se hiela en los pozos y nosotros iniciamos el almacenamiento. El cuero del mamut mantiene el frío fuera y el calor dentro –explicó Talut–. Lo mismo que el mamut cuando lo lleva puesto –añadió, con una gran sonrisa.

–A ver, Talut, coge esto –dijo Nezzie, tendiéndole un trozo duro, escarchado, de color pardo rojizo, con una gruesa capa de grasa amarillenta en un lado.

–Yo cojo –se ofreció Ayla, alargando la mano. Talut tomó la diestra de Nezzie y, aunque ella no era precisamente menuda, el vigoroso gigante la sacó como si fuera una criatura.

–Tienes frío. Voy a tener que calentarte –le dijo. La rodeó con los brazos, levantándola del suelo para hundirle la nariz en el cuello.

–Basta, Talut. ¡Bájame! –le regañó ella, aunque le brillaba la cara de satisfacción–. Tengo mucho que hacer. No es el momento oportuno.

–Dime cuándo será el momento oportuno si quieres que te baje.

–Tenemos visitas –reprochó ella, pero le echó los brazos al cuello y le susurró algo al oído.

–¡Ésa sí es una promesa! –rugió el hombrón, depositándola en el suelo. Le dio unas palmaditas en el amplio trasero, mientras la azorada mujer se componía la ropa, tratando de recobrar su dignidad. Jondalar miró a Ayla con una sonrisa y la abrazó por la cintura.

«Otra vez ese juego», pensó Ayla. «Dicen una cosa con palabras y otra con sus gestos.» Sin embargo, ya era capaz de apreciar el buen humor y el fuerte amor secreto que Talut y Nezzie compartían. De pronto notó que demostraban su amor sin evidenciarlo demasiado, como los del Clan, diciendo algo que significaba otra cosa. Con este nuevo punto de vista, captó un concepto importante que clarificaba y resolvía muchas de las preguntas que la inquietaban; esto la ayudó a comprender mejor el sentido del humor.

–¡Este Talut! –dijo Nezzie, tratando de mostrarse severa, aunque su sonrisa complacida lo desmentía–. Si no tienes otra cosa que hacer, Talut, puedes ayudar a recoger raíces –dirigiéndose a la joven, añadió–: Te mostraré dónde las guardamos, Ayla. La Madre ha sido generosa este año; la temporada resultó buena y recogimos muchas.

Rodearon una plataforma de dormir hasta llegar a otra arcada protegida por una cortina de cuero.

–Las raíces y las frutas se almacenan más arriba –dijo Talut a los visitantes, retirando la cortina para mostrarles varios cestos llenos de provisiones: chufas, nudosas y pardas, ricas en almidón, zanahorias silvestres, de color amarillo claro, suculentos tallos de ciertos juncos y otros alimentos acumulados a nivel del suelo, junto al borde de un pozo más profundo–. Duran más si se mantienen fríos, pero la congelación los ablanda. En estos pozos guardamos también las pieles, hasta que alguien desee trabajarlas, huesos para hacer herramientas y algo de marfil para Ranec. Él dice que congelado se mantiene más fresco y fácil de trabajar. El marfil sobrante y los huesos para el fuego están acumulados en el hogar de entrada y en los fosos exteriores.

–Ahora que me acuerdo, necesito una choquezuela de mamut para el guiso. Eso le da sabor y lo espesa –dijo Nezzie, que estaba llenando un cesto grande con diversas verduras–. ¿Y dónde habré puesto yo esas flores secas de cebolla?

–Siempre pensé que para sobrevivir al invierno, a los vientos y a las tormentas más fuertes, eran necesarias paredes de piedra –observó Jondalar, en tono de admiración–. Nosotros construimos refugios dentro de las cuevas, contra los muros. Vosotros no tenéis cuevas; ni siquiera árboles para construir refugios. ¡Lo hacéis todo con mamuts!

–Por eso el Hogar del Mamut es sagrado. Cazamos también otros animales, pero nuestra vida depende del mamut –dijo Talut.

–Cuando vivía con Brecie, en el Campamento del Sauce, al sur de aquí, no vi ninguna estructura como ésta.

–¿También conoces a Brecie? –interrumpió Talut.

–Brecie y algunos de su Campamento nos sacaron a mi hermano y a mí de las arenas movedizas.

–Ella y mi hermana son viejas amigas –contó Talut–. También están emparentadas por el primer compañero de Tulie. Nos criamos juntos. Ellos llaman a su lugar de verano Campamento del Sauce, pero viven en el Campamento del Alce. Las viviendas de verano son más frágiles, no como éstas. El Campamento del León es un sitio para invernar. El Campamento del Sauce baja con frecuencia al Mar de Beran para buscar pescado, moluscos y sal con la que traficar. ¿Qué hacías tú allí?

–Thonolan y yo estábamos cruzando el delta del Río de la Gran Madre. Ella nos salvó la vida.

–Tendrás que contarnos esa historia más tarde. Todo el mundo quiere saber noticias de Brecie –dijo Talut.

Jondalar se dio cuenta de que casi todos sus relatos incluían también a Thonolan. Lo deseara o no, tendría que hablar de su hermano. No sería fácil, pero era preciso acostumbrarse o dejar de hablar.

Cruzaron el Hogar del Mamut, que, además de por el pasillo central, estaba delimitado por las separaciones hechas con hueso de mamut y cortinas de cuero, al igual que todos. Talut reparó entonces en el lanzavenablos de Jondalar.

–Buena demostración la que nos hicisteis los dos –comentó–. Aquel bisonte se paró en seco.

–Con esto se puede hacer mucho más –aseguró Jondalar, deteniéndose para recoger el instrumento–. Arroja una lanza con más potencia y a más distancia.

–¿De verdad? Entonces podrías hacernos otra demostración –propuso el jefe.

–Me gustaría, pero tendríamos que subir a las estepas para apreciar mejor la distancia. Creo que os llevaríais una sorpresa –Jondalar se volvió hacia Ayla–. ¿Por qué no traes el tuyo?

Ya fuera, Talut vio que su hermana se encaminaba hacia el río y le anunció a gritos que iban a comprobar la nueva arma de Jondalar. Todos echaron a andar cuesta arriba. Cuando llegaron a las planicies abiertas, la mayor parte del Campamento se había unido a ellos.

–¿A qué distancia puedes arrojar una lanza, Talut? –preguntó Jondalar, cuando llegaron a un sitio adecuado para la demostración–. ¿Quieres hacer una prueba?

–Por supuesto, pero ¿para qué?

–Quiero demostrarte que yo puedo arrojarla más lejos.

Esta afirmación fue coreada por una carcajada general.

–Será mejor que elijas a otro para medirte con él –aconsejó Barzec–. Ya sé que eres corpulento y bien formado y probablemente fuerte, pero nadie puede arrojar la lanza a mayor distancia que Talut. ¿Por qué no se lo demuestras, Talut? Dale una oportunidad para que vea a lo que se expone. Así podrá competir dentro de sus posibilidades. Yo podría ser un buen adversario. Tal vez el mismo Danug.

–No –dijo Jondalar, con un fulgor en los ojos, pues aquello estaba tomando visos de auténtica competición–. Si Talut es el mejor entre vosotros, sólo Talut servirá. Y apostaría a que puedo arrojar la lanza más lejos... de no ser porque no tengo nada que apostar. En realidad, apostaría a que con esto también Ayla puede arrojar una lanza más lejos, más rápido y con más precisión que Talut.

Hubo un zumbido de asombro entre los reunidos, como respuesta a la afirmación de Jondalar. Tulie miró a los visitantes; estaban demasiado confiados y tranquilos. Ambos deberían tener claro que no eran adversarios a la altura de su hermano, y hasta era dudoso que pudieran enfrentarse a ella misma. Tulie era casi tan alta como el hombre rubio y quizá más fuerte, aunque el brazo largo de Jondalar le otorgaba cierta ventaja. ¿Qué podían saber ellos que ella no supiera? Se adelantó.

–Te daré algo con qué apostar –dijo–. Si ganas, tendrás derecho a reclamarme algo, dentro de lo razonable. Y si está en mi poder, te lo concederé.

–¿Y si pierdo?

–Me darás el mismo derecho.

–¿Estás segura de querer jugarte una futura reclamación, Tulie? –preguntó Barzec a su pareja, con el ceño fruncido por la preocupación que de repente le había asaltado.

Una apuesta formulada en términos tan imprecisos, se decía preocupado, llevaba aparejado un pago más oneroso que de ordinario, no tanto porque el ganador podía presentar unas exigencias abusivas, que bien podía ocurrir, sino porque el perdedor debía asegurarse de que la apuesta estaba saldada y que no se repitiesen las reclamaciones. ¿Y quién sabía lo que podría pedir aquel extranjero?

–¿Una reclamación futura? Sí –replicó ella. Pero no agregó que estaba segura de no perder. En todo caso, si él ganaba, si era realmente capaz de hacer lo que decía, ella no perdería nada, puesto que el Campamento tendría acceso a un arma valiosa. Si perdía, tendría que satisfacer la reclamación que ella le hiciera–. ¿Qué piensas tú, Jondalar?

La mujer era astuta, pero Jondalar sonrió. No era la primera vez que apostaba por un derecho futuro; eso siempre añadía sabor al juego e interés para los espectadores. Por otra parte, deseaba compartir con otros el secreto de su descubrimiento, ver qué aceptación tenía y cómo funcionaba en una cacería en grupo. Era el paso lógico para seguir probando el arma. Con un poco de experiencia y práctica, cualquiera podía utilizarla; eso era lo mejor. En cualquier caso, llevaba tiempo practicar y aprender la técnica, y para eso se requería mucho entusiasmo. La apuesta ayudaría a que surgiera... y él tendría un derecho futuro sobre Tulie. No le cabía la menor duda.

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