Los cazadores de mamuts (19 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Por fin, dominando el estruendo que se acercaba, se oyeron mugidos, gruñidos, resoplidos y gritos humanos. Todos forzaron la vista para divisar al primer bisonte que apareciera tras el recodo del arroyo, pero no fue sólo uno. De pronto, el rebaño entero de enormes animales peludos, color castaño oscuro, con largos y mortíferos cuernos negros, galopaba en línea recta hacia ellos.

Cada cual concentró todas sus fuerzas y se preparó para el ataque. A la cabeza marchaba el gran macho joven que había estado a punto de huir. Al ver el cercado, giró en redondo, hacia el agua... y hacia los cazadores que le cerraban el paso.

Ayla, que seguía muy de cerca al rebaño, había preparado su lanzavenablos al doblar el meandro, sin saber exactamente qué hacer. Vio que el primer macho viraba directamente hacia Jondalar, seguido por varios más.

Talut corrió hacia el animal, agitando una túnica, pero el peludo macho estaba harto de cosas que ondeaban al viento y no se dejó ahuyentar. Sin pensarlo dos veces, Ayla se inclinó hacia delante y Whinney avanzó a galope tendido. Esquivando a los otros bisontes, se lanzó contra el gran macho y arrojó su lanza, en el momento en que Jondalar hacía otro tanto. Una tercera lanza voló al mismo tiempo.

La yegua pasó velozmente junto a los cazadores, salpicando a Talut, al tocar el borde del agua. Ayla aminoró la marcha hasta detenerse y regresó a toda prisa. Para entonces todo había terminado. El gran bisonte yacía en el suelo. Los que venían detrás redujeron el paso; los que estaban cerca de la pendiente no tuvieron más remedio que entrar en el cercado. En cuanto el primero traspasó la abertura, los otros le imitaron sin que fuera necesario azuzarles mucho. Tulie siguió al último y empujó el portón. En cuanto éste quedó cerrado, Tornec y Deegie hicieron girar un voluminoso canto rodado contra él. Wymez y Frebec lo ataron a los postes, mientras Tulie empujaba otro canto rodado junto al primero.

Ayla desmontó, todavía estremecida. Jondalar estaba arrodillado al lado del macho, junto con Talut y Ranec.

–La lanza de Jondalar le ha entrado por el cuello, atravesándole la garganta. Creo que eso habría sido suficiente para matarlo, aunque también la tuya lo habría hecho, Ayla. Por cierto, ni siquiera te he visto llegar –comentó Talut, algo asombrado por la hazaña–. Tu lanza está clavada muy hondo entre las costillas.

–Pero lo que hiciste fue peligroso, Ayla. Podrías haber resultado herida –observó Jondalar. Parecía enojado, pero era la reacción al miedo experimentado por ella. Por fin miró a Talut, señalando una tercera lanza–. ¿De quién es ésta? Ha sido bien lanzada: se hundió en el pecho. Ésta también le habría matado.

–Es la de Ranec –dijo Talut.

Jondalar se volvió hacia el hombre moreno y ambos se midieron con la mirada. Tal vez tuvieran diferencias y rivalidades, pero ante todo eran seres humanos, hombres que compartían un mundo bello, aunque áspero y primitivo; sabían que la supervivencia dependía del mutuo apoyo.

–Te doy las gracias –dijo Jondalar–. Si mi lanza hubiera fallado, te debería la vida.

–No, a menos que la de Ayla hubiera fallado también. Ese bisonte ha muerto tres veces. No tenía la menor posibilidad contra ti. Parece que estás destinado a vivir. Tienes suerte, amigo mío; la Madre parece estar de tu parte. ¿Eres en todo tan afortunado? –y Ranec miró a Ayla con los ojos llenos de admiración, o algo más.

A diferencia de Talut, el hombre moreno la había visto llegar, sin preocuparse del peligro de los afilados cuernos, con el pelo al viento, los ojos llenos de terror y furia, dominando al caballo como si fuera una extensión de su propio ser; era como un espíritu vengador o como la madre de todas las criaturas vivientes defendiendo a su prole. Se diría que le importaba muy poco ser destripada, al igual que su montura. Parecía un Espíritu de la Madre, capaz de dominar al bisonte con la misma facilidad que a su yegua. Ranec nunca había visto una mujer igual; aquella mujer era todo lo que él deseaba: una mujer bella, fuerte, temeraria, amante, protectora. Una mujer de pies a cabeza.

Jondalar vio su expresión admirativa y se le retorcieron las entrañas. Ayla no podía menos de fijarse en él, responderle... Temía perderla por culpa de aquel hombre de piel oscura, tan atractivo, y no sabía qué hacer al respecto. Con los dientes apretados y la frente fruncida por el enfado y la frustración, les volvió la espalda, en un intento por disimular sus sentimientos.

Había visto a otras personas reaccionar de aquel modo; provocaban en él pena y cierto desdén. Era una conducta infantil, falta de experiencia y de sensatez; él se creía por encima de tales sentimientos. Ranec había actuado para salvarle la vida. Era un hombre. ¿Quién podía reprocharle que se sintiera atraído por Ayla? ¿Acaso ella no tenía derecho a elegir? Se odió por abrigar aquellos sentimientos, pero no podía evitarlos. Arrancó su lanza clavada en el bisonte y echó a andar.

La matanza había comenzado. Los cazadores, protegidos por el cercado, arrojaban sus lanzas contra los animales aturdidos que se revolvían en el interior de la trampa. Ayla buscó un sitio conveniente al que encaramarse y desde allí observó a Ranec, que arrojaba su arma con fuerza y precisión. Una hembra enorme cayó de rodillas. Druwez arrojó otra al mismo animal y desde otra dirección llegó una tercera. La bestia dejó caer la gran testuz entre las patas. Los lanzavenablos no tenían allí utilidad alguna. Aquel método era más eficaz.

De pronto, un macho se lanzó contra el cercado, con toda la fuerza de varias toneladas de peso. La madera se hizo astillas, las ataduras se desgarraron y los postes perdieron su estabilidad. Ayla notó que la barrera se estremecía y pegó un salto. Toda la estructura se tambaleó: ¡el bisonte tenía los cuernos atrapados! En sus esfuerzos por liberarse, sacudía toda la empalizada, que a punto estuvo de romperse.

Talut trepó al inestable portón y, con un solo golpe de su enorme hacha, partió el cráneo de la poderosa bestia. La sangre le salpicó el rostro; los sesos saltaron. El bisonte cayó, con los cuernos aún clavados, arrastrando consigo el portón debilitado y al mismo tiempo a Talut.

El corpulento jefe brincó ágilmente de la estructura derribada y, alejándose algunos pasos, descargó un golpe demoledor contra la cara del último bisonte que seguía en pie. El portón había cumplido con su cometido.

–Ahora viene el trabajo –dijo Deegie, señalando el espacio rodeado por la cerca.

Los animales abatidos parecían montones de lana oscura. Ella se acercó al primero, desenvainando su afilado cuchillo de pedernal, y lo montó a horcajadas para abrirle el cuello. De la yugular manó sangre roja, que formó alrededor de su hocico un charco de un tono carmesí más oscuro, que se fue agrandando lentamente y tiñó de negro la tierra de un pardo grisáceo.

–Talut –llamó la muchacha, al acercarse a otro montón de piel, aún estremecido–, ven a rematar a éste, pero trata de dejar los sesos más o menos enteros. Quiero aprovecharlos.

Talut despachó rápidamente al agonizante.

Después siguió la sangrienta labor de retirar entrañas, desollar y descuartizar. Ayla ayudó a Deegie a dar la vuelta a una hembra para dejar su vientre a la vista. Jondalar también echó a andar hacia ellas, pero Ranec estaba más cerca y llegó primero. Jondalar se quedó mirando, preguntándose si necesitarían ayuda o si una cuarta persona no haría sino estorbar.

Abrieron el vientre hasta la garganta, separando las ubres llenas de leche. Ayla de un lado y Ranec del otro la emprendieron con la caja torácica; ambos tiraron hasta quebrarlo. Luego Deegie se metió a medias dentro de la cavidad, todavía caliente, y entre los tres extrajeron los órganos internos. Todo se hizo con celeridad, para que los gases intestinales no echaran a perder la carne. Por fin, se ocuparon de la piel.

Por lo visto, no necesitaban ayuda. Jondalar vio que Latie y Danug luchaban con la caja torácica de un animal más pequeño. Apartó a la niña y lo desgarró con ambas manos, en un solo esfuerzo rabioso. Pero el descuartizamiento resultó ser una labor pesada, que acabó con la cólera de Jondalar.

Ayla no ignoraba el procedimiento para desollar, pues lo había hecho sola muchas veces. Una vez separada la piel alrededor de las patas, era fácil separarlo; lo más limpio y eficaz era despegarlo con el puño desde dentro o arrancarlo a tirones. Para cortar los ligamentos se utilizaba un cuchillo especial, con mango de hueso y hoja de pedernal, afilada por ambas partes, pero redondeada y sin filo en la punta, para no atravesar el pellejo. Ayla estaba tan habituada a usar cuchillos y herramientas sin mango que se sentía algo torpe, aunque era evidente que, en cuanto se acostumbrara a ellos, dominaría su manejo.

Se retiraron los tendones de patas y lomo, que servirían para muchas cosas, desde coser hasta preparar lazos. El pellejo se convertiría en cuero o en piel sin curtir. El pelo largo y apelmazado servía para hacer cuerdas o sogas de diversos tamaños, redes para pescar o lazos para cazar pájaros y pequeños animalitos en el buen tiempo. Se recogieron todos los sesos y también algunos cascos, de los que se obtendría cola al hervirlos con huesos y fragmentos de cuero crudo. Los grandes cuernos, que alcanzaban hasta los tres metros, eran algo precioso: sus macizas puntas servían como palancas, cuñas, punzones y dagas. La parte hueca, retirando el extremo, se convertiría en tubos cónicos para avivar el fuego o en embudos para llenar las bolsas de líquidos, polvos o semillas y para vaciarlas después. Una parte central, si se dejaba algo de la parte sólida en el fondo, serviría de taza. Con estrechos cortes transversales se lograban horquillas, brazaletes o argollas.

También guardaron los hocicos y las lenguas, bocados escogidos, así como el hígado. A continuación cortaron las reses en siete pedazos: dos cuartos traseros, dos cuartos delanteros, la parte media dividida por la mitad y el enorme cogote. Los intestinos, estómagos y vejigas, una vez lavados, se enrollaron junto con los cuernos. Más tarde los inflarían para evitar que se encogieran, a fin de utilizarlos como envases para grasas y líquidos, o flotadores para las redes de pesca. Se aprovechaban todas las partes, pero sólo cogieron las mejores y las más útiles; lo que podían llevar.

Jondalar había atado a Corredor a un árbol, cuesta arriba, para mantenerlo fuera del peligro y donde no molestara. Whinney acudió a su lado en cuanto Ayla la dejó en libertad, ya acorralados los bisontes. Tras ayudar a Latie y a Danug con el primer bisonte, Jondalar fue en busca del potrillo, pero lo encontró alterado por la proximidad de tantos animales muertos. A Whinney tampoco le gustaba, pero estaba más acostumbrada. Ayla les vio acercarse. Al mismo tiempo se dio cuenta de que Barzec y Druwez caminaban río abajo; al parecer, con la prisa por obligar a los bisontes a dar la vuelta y meterse en la trampa, habían dejado los zurrones atrás.

Se dirigió hacia ellos.

–¿Barzec, vas por zurrones? –preguntó.

–Sí, y por las mudas. Partimos con tanta prisa... Pero no lo lamento. Si tú no les hubieras hecho girar, los habríamos perdido sin duda alguna. Lo que hiciste con tu caballo fue una proeza. Nunca lo habría creído si no lo hubiera visto. Pero me sabe mal haber dejado todo allá. Con tantos bisontes muertos, acudirán todos los animales carnívoros de la región. Mientras esperábamos vi huellas de lobo que parecían frescas. A los lobos les encanta mascar cuero. A los glotones también, y se ensañan; los lobos, en cambio, lo hacen por divertirse.

–Iré con caballo por todo.

–¡No se me había ocurrido! Cuando hayamos terminado, a los carniceros les quedará mucho que comer, pero no me hace ninguna gracia dejarles ahí lo superfluo.

–Pero escondimos los zurrones, no lo olvides –le recordó Druwez–. Ella sola no podrá encontrarlos.

–Es cierto –dijo Barzec–. Creo que tendremos que ir nosotros en persona.

–¿Druwez sabe dónde? –preguntó Ayla.

El muchacho miró a Ayla y asintió. Ella le invitó con una sonrisa:

–¿Quieres venir en caballo conmigo?

La cara de Druwez se iluminó de gozo.

–¿Puedo?

Ella buscó con la vista a Jondalar y le hizo señas de que se acercara con los caballos.

–Voy a ir con Druwez en busca de los zurrones y lo que dejaron atrás al iniciar la persecución –le dijo, hablando en zelandonii–. Dejaré que Corredor también nos acompañe. Un buen galope servirá para calmarle. A los caballos no les gustan los cadáveres. A Whinney le ocurría lo mismo al principio. Hiciste bien en dejarle puesto el ronzal, pero ahora debemos enseñarle a ser como ella.

Jondalar sonrió.

–Es una buena idea, pero ¿cómo lo harás?

Ayla frunció el ceño.

–No estoy segura. Whinney me obedece porque quiere, porque somos buenas amigas, pero en cuanto a Corredor, no sé. Se ha aficionado a ti, Jondalar. Tal vez te obedezca. Creo que nos convendría intentarlo.

–Estoy dispuesto –manifestó él–. Me gustaría poder montarlo algún día, como tú montas a Whinney.

–También a mí me gustaría, Jondalar –Ayla recordó sus antiguas esperanzas de que aquel hombre rubio de los Otros se encariñara con el potrillo de Whinney, para que así se animara a quedarse con ella en su valle. Por eso le había pedido que le pusiera nombre al animal.

Barzec, que estaba esperando sin entender aquel idioma, acabó por impacientarse un poco.

–Bueno, si vais vosotros a buscarlo, yo iré a ayudar con los bisontes.

–Un momento, ayudaré a Druwez para que monte y te acompañaré –dijo Jondalar.

Ambos le ayudaron a subir y se quedaron mirando cómo se alejaban.

Empezaba a anochecer cuando Ayla y el jovencito volvieron, por lo que ambos se apresuraron a prestar ayuda. Más tarde, mientras lavaba largos intestinos a la orilla del río, Ayla recordó haber hecho ese trabajo con las mujeres del Clan. De pronto cayó en la cuenta de que, por primera vez, había participado en una cacería como miembro aceptado del grupo.

Cuando era niña había querido acompañar a los hombres, aun sabiendo que a las mujeres les estaba prohibido cazar. Pero se honraba tanto a los cazadores por sus proezas, parecía todo tan excitante por lo que contaban, que soñaba con participar, sobre todo cuando deseaba escapar de una situación desagradable o delicada. Aquél fue el inocente comienzo que la llevaría a situaciones mucho más complicadas de lo que hubiera podido imaginar. Más adelante se le permitió cazar con honda, aunque los otros tipos de armas seguían siendo tabú; desde entonces comenzó a prestar atención, en silencio, cuando los hombres discutían sus estrategias. Los hombres del Clan no hacían casi ninguna otra cosa aparte de cazar, hablar de cacerías, fabricar armas para la caza y participar en los ritos de los cazadores. Las mujeres del Clan desollaban y descuartizaban las presas, preparaban los cueros para confeccionar vestimentas y ropa de abrigo, conservaban y cocinaban la carne y, además, se encargaban de hacer vasijas, cuerdas, esterillas y diversos objetos domésticos, además de recoger plantas para comer, como medicinas y para otros usos.

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