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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (34 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–No sabes nada de eso, Nezzie. Son sólo suposiciones tuyas.

–Pero no son suposiciones mías lo que hizo con esas armas. Sé que, si fuera Mamutoi, obtendría un buen Precio Nupcial. Con todo lo que puede ofrecer, ¿cuánto crees que valdría como hija de tu hogar?

–Hummm, si fuera Mamutoi e hija del Hogar del León... Pero tal vez no quiera convertirse en Mamutoi, Nezzie. ¿Qué me dices de ese joven, Jondalar? Es obvio que entre ambos hay sentimientos profundos.

Nezzie llevaba algún tiempo pensando en el asunto y tenía la respuesta preparada:

–Pregúntaselo también a él.

–¡A los dos! –estalló Talut, incorporándose.

–¡Chist! Baja la voz.

–Pero él tiene pueblo. Dice que es Zel..., Zel..., lo que sea.

–Zelandonii –susurró Nezzie–. Pero su pueblo vive muy lejos de aquí. ¿Qué necesidad tiene de hacer un viaje tan largo para retornar si encuentra un hogar entre nosotros? De cualquier modo, nada cuesta proponérselo también a él. Ese arma que inventó es motivo suficiente para satisfacer a los Consejos. Y Wymez dice que es experto en la fabricación de herramientas. Si mi hermano le da una recomendación, sabes que los Consejos no se negarán.

–Cierto..., pero, Nezzie –objetó Talut, tendiéndose otra vez–, ¿cómo sabes que aceptarán quedarse?

–No lo sé, pero puedes proponérselo, ¿verdad?

A media mañana, Talut salió del albergue. Ayla y Jondalar se estaban alejando del campamento con los caballos. No había nieve, pero la escarcha matinal aún persistía en parches de un blanco cristalino; el aliento les envolvía la cabeza de vapor. En el aire gélido y seco crepitaba la electricidad estática. Para combatir el frío, el hombre y la mujer iban vestidos con pellizas de piel con las capuchas bien cerradas en torno del rostro y unas polainas, también de piel, embutidas en una especie de botas sujetas a la pierna por medio de correas.

–¡Jondalar, Ayla! ¿Os vais? –llamó, corriendo para reunirse con ellos.

Ayla hizo un gesto afirmativo; Talut perdió su sonrisa, pero Jondalar replicó:

–Sólo vamos a que los caballos hagan un poco de ejercicio. Volveremos poco después del mediodía.

No mencionó que también buscaban un sitio privado donde discutir a solas, sin interrupciones, si volverían o no al valle de Ayla. Jondalar quería convencerla de que no abandonaran el Campamento.

–Bueno. Me gustaría organizar unas prácticas de tiro con ese arma cuando el tiempo mejore. Quiero ver cómo funciona y qué puedo hacer con ella –dijo Talut.

–Creo que te llevarás una sorpresa cuando sepas manejarla –respondió Jondalar, sonriente.

–No se trata de hacerlo nosotros solos. Estoy seguro de que vosotros la manejáis muy bien, pero se requiere práctica y no tendremos mucho tiempo para adquirirla antes de que llegue la primavera –hizo una pausa, pensativo.

Ayla esperaba, con la mano en la cruceta de la yegua, oculta bajo las crines. De la manga de su pelliza pendía un pesado mitón de piel, sujeto por un cordón. El cordón pasaba a lo largo de la manga, por detrás del cuello, y descendía por el brazo opuesto, sujeto al otro mitón. Eso permitía quitárselos con rapidez, si hacía falta manejar la mano desnuda, sin temor de perderlos. En una tierra tan fría y de vientos tan violentos, un mitón perdido podía representar una mano inútil o incluso la muerte. El potrillo resoplaba de entusiasmo, hocicando a Jondalar con impaciencia. Todos parecían ansiosos por ponerse en camino; si le permitían terminar, era sólo por cortesía. Por eso Talut decidió ir al grano.

–Anoche estuve conversando con Nezzie y esta mañana he consultado a algunos otros. Nos sería útil contar con alguien que nos enseñe a usar esas armas.

–Vuestra hospitalidad ha sido más que generosa. Sabes que me encantaría enseñaros a usar el lanzavenablos. Es poco en correspondencia con todo lo que habéis hecho por nosotros –dijo Jondalar.

Talut hizo un gesto afirmativo y prosiguió:

–Me dice Wymez que eres hábil con el pedernal, Jondalar. A los Mamutoi siempre nos es útil una persona capaz de fabricar buenas herramientas. Y Ayla tiene muchas habilidades que serían una bendición para cualquier Campamento. No sólo es hábil con el lanzavenablos y la honda, sino, y en esto tenías razón... –dejó de dirigirse a Jondalar para volverse hacia Ayla– también como curandera. Nos gustaría que os quedarais con nosotros.

–Tenía la esperanza de que pasaríamos el invierno con vosotros, Talut, y agradezco tu ofrecimiento, pero no sé qué piensa Ayla –replicó Jondalar, sonriente, con la seguridad de que la propuesta de Talut no podía llegar en mejor momento. ¿Cómo no aceptar? Sin duda, el ofrecimiento de Talut significaba mucho más que el mal carácter de Frebec.

Talut se dirigió entonces a la joven.

–Tú ya no tienes pueblo, Ayla, y Jondalar vive muy lejos, tal vez a más distancia de la que le apetecería cubrir si encontrara un hogar aquí. Nos gustaría que los dos os quedarais, pero no sólo durante el invierno, sino para siempre. Os invito a ser de los nuestros, y no hablo sólo de mí. Tulie y Barzec estarían dispuestos a adoptar a Jondalar en el Hogar del Uro; Nezzie y yo queremos que seas hija del Hogar del León. Como Tulie es la Mujer Que Manda y yo soy el Hombre Que Manda, eso os daría a ambos un alto rango entre los Mamutoi.

–¿Estás diciendo que queréis adoptarnos? ¿Queréis que seamos Mamutoi? –estalló Jondalar, algo aturdido, ruborizado por la sorpresa.

–¿Me quieren? ¿Me adoptan? –preguntó Ayla. Había estado escuchando la conversación, no del todo segura de dar crédito a sus oídos–. ¿Quieren a Ayla sin Pueblo para Ayla de los Mamutoi?

El gran pelirrojo sonrió.

–Sí.

Jondalar se quedó sin palabras. Ofrecer hospitalidad a los desconocidos podía ser cuestión de tradición y orgullo, pero ningún pueblo tenía la costumbre de incorporar extranjeros a su tribu y a su familia, al menos sin haberlo pensado antes seriamente.

–Yo..., eh..., no sé... qué decir –balbuceó–. Me siento muy honrado. Es muy halagador que le hagan a uno una oferta así.

–Sé que los dos necesitáis tiempo para pensarlo. No esperaba otra cosa. No lo hemos comentado con todos, y es preciso que todos los miembros del Campamento estén de acuerdo, pero esto no será problema, dado todo lo que podéis aportar y la recomendación de Tulie y la mía. Quería saber primero lo que vosotros opinabais. Convocaré una reunión si aceptáis.

Los dos contemplaron silenciosamente al corpulento jefe, que volvía al albergue. Habían pensado buscar un sitio en donde conversar, en la esperanza de resolver los problemas que sentían surgir entre ambos. La inesperada invitación de Talut introducía una dimensión totalmente nueva en sus pensamientos, en las decisiones que necesitaban tomar y en su vida toda. Sin mediar palabra, Ayla montó en Whinney y Jondalar saltó tras ella, seguidos por Corredor, e iniciaron el ascenso de la cuesta y la travesía de la planicie, cada uno perdido en sus pensamientos.

Ayla se había conmovido hasta lo inexpresable. Con frecuencia, viviendo con el Clan, se había sentido aislada; pero no era nada comparado con la dolorosa soledad, con el desesperado vacío experimentado después, ya sin ellos. Hasta la llegada de Jondalar no había contado con nadie: sin hogar, sin familia, sin pueblo ni raíces, sabía que jamás volvería a ver a su Clan. Tras el terremoto que la dejara huérfana, el terremoto que sobrevino el día de su expulsión daba a su aislamiento una profunda sensación de cosa definitiva.

Por debajo de sus sensaciones fluía un miedo intenso y elemental, combinación del terror primordial de la tierra sacudida y del dolor convulsivo de la criatura que lo ha perdido todo, hasta el recuerdo de aquellos a quienes debía la vida. Nada asustaba tanto a Ayla como aquellos desgarradores movimientos terrestres. Parecían indicar siempre cambios en su vida, casi tan brutales y violentos como los que se producían en la tierra. Era casi como si el suelo mismo le dijera qué podía esperar... o se estremeciera por simpatía.

Empero, tras perderlo todo por primera vez, el Clan se había convertido en su pueblo. Ahora, si así lo quería, podía volver a tener un pueblo. Podía ser Mamutoi; ya no estaría sola.

¿Y Jondalar? ¿Cómo podría elegir un pueblo diferente al suyo? ¿Querría él quedarse y ser Mamutoi? Ayla lo ponía en duda. Estaba segura de que él deseaba retornar a su propio hogar. Pero tenía miedo de que todos los Otros se comportaran con ella como Frebec. No quería que ella hablara del Clan. ¿Qué sucedería si la llevaba consigo y no la aceptaban? Tal vez en su pueblo todos fueran como Frebec. Ella no pensaba dejar de mencionar a los suyos, como si le fuera posible avergonzarse de Iza, de Creb, de Brun y de su hijo. ¡No pensaba avergonzarse de las personas a las que amaba!

¿Qué era preferible? ¿Acompañar a Jondalar y arriesgarse a que la consideraran como un animal? ¿O quedarse donde la aceptaban, donde se deseaba su presencia? El Campamento del León había aceptado a un niño de espíritus mezclados como su propio hijo... Y de pronto se le ocurrió una idea: si habían aceptado a uno, ¿por qué no a otro? ¿A un niño que no era débil ni enfermizo, que podía aprender a hablar? El territorio mamutoi se extendía hasta el Mar de Beran. ¿Acaso Talut no había dicho que por allí había cierto Campamento del Sauce? La península en donde vivía el Clan no estaba lejos. Si ella se convertía en Mamutoi, tal vez, algún día, fuera posible... Pero ¿y Jondalar? ¿Y si él se marchaba? Ayla sintió un profundo dolor en la boca del estómago con sólo pensarlo. Se preguntó si soportaría la vida sin Jondalar. No conseguía poner orden en sus sentimientos.

También él se debatía entre deseos contradictorios. Apenas tenía en cuenta el ofrecimiento que le habían hecho, como no fuera para buscar un modo de rechazarlo sin ofender ni a Talut ni a los Mamutoi. Él era Jondalar de los Zelandonii, y sabía que su hermano había estado en lo cierto: jamás sería otra cosa. Quería volver al hogar, pero eso era más un escozor persistente que una necesidad urgente. Resultaba imposible pensar en otros términos. Su hogar estaba muy lejos, le llevaría un año entero salvar la distancia.

Su gran preocupación interior era Ayla. Aunque nunca le habían faltado compañeras bien dispuestas, en su mayoría deseosas de establecer un vínculo duradero, a ninguna la había deseado tanto como a Ayla. Entre las mujeres de su propio pueblo y las que había conocido en sus viajes, ninguna le había provocado ese estado anímico que había advertido en otros, sin experimentarlo él mismo, hasta el día en que conoció a Ayla. La amaba más de lo que hubiera creído posible. Ella era cuanto deseaba en una mujer y aún más. No soportaba la idea de vivir sin ella.

Pero también sabía lo que era concitar la desgracia sobre sí mismo. Y las cualidades mismas que le atraían (aquella combinación de inocencia y sabiduría, de honestidad y misterio, de confianza en sí y de vulnerabilidad) eran el resultado de las mismas circunstancias que podían hacerle sentir, nuevamente, el dolor de la desgracia y el exilio.

Ayla había sido criada por gentes del Clan, personas cuyas diferencias eran inexplicables. Para casi todo el mundo, los que Ayla llamaba «clan» no eran humanos, sino animales, pero no como los otros animales, creados por la Madre para las necesidades de Sus criaturas. Todos reconocían similitudes entre ellos y los cabezas chatas, aunque no las admitieran, pero esas características humanas no despertaban sentimientos de hermandad. Antes bien, parecían una amenaza, por lo que se prefería subrayar las diferencias. Para las personas como Jondalar, el Clan era una especie bestial, abominable, que ni siquiera entraba en el gran panteón de las creaciones de la Gran Madre, como si hubiera sido engendrada por algún gran espíritu maligno y misterioso.

Sin embargo, el reconocimiento de la condición humana de todos estaba más en los hechos que en las palabras. Los antepasados de Jondalar habían ocupado territorios del Clan, unas pocas generaciones antes; con frecuencia se asentaron en buenos sitios para vivir, abundantes de caza, obligando al Clan a buscar otras regiones. Pero así como las manadas de lobos se dividen un territorio, defendiendo cada una su parcela de las otras, aunque no de otros animales, ya se trate de presas o de depredadores, entre el Clan y los Otros la aceptación de los límites del territorio de cada uno representaba el reconocimiento del hecho de que eran de la misma especie.

Jondalar había llegado a comprender, al mismo tiempo que iba tomando conciencia de sus sentimientos hacia Ayla, que toda vida era creación de la Gran Madre Tierra, incluidos los Cabezas Chatas. Sin embargo, aun amándola, estaba convencido de que Ayla, entre los suyos, sería una desarraigada. No sólo su vinculación con el Clan la convertía en paria, sino que se la vería como una abominación inconcebible, condenada por la Madre porque había dado a luz un niño de espíritus mezclados, mitad animal y mitad humano.

Este tabú era general. Todos los pueblos que Jondalar había encontrado en sus viajes tenían la misma creencia, aunque en algunos era más fuerte que en otros. Algunos llegaban a no admitir la existencia de esos vástagos bastardos; otros consideraban la situación como una broma de mal gusto. Por eso le había asombrado tanto ver a Rydag en el Campamento del León. Estaba seguro de que la situación no había sido fácil para Nezzie, quien debía de haber soportado duras críticas y prejuicios. Sólo alguien serenamente confiado y muy seguro de su posición se habría atrevido a enfrentarse a los detractores, haciendo que prevaleciera su compasión y su humanidad. Pero Nezzie ni siquiera había mencionado al hijo del que Ayla le hablara, mientras intentaba convencer a los otros para que la aceptaran.

Ayla no alcanzaba a medir la intensidad del sufrimiento de Jondalar cuando Frebec la había puesto en ridículo, aunque la realidad era que él se había esperado una reacción más violenta. Sin embargo, ese sufrimiento no obedecía sólo al hecho de que se hubiera puesto en lugar de Ayla. Esa furiosa confrontación le había recordado otros momentos en que se había dejado llevar por sus emociones, dejando aflorar un intenso dolor, profundamente sepultado. Le mortificaba más aún su propia e inesperada reacción. Ésa era la causa de su angustia. A Jondalar todavía le corroían los remordimientos porque, por un momento, le había mortificado verse relacionado con ella, la persona a quien Frebec cubría de invectivas. ¿Cómo podía amar a una mujer y al mismo tiempo avergonzarse de ella?

Desde aquellos terribles momentos de su juventud, Jondalar se había esforzado por dominarse, pero ahora parecía incapaz de contener los conflictos que le atormentaban. Quería llevar a Ayla consigo, a su hogar. Quería presentarla a Dalanar y a la gente de su Caverna. A su madre, Marthona, a su hermano mayor y a su hermana pequeña, a sus primos, a todos los Zelandonii. Quería que todos la recibieran bien para establecer con ella su propio hogar, un sitio donde ella pudiera tener hijos que quizá fueran de su mismo espíritu. No había otra persona en la tierra a quien deseara, pero le acobardaba pensar en el desprecio que podía acumular sobre sí por presentar a su gente semejante mujer, y no se decidía a exponerla a aquella situación.

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