Los cazadores de mamuts (17 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Cuando el anciano se apartó de la entrada, Nezzie se echó un cesto a la espalda y ajustó la correa a su frente. Después levantó a Rydag y le acomodó sobre su amplia cadera, para llevarle cuesta arriba. Empujando ante sí a Rugie, Tusie y Brinan, inició el ascenso hacia la estepa. Los demás la siguieron; pronto la otra mitad del Campamento cruzaba las praderas abiertas para pasar el día cosechando los granos y semillas que habían sido sembrados para ellos por la Gran Madre Tierra. Aquel trabajo, la contribución de los recolectores a la despensa común, no era considerada menos valiosa que la de los cazadores. Pero ni una ni otra representaban sólo trabajo. La compañía y la solidaridad hacían del trabajo una diversión.

La yegua cruzó chapoteando un arroyo de poca profundidad, pero antes de que llegaran a otro curso de agua, al mayor, Ayla hizo que aminorara la marcha.

–¿Éste es arroyo que seguimos? –preguntó Ayla.

–No lo creo –repuso Latie, y consultó las marcas hechas en el trozo de marfil–. No, mira esto: es el pequeño, el que cruzamos. Ahora cruzaremos éste también. En el siguiente cambiaremos de dirección para seguirlo corriente arriba.

–No parece hondo aquí. ¿Buen sitio para cruzar?

Latie miró a un lado y a otro.

–Algo más arriba hay un lugar mejor. Sólo tendremos que quitarnos las botas y remangarnos los pantalones.

Se encaminaron corriente arriba, pero, al llegar al amplio vado, donde el agua, al estrellarse, formaba espuma contra las rocas salientes, Ayla no se detuvo. Hizo que Whinney entrara en el agua y dejó que ella escogiera el camino. Ya en el otro lado, la yegua partió al galope. Latie sonreía otra vez.

–¡Ni siquiera nos hemos mojado! –exclamó–. Sólo unas cuantas salpicaduras.

Cuando llegaron al siguiente curso de agua, Ayla puso a la yegua rumbo este y permitió que tomara un paso más descansado. Sin embargo, aquel trote lento era mucho más veloz que la marcha humana, aun a la carrera, de modo que avanzaron con celeridad. El terreno iba cambiando; gradualmente se tornaba más escarpado y ganaba en altura. Latie se sorprendió de que Ayla se detuviera, señalando un arroyo procedente del lado opuesto, formando una amplia V con el que estaban siguiendo. La niña no esperaba encontrar tan pronto el afluente, pero Ayla, que había reparado en la turbulencia, estaba alerta. Desde donde se encontraban podían ver tres grandes salientes graníticos, una cara mellada en la orilla opuesta y dos más en la que ellas estaban, río arriba, en donde se unían formando un ángulo.

Siguiendo aquel brazo del arroyo, notaron que se desviaba hacia los salientes; al acercarse al primero, vieron que el curso de agua corría entre ellos. A poca distancia, Ayla divisó varios bisontes oscuros que pastaban entre los juncos aún verdes, cerca del agua. Señaló hacia ellos, susurrando al oído de Latie:

–No hables fuerte. Mira.

–¡Allí están! –exclamó la niña, sofocando un chillido, en un esfuerzo por dominar su entusiasmo.

Ayla miró a uno y otro lado; luego se humedeció un dedo en la boca y lo alzó para comprobar la dirección del viento.

–Viento sopla de bisontes a nosotros. Bueno. No bueno molestarlos hasta momento de cazar. Bisontes conocen caballos. Con Whinney podemos acercarnos más, pero no mucho.

Ayla guió a la yegua, dando un cuidadoso rodeo, para investigar más arriba. Una vez satisfecha, regresó por el mismo camino. Una hembra grande y vieja levantó la cabeza y les echó un vistazo sin dejar de rumiar. Tenía rota la punta del cuerno izquierdo. La mujer aminoró la marcha y dejó que Whinney recuperara sus movimientos naturales, mientras sus jinetes contenían el aliento. La yegua se detuvo y bajó la cabeza para comer algunas briznas de hierba. Como los caballos no suelen pastar cuando están nerviosos, este acto pareció tranquilizar al bisonte, que también siguió alimentándose. Ayla rodeó al pequeño rebaño con toda la celeridad posible y puso a Whinney al galope, río abajo. Cuando llegaron a las señales indicadas, volvieron hacia el sur. Tras cruzar el arroyo siguiente, se detuvieron para que Whinney bebiera agua, haciendo ellas lo mismo, y luego continuaron viaje sin cambiar el rumbo.

El grupo de cazadores acababa de pasar el primer arroyuelo cuando Jondalar notó que Corredor tiraba de su freno en dirección a una nube de polvo que avanzaba hacia ellos. Entonces dio un golpecito en el hombro de Talut y se la señaló. El jefe distinguió a Ayla y a Latie, que galopaban hacia ellos. No tuvieron que esperar mucho tiempo para que la yegua y amazonas se detuvieran en medio de ellos. La sonrisa de Latie era de éxtasis; los ojos le centelleaban y sus mejillas estaban encendidas de entusiasmo. Después de que Talut la ayudara a bajar, Ayla pasó la pierna sobre el lomo y se dejó caer al suelo, mientras todos se reunían en derredor.

–¿No los habéis encontrado? –preguntó Talut, expresando la inquietud de todos.

Sólo otra persona habló, casi al mismo tiempo, pero en tono diferente:

–Seguro que no –se burló Frebec–. Ya me imaginaba yo que andar corriendo a caballo no serviría de nada.

Latie le contestó con sorprendido enfado:

–¿Cómo que no? Descubrimos el lugar y hasta hemos visto a los bisontes.

–¡No vas a decirme que habéis tenido tiempo de ir y volver! –Frebec sacudió la cabeza con aire de incredulidad.

–¿Dónde están esos bisontes? –preguntó Wymez a la hija de su hermana, sin prestar atención a Frebec, anulando así su comentario burlón.

Latie sacó el pedazo de marfil guardado en el cesto que Whinney cargaba sobre el flanco izquierdo. Luego, con el cuchillo de pedernal que llevaba a la cintura, se sentó en el suelo y comenzó a trazar nuevas marcas en el mapa.

–El horcajo del sur pasa entre dos salientes rocosos, por aquí –dijo.

Wymez y Talut se sentaron a su lado, asintiendo, mientras Ayla y varios más la rodeaban.

–Los bisontes estaban al otro lado de los salientes, donde se abre la llanura aluvial. Todavía quedan pastos verdes cerca del agua. Vi cuatro pequeños...

Hizo cuatro marcas paralelas cortas, mientras lo decía.

–Creo, cinco –corrigió Ayla.

Latie levantó la vista hacia ella e hizo una señal afirmativa; mientras agregaba otra marca, comentó:

–Tenías razón con respecto a los gemelos, Danug. Y son pequeños. También había siete hembras... –miró nuevamente a Ayla, en busca de confirmación. La mujer hizo un gesto afirmativo. Entonces Latie añadió otras siete líneas paralelas, algo más largas–. Creo que sólo cuatro tenían cría –pensó por un momento–. Había algunos más, un poco más lejos.

–Cinco adultos jóvenes –agregó Ayla–. Y dos o tres más. No seguro. Tal vez más que no vemos.

La niña hizo cinco marcas, ligeramente más largas y algo apartadas de las primeras; por fin agregó tres, entre los dos grupos, haciéndolas más pequeñas. En la última marcó una pequeña señal en forma de Y para indicar que había terminado, que aquel era el número total de bisontes contados. Sus marcas se habían sobrepuesto a otras hechas en el marfil con anterioridad, pero no tenía importancia. Ya habían cumplido su finalidad.

Talut cogió el trozo de marfil y lo estudió. Luego miró a Ayla.

–¿Habéis visto hacia dónde se encaminaban?

–Río arriba, creo. Vamos alrededor rebaño, cuidado, no molestar. No huellas otro lado, pasto no comido –dijo ella.

El jefe asintió e hizo una pausa, obviamente para pensar.

–Dices que disteis un rodeo. ¿Os alejasteis mucho río arriba?

–Sí.

–Por lo que yo recuerdo, la llanura aluvial se estrecha hasta desaparecer y las rocas altas se cierran sobre el arroyo. No hay modo de salir. ¿Estoy en lo cierto?

–Sí... Pero tal vez modo de salir, sí.

–¿Cómo?

–Antes de rocas altas, costado empinado, árboles, arbustos espesos con espinas, pero cerca de rocas hay arroyo seco. Como camino empinado. Es camino de salida, creo –dijo.

Talut frunció el ceño. Después miró a Wymez y a Tulie, lanzando una carcajada.

–¡El camino de salida es también el camino de entrada! ¡Como dijo Mamut!

Wymez puso cara de desconcierto, pero un momento después sonreía ligeramente. Tulie les miró a ambos. Por fin apareció en su rostro una luz de comprensión.

–¡Claro! Podemos entrar por allí, construir un corral para atraparlos, ir por el otro lado y obligarles a meterse en él –dijo, explicándoselo a todos los demás–. Alguien tendrá que vigilar para que no nos olfateen y vuelvan río abajo mientras estamos construyendo la barrera.

–Parece trabajo adecuado para Danug y Latie –dijo Talut.

–Creo que Druwez puede ayudarles –indicó Barzec–. Si creéis que hace falta más ayuda, iré yo mismo.

–¡Bien! –aceptó Talut–. ¿Por qué no vas con ellos, Barzec, y sigues el arroyo corriente arriba? Conozco un modo más rápido de llegar al extremo trasero. Cortaremos desde aquí. Vosotros los mantendréis rodeados. En cuanto tengamos la trampa lista, retrocederemos para ayudaros a conseguir que se metan en el cercado.

Capítulo 7

El lecho del arroyo era una ringlera de barro seco y rocas, que atravesaba una colina escarpada y boscosa. Conducía hasta una planicie aluvial, nivelada y estrecha, junto a un torrente que pasaba entre rocas, en una serie de rápidas y pequeñas cascadas. Ayla, después de bajar a pie, volvió por los caballos. Tanto Whinney como Corredor estaban habituados al empinado sendero que conducía a su cueva del valle, por lo que descendieron sin ninguna dificultad.

La joven liberó a Whinney de los cestos y el arnés para que pudiera pastar en libertad, pero a Jondalar le preocupaba dejar a Corredor sin ronzal; ni Ayla ni él podían dominarlo bien sin aquella atadura, y estaba lo bastante crecido como para mostrarse rebelde cuando se le antojaba. Como el ronzal no le impedía pastar, ella aceptó dejárselo puesto, aunque habría preferido soltarlo por completo.

Eso la hizo pensar en la diferencia que existía entre Corredor y su madre. Whinney siempre había ido y venido a su antojo, pero Ayla pasaba todo su tiempo con ella, pues no tenía a nadie más. Corredor tenía a Whinney, pero su contacto con Ayla era menor. Tal vez sería conveniente que ella o Jondalar pasaran más tiempo con el caballo y trataran de enseñarle.

La barrera ya estaba en construcción cuando ella bajó a ayudar. La estaban haciendo con los materiales que podían encontrar: cantos rodados, huesos, árboles y ramas, todo entremezclado. La rica y variada vida animal de las frías planicies se renovaba constantemente, y los huesos esparcidos en el paraje eran arrastrados con frecuencia por los arroyos ocasionales, que los amontonaban al azar. Una rápida inspección llevó a descubrir un montón de huesos a poca distancia; los cazadores se dedicaron a cargar grandes tibias y costillares, y a trasladarlos hacia el centro de actividad: una zona próxima al lecho del arroyo seco. La barrera necesitaba ser lo bastante fuerte como para contener al hato de bisontes, pero no se haría de ella una estructura permanente. Se la utilizaría una sola vez; de todos modos, difícilmente resistiría a la primavera, época en que el arroyo se convertía en un torrente impetuoso.

Ayla vio que Talut balanceaba un hacha enorme, con una gigantesca cabeza de piedra, como si fuera un juguete. Se había quitado la túnica y sudaba copiosamente, en tanto se abría paso entre arbolillos tiernos y rectos, derribándolos uno tras otro con dos o tres golpes. Tornec y Frebec, encargados de recogerlos, no podían seguir su ritmo arrollador. Tulie estaba supervisando la colocación de cada elemento, provista de un hacha casi tan grande como la de su hermano, que manejaba con la misma facilidad, rompiendo árboles y huesos para encajarlos en un sitio determinado. Pocos hombres podían rivalizar en fuerza con ella.

–¡Talut! –llamó Deegie. Cargaba un extremo de un colmillo de mamut, que medía casi cinco metros. Wymez y Ranec sostenían la parte media y el otro extremo–. Hemos encontrado algunos huesos de mamut. ¿Quieres romper este colmillo?

El enorme pelirrojo sonrió.

–Este viejo monstruo debió de vivir mucho y bien –comentó, cuando lo dejaron en el suelo, mientras se colocaba a horcajadas sobre el colmillo.

Sus enormes músculos se abultaron al levantar el hacha. El aire resonó con los golpes, mientras astillas y fragmentos de marfil volaban en todas direcciones. Ayla quedó fascinada ante la facilidad con que manejaba la pesada herramienta, pero la hazaña resultaba aún más asombrosa a los ojos de Jondalar, por un motivo que nunca había tenido en cuenta: Ayla estaba más habituada a ver cómo los hombres ejecutaban prodigios de fuerza muscular. Los hombres del Clan, aunque más bajos que ella, estaban dotados de unos músculos grandes y poderosos; hasta las mujeres eran muy robustas, y la vida que Ayla llevó mientras crecía, efectuando las mismas tareas que ella, le había hecho desarrollar unos músculos insólitamente fuertes para sus huesos, más finos.

Talut dejó el hacha y se cargó al hombro una mitad del colmillo, para llevarlo hacia el cerramiento en construcción. Ayla asió la enorme herramienta y trató de moverla; le habría sido imposible utilizarla. Incluso para Jondalar era demasiado pesada: estaba hecha a la medida del corpulento jefe. Entre los dos cargaron la otra mitad del colmillo y siguieron a Talut.

Jondalar y Wymez ayudaron a colocar los engorrosos fragmentos de marfil, apuntalándolos con piedras; constituirían una sólida barrera para cualquier bisonte enfurecido. Ayla acompañó a Deegie y a Ranec en busca de huesos. Jondalar se volvió para observar al grupo, luchando por tragarse la rabia que sentía al ver al hombre de piel oscura que caminaba junto a Ayla y hacía un comentario que provocaba las risas de sus compañeras. Talut y Wymez repararon en el rostro encendido de cólera del joven y apuesto visitante e intercambiaron una mirada significativa, pero sin pronunciar palabra.

El último elemento de la barrera era el portón. A un lado del hueco abierto en el cercado clavaron un arbolillo resistente, desprovisto de ramas. Hicieron un hoyo a manera de base y lo rodearon de piedras para que se mantuviera derecho. Lo reforzaron atándolo con correas a los pesados colmillos de mamut. El portón en sí fue construido con tibias, ramas y costillas, atadas firmemente a dos ramas cruzadas. Después, mientras unos lo sostenían en su sitio, otros ataron un extremo al poste, por varias partes, utilizando una atadura cruzada que le permitía girar sobre sus goznes de cuero. Cerca del otro extremo amontonaron cantos rodados y huesos pesados, para empujarlos contra el portón una vez que éste quedara cerrado.

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