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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (37 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–Tienes razón, Ranec –manifestó, en voz bien alta–. No creo que sea curandera. ¿Cómo podría ser curandera quien se crió con esos animales? Y Fralie ya ha tenido otros hijos. No veo por qué esta vez tenga que ser diferente. A menos que tener aquí a esa mujer-animal traiga mala suerte. Ese niño cabeza chata ya ha rebajado el rango de este Campamento. ¿No os dais cuenta de que ella no hará sino empeorar las cosas? ¿Para qué queremos a una mujer criada por animales? ¿Y qué pensaría la gente si alguien entrara aquí y encontrara esos caballos dentro del albergue? No, no quiero que una mujer-animal, criada por los cabezas chatas, forme parte del Campamento del León.

Este comentario provocó un verdadero alboroto, pero Tulie alzó la voz por encima de los demás.

–¿En qué te basas para decir que el Campamento ha visto disminuido su rango? Rydag no rebaja mi rango. Todavía soy la voz principal en el Consejo de las Hermanas. Y tampoco Talut ha perdido prestigio.

–La gente se refiere a nosotros diciendo: «el Campamento del Cabeza Chata». A mí me avergüenza decir que soy miembro de él –replicó Frebec a gritos.

Tulie se irguió con todo su volumen ante aquel hombre de menuda contextura.

–Puedes irte cuando quieras –manifestó, con el tono más frío de su voz.

–¡Mira lo que has ganado! –chilló Crozie–. Fralie está esperando un hijo y tú vas a hacer que la echen, con este frío, sin tener dónde ir. ¿Por qué, por qué acepté esa Unión? ¿Cómo pude creer que serías un compañero adecuado para mi hija, pagando tan poco Precio Nupcial? Mi pobre hija, mi pobre Fralie...

Los gemidos de la vieja quedaron ahogados por el tumulto de voces enfurecidas y réplicas airadas contra Frebec. Ayla les volvió la espalda para dirigirse hacia el Hogar del Mamut. Al pasar por delante del Hogar del León, vio que allí estaba Rydag, observándolo todo con ojos tristes. Cambió de idea y se sentó a su lado, le palpó el pecho y le observó con atención, hasta asegurarse de que estaba bien. Después, sin tratar de decir nada, pues no sabía qué decir, le sentó en su regazo, meciéndole mientras entonaba una melodía monótona por lo bajo. Así había mecido a su hijo; así también se había mecido ella en su cueva del valle, hasta conciliar el sueño.

–¿Es que nadie respeta el Báculo Que Habla? –rugió Talut, imponiéndose al alboroto. Sus ojos echaban fuego. Estaba furioso. Ayla no le había visto nunca tan enojado, pero admiró su autodominio al oírle seguir hablando–. Crozie, nadie expulsará a Fralie a la intemperie. Al sugerir que podía ser así, me insultas a mí e insultas al Campamento del León.

La anciana le miró boquiabierta. En realidad, no había pensado que expulsarían a Fralie. Sólo quería meterse con Frebec, sin calcular que los otros podían sentirse insultados. Tuvo la decencia de ruborizarse, cosa que sorprendió a algunos, pero ella no ignoraba las normas de buena conducta. Después de todo, Fralie había heredado su rango. Crozie contaba con una alta estima por derecho propio; al menos, así había sido antes de que perdiera tanto y comenzara a amargar la vida de todo el mundo. Aún podía reclamar la distinción, ya que no la sustancia.

–Frebec, puedes sentirte avergonzado por pertenecer al Campamento del León –prosiguió Talut–. Pero si este Campamento ha perdido rango es por haber sido el único que te aceptó. Tal como ha dicho Tulie, nadie te obliga a seguir aquí. Quedas en libertad para marcharte cuando quieras, pero nadie te expulsará, considerando que tu mujer está enferma y va a dar luz durante el invierno. Tal vez no hayas visto a muchas mujeres embarazadas, pero aunque no te des cuenta, las dolencias de Fralie no se deben únicamente a su embarazo. Hasta yo puedo adivinarlo. Pero no es para eso para lo que se ha convocado la reunión. Te guste o no, nos guste o no, eres miembro de este Campamento. He declarado mi deseo de adoptar a Ayla en mi hogar, de hacerla Mamutoi. Todos deben estar de acuerdo y tú te opones.

Para entonces Frebec había empezado a sentirse muy inquieto. Una cosa era sentirse importante por presentar una objeción y rebatir todos los argumentos; otra muy distinta que le recordaran la humillación y el abatimiento que tuvo que soportar cuando trató de establecerse con su nueva y atesorada esposa, tan deseable, que le había proporcionado un elevado rango.

Mamut le observaba con atención. Frebec nunca se había destacado mucho. Tenía poco rango, puesto que su madre poco podía darle, ningún logro de que envanecerse y pocos talentos que valieran la pena. No se le odiaba, pero tampoco se le tenía mucho aprecio. Parecía un hombre bastante mediocre, de capacidad común. Sin embargo, Mamut acababa de detectar su habilidad en la discusión; sus argumentos, aunque falsos, tenían lógica. Quizá fuera más inteligente de lo que todos pensaban; por lo visto, tenía grandes aspiraciones. La unión con Fralie había sido una verdadera hazaña para alguien como él. Merecía la pena que se le estudiara más a fondo.

De entrada, hacer una oferta por una mujer de aquella categoría era señal de no poca audacia. Entre los Mamutoi, el Precio Nupcial era la base de los valores económicos. El lugar de un hombre en la sociedad estaba en relación directa con el de la madre que le había parido y con el de la –o las– que le podía atraer por su posición, por sus hazañas de cazador, por sus habilidades, sus cualidades, su encanto personal, para que se emparejaran con él. Frebec había encontrado una mujer de gran prestigio dispuesta a ser su compañera. Era como si hubiera encontrado un tesoro y no estaba dispuesto a que se le escapara.

Pero, se preguntaba Mamut, ¿qué había inducido a Fralie a aceptarle? Seguro que otros hombres habían hecho sus ofertas. Frebec había venido a acrecentar sus dificultades. Con un compañero tan poco valioso y una madre tan desagradable como Crozie, tanto en su Campamento como en el de Frebec les habían rechazado, al igual que todos los demás, aun cuando Fralie estaba encinta y tenía un rango importante. Crozie, por su parte, en sus momentos de acaloramiento, le apostrofaba, le insultaba, con lo que venía a complicar la situación de su familia.

Frebec se mostró agradecido cuando el Campamento del León les admitió: había sido de los últimos que tantearon. Si los demás les habían rechazado no fue porque tuvieran poco rango, sino porque se les consideraba extraños. Talut tenía la habilidad de considerar que lo raro era algo especial y no anormal. Durante toda su vida había gozado de un rango elevado; buscaba algo diferente y lo encontraba en lo que no era habitual. Era ésta una cualidad que fomentaba en su Campamento. Él mismo era el hombre más corpulento jamás conocido, no sólo entre los Mamutoi, sino entre todos los pueblos de la región. Tulie, la mujer más importante, la más fuerte. Mamut, el anciano de más edad. Wymez, el mejor tallador de pedernal. Ranec no era sólo el de piel más oscura, sino también el que hacía las mejores tallas. Y Rydag, el único niño cabeza chata. Talut deseaba contar con Ayla, que cuando menos era excepcional con los caballos y tenía además otros dones y talentos, y no le molestaba Jondalar, el hombre que había recorrido la mayor distancia.

Frebec, en cambio, no aspiraba a lo excepcional, tanto más cuanto que se sabía el mínimo en todo. Seguía empeñado en hacerse un lugar entre la gente común y había terminado por hacer una virtud de lo que en él había de más ordinario. Era Mamutoi: por lo tanto, superior a quienes no lo eran, mejor que los diferentes. Ranec, con su piel oscura y su genio satírico, no era un verdadero Mamutoi, pues no había nacido entre ellos. Frebec sí, y por eso era superior a esos animales, esos cabezas chatas. Aquel niño al que Nezzie amaba tanto no tenía rango alguno, pues había nacido de una cabeza chata.

Y aquella Ayla, que había llegado con sus caballos y con aquel esbelto extranjero, ya había encandilado los ojos desdeñosos del oscuro Ranec, asediado por todas las mujeres a pesar de su indiferencia, o quizá por ello. Ni siquiera le había dedicado una mirada, como si supiera que no era digno de su atención. Poco importaba su talento, sus dones, su belleza; por fuerza él tenía que ser superior a ella: él era Mamutoi y ella no. Peor aún: ella había vivido con los cabezas chatas. ¡Y ahora Talut quería hacer de ella una Mamutoi!

Frebec sabía que aquella desagradable escena había sido provocada por él. Había demostrado que era tan importante como para impedir que la joven fuera aceptada por los Mamutoi, pero lo que había conseguido era que el jefe, aquel gigante, se enfureciera como nunca; ahora estaba un tanto asustado al ver a aquel oso enorme tan enfadado. Talut era muy capaz de levantarle en vilo y partirle en dos. Cuando menos, podía expulsarle. En su caso, ¿por cuánto tiempo podría conservar a una compañera que tenía tan alto rango?

Sin embargo, y a pesar del enojo que apenas podía dominar, Talut le trataba con más respeto del que Frebec estaba acostumbrado a recibir. Sus comentarios no habían sido ignorados o desoídos.

–No me importa que tus objeciones sean razonables o no –prosiguió el jefe, fríamente–. Creo que ella posee muchos talentos singulares que podrían beneficiarnos. Tú te has declarado en desacuerdo, diciendo que nada de valor puede ofrecernos. No sé si es posible ofrecer algo cuyo valor alguien no pueda negar si desea negarlo...

–Talut –intervino Jondalar–, disculpa mi interrupción mientras sostienes el Báculo Que Habla, pero se me ocurre algo que es indiscutible.

–¿De veras?

–Sí, creo que sí. ¿Puedo hablar contigo a solas?

–Tulie, ¿quieres hacerte cargo del Báculo Que Habla? –preguntó Talut.

Y se dirigió hacia el Hogar del León en compañía de Jondalar. Les siguió un murmullo de curiosidad. El joven se acercó a Ayla para hablar con ella. La muchacha hizo un gesto de asentimiento, dejó a Rydag y corrió al Hogar del Mamut.

–¿Estás dispuesto a apagar todos los fuegos, Talut? –preguntó Jondalar.

El jefe frunció el ceño.

–¿Todos los fuegos? Afuera hace frío y sopla el viento. Todo esto podría enfriarse rápidamente.

–Lo sé, pero puedes creer que valdrá la pena. Para que Ayla haga su demostración con pleno efecto, necesitamos oscuridad. No hará frío por mucho tiempo.

Ayla volvió con algunas piedras. Talut paseó la mirada entre los dos y acabó por hacer una señal de asentimiento. Aunque costara algún esfuerzo, el fuego podía volver a encenderse. Regresaron juntos al primer hogar, en donde Talut habló en privado con Tulie. Hubo una discusión en la que participó Mamut. Después, Tulie habló con Barzec, quien llamó a Druwez y a Danug. Los tres se pusieron las pellizas y salieron, llevando grandes cestos de urdimbre tupida.

El murmullo de la conversación reflejaba gran excitación. Estaba ocurriendo algo especial, que cargaba el ambiente de expectativa, casi como antes de una ceremonia solemne. Nadie esperaba esas consultas secretas ni aquellas demostraciones misteriosas.

Barzec y los muchachos volvieron muy pronto, con los cestos llenos de tierra suelta. Empezando por el extremo más alejado, el Hogar de Uro, fueron dispersando las brasas amontonadas y los pequeños fuegos que aún subsistían en los agujeros donde se hacía fuego y sofocaron las llamas con puñados de tierra. Los miembros del Campamento se pusieron nerviosos al darse cuenta de lo que ocurría.

A medida que el largo albergue iba oscureciéndose, las conversaciones cesaron una tras otra. Por fin reinó el silencio. Más allá de las paredes, el viento aullaba con fuerza; las ráfagas frías traían consigo un aliento amenazador. Si bien el fuego era algo a lo que todos daban gran importancia, aun cuando lo consideraban normal, comprendieron que dependían de él para vivir al ver que las fogatas se apagaban una tras otra.

Por fin sólo quedó encendido el gran hogar en donde se hacía la cocina. Ayla tenía preparados los elementos para encender el fuego. Ante una señal de Talut, Barzec, percibiendo el dramatismo del momento, echó el resto de la tierra sobre las llamas, lo que provocó un grito ahogado en todos los presentes.

Un instante después, el albergue quedó sumido en la oscuridad. No era tanto una ausencia de luz como una plenitud de oscuridad. Una negrura absoluta, profunda, sofocante, que ocupaba el espacio vacío, sin estrellas, sin astros relucientes, sin nubes nacaradas, espejeantes. No era posible verse la mano ante los ojos. No había dimensiones, ni sombras, ni siluetas. El sentido de la vista había perdido todo su valor.

Se oyó el llanto de un niño, acallado por su madre. Después, una respiración profunda, un arrastrar de pies, una tos. Alguien habló en voz baja y recibió la respuesta de una voz más grave. El fuerte olor a hueso quemado se mezclaba con otros olores, otros tufos, otros aromas: cuero, comida, alimentos almacenados, esterillas de hierba, pasto seco. Y el olor de la gente, de los cuerpos, de los pies y de alientos cálidos.

El Campamento esperaba en la oscuridad y se preguntaba qué iría a pasar, si no con miedo, al menos con cierta aprensión. El tiempo se alargaba preñado de inquietud. ¿Por qué se tardaba tanto?

La elección del momento había quedado a cargo de Mamut, cuya especialidad, como una segunda naturaleza, era crear efectos dramáticos, casi un instinto para adivinar el momento exacto. Ayla sintió un golpecito en el hombro. Era la señal que estaba esperando. Tenía en una mano un trozo de pirita de hierro; en la otra, pedernal; en el suelo, delante de ella, un pequeño montón de hierba seca. En la profunda oscuridad del albergue, cerró los ojos, tomó aliento y golpeó la pirita de hierro con el pedernal.

Surgió una gran chispa. En la oscuridad absoluta, aquel tenue fulgor iluminó sólo a la joven arrodillada durante un momento, provocando varias exclamaciones de asombro entre los miembros del Campamento. Cuando la chispa se apagó, Ayla volvió a golpear las piedras, esta vez más cerca de la yesca inflamable que había preparado. La chispa cayó en el material. Ayla se inclinó para soplar. Un momento después surgían las llamas, entre los ah y los oh de los presentes.

La muchacha agregó al fuego astillas de madera, cogidas de una pila cercana; cuando hubieron prendido, añadió leños mayores. Después dejó que Nezzie retirara la tierra y cenizas del hogar para trasladar el fuego a él. Reguló la válvula de la tubería que admitía el aire del exterior y los huesos volvieron a arder. Los miembros del Campamento notaron entonces que todo el proceso había exigido poco tiempo. ¡Eso era magia! ¿Cómo había hecho Ayla para crear el fuego con tanta celeridad?

Talut agitó el Báculo Que Habla y golpeó tres veces contra el suelo.

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