Los cazadores de mamuts (41 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Cuando, por fin, Jondalar echó a andar hacia la cueva, Corredor le siguió, dándole juguetones cabezazos y hociqueándole la mano, cosa que agradó mucho al hombre. Al parecer, el potrillo también quería entablar amistad. Le siguió hasta la cueva y entró con él.

–Ayla, ¿tienes algo que pueda dar a Corredor? ¿Un poco de cereal, por ejemplo?

La muchacha estaba sentada cerca de la cama, rodeada por una buena variedad de objetos.

–¿Por qué no le das algunas de esas manzanitas que he puesto en ese cuenco grande? Las he examinado y algunas están magulladas.

Jondalar tomó un puñado de las pequeñas frutas, redondas y ácidas, para dárselas a Corredor, de una en una. Después de darle algunas palmaditas más, trató de acercarse a Ayla, pero el amistoso animal no se apartó de él.

–¡Saca a Corredor de aquí, Jondalar! ¡Podría romper algo!

Al girar en redondo, tropezó con el potrillo.

–Basta ya, Corredor –dijo, volviendo con él al otro lado de la cueva, donde solían permanecer los caballos. Pero, al menor ademán de apartarse, el animal volvía a seguirle. En un segundo intento no tuvo mejor suerte–. Ahora que nos hemos hecho tan amigos, ¿cómo hago para quitármelo de encima?

Ayla había estado observando la escena y sonriendo.

–Intenta poner un poco de agua en su cuenco o un puñado de cereal en su comedero.

Jondalar hizo ambas cosas y consiguió, por fin, distraerle. Entonces se acercó a Ayla, vigilando cuidadosamente su espalda para asegurarse de que el potrillo no le seguía.

–¿Qué estás haciendo? –preguntó.

–Trato de decidir lo que llevaré conmigo y lo que dejaré en la cueva –explicó ella–. En tu opinión, ¿qué podría darle a Tulie en la ceremonia de adopción? Debe ser algo especialmente bonito.

Jondalar miraba las cosas que Ayla había fabricado para mantenerse ocupada durante las largas noches y los interminables inviernos pasados a solas en la cueva. Durante su estancia en el Clan ya habían elogiado su habilidad, la calidad de sus labores, y en los años vividos en el valle tuvo poco más que hacer. Por eso dedicaba a cada proyecto mucho tiempo y una atención especial. Los resultados lo demostraban.

El joven tomó un cuenco de entre una pila. Era engañosamente sencillo, de forma casi perfectamente circular, hecho con un solo trozo de madera. La terminación era tan suave que parecía vivo. Ella le había explicado su modo de hacerlos. El procedimiento era, esencialmente, el que él ya conocía; la diferencia estaba en el cuidado y la atención prestada a los detalles. En primer lugar, le daba la forma aproximada desvaratando la pieza con una azulea de piedra; después la perfeccionaba con un cuchillo de pedernal. Utilizando una piedra redondeada y arena, pulía la madera por dentro y por fuera, hasta que apenas pudiera percibirse prácticamente ninguna desigualdad, y lo terminaba con helecho cola de caballo.

Sus canastos, fueran de trama abierta o impermeables, tenían la misma simplicidad y belleza. No utilizaba colores ni tinturas, pero lograba una textura interesante cambiando el estilo de la trama y empleando fibras de distinta coloración natural. Las esterillas para el suelo mostraban las mismas características. Las sogas y los cordeles de nervios y corteza, cualquiera que fuera su tamaño, resultaban parejos y uniformes, así como las largas correas, cortadas en espiral de una sola pieza de cuero.

Las pieles con las que elaboraba el cuero eran suaves y blandas, pero lo que más impresionaba a Jondalar eran las pieles curtidas con pelo. No era difícil dar flexibilidad a la piel de ante raspando el granulado tanto por el lado del pelo como por el interior, pero las pieles resultaban generalmente más rígidas cuando se dejaba el pelo. Las de Ayla no sólo eran espléndidas por la cara exterior, sino de una suavidad aterciopelada por su cara interior.

–¿Qué piensas regalar a Nezzie? –preguntó Jondalar.

–Comida, como esas manzanas, por ejemplo, y recipientes para guardarlas.

–Es una buena idea. Y en cuanto a Tulie, ¿qué pensabas darle?

–Como está muy orgullosa de los cueros que prepara Deegie, no creo que sea apropiado regalarle otros. Y no quiero darle alimentos, como a Nezzie. Nada práctico. Es la Mujer Que Manda. Debería ser algo especial para que lo luzca en las grandes ocasiones, como ámbar o conchas, pero no tengo nada de eso.

–Claro que tienes –observó Jondalar.

–Se me ocurrió regalarle el ámbar que encontré, pero es una señal de mi tótem. No puedo ponerla en otras manos.

–No me refería al ámbar. Probablemente ha de tener mucho. Dale una piel. Fue lo primero que mencionó.

–Pero también debe tener muchas pieles.

–Pero no tan bellas como las tuyas, Ayla. Nunca en mi vida había visto algo así. Estoy seguro de que ella tampoco. Es decir: yo vi una, hecha por una cab..., por una mujer del Clan.

Hacia el atardecer, Ayla había tomado algunas decisiones difíciles, y el trabajo acumulado en varios años estaba distribuido en dos montoncitos. El más grande quedaría abandonado allí junto con la cueva y el valle. El más pequeño era el que llevaría consigo..., así como sus recuerdos.

Fue una tarea larga, cansada, torturante a veces, que la dejó agotada. Y ese estado de ánimo contagió a Jondalar, quien se sorprendió pensando en su hogar, su pasado y su vida como no lo hacía desde muchos años atrás. Su mente se obstinaba en vagar por recuerdos dolorosos, que creía olvidados, que desearía borrar de su memoria. Se preguntó por qué volvían en aquel momento.

La cena fue una comida silenciosa. Entre comentarios esporádicos, hacían profundos silencios, cada uno sumido en sus pensamientos.

–Las aves están deliciosas, como de costumbre –comentó Jondalar.

–Así le gustaban a Creb.

No era la primera vez que mencionaba este detalle. Aún costaba creer que hubiera aprendido tanto de aquellos cabezas chatas. Sin embargo, bien pensado, ¿por qué no podían cocinar como cualquiera?

–Mi madre es buena cocinera. A ella también le gustarían.

Jondalar estaba pensando mucho en su madre, en los últimos tiempos, se dijo Ayla. Aquella mañana, según confesó él mismo, se había despertado soñando con ella.

–Cuando yo era pequeño, le gustaba preparar comidas especiales..., siempre que no estuviera atareada con los asuntos de la Caverna.

–¿Los asuntos de la Caverna?

–Ella era la jefa de la Novena Caverna.

–Ya me lo habías dicho, pero nunca comprendí. ¿Era como Tulie, quieres decir? ¿Una Mujer Que Manda?

–Algo así, pero no había ningún Talut, y la Novena Caverna es mucho más grande que el Campamento del León; sus habitantes son más. –Jondalar hizo una pausa y cerró los ojos para concentrarse–. Quizá hasta cuatro personas contra una.

Ayla trató de calcular cuántas serían, pero resolvió averiguarlo más tarde, con marcas en el suelo. ¿Cómo era posible que vivieran tantas personas juntas? Casi componían una Reunión del Clan.

–En el Clan ninguna mujer podía ser jefe –comentó.

–Marthona llegó a jefa a la muerte de Joconnan. Según me dijo Zelandoni, formaba parte de la jefatura a tal punto que, al morir Joconnan, todos se volvieron a ella. Mi hermano Joharran nació en el hogar de él. Ahora es el jefe, pero Marthona sigue siendo su consejera..., al menos cuando yo partí.

Ayla frunció el ceño. Él le había hablado ya anteriormente de su familia, sin que ella llegara a comprender todas las relaciones de parentesco.

–¿Tu madre era pareja de..., cómo has dicho? ¿Joconnan, dijiste?

–Sí.

–Pero tú siempre hablas de Dalanar.

–Porque yo nací en el hogar de él.

–Entonces tu madre también era pareja de Dalanar.

–Sí. Ya era la Mujer Que Manda cuando se aparearon. Estaban muy unidos; aún se cuentan historias sobre Marthona y Dalanar y se cantan canciones tristes sobre su amor. Zelandoni me contó que se querían demasiado. Dalanar no quería compartirla con la Caverna. Llegó a odiar el tiempo que ella dedicaba a las tareas de la jefatura, pero Marthona sentía la responsabilidad sobre sí. Por fin cortaron el nudo y él se marchó. Más adelante, Marthona estableció otro hogar con Willomar; entonces dio a luz a Thonolan y a Folara. Dalanar viajó al nordeste, descubrió una mina de pedernal y conoció a Jerika; allí fundó la Primera Caverna de los Lanzadonii.

Guardó silencio durante un rato. Como parecía sentir la necesidad de hablar sobre su familia, Ayla le escuchaba, aun cuando estaba repitiendo cosas que ya le había contado. Ella se levantó para llenar las tazas con los restos de la infusión y echó leña al fuego; después se sentó sobre las pieles, en un extremo de la cama, y contemplando la luz parpadeante que arrojaba sombras sobre el rostro pensativo de Jondalar.

–¿Qué significa Lanzadonii? –preguntó.

Jondalar sonrió.

–Significa simplemente... pueblo..., hijos de Doni..., hijos de la Gran Madre Tierra, que viven en el nordeste, para ser exacto.

–Tú viviste allí, ¿verdad? Con Dalanar.

Él cerró los ojos. Apretaba los dientes con tanta fuerza que los músculos de su mandíbula se crisparon; en su frente se formaron surcos de dolor. Ayla le había visto con esta expresión otras veces y quedó intrigada. Ya durante el verano la había hablado de este período de su vida, pero sus recuerdos le trastornaban y ella sabía muy bien que se refugiaba en la reserva. Ella sintió en el aire una gran tensión, que se iba acumulando sobre Jondalar, como cuando la tierra se hincha antes de estallar desde las grandes profundidades.

–Sí. Pasé allí tres años –Jondalar se incorporó de un súbito brinco, derramando su infusión, y se alejó hacia la parte trasera de la cueva–. ¡Oh, Madre, fue terrible!

Puso un brazo sobre la pared rocosa y apoyó en él la cabeza, en la oscuridad, tratando de dominarse. Luego volvió sobre sus pasos, la vista fija en el lugar donde se había derramado la infusión, e hincó una rodilla para recoger la taza. La hizo girar entre las manos, contemplando el fuego.

–¿Tan horrible era vivir con Dalanar? –preguntó Ayla, por fin.

–¿Vivir con Dalanar? No –parecía sorprendido ante la pregunta–. No era esto lo horrible. Él se alegró de verme. Me dio cordialmente la bienvenida y me enseñó el oficio, al mismo tiempo que a Joplaya. Me trataba como a un adulto... y nunca dijo una palabra sobre el asunto.

–¿Qué asunto?

Jondalar aspiró profundamente.

–El motivo por el que me enviaron allá –dijo, con la vista clavada en la taza.

Al acentuarse el silencio, la respiración de los caballos inundó la cueva; el chisporroteo del fuego rebotaba contra los muros de piedra. Jondalar dejó la taza y se levantó.

–Siempre fui física y moralmente mayor que la edad que tenía –recorría arriba y abajo a grandes pasos el espacio despejado, alrededor del fuego–. Maduré joven. Sólo tenía once años cuando se me apareció la donii por primera vez, en un sueño..., y tenía la cara de Zolena.

Otra vez ese nombre. La mujer que tanto representaba para él. La había mencionado anteriomente, pero sólo de pasada, con evidente inquietud. Ayla no comprendía por qué le angustiaba tanto.

–Todos los hombres jóvenes la querían para mujer-donii; todos querían que ella les iniciara. Se esperaba de ellos que la desearan o que desearan a otra como ella –giró en redondo para situarte frente a Ayla–. ¡Pero no que la amaran! ¿Sabes lo que significa enamorarse de tu mujer-donii?

Ayla sacudió la cabeza.

–Ella debe enseñarte, ayudarte a comprender el Gran Don de la Madre, a fin de prepararte para cuando te llegue el turno de convertir a una joven en mujer. De todas las mujeres se espera que actúen como mujeres-donii al menos una vez, cuando son mayores, así como todos los hombres pueden compartir los Primeros Ritos de una joven por lo menos una vez. Es un deber sagrado en honor de Doni –bajó la vista–. Pero una mujer-donii representa a la Gran Madre; no puedes enamorarte de ella y quererla como pareja –volvió a mirarla–. ¿Comprendes eso? Está prohibido. ¡Es como enamorarte de tu madre, como desear aparearte con tu propia hermana! Perdona, Ayla, ¡es algo así como querer aparearse con una cabeza chata!

En unas cuantas zancadas alcanzó la entrada de la cueva. Apartó el rompevientos, pero de pronto dejó caer los hombros y retrocedió, como si hubiera cambiado de idea. Se sentó junto a ella y miró a lo lejos.

–Yo tenía doce años y Zolena era mi mujer-donii y yo la amaba. Ella me amaba también. Al principio fue sólo porque ella sabía exactamente cómo complacerme, pero después hubo más. Con ella podía hablar de cualquier cosa; nos gustaba estar juntos. Ella me enseñó cómo son las mujeres, lo que despierta su placer. Y yo aprendí bien la lección porque la amaba y deseaba complacerla. Me encantaba darle gusto. No era nuestra intención enamorarnos; al principio ni siquiera nos lo dijimos. Más adelante tratamos de guardar el secreto. Pero yo la quería como pareja. Quería vivir con ella, quería que sus hijos fueran los hijos de mi hogar.

Parpadeó y Ayla percibió un brillo húmedo en las comisuras de los ojos, que miraban fijamente las llamas.

–Zolena no hacía más que repetirme que yo era demasiado joven, que se me pasaría. Casi todos los hombres cumplen los quince años, cuando menos, antes de buscar pareja en serio. Yo no me sentía demasiado joven, pero mis deseos no importaban. No podía aparearme con ella. Era mi mujer-donii, mi consejera, mi maestra; ella no debía dejar que yo me enamorara de ella. La censuraron a ella más que a mí, pero eso lo empeoró todo. ¡No la habrían culpado de nada de no haber sido por mi estupidez!

Las últimas palabras las había literalmente escupido.

–Había otros hombres que la deseaban persistentemente. Tanto si ella los deseaba como si no. Uno, en especial, se pasaba la vida molestándola: Ladroman. Ella había sido su mujer-donii algunos años antes. Supongo que no se le puede criticar que la deseara, pero ella ya no sentía interés alguno por él. Comenzó a seguirnos, a vigilarnos. Una vez nos descubrió juntos y la amenazó. Dijo que, si ella no le acompañaba, contaría a todo el mundo lo nuestro.

»Ella trató de tomárselo a risa; le dijo entonces que hiciera lo que quisiera, pues no había nada criticable en ello ya que era mi mujer-donii. Yo habría debido imitarla, pero cuando aquel hombre se burló de nosotros, repitiendo palabras que nos habíamos dicho en privado, me enojé. No, no fue un simple enojo; perdí los estribos y me enfurecí. Le golpeé.

Jondalar golpeó la tierra con el puño una otra y vez.

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