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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (32 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Tal vez le venga bien a Talut, pensó. Pero a juzgar por lo mucho que se quejaba, se preguntó si sería más eficaz el preparado de cornezuelo que hacía para las migrañas más tenaces. En todo caso, ésta era una medicina realmente fuerte.

–Toma, Talut, para dolor de cabeza –dijo, de camino hacia la salida.

Él sonrió débilmente, pero cogió la taza y bebió su contenido. No esperaba gran cosa de éste, aunque agradecía la solidaridad que los otros no parecían dispuestos a ofrecerle.

La mujer rubia y la niña subieron juntas la cuesta, dirigiéndose hacia el terreno apisonado donde se habían desarrollado las competiciones. Cuando llegaron a la estepa, vieron que los cuatro hombres que les habían precedido estaban practicando en un extremo y se dirigieron hacia el otro. Whinney y Corredor las siguieron; Latie sonrió al ver que el potrillo la saludaba con un pequeño relincho, sacudiendo la cabeza. Mientras Ayla enseñaba a Latie cómo arrojar una lanza, él se dedicó a pastar junto a su madre.

–Cógelo así –indicó la joven, sosteniendo el estrecho instrumento de madera, de unos sesenta centímetros de largo, en posición horizontal. Puso los dedos índice y mayor de la mano derecha en los lazos de cuero–. Luego colocas la lanza –continuó, apoyando la varilla, que medía alrededor de un metro ochenta, en una hendidura que recorría el arma en toda su longitud. Acomodó el extremo posterior contra el gancho, cuidando de no aplastar las plumas. Luego, sosteniendo la lanza con firmeza, tiró hacia atrás y soltó. La larga extremidad móvil del lanzador se levantó, aumentando la longitud y liberando la fuerza de una palanca. La lanza se disparó con una fuerza y una velocidad excepcionales. Después entregó el lanzavenablos a Latie.

–¿Así? –preguntó la niña, sosteniéndolo como Ayla le había explicado–. Pongo la lanza en esta ranura, paso los dedos por los lazos para sujetar el aparato y apoyo el extremo de la lanza contra él.

–Bien. Ahora, arroja.

Latie despidió la lanza a buena distancia.

–No es tan difícil –comentó, complacida con su actuación.

–No. Arrojar lanza no difícil –concedió Ayla–. Difícil es mandar lanza donde tú querer.

–Acertar, quieres decir, como cuando introducimos el dardo en el aro.

Ayla sonrió.

–Sí. Necesita práctica, para dardo en el aro..., introducir en el aro.

Había visto que Frebec se acercaba a ver lo que hacían sus compañeros y, de pronto, cobró conciencia de que aún no hablaba correctamente aquel idioma y necesitaba practicarlo. Pero, ¿qué importancia tenía si no pensaba quedarse?

Latie siguió practicando de acuerdo con sus instrucciones. Ambas estaban tan concentradas en su tarea que no repararon en los hombres, quienes habían abandonado sus ejercicios para observarlas.

–¡Muy bien, Latie! –comentó Jondalar, al ver que la niña daba en el blanco–. ¡Quizá termines por hacerlo mejor que nadie! Creo que estos muchachos se han cansado de practicar y prefieren venir a ver cómo disparas.

Danug y Druwez parecían molestos. Había algo de verdad en aquellas bromas, pero la sonrisa de Latie fue radiante.

–Seré mejor que nadie en esto. No pararé hasta conseguirlo –dijo.

Todos decidieron que ya habían practicado bastante, para empezar, y volvieron al albergue. Al acercarse a la arcada de acceso, vieron salir precipitadamente a Talut.

–¡Ayla, estabas aquí! ¿Qué tenía ese brebaje que me has dado? –preguntó, acercándose.

Ella dio un paso atrás.

–Milenrama, algo de alfalfa, algunos hojas de frambuesa y...

–¿Has oído eso, Nezzie? ¡Averigua cómo lo prepara! Me curó el dolor de cabeza. ¡Estoy como nuevo! –Talut miró en derredor–. ¿Nezzie?

–Bajó al río con Rydag –anunció Tulie–. Esta mañana parecía cansado y Nezzie no estaba de acuerdo en que se alejara. Pero como él quiso acompañarla... o quizá estar con ella; no identifiqué muy bien la señal. Le dije que iría a ayudarla, para que no cargase con el niño y con el agua al mismo tiempo. Ahora mismo me dirigía allí.

Los comentarios de Tulie llamaron la atención de Ayla por más de un motivo. Se sentía algo preocupada por Rydag, pero sobre todo detectaba un cambio evidente en la actitud de Tulie hacia él. Ahora le llamaba por su nombre, no simplemente «el pequeño», y hablaba de lo que él había dicho. Para ella se había convertido en una persona.

–Bueno –vaciló Talut, sorprendido de que Nezzie no estuviera por allí cerca. De inmediato se reprochó su afán posesivo y rió entre dientes–. ¿Me enseñarás a prepararlo, Ayla?

–Sí –respondió ella–. Con gusto.

El pelirrojo quedó encantado.

–Ya que preparo la bouza, debo saber preparar el remedio para la mañana siguiente.

Ayla sonrió. A pesar de su gran tamaño, había algo tierno en el gigantesco jefe. Sin duda alguna, sería temible si se le hacía enfadar. Era tan ágil y rápido como fuerte; tampoco le faltaba inteligencia, pero había en él una evidente tendencia a la afabilidad. Se resistía a enfadarse. Si bien no le importaba bromear a expensas de otro, con la misma facilidad se reía de sus propios fallos. Trataba los problemas humanos de la gente a su cargo con auténtico interés, y su compasión se extendía mucho más allá de su propio Campamento.

De pronto, un chillido agudo atrajo la atención de todos en dirección al río. Bastó una mirada para que Ayla se lanzara a la carrera cuesta abajo, seguida por varias personas más. Nezzie estaba arrodillada junto a una figura pequeña, gimiendo de angustia. Tulie, de pie junto a ella, parecía afligida y desolada. Cuando Ayla llegó, Rydag estaba inconsciente.

–¿Nezzie? –preguntó la muchacha, con la expresión de inquerir lo que había ocurrido.

–Estábamos subiendo la cuesta –explicó Nezzie–. Empezó a respirar con dificultad y decidí llevarle en brazos. Pero cuando estaba dejando la bolsa de agua en el suelo le oí gritar de dolor. Cuando levanté la vista estaba así, tendido.

Ayla se agachó para examinar a Rydag con cuidado. Primero apoyó contra su pecho la mano; luego, el oído, mientras palpaba su cuello cerca de la mandíbula. Miró a Nezzie con ojos preocupados y se volvió hacia la jefa.

–Tulie, lleva a Rydag a albergue, a Hogar de Mamut. ¡Rápido! –ordenó.

Y se adelantó precipitadamente, dirigiéndose a todo correr a la plataforma que se alzaba a los pies de su cama; revolvió sus pertenencias hasta encontrar una extraña bolsa, hecha con la piel entera de una nutria, con las patas, la cola y la cabeza aún intactas. Volcó su contenido sobre la cama y buscó entre los paquetes y los saquitos amontonados, observando la forma del envase, el color y el tipo del cordón que lo cerraba, el número y la separación de los nudos hechos en cada uno de ellos.

Su mente volaba. «Es su corazón, yo sé que es su corazón. No parecía latir bien. ¿Qué debo hacer? No sé gran cosa sobre el corazón, porque en el clan de Brun nadie tenía esos problemas. Debo recordar lo que me explicaron Iza y aquella otra curandera en la Reunión del Clan. Dijo que dos personas, en su clan, tenían problemas de corazón. Primero piensa, decía siempre Iza, dónde está el mal. Está pálido e hinchado. Le cuesta respirar y sufre. Su pulso es débil. Su corazón debe trabajar con más potencia, latir con más fuerza. ¿Qué es lo mejor que se le puede dar? ¿Datura, tal vez? No creo. ¿Eléboro? ¿Belladona, beleño, dedalera? Dedalera..., hojas de dedalera. Pero es tan fuerte que podría matarle. De cualquier modo morirá si no le doy algo fuerte para que su corazón vuelva a funcionar. ¿Y cómo lo utilizo? ¿Hago una cocción o una infusión? ¡Oh! Ojalá recordara cómo lo preparaba Iza. ¿Dónde está la dedalera? ¿O no tengo?»

–¿Qué pasa, Ayla?

Levantó la vista hacia el Mamut, que estaba a su lado.

–Rydag..., el corazón. Lo traen. Busco... planta, tallo alto, flores hacia abajo... purpúreas, manchas rojas dentro. Hojas grandes, como piel abajo. Hace corazón... empujar, ¿comprendes?

Se sentía desesperada por la falta de vocabulario, pero se había expresado con más claridad de lo que suponía.

–Por supuesto. Digital, también se llama dedalera. Es muy fuerte...

Ayla cerró los ojos y aspiró profundamente.

–Sí, pero necesario. Debo pensar. Cuánto... ¡Aquí bolsa! Iza dice: «Lleva siempre».

En ese momento entró Tulie, llevando al pequeño en brazos. Ayla arrebató una piel de su cama y la tendió en el suelo, cerca del fuego, para que la mujer acostara allí a Rydag. Nezzie venía pisándole los talones. Todo el mundo se agolpó en derredor.

–Nezzie, quita pelliza. Abre ropa. Talut, demasiada gente aquí. Haz espacio –Ayla no se daba cuenta de que estaba dando órdenes. Abrió el saquito de cuero que tenía en las manos y olfateó el contenido. Luego miró al viejo chamán, preocupada. Por fin, tras echar una ojeada al niño inconsciente, su rostro se endureció para tomar las decisiones que consideraba adecuadas.

–Mamut, necesito fuego ardiente. Latie, busca piedras de cocinar, cuenco de agua, taza de beber.

Mientras Nezzie aflojaba las ropas del niño, Ayla enrolló otras pieles para ponérselas debajo de la cabeza y levantársela. Talut estaba obligando a todos a retirarse para que Rydag tuviera aire y Ayla más espacio para actuar. Latie alimentaba desesperadamente el fuego que Mamut acababa de encender, tratando de que las piedras se calentaran cuanto antes.

Ayla comprobó el pulso de Rydag; era difícil de encontrar. Apoyó el oído contra su pecho. La respiración era débil y desigual. Necesitaba ayuda. Le echó la cabeza hacia atrás para abrir los conductos y aplicó su boca contra la del niño. Luego le insufló aire en los pulmones, como había hecho con Nuvie.

Mamut la observó un rato. Parecía demasiado joven para tener tanta habilidad como curandera. Y había tenido un momento de indecisión, aunque breve. Ahora, tranquila, estaba concentrada en el pequeño, dando órdenes con serena seguridad.

Asintió para sí y se sentó detrás del cráneo de mamut, donde inició una mesurada cadencia, acompañada de un cántico lento que, extrañamente, tuvo la virtud de aliviar en parte la tensión que Ayla experimentaba. El resto de los presentes le acompañaban en el cántico de curación; para todos era un alivio sentir que colaboraban de forma beneficiosa. Tornec y Deegie agregaron los sones de sus instrumentos; también Ranec apareció con unos aros de marfil, que chocaban entre sí. La música de tambores, canto y anillas no era demasiado potente, sino más bien una especie de pulsación dulce y tranquilizadora.

Por fin echó el agua a hervir. Ayla midió cierta cantidad de hojas secas de digital en la mano y las echó al agua que borboteaba en el cuenco. Esperó a que comenzara la infusión, tratando de mantener la calma, hasta que el color del líquido y su propia intuición le dijeron que estaba bien. Vertió parte de la preparación en una taza y, con la cabeza de Rydag en sus rodillas, cerró los ojos un momento. Aquella medicina no se podía administrar a la ligera. Una dosis indebida podía matarle y la potencia concentrada en las hojas variaba con cada planta.

Al abrir los párpados vio dos ojos intensamente azules, llenos de amor y preocupación. Dedicó a Jondalar una fugaz sonrisa de gratitud antes de probar con la punta de la lengua la preparación para probar su punto. Por fin aplicó la amarga cocción a los labios del niño.

Rydag se atragantó con el primer sorbo, pero eso le animó levemente. Trató de sonreír a Ayla para demostrarle que la reconocía, pero, en contrapartida, hizo una mueca de dolor. Ella le hizo beber otro poco, lentamente, mientras observaba con cuidado sus reacciones: los cambios de color y la temperatura de la piel, el movimiento de sus ojos, el ritmo y la intensidad de su respiración. Los miembros del Campamento observaban, preocupados. Nadie había comprendido lo importante que el niño se había vuelto para ellos hasta aquel momento en que su vida peligraba. Había crecido entre ellos. Pertenecía al grupo, y últimamente habían comenzado a comprender que no era tan diferente de los demás.

Ayla no hubiera podido decir con certeza cuándo cesaron los cánticos y el ritmo, pero el leve sonido articulado por Rydag, al aspirar profundamente, resonó como un bramido de victoria en el silencio absoluto del ambiente.

Ayla advirtió en sus mejillas un leve rubor cuando aspiró hondo por segunda vez. Al mismo tiempo sintió que sus tensiones se aliviaban. La música empezó de nuevo, con un ritmo distinto; se oyó el grito de un niño, murmullos de voces. Ella dejó la taza, controló el pulso del cuello, le palpó el pecho. Rydag respiraba con más facilidad y el dolor había disminuido. Al levantar los ojos vio que Nezzie le sonreía entre lágrimas. No era la única.

Mantuvo al niño en sus brazos hasta asegurarse de que descansaba cómodamente; después, simplemente porque lo deseaba. Si cerraba los ojos a medias, casi conseguía olvidar a los habitantes del Campamento. Casi podía imaginar que aquel niño, tan parecido a su hijo, era realmente el que ella había dado a luz. Las lágrimas que le mojaban las mejillas las derramaba tanto por sí misma, por el hijo que echaba de menos, como por el que tenía en brazos.

Por fin, Rydag se quedó dormido. La dura prueba le había dejado extenuado, lo mismo que a Ayla. Talut le cogió en brazos para llevarle a la cama, mientras Jondalar ayudaba a Ayla a ponerse en pie. La rodeó con sus brazos, y ella se abandonó contra su pecho, exhausta y agradecida por aquel apoyo.

En los ojos de casi todos había lágrimas de alivio, pero costaba hallar las palabras apropiadas. Nadie sabía qué decir a la joven que había salvado al niño. Se acercaron con sonrisas, gestos de aprobación, contactos cálidos y algunos murmullos, poco más que sonidos articulados. Era más que suficiente. En ese momento, Ayla se habría sentido incómoda con demasiadas alabanzas y frases de gratitud.

Después de asegurarse de que Rydag descansaba cómodo y abrigado, Nezzie se acercó a ella.

–Creía que le habíamos perdido. No puedo creer que esté durmiendo –dijo–. Tu remedio era bueno.

Ayla asintió con la cabeza.

–Sí, pero fuerte. Debe tomar todos los días un poco, no mucho. Con otro remedio. Yo prepararé. Haces como infusión, pero dejas hervir un poco primero. Yo enseño. Dale taza pequeña de mañana, otra antes de dormir. Orina más de noche, hasta que hinchazón baja.

–¿Le curará este remedio, Ayla? –preguntó Nezzie, esperanzada. Ayla alargó la mano para ponerla en la suya y la miró fijamente.

–No, Nezzie, no remedio para curar –replicó, con un dejo de tristeza en la voz firme.

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