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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (68 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–¿Dónde está Lobo? –preguntó.

No le había visto después de la discusión. Los demás tampoco. Todo el mundo empezó a buscarle. Ayla revisó su plataforma-cama; después todos los rincones del hogar y hasta el sector separado por cortinas, donde estaba el cesto de cenizas y estiércol que había preparado al cachorro. Comenzaba a experimentar el mismo pánico de una madre al descubrir que ha desaparecido su hijo.

–¡Aquí está, Ayla! –la voz de Tornec alivió su ansiedad, pero le revolvió el estómago oírle agregar–: Lo tiene Frebec.

Su sorpresa rayó en la estupefacción al ver acercarse a Frebec, y no fue ella la única en seguirle fijamente con la mirada, con auténtico asombro.

Frebec, que nunca dejaba pasar la oportunidad de denigrar a los animales de Ayla o a ella misma, por gustar de su compañía, llevaba el cachorrito en brazos, con gran cuidado. Cuando se lo entregó, ella notó un instante de vacilación, como si le devolviera el animalito contra su voluntad; sus ojos tenían una expresión afable, que hasta entonces nunca había visto en él.

–Sin duda se asustó –explicó Frebec–. Fralie dice que, de pronto, vio que estaba allí, en el hogar, gimiendo. No sabe de dónde salió. Casi todos los niños estaban también allí; Crisavec levantó al animalito para ponerle en una plataforma de almacenamiento próxima a la cabecera de su cama, pero en la pared de ese lugar hay un nicho profundo, que se adentra en la colina. El lobo lo encontró y se arrastó hasta el fondo. No quería salir.

–Seguramente se acordó de su guarida –insinuó Ayla.

–Es lo que dice Fralie. Hinchada como está, no podía ir en su busca; además, creo que tenía miedo, después de haber escuchado a Deegie hablar de cuando te metiste en la guarida de la loba. Tampoco quiso que fuera Crisavec. En cuanto llegué al hogar, tuve que entrar a sacarle –Frebec hizo una pausa. Cuando continuó, Ayla notó en su voz un tono de maravilla–. Cuando le alcancé, se alegró tanto de verme que me lamió toda la cara. Quise impedírselo –Frebec trató de adoptar una actitud más objetiva y despreocupada, para disimular su emoción ante la simpática reacción del asustado lobezno–. Pero apenas le dejé en el suelo, lloró y lloró hasta que volví a levantarle –para entonces, varias personas se habían agrupado ya en derredor–. No sé por qué eligió el Hogar de la Cigüeña, y a mí, cuando buscaba un sitio seguro.

–Para él, el Campamento es su manada; sabe que tú eres miembro del Campamento, sobre todo ahora que le has sacado del nicho donde se refugió –replicó Ayla, tratando de reconstruir las circunstancias de toda aquella historia.

Frebec había vuelto a su hogar enardecido por la victoria y por algo más profundo, que le hacía sentir una cordialidad desacostumbrada: la sensación de la igualdad reconocida. Los otros no le habían ignorado ni se habían reído de él. Talut siempre le escuchaba, como si su rango lo exigiera, y Tulie, la jefa en persona, ofrecía cederle parte de su espacio. Hasta Crozie se había puesto de su parte.

Con un nudo en la garganta, miró a Fralie, su adorada mujer de alto rango, que lo había hecho todo posible; su bella mujer embarazada, que pronto daría a luz al primer hijo de su propio hogar, el hogar que Crozie le había dado, el Hogar de la Cigüeña. Se contrarió cuando ella le dijo que el lobo estaba escondido en el nicho, pero la ansiosa aceptación del cachorro le sorprendió, a pesar de sus duras palabras. Hasta el nuevo lobezno le daba la bienvenida; después, se dejó consolar por él. Y según Ayla, era porque el lobo le reconocía como miembro del Campamento del León. Hasta los lobos sabían que ése era su asentamiento.

–Bueno, será mejor que le sigas teniendo aquí de ahora en adelante –advirtió, al marcharse–. Y vigílale si no quieres que alguien le pise.

Cuando Frebec se hubo marchado, varios de los presentes se miraron unos a otros, totalmente desconcertados.

–¡Vaya cambio! –dijo Deegie–. ¿Qué le habrá pasado? Si no le conociera bien, diría que Lobo le gusta.

–No le creía capaz de eso –manifestó Ranec, dispensando al hombre del Hogar de la Cigüeña un respeto que nunca había sentido por él.

Capítulo 24

Para el Campamento del León, los cuadrúpedos que habitaban en los dominios de la Madre habían significado siempre comida, pieles o la personificación de algún espíritu. Conocían a los animales en su ambiente natural; sabían de sus movimientos y sus migraciones, dónde buscarlos y cómo cazarlos. Pero los miembros del Campamento no habían conocido a ningún animal individualmente hasta la llegada de Ayla con su yegua y su potrillo.

La compenetración de los caballos con Ayla (y con otras personas, en mayor o menor grado, a medida que pasaba el tiempo) era una constante fuente de sorpresas. A nadie se le había ocurrido hasta entonces que aquellos animales pudieran responder a un ser humano o que se les pudiera adiestrar para que acudieran a un silbido, para que transportaran a un jinete. Pero ni siquiera los caballos causaron tanta fascinación como el lobezno. Los del Campamento respetaban a los lobos como cazadores y, en ocasiones, como adversarios. A veces se cazaba alguno para hacerse una pelliza; de cuando en cuando, aunque con muy poca frecuencia, un ser humano era víctima de alguna manada. En general, lobos y hombres tendían a respetarse y evitarse mutuamente.

Pero los pequeños siempre han ejercido un atractivo especial: es la fuente congénita de su supervivencia. Los jóvenes vástagos, incluidas las crías de los animales, pulsan una sensible cuerda interior que resuena a manera de respuesta. Lobo poseía un encanto especial. Desde el día en que aquel cachorrito peludo dio su primer paso tambaleante en el suelo del albergue, dejó encantados a todos sus habitantes. Sus ansiosos modales de cachorro eran difíciles de resistir, y pronto fue el favorito del Campamento.

Aunque la gente no se diera cuenta, contribuyó a ello el hecho de que las costumbres de los seres humanos y de los lobos no son demasiado diferentes. Unos y otros son animales sociables e inteligentes que se organizan en un marco de relaciones complejas y cambiantes. Debido a las similitudes de la estructura social y a ciertas características que se habían desarrollado respectivamente tanto en los caninos como en los humanos, fue posible una incomparable relación.

La vida de Lobo se inició en circunstancias difíciles y desacostumbradas. Fue el único superviviente de una camada, hijo de una loba solitaria que había perdido a su compañero; por tanto, no conoció la seguridad de la manada. No tuvo el contacto acogedor de unos hermanos o de un pariente próximo solícito, que se mantuviera cerca cuando la madre se ausentaba, y experimentó una soledad desacostumbrada para un lobezno. El único semejante que había conocido era su madre, cuyo recuerdo fue desvaneciéndose a medida que Ayla iba ocupando su puesto.

Pero Ayla era algo más. Al tomar la decisión de criar al lobezno, se convirtió en la mitad humana de un vínculo extraordinario entre dos especies totalmente diferentes: los caninos y los humanos, un vínculo que tendría efectos profundos y duraderos.

Incluso en el supuesto de que hubiera habido otros lobos a su alrededor, Lobo fue recogido a una edad demasiado temprana para que pudiera haber tenido tiempo de vincularse debidamente con ellos. Contaba por entonces un mes de vida, poco más o menos; apenas estaba en condiciones de comenzar a salir de la guarida para conocer a sus parientes, los lobos con los que se identificaría para el resto de su existencia. A cambio de ello, trasladó aquella identificación a las personas y a los caballos del Campamento del León.

Aquélla fue la primera vez, pero no sería la última. La idea iría abriéndose camino y, unas veces por casualidad, otras por decisión, la identificación se repetiría muchas veces en diversos lugares. Los antecesores de todas las razas caninas domésticas fueron los lobos, y en un principio conservaron sus características lobunas esenciales. Con el correr del tiempo, las generaciones nacidas y criadas en un ambiente humano comenzaron a diferenciarse de los caninos salvajes originales.

Con frecuencia, los seres humanos preferían a los animales nacidos con variaciones genéticas normales en cuanto al color, la forma y el tamaño –por ejemplo, un pelaje oscuro, una mancha blanca, una cola encorvada hacia arriba–, los cuales hubieran quedado relegados a la periferia de la manada o expulsados de ella. Hasta las aberraciones genéticas, como los enanos o los gigantes, que no hubieran podido sobrevivir hasta reproducirse, prosperaban entre los seres humanos. Con el paso del tiempo se criaron caninos no habituales o aberrantes, para preservar y fortalecer ciertos rasgos preferidos por los hombres, hasta que el parecido exterior de muchos perros con el lobo fue distanciándose. Pero las características lupinas de inteligencia, lealtad, afán protector y carácter juguetón siguieron conservándose.

Lobo no tardó en captar las claves que indicaban el rango comparativo entre los miembros del Campamento, tal como lo habría hecho dentro de una manada de lobos, aunque su interpretación tal vez no siempre concordaba con las referencias humanas. Si bien Tulie era la jefa del Campamento del León, para Lobo lo era Ayla: en una manada, la madre de la camada era siempre la jefa, y rara vez permitía que otras hembras tuvieran crías.

En el Campamento, nadie sabía con exactitud qué pensaba o sentía el animal, ni siquiera si tenía pensamientos y sensaciones que resultaran comprensibles a los humanos. Pero eso no importaba. Los miembros del Campamento juzgaban según la conducta de cada cual, y los actos de Lobo no dejaban lugar a dudas sobre su adoración por Ayla. Donde quiera que estuviese ella, el cachorro no la perdía de vista; bastaba un silbido, un chasquido de los dedos o una simple señal con la cabeza para que él viniera a echarse a sus pies, mirándola con ojos amorosos y dispuesto a adivinar sus menores deseos. Era completamente sincero en sus reacciones y no guardaba rencor. Gemía con angustiosa desesperación cuando ella le regañaba y se retorcía de éxtasis cuando la veía ceder. Vivía para conseguir sus atenciones. Su mayor alegría era corretear con ella, pero bastaba una palabra o una palmadita para provocar efusivos lametones y otras evidentes muestras de devoción.

Con los demás, Lobo no era tan efusivo. A casi todos los trataba con diversos grados de amistad o aceptación, lo cual causaba asombro, pues nunca hubieran imaginado que el animal pudiera demostrar tal variedad de sentimientos. Sus reacciones con respecto a Ayla fortalecieron la idea general de que la muchacha poseía una mágica habilidad para dominar a los animales, lo cual aumentó su prestigio.

El joven lobo tuvo dificultades para determinar quién era el macho dominante en la manada humana. Entre los lobos, el que ocupaba esta posición era objeto de solícitas atenciones por parte de los otros miembros. La ceremonia del saludo, en la cual la manada se apretaba contra el jefe para lamerle el hocico y olfatear su pelo, solía terminar con un maravilloso concierto de aullidos afirmando así su liderazgo. Pero la manada humana no tributaba este tipo de deferencias a ningún macho en particular.

Sin embargo, Lobo notó que los dos grandes cuadrúpedos de su anticonvencional manada saludaban al hombre rubio y alto con más entusiasmo que a los otros. Por añadidura, su olor persistía con intensidad en la cama de Ayla y la zona cercana, incluido el cesto de Lobo. A falta de otros datos, el lobezno optó por adjudicar a Jondalar el liderazgo masculino. Su inclinación se fortaleció al ver que sus demostraciones amistosas eran recompensadas con cálidas y cariñosas atenciones.

Los cinco o seis niños que jugaban juntos eran sus compañeros de camada; con frecuencia se veía a Lobo con ellos, sobre todo en el Hogar del Mamut. Una vez que los chiquillos prestaron el debido respeto a sus agudos dientecitos y aprendieron a no provocar una dentellada defensiva, Lobo se dejó acariciar y mimar con evidente placer. Era tolerante con los excesos no intencionados; parecía reconocer la diferencia entre cuando Nuvie le apretaba algo excesivamente al cogerle en brazos y cuando Brinan le tiraba del rabo para oírle gritar. Soportaba lo primero con paciencia y respondía a lo segundo con un mordisco. A Lobo le gustaba jugar y siempre se las componía para estar en medio de cualquier batahola; los niños no tardaron en descubrir que le encantaba ir en busca de las cosas que arrojaban. Cuando todos caían en un exhausto montón, para dormir allí donde se encontrasen, el cachorro de lobo solía estar entre ellos.

Tras haber prometido, aquella primera noche, que no permitiría a lobo causar daño alguno a nadie, Ayla decidió adiestrarle con determinación y empeño. Lo había hecho con Whinney de modo accidental: subir a su lomo había sido un impulso, y un aprendizaje intuitivo el dominar a la yegua cuanto más la montaba. Ahora tenía conciencia de las señales que le había transmitido y las empleaba con pleno conocimiento, pero si dominaba a su montura era debido, en gran parte, a la intuición y pensaba que, si Whinney la obedecía, era porque ella la trataba con afecto. El adiestramiento del león cavernario había sido más deliberado; sus primeros esfuerzos se encaminaron a controlar sus demostraciones de afecto. Le moldeaba por medio del amor, tal como se educaba a los niños dentro del Clan. Le recompensaba con muestras de afecto cuando se comportaba bien y le apartaba con firmeza o le dejaba sólo cuando sacaba las uñas o se comportaba de forma ruda. Cuando saltaba contra ella con excesivo entusiasmo, se paraba en seco si ella levantaba la mano y decía: «¡Basta!», con un tono que no admitía réplica.

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