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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (69 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Había aprendido tan bien la lección que incluso cuando era ya un león cavernario adulto, casi tan grande como Whinney, pero más pesado, todavía se paraba cuando Ayla se lo ordenaba y, en esos casos, ella le recompensaba rascándole y acariciándole con afecto y, llegado el caso, se revolcaba con él en el suelo. Con el correr del tiempo, el león aprendió muchas cosas, hasta a cazar con ella.

Ayla comprendió pronto que a los niños les vendría bien conocer mejor las costumbres de los lobos. Comenzó a relatarles anécdotas de los tiempos en que aprendía a cazar y estudiaba a los lobos junto con otros animales carnívoros. Les explicó que las manadas tenían un jefe y una jefa, como los Mamutoi, y que se comunicaban entre sí por medio de determinadas actitudes y gestos, además de los sonidos vocales. Les mostró, apoyada sobre las manos y las rodillas, cuál era la postura del jefe: cabeza en alto, orejas erguidas, cola recta hacia atrás, y la del que se acercaba al jefe: algo agazapado y dispuesto a lamer el hocico del líder. Complementó la representación con los correspondientes sonidos, imitados a la perfección. Describió las señales que transmitían la orden de mantenerse lejos y las que invitaban a jugar. El cachorro solía participar.

A los niños les encantaba, y con frecuencia también los adultos escuchaban complacidos. Pronto los niños incorporaron señales de los lobos a sus juegos. Pero nadie las empleaba mejor que el niño cuyo propio lenguaje consistía en señales. Entre el lobezno y Rydag se creó una relación extraordinaria, que sorprendió a la gente del Campamento e hizo que Nezzie meneara la cabeza, sorprendida. Rydag no se limitaba a emplear las señales del lobo, incluyendo muchos de sus sonidos, sino que pareció dar un paso más. Para quienes lo observaban, con frecuencia era como si estuvieran hablando entre sí, y el joven animal parecía comprender que el niño requería cuidados y atenciones especiales.

Desde el principio, Lobo se mostró menos travieso y más dulce con él; a su manera, le protegía. Exceptuando a Ayla, no había allí persona cuya compañía le fuera más querida. Si Ayla estaba ocupada, Lobo buscaba a Rydag; a menudo le hallaban durmiendo cerca de él o en su regazo. La muchacha no acababa de entender cómo habían llegado a entenderse tan bien. Con respecto a Rydag, tal vez se pudiera explicar por su innata capacidad para interpretar las sutilezas de sus ademanes, pero ¿cómo era posible que un lobezno conociera las necesidades de un niño frágil?

Para adiestrar al cachorro, Ayla ideó señales de lobo modificadas, junto con otras órdenes. La primera lección, después de varios incidentes, consistió en enseñarle a usar un cesto de cenizas y estiércol, como hacían los humanos, o salir del albergue. Resultó asombrosamente fácil: Lobo se avergonzaba de ensuciar y se acobardaba cuando Ayla le regañaba por ello.

La siguiente lección fue más difícil. A Lobo le encantaba mascar cuero, sobre todo botas y zapatos; quitarle la costumbre resultó enojoso y frustrante. Cada vez que le sorprendía y le regañaba, el animal se mostraba contrito y compungidamente dispuesto en apariencia a complacerla, pero era recalcitrante y volvía a hacerlo, a veces en cuanto Ayla le volvía la espalda. Cualquier calzado estaba en peligro, pero sobre todo las calzas de cuero blando que usaba la muchacha dentro del albergue. Lobo no podía dejarlas en paz. Era preciso colgarlas a buena altura, fuera de su alcance. No obstante, por mucho que le disgustara verle roer sus cosas, mucho peor era que estropease las ajenas. Ella era responsable de su presencia en el albergue y consideraba que cualquier daño causado por el lobezno era responsabilidad suya.

Ayla estaba cosiendo las últimas cuentas a la túnica blanca cuando oyó un alboroto en el Hogar del Zorro.

–¡Eh! ¡Dame eso! –gritaba Ranec.

Ayla adivinó de inmediato que Lobo se había metido en otro lío y corrió para averiguar de qué se trataba. Ranec y Lobo tiraban cada uno de una bota gastada.

–¡Lobo! ¡Suelta! –ordenó, bajando la mano en un gesto rápido, que pasó junto al hocico del animal.

El cachorro dejó inmediatamente el calzado y se agazapó, con las orejas echadas hacia atrás y la cola caída, gimiendo en tono de súplica. Ranec dejó su bota en la plataforma.

–Espero que no te la haya estropeado –dijo la muchacha.

–No tiene importancia. Es vieja –contestó Ranec, sonriendo. Y agregó, lleno de admiración–: Sabes mucho de lobos, Ayla. Éste hace exactamente lo que le dices.

–Pero sólo cuando le tengo a la vista –objetó ella, mirando al animal. Lobo la observaba, en asustada expectativa–. En cuando vuelvo la espalda se dedica a hacer cosas que tiene prohibidas. No sé cómo enseñarle a no tocar los objetos ajenos.

–Tal vez necesita algo propio –sugirió Ranec, con sus brillantes ojos mirándola afectuosamente–, o algo tuyo.

El cachorro trataba de captar la atención de Ayla. Por fin, impaciente, chilló un par de veces, hasta que ella le ordenó enfadada:

–¡Quieto!

Entonces retrocedió, apoyó la cabeza entre las patas y clavó la mirada en ella, totalmente abrumado.

Ranec, que observaba la escena, dijo a Ayla:

–No soporta que te enfades con él. Quiere saber que le amas. Y yo creo comprender lo que siente.

Se acercó a ella, con los ojos llenos de la pasión y el anhelo que tanto la conmovían. Ayla experimentó una respuesta cosquilleante y retrocedió, azorada. Con el propósito de disimular su agitación, se agachó para coger al lobezno. Lobo le lamió la cara, retorciéndose de felicidad.

–Mira qué alegre está ahora que te ocupas de él –observó Ranec–. También a mí me haría feliz saber que te interesabas por mí.

–Bueno..., por supuesto que me intereso, Ranec –tartamudeó ella, incómoda.

El hombre moreno esbozó una sonrisa relampagueante; sus ojos brillaron con un asomo de picardía y de algo más profundo.

–Sería un placer demostrarte lo feliz que me hace el saberlo –dijo, rodeándole la cintura con un brazo.

–Te creo –manifestó ella, retirándose–. No hace falta que me lo demuestres, Ranec.

No era la primera vez que él se le insinuaba, por lo general disimulando entre bromas; de ese modo le daba a conocer sus sentimientos, pero también le concedía la posibilidad de rechazarlos sin que ninguno de los dos se violentara. Ella empezó a desandar el trayecto, presintiendo una confrontación más seria, que prefería evitar. Intuía que él la invitaría a compartir su cama, y no sabía si le sería posible evitarlo. Aunque comprendía que tenía derecho a rechazarle, el hábito de complacer estaba tan arraigado en ella que no sabía si tendría la fuerza suficiente.

–¿Por qué no, Ayla? –insistió él, acompañándola–. ¿Por qué no me dejas que te lo demuestre? Ahora duermes sola. No deberías dormir sola.

Ella sintió una punzada de remordimientos al reconocer que era así, pero trató de no dejarlo traslucir.

–No duermo sola –dijo, mostrando al cachorro–. Lobo está conmigo, en un cesto, cerca de mi cama.

–No es lo mismo –el tono de Ranec era grave; parecía dispuesto a insistir de nuevo, pero pronto sonrió. No quería coaccionarla; advertía que estaba inquieta y la separación era todavía muy reciente. Trató de anular aquella tensión acariciando la cabeza de Lobo–. Es demasiado pequeño para que te dé abrigo..., pero admito que es encantador.

Ayla sonrió, poniendo al lobezno en el cesto. El animalito saltó al suelo enseguida, se sentó para rascarse y se alejó en busca de su plato de comida. Ayla comenzó a doblar la túnica blanca; mientras frotaba el cuero suave y las pieles de armiño, enderezando las colitas con sus puntas negras, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. En los ojos le escocieron lágrimas difíciles de dominar. No, no era lo mismo; ¿cómo iba a ser lo mismo?

–Ayla, sabes lo mucho que te deseo, lo mucho que me intereso por ti –dijo Ranec a su espalda–. ¿Verdad?

–Creo que sí –respondió ella, cerrando los ojos.

–Te amo, Ayla. Sé que en este momento te sientes indecisa, pero quiero que lo sepas. Te amé desde que te vi por primera vez. Quiero compartir mi hogar contigo, quiero que nos unamos. Quiero hacerte feliz. Sé que necesitas pensarlo. No te pido que tomes una decisión ahora, pero prométeme que lo pensarás. ¿Lo prometes?

Ayla clavó la vista en la túnica blanca. La cabeza le daba vueltas. «¿Por qué Jondalar no quiere dormir ya conmigo? ¿Por qué dejó de tocarme, de compartir conmigo los Placeres, incluso cuando todavía tenía su cama aquí? Todo cambió desde que me convertí en Mamutoi. ¿Acaso no quería que me adoptaran? Entonces, ¿por qué no me lo dijo? Tal vez quisiera, sí, como dijo. Creí que me amaba, pero es posible que haya cambiado. Quizá ya no me ame. Nunca me pidió que nos uniéramos. ¿Qué haré si Jondalar se marcha sin mí?» Sentía una gran tensión en la boca del estómago. «Ranec me quiere. Es agradable y divertido; siempre me hace reír... y me ama. Pero no estoy enamorada de él. Ojalá pudiera... Tal vez debo tratar de amarle.»

–Sí, Ranec, lo voy a pensar –dijo, con suavidad, pero al decirlo sintió un doloroso nudo en la garganta.

Jondalar observaba a Ranec, que salía del Hogar del Mamut. Se había convertido en una especie de vigilante, aunque le avergonzara. No era la suya una conducta correcta. Tanto en aquella sociedad como en la suya propia estaba mal que los adultos miraran fijamente a otra persona o se inmiscuyesen en las actividades de los demás. Jondalar siempre había respetado mucho las convenciones sociales; por eso le preocupaba pasar por un grosero, pero no podía evitarlo. Aunque tratase de disimular, observaba constantemente a Ayla y a todo el que estuviera en el Hogar del Mamut.

El paso elástico del tallista y su radiante sonrisa le llenaron de pavor. Si el mamutoi estaba tan regocijado, debía ser por algo que Ayla había hecho o dicho. Y su morbosa imaginación le hacía temer lo peor.

Jondalar sabía que Ranec era un visitante asiduo desde que él había abandonado el Hogar del Mamut, y se detestaba a sí mismo por haberle brindado aquella oportunidad. Hubiera querido retirar sus palabras y aquella disputa sin sentido, pero estaba seguro de que ya era demasiado tarde para arreglar las cosas. Aunque se sentía desolado, en cierto modo era un alivio haber puesto cierta distancia entre ambos.

Aunque no lo admitiera, sus acciones estaban motivadas por algo más que el simple deseo de permitirle escoger al hombre de sus preferencias. Estaba tan dolido que una parte de él deseaba devolver el golpe; puesto que ella le rechazaba, él podía rechazarla a su vez. Pero también necesitaba darse a sí mismo la posibilidad de elegir, de ver si era posible olvidar su amor por ella. Se preguntaba, sinceramente, si para Ayla no sería mejor permanecer allí, entre gente que la aceptaba y la amaba, en lugar de acompañarle de regreso a su pueblo, para arrostrar una acogida que podía ser muy desagradable. Muy en el fondo, tenía miedo de su propia reacción en el caso de que los suyos la rechazaran. ¿Estaría dispuesto a llevar con ella la vida de un proscrito? ¿Podría volver a partir, abandonar de nuevo a los suyos, sobre todo después de haber viajado tanto para regresar? ¿O le rechazaría también él?

Si ella prefería amar a otro, Jondalar se vería obligado a dejarla allí y no se opondría a tal decisión. Aun así, la sola idea de saberla enamorada le atenazaba la garganta y le quemaba los ojos, a tal punto que no estaba seguro de poder sobrevivir... ni de desearlo. Cuanto más luchaba por no demostrar su amor, más celoso y posesivo se volvía, y más se detestaba por ello.

El constante esfuerzo por analizar sus emociones, intensas y conflictivas, le estaba agotando. No podía comer ni dormir; se le veía flaco y desmejorado. La ropa comenzaba a colgarle de su alta estructura física. No podía concentrarse, ni siquiera ante un bonito trozo de pedernal. A veces temía estar perdiendo la razón, ser víctima de algún funesto espíritu nocturno. Torturado por el amor de Ayla, el dolor de estar perdiéndola y el miedo a lo que podía ocurrir si no aceptaba su pérdida, hacía que no pudiera soportar el estar cerca de ella. Tenía miedo de perder el dominio de sí mismo y hacer algo que después lamentaría. En cualquier caso, no podía dejar de vigilarla constantemente.

El Campamento del León se mostraba dispuesto a perdonar las pequeñas indiscreciones del visitante. Tenían perfecta conciencia de lo que él sentía hacia Ayla, a pesar de sus esfuerzos por disimularlo. Todos comentaban el doloroso trance en el que se veían envueltos los tres jóvenes. Para quien lo juzgase todo desde fuera, la solución del problema le parecía muy simple: saltaba a la vista que Ayla y Jondalar se amaban; ¿por qué no se lo decían entonces e invitaban a Ranec a compartir la Unión? Pero Nezzie percibía que no era tan sencillo. La sabia y maternal mujer comprendía que el amor de Jondalar hacia Ayla era demasiado fuerte para dejarse vencer por una falta de comunicación. Entre ellos ocurría algo mucho más profundo. Ella comprendía mejor que nadie lo profundo del amor que Ranec sentía por la joven. No parecía una situación que pudiera resolverse con una Unión compartida. Ayla tendría que elegir.

Como si la idea tuviera un poder especial, desde el momento en que Ranec le había pedido que pensara en compartir el Hogar del Zorro con él, además de hacer hincapié en el penoso hecho de que en la actualidad dormía sola, Ayla no pudo pensar en otra cosa. Se había aferrado a la convicción de que Jondalar olvidaría la áspera discusión que mantuvieron y volvería a su lecho, sobre todo considerando que, cuando ella miraba de soslayo hacia el Hogar de la Cocina, invariablemente le sorprendía apartando la vista, entre los postes de sustentación y los objetos que colgaban del techo. Eso le hacía pensar que aún se interesaba por ella. Pero cada noche que pasaba sola, disminuían sus esperanzas.

«Piénsalo...» La palabras de Ranec se repetían en la mente de Ayla, en tanto cortaba carne para Lobo. Machacó bardana seca y hojas de helecho dulce para preparar una infusión que aliviara la artritis de Mamut, mientras pensaba en el hombre risueño de piel oscura, preguntándose si llegaría a amarle. Pero la sola idea de vivir sin Jondalar le provocaba un vacío extraño. Agregó agua caliente a las hojas trituradas y llevó la taza al anciano.

Aunque correspondió con una sonrisa a sus palabras de agradecimiento, se la veía preocupada y triste. Había pasado el día entero abstraída desde que Jondalar se mudó y lamentaba no poder ayudarla. Había visto a Ranec hablando con ella momentos antes, y estuvo a punto de llevar la conversación a aquel terreno, pero estaba convencido de que, en la vida de Ayla, nada carecía de finalidad. Si la Madre había creado aquellas dificultades, era por algún motivo. Y vaciló antes de inmiscuirse. Los problemas por los que atravesaban los tres jóvenes eran necesarios. La vio pasar al nexo de los caballos y advirtió también su regreso un rato después.

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