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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (12 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Como el interés de la visitante saltaba a la vista, Deegie se sentó en una plataforma-lecho, mientras Ayla se vestía, y siguió contándole.

–De cualquier modo, no creo que ella llegue a hacerle a un lado. Me parece que le tiene cariño, aunque él suele comportarse de un modo horrible. No fue fácil conseguir a otro hombre, a alguien que estuviera dispuesto a cargar con su madre. Todo el mundo supo a qué atenerse a partir de la primera vez; ningún otro quiso tratar con Crozie. Esa vieja puede gritar cuanto quiera que regaló a su hija, pero fue ella misma quien depreció el valor de Fralie. A mí me disgustaría mucho que entre los dos me amargaran la vida de ese modo. Pero tengo suerte: aunque voy a un Campamento establecido en vez de iniciar uno nuevo con mi hermano, Tulie será bien recibida.

–¿Tu madre va contigo? –preguntó Ayla, desconcertada.

Comprendía que cualquier mujer se uniera al clan de su compañero, pero lo de llevar a su madre era una novedad.

–Me gustaría que lo hiciera, pero no creo que acepte. Creo que prefiere quedarse aquí. Y no se lo reprocho. Es mejor ser la Mujer Que Manda de un Campamento propio que la madre de otra en uno distinto. Pero la voy a echar de menos.

Ayla escuchaba fascinada. No entendía siquiera la mitad de lo que Deegie estaba diciendo; tampoco estaba segura de comprender la otra mitad.

–Triste dejar madre y pueblo –dijo–. ¿Pero tú tienes pareja pronto?

–Oh, sí, el verano próximo. En la Reunión de Verano. Por fin mi madre lo arregló todo. Estableció un Precio Nupcial tan alto que me dio miedo; pensé que nunca podrían pagarlo, pero ellos estuvieron de acuerdo. Lo duro es esperar. ¡Si al menos Branag no tuviera que irse ahora mismo! Pero le esperan. Prometió regresar enseguida...

Las dos jóvenes se dirigieron hacia la entrada de la casa larga, en amistosa compañía; Deegie seguía conversando, Ayla escuchaba con avidez.

La zona de acceso estaba más fresca, pero sólo al retirar la cortina de la arcada frontal y recibir la ráfaga de aire frío se dio cuenta de lo mucho que había bajado la temperatura. El gélido viento le echó la cabellera hacia atrás y agitó el cuero de mamut que cubría la entrada. Durante la noche había caído un ligera nevada. Una súbita brisa, en dirección contraria, levantó los finos copos y los arremolinó, arrojándolos a huecos y depresiones, para levantar otra vez los cristales de hielo y arrojarlos al espacio abierto. Ayla sintió en la cara el escozor de los diminutos fragmentos helados.

Sin embargo, el interior estaba mucho más caldeado que una cueva. Sólo hacía falta la pelliza de piel para salir; si se permanecía dentro no era preciso usar prendas de abrigo adicionales. Oyó que Whinney relinchaba. La yegua y su potrillo, todavía embridado, se habían alejado de la gente y sus actividades hasta donde era posible. Ayla echó a andar hacia ellos, pero antes se volvió para sonreír a Deegie. La joven le devolvió la sonrisa y fue en busca de Branag.

La yegua pareció aliviada ante la proximidad de Ayla y la saludó sacudiendo la cabeza. La mujer retiró la brida a Corredor y caminó con ellos hacia el río, doblando por el meandro. Whinney y Corredor se tranquilizaron al perder de vista el Campamento; después de algunas mutuas muestras de afecto, los caballos se dedicaron a pastar la hierba seca y quebradiza.

Antes de iniciar el regreso, Ayla se detuvo detrás de una mata y desató el cordón que le ceñía la prenda inferior en la cintura. Pero aún no sabía del todo cómo actuar para que las perneras no se mojaran al orinar. Tenía el mismo problema desde que usaba aquellas ropas. Las había cosido en verano, imitando la que hiciera para Jondalar, copiadas de las que había desgarrado el león. Pero sólo al iniciar aquel Viaje exploratorio comenzó a ponérselas. Al ver a Jondalar tan complacido con su nuevo atuendo, decidió abandonar la cómoda vestimenta de cuero que solían usar las mujeres del Clan. Sin embargo, aún no había descubierto cómo arreglárselas en sus necesidades perentorias y no deseaba consultarlo con Jondalar. ¿Qué podía saber un hombre de lo que hacían las mujeres?

Se quitó los ajustados pantalones, para lo cual tuvo que quitarse también las polainas que envolvían la parte inferior de las perneras; luego se abrió de piernas, agachada del modo habitual. Mientras hacía equilibrios sobre un solo pie para volver a ponerse la prenda, reparó en el manso río y cambió de idea. Se sacó por la cabeza la pelliza y la túnica, se quitó del cuello el amuleto y bajó por el barranco hacia el agua. Debía completar su rito de purificación y siempre le había gustado nadar por la mañana.

Pensaba enjuagarse la boca y lavarse la cara y manos en el río. No conocía los medios utilizados por aquel pueblo para la higiene. Cuando era necesario, si la leña estaba enterrada bajo hielo y escaseaba el combustible, cuando el viento soplaba con fuerza en el interior de la cueva o cuando el agua estaba tan congelada que costaba romperla, aunque sólo fuera para beber, Ayla podía prescindir de lavarse, pero en general prefería estar limpia. Y en el fondo de su mente seguía pensando en el rito, en la ceremonia de purificación después de la primera noche pasada en la cueva (o el albergue) de los Otros.

Contempló el agua. La corriente discurría con celeridad por el canal principal, pero charcos y remansos estaban cubiertos por una transparente película de hielo, que blanqueaba en los bordes. Un saliente del barranco, apenas cubierto de hierba descolorida y marchita, se adentraba en el río, formando un quieto estanque entre dicho lugar y la orilla. En él crecía un abedul solitario, reducido al tamaño de un arbusto.

Ayla caminó hacia el estanque y entró en él, haciendo añicos el perfecto cristal de hielo que lo cubría. El agua fría le provocó un escalofrío; aferrada a una esquelética rama del abedul para sostenerse, se adentró en la corriente. Un rudo golpe de viento helado castigó su piel desnuda, poniéndole la carne de gallina y arrojándole el pelo a la cara. Ayla apretó los dientes castañeteantes y penetró a mayor profundidad. Con el agua casi a la cintura, se salpicó la cara y, por fin, después de otra brusca exclamación provocada por el frío, se sumergió hasta el cuello.

A pesar de sus temblores, estaba habituada al agua fría; pronto sería imposible bañarse. Cuando salió, se quitó el agua del cuerpo con las manos y se vistió con prontitud. Un calor cosquilleante reemplazó al frío entumecedor, en tanto subía la cuesta. Se sentía renovada y llena de vigor, y sonrió al sol cansado que se impuso, por un momento, al cielo encapotado.

Al aproximarse al Campamento, se detuvo en los límites de una zona pisoteada, cerca del albergue, donde varios grupitos de personas estaban ocupadas en diversas tareas.

Jondalar estaba conversando con Wymez y Danug; no cabían dudas sobre el tema de conversación de los tres tallistas de pedernal. No lejos de ellos, cuatro personas desataban los cordones que sostenían un cuero de venado (ahora suave, flexible, casi blanco) en un armazón rectangular hecho con costillas de mamut, atadas entre sí. A corta distancia, Deegie estiraba vigorosamente un segundo cuero, atado a un armazón similar, castigándolo con la punta redondeada de otra costilla. Ayla sabía que se trabajaba el cuero mientras éste se estaba secando; era un modo de reblandecerlo. Sin embargo, atarlo a armazones como aquéllos, hechos con huesos de mamut, era un método nuevo para ella. Interesada, se fijó en los detalles del proceso.

Cerca del borde exterior, siguiendo los contornos de la piel, se habían practicado una serie de pequeñas ranuras, por las que pasaba un cordón, atado al armazón y tensado para mantener el cuero tirante. El armazón estaba apoyado contra el albergue; se le podía dar la vuelta para trabajar por ambos lados. Deegie estaba apoyada con todo su peso en la costilla, impulsando el extremo redondeado contra el cuero, como si quisiera perforarlo. Pero el cuero, fuerte y flexible, cedía sin romperse.

Otros se dedicaban a actividades que no le resultaban familiares a Ayla, mientras el resto del grupo colocaba fragmentos óseos de un mamut en varios pozos excavados en el suelo. Había huesos y marfil esparcidos por todas partes. La joven levantó la vista al oír que alguien llamaba: Talut y Tulie caminaban hacia el Campamento, llevando a hombros un gran colmillo de marfil, aún prendido al cráneo de un mamut. Muchos de los huesos no pertenecían a animales cazados por ellos, sino que eran fruto de hallazgos ocasionales en la estepa o, en su mayoría, procedentes de los montones acumulados en los meandros estrangulados de los ríos, donde las aguas precipitadas depositaban los restos.

Ayla notó que otra persona observaba la escena a poca distancia. Con una sonrisa, fue a reunirse con Rydag. Se llevó una gran sorpresa al ver que el niño le devolvía la sonrisa. La gente del Clan no sabía sonreír. Toda expresión que mostrara los dientes, dadas las facciones de aquel pueblo, denotaba hostilidad, extremo nerviosismo o miedo. Por eso el gesto del niño pareció, por un momento, fuera de lugar. Pero Rydag, criado con otro pueblo, había aprendido el significado más amistoso de la expresión.

–Buenos días, Rydag –dijo Ayla.

Al mismo tiempo hizo el gesto de saludo del Clan, con la leve variación que se adoptaba para dirigirse a un niño. Ayla notó, una vez más, un destello de entendimiento ante la señal de su mano. «¡El niño recuerda», pensó. «Tiene la memoria, estoy segura. Conoce las señales; sólo haría falta recordárselas. No es como yo, que tuve que aprenderlas.»

Recordó la consternación de Creb e Iza al descubrir lo difícil que era para ella, en comparación con los niños del Clan, recordar esas cosas. Tenía que esforzarse para aprender y memorizar; a los del Clan, en cambio, sólo había que hacerles una demostración. Algunos pensaban que Ayla era muy estúpida, pero, con el transcurso del tiempo, ella aprendió a memorizar con prontitud para no hacerles perder la paciencia.

Jondalar, en cambio, había quedado atónito ante su habilidad. Comparada con la de los Otros, su memoria adiestrada era una maravilla y potenciaba su capacidad de aprendizaje. Al joven le sorprendía, por ejemplo, la facilidad con que ella aprendía nuevos idiomas, al parecer sin esfuerzo. Pero no había sido fácil adquirir esa capacidad y, si bien ella había aprendido a memorizar rápidamente, nunca llegó a comprender del todo qué era la memoria del Clan. Entre los Otros, ninguno podía; era una diferencia básica entre ellos.

Los del Clan, provistos de un cerebro aún más grande que los que les siguieron, no poseían menos inteligencia, sino una inteligencia de distinto tipo. Aprendían de recuerdos que eran, en ciertos aspectos, similares al instinto, pero más conscientes, y que, al nacer, estaban acumulados en el fondo de aquel gran cerebro, con todo cuanto sus antepasados habían aprendido. No necesitaban aprender los conocimientos y las habilidades necesarias para la vida: los recordaban. De niños, sólo era necesario recordarles lo que ya sabían, para que se acostumbraran al proceso. Ya adultos, sabían cómo recurrir a aquel depósito de memoria.

Recordaban con facilidad, pero sólo mediante un gran esfuerzo podían captar lo nuevo. Una vez que se aprendía algo diferente (un nuevo concepto entendido por fin o una creencia aceptada), jamás se olvidaba y se transfería a la prole. No obstante, aprendían y cambiaban con lentitud. Iza había llegado a comprender, si no a explicarse, la diferencia existente entre ella y Ayla, mientras le enseñaba su oficio de curandera. Aquella criatura extraña no recordaba tan bien como ellos, pero aprendía con mucha mayor prontitud.

Rydag dijo una palabra. Ayla no la comprendió de inmediato, pero un segundo después la reconoció: ¡era su propio nombre! Su nombre, pronunciado de un modo que en otro tiempo le había sido familiar, tal como lo decían algunos miembros del Clan.

El niño, como ellos, no podía articular debidamente; vocalizaba, pero le era imposible reproducir algunos sonidos importantes, necesarios para hablar el idioma del pueblo con el cual vivía. Eran los mismos sonidos con los que Ayla había tenido dificultades por falta de práctica. Se trataba de una limitación del aparato vocal de los miembros del Clan y de quienes les habían precedido; por eso habían desarrollado, en cambio, un amplio lenguaje de signos y gestos con los que expresar los pensamientos de su vasta cultura. Rydag entendía a los Otros, a los que vivían con él: comprendía el concepto de lenguaje, pero no lograba hacerse entender por ellos.

Entonces el pequeño hizo el gesto que había dedicado a Nezzie la noche anterior: llamó «madre» a Ayla. Ella sintió que el corazón le latía más de prisa. La última persona que le había dedicado ese signo había sido su hijo, y Rydag se parecía tanto a Durc que, por un momento, creyó ver a su niño en aquella criatura. Quería creer que era Durc, levantarle en sus brazos y decir su nombre. Cerró los ojos y contuvo el impulso de llamarle, estremecida por el esfuerzo.

Cuando volvió a abrirlos, Rydag la miraba con una expresión de inteligencia, antigua y anhelante, como si la comprendiera, como si se supiera comprendido por ella. A pesar de todos sus deseos, Rydag no era Durc, lo mismo que ella no era Deegie. Recobrando de nuevo el dominio sobre sí misma, aspiró profundamente.

–¿Quieres más palabras? ¿Más señales de manos, Rydag? –preguntó.

Él asintió enfáticamente.

–Recuerdas «madre», desde anoche...

Él respondió haciendo la señal que tanto había conmovido a Nezzie... y a ella misma.

–¿Sabes ésta? –preguntó Ayla, ejecutando el gesto de saludo. Vio cómo luchaba con una idea que parecía a punto de captar–. Es saludo. Dice «buen día», «hola». Así –lo repitió con la variación que había empleado un momento antes–, es cuando persona mayor habla con pequeña.

Él frunció el ceño. Luego repitió el gesto y le sonrió, con su sorprendente sonrisa. Hizo ambos signos; después de pensar durante un momento, ejecutó un tercero y la miró, curioso, sin saber si había hecho algo que tuviera sentido.

–¡Sí, Rydag, está bien! Yo soy mujer, como madre, y éste el modo de saludar a la madre. ¡Te acuerdas!

Nezzie vio a Ayla con el niño. Rydag le había causado más de una preocupación cuando consideraba que hacía demasiados esfuerzos; por eso nunca le perdía de vista. Se sintió atraída por la joven y el niño, y trató de observar lo que hacían. Ayla, al verla, reparó en su expresión de curiosidad y preocupación y la llamó.

–Enseño a Rydag lenguaje del Clan, pueblo de madre –explicó–. Como palabra anoche.

Rydag, con una gran sonrisa que dejó al descubierto sus dientes, extrañamente grandes, dedicó a Nezzie un gesto cuidadosamente estudiado.

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