Los cazadores de mamuts (66 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Tras esta toma de contacto, Ayla levantó al lobezno para llevárselo adentro. Era un buen comienzo, pero no convenía abusar. Más tarde le llevaría a pasear a caballo.

Durante la presentación de los animales, Ayla había visto una divertida ternura en el rostro de Jondalar. En otros tiempos, esa expresión había sido familiar para ella, la había llenado de inexplicable felicidad. Tal vez ahora, tras haber tenido tiempo para pensarlo mejor, estaría dispuesto a volver al Hogar del Mamut. Pero cuando entró en el hogar y le saludó con una bella sonrisa, él apartó la cara y bajó los ojos; luego se apresuró a volver con Talut al hogar de la cocina. Ayla agachó la cabeza, desvanecida su alegría, convencida de que él ya no la amaba en absoluto.

Nada más lejos de la verdad. Jondalar lamentaba haberse comportado de un modo tan precipitado e inmaduro, pero estaba seguro de que, tras una partida tan brusca, no sería bien recibido. No creyó que aquella sonrisa fuera especialmente para él; creía que la provocaba el satisfactorio encuentro de los animales, pero, con sólo mirarla, se vio inundado de amor y anhelos tan torturantes que se le hizo insoportable estar cerca de ella.

Ranec vio que Ayla seguía al joven rubio con los ojos y se preguntó cuánto tiempo duraría aquella separación, cuáles serían sus consecuencias. Aunque tuviera miedo de concebir esperanzas, no podía evitar el pensamiento de que la ausencia de Jondalar acrecentaba sus posibilidades respecto a Ayla. Tenía una vaga idea de haber sido, en parte, causante de tal separación, pero intuía que el problema de la pareja era más profundo. Ranec no había ocultado en modo alguno su interés por Ayla, sin que ninguno de los dos le diera a entender que estaba fuera de lugar. Jondalar no le había afrontado para aclararle de forma tajante sus intenciones de establecer una Unión exclusiva con Ayla; y la muchacha, si bien no le alentaba, tampoco rechazaba sus insinuaciones.

En realidad, Ayla aceptaba de buen grado la compañía de Ranec. No sabía a ciencia cierta cuál era el motivo de que Jondalar se mostrase distante; tenía, en cambio, el convencimiento de que se debía a algún error cometido por ella. La presencia solícita de Ranec, por otra parte, le hacía pensar que su conducta podía estar muy equivocada.

Latie estaba junto a ella, mirando con mucho interés al cachorrito de lobo. Ranec se reunió con ellas.

–Ha sido un espectáculo inolvidable, Ayla –dijo–. Este diminuto animal frotándose el hocico con el de ese caballo enorme. Es un lobito valiente.

Ella levantó la vista sonriendo; la observación de Ranec la complacía tanto como si el lobezno fuera su propio hijo.

–Al principio Lobo tenía miedo. Ellos son mucho más grandes. Me alegra que entablaran amistad tan pronto.

–¿Así vas a llamarle? ¿Lobo? –preguntó Latie.

–En realidad, no lo he decidido. Pero parece un buen nombre.

–No se me ocurre ninguno otro más apropiado –reconoció Ranec.

–¿Qué te parece, Lobo? –preguntó Ayla, levantando al lobezno para mirarle a los ojos.

El cachorrito se estiró ansiosamente para lamerle la cara. Todos sonrieron.

–Creo que le gusta –dijo Latie.

–Qué bien conoces a los animales, Ayla –comentó Ranec. Y agregó, con una expresión interrogante–: Pero me gustaría preguntarte algo. ¿Cómo sabías que los caballos no le harían daño? Los lobos, en manada, cazan caballos, y he visto lobos muertos por caballos. Son enemigos mortales.

Ayla hizo una pausa para reflexionar.

–No estoy segura. Pero lo sabía. Tal vez por Bebé. Los leones cavernarios también matan caballos, pero ¡si hubieras visto a Whinney con el león cuando era pequeño! Le protegió como una madre, o al menos como una tía. Whinney sabía que un cachorro de lobo no podía hacerle daño, y Corredor pareció adivinarlo también. Creo que si se empieza cuando los animales son pequeños, muchos pueden hacerse amigos, y también amigos de las personas.

–¿Por eso Whinney y Corredor son amigos tuyos? –preguntó la niña.

–Sí, creo que sí. Tuvimos tiempo para acostumbrarnos unos a los otros. Eso es lo que Lobo necesita.

–¿Crees que se acostumbrará a mí?

La ansiedad de Latie hizo sonreír a Ayla.

–Cógele –dijo, entregándole el cachorro–. Cógele tú.

Latie acunó en los brazos a aquel animalito caliente y tambaleante; luego inclinó la mejilla hasta tocar el suave pelaje. Lobo la lamió la cara, incluyéndola en su manada.

–Creo que le gusto –comentó la niña–. ¡Me ha besado!

Ayla sonrió ante su entusiasmada reacción. Sabía que los cachorros de lobo son amistosos por naturaleza, y a los humanos parecían resultarles tan irresistibles como a los lobos adultos. Sólo al crecer se tornaban medrosos y desconfiaban de los desconocidos.

La joven observó al lobezno con curiosidad. Su pelaje tenía aún el gris oscuro y sin matices de los muy pequeños. Más adelante adquiriría bandas más oscuras y más claras, como es típico en todo lobo adulto... o quizá no. La madre era negra de pies a cabeza, aún más que la cría, y Ayla se preguntó de qué color sería más adelante el hijo.

Todos giraron la cabeza al oír un chillido de Crozie.

–¡Tus promesas no valen nada! ¡Me prometiste respeto! ¡Prometiste que siempre sería bien recibida, pasara lo que pasase!

–Ya sé que lo prometí. No hace falta que me lo recuerdes –gritó Frebec.

La riña no era ninguna novedad. El largo invierno había dado tiempo para hacer y remendar ropas; para fabricar armas, utensilios, joyas y adornos; para tallar marfil, hueso, asta y madera; para trenzar canastos, esterillas y recipientes; para contar cuentos, entonar canciones, jugar a distintas cosas y tocar instrumentos musicales; para inventar toda clase de pasatiempos y diversiones. Pero, al acercarse el final de la temporada, llegaba el momento en que el encierro irritaba los ánimos. El conflicto larvado entre Frebec y Crozie había provocado tal tensión en sus relaciones que casi todos esperaban un estallido inminente.

–Ahora quieres que me vaya. ¿Te parece que eso es respetar una promesa?

La batalla verbal se trasladó a lo largo del pasillo hasta llegar, con toda su fuerza, al Hogar del Mamut. El cachorrito, asustado por los gritos, escapó de los brazos de Latie y desapareció sin que ella viera adónde se dirigía.

–Yo respeto mis promesas –dijo Frebec–. No me has entendido bien. Lo que quería decir...

Le había hecho promesas, sí, pero en aquel entonces no imaginaba lo que sería vivir con una vieja bruja. «Ojalá pudiera tener a Fralie sin cargar con su madre», pensó, mientras buscaba un modo de escapar del rincón en que Crozie lo había acorralado.

–Lo que quería decir... –en eso reparó en Ayla y la miró directamente– es que necesitamos más espacio. El Hogar de la Cigüeña no es lo bastante amplio para nosotros. ¿Y qué vamos a hacer cuando llegue el bebé? ¡En este hogar parece haber sitio de sobra, hasta para los animales!

–Los animales no tienen nada que ver en todo esto –dijo Ranec, saliendo en defensa de Ayla–. El Hogar del Mamut era de estas dimensiones antes de que Ayla llegara. Aquí se reúne todo el Campamento: es preciso que sea grande, y aun así nos encontramos apretados. No puedes tener un hogar con este mismo espacio.

–¿Acaso he pedido uno de este tamaño? Sólo he dicho que el nuestro no era lo bastante amplio. ¿Cómo es posible que el Campamento del León haga sitio a los animales, pero no a las personas?

Se estaba acercando más gente para ver lo que pasaba.

–No puedes robar espacio al Hogar del Mamut –advirtió Deegie, abriendo paso al viejo chamán, que se adelantaba–. Díselo, Mamut.

–Nadie ha hecho sitio al lobo. Duerme en un cesto, cerca de Ayla –comenzó Mamut, con voz apaciguadora–. Das a entender que Ayla tiene todo este hogar a su disposición, pero es poco el espacio que puede considerar como propio. Aquí se reúnen todos, haya ceremonias o no, y los niños en especial. Siempre hay alguien aquí, incluyendo a Fralie y sus hijos.

–Le tengo dicho a Fralie que no me gusta verla con tanta frecuencia por aquí, pero ella afirma que necesita espacio para desplegar sus labores. Fralie no vendría a trabajar aquí si tuviéramos más amplitud en nuestro hogar.

Fralie, ruborizada, se retiró al Hogar de la Cigüeña. Había dado aquella excusa a Frebec, pero no era del todo sincera; también le gustaba el Hogar del Mamut por la compañía que disfrutaba allí y porque Ayla la ayudaba a sobrellevar su difícil embarazo. Y ahora tendría que mantenerse alejada.

–Y de todos modos, no estaba hablando de ese lobo –continuó Frebec–, aunque nadie me ha preguntado si quería compartir albergue con ese animal. Sólo porque una persona quiera traer animales aquí, no creo que tenga que soportarlos yo también. No soy un animal y no me crié con ellos, pero, al parecer, aquí se da más importancia a los animales que a las personas. Este Campamento construyó un cuarto aparte para los caballos, pero a nosotros se nos hacina en el hogar más pequeño del albergue.

Siguió un verdadero alboroto. Todos gritaban al mismo tiempo, tratando de hacerse oír.

–¿Qué es eso de «el hogar más pequeño del albergue»? –tronó Tornec–. Nosotros no tenemos más espacio que tú, tal vez menos, y somos el mismo número de personas.

–Es cierto –dijo Tronie, mientras Manuv asentía vigorosamente.

–Nadie tiene mucho espacio –terció Ranec.

–¡Tiene razón! –convino Tronie, con más vehemencia–. Creo que hasta el Hogar del León es más pequeño que el tuyo, Frebec, y alberga a más personas; personas más grandes, por añadidura. Ellos sí que están apretados. Deberían coger parte del hogar de la cocina. Si alguien lo necesita, son ellos.

–Pero el Hogar del León no ha pedido más espacio –trató de explicar Nezzie.

Ayla miraba a unos y a otros, sin poder comprender cómo era posible que todo el Campamento se hubiera enredado en una discusión tan vociferante. De algún modo, le parecía que todo era culpa suya.

En medio de aquel alboroto, un súbito berrido se impuso al barullo, silenciando a todos. Talut estaba en medio del hogar, con segura autoridad, plantado sobre las piernas abiertas. En la mano derecha blandía el bastón de marfil, decorado con enigmáticos dibujos. Tulie se acercó a él, aportando su presencia y su propia autoridad. Ayla se sintió intimidada por aquella pareja.

–He traído el Báculo Que Habla –dijo Talut, levantando el bastón para sacudirlo en alto–. Discutiremos este problema apaciblemente y lo solucionaremos con equidad.

–En el nombre de la Madre, que nadie deshonre el Báculo Que Habla –agregó Tulie–. ¿Quién será el primero en hablar?

–Creo que debería ser Frebec –dijo Ranec–. Él es quien ha planteado el problema.

Ayla se iba deslizando hacia la periferia, tratando de alejarse de aquella gente ruidosa y vociferante. Notó que Frebec parecía incómodo y nervioso ante la hostilidad que se había granjeado; el comentario de Ranec insinuaba que aquel embrollo era culpa suya. La muchacha, algo oculta detrás de Danug, estudió a Frebec con atención, quizá por primera vez.

Era de estatura mediana, tal vez algo menos. Ahora que se fijaba, pensó que ella era un poco más alta que él, pero también era algo más que Barzec, y probablemente su estatura era igual que la de Wymez. Estaba tan acostumbrada a ser más alta que todos los demás, cuando vivía con el Clan, que hasta entonces no se había dado cuenta. Frebec tenía el pelo castaño claro, algo ralo; los ojos de un azul intermedio, y sus facciones eran correctas, sin desfiguraciones. En aquel hombre corriente no se apreciaba nada que explicara su conducta belicosa y ofensiva. Ayla habría deseado muchas veces, en su niñez, parecerse tanto al resto del Clan como Frebec a los suyos.

En el momento en que él recibía de manos de Talut el Báculo Que Habla, Ayla vio a Crozie por el rabillo del ojo: en su cara aparecía una sonrisa muy satisfecha. Sin duda, la vieja era culpable, al menos en parte, de que el hombre actuara de aquel modo. Pero ¿se podía reducir todo a eso? Tenía que haber algo más. Ayla buscó a Fralie, pero no la vio entre las personas reunidas en el Hogar del Mamut. Por fin la descubrió; estaba contemplando la escena desde el Hogar de la Cigüeña.

Frebec carraspeó varias veces.

–Sí, tengo un problema –comenzó, aferrando con firmeza el báculo de marfil. Miró en derredor, nervioso, y se irguió con gesto adusto–. Es decir, los del Hogar de la Cigüeña tenemos un problema. No hay espacio suficiente. No tenemos sitio para trabajar; es el más pequeño del albergue...

–No es el más pequeño. ¡Es más grande que el nuestro! –exclamó Tronie, sin poder contenerse.

Tulie la acalló con una mirada severa.

–Cuando Frebec haya terminado tendrás oportunidad de hablar, Tronie.

La muchacha, ruborizada, murmuró una disculpa. Su azoramiento pareció alentar a Frebec, quien adoptó una actitud más agresiva.

–En estos momentos no tenemos suficiente espacio. Fralie no tiene sitio para trabajar y..., y Crozie necesita más amplitud. Y pronto habrá otra persona en el hogar. Creo que deberíamos contar con más espacio.

Frebec devolvió el báculo a Talut y retrocedió.

–Ahora puedes hablar, Tronie –dijo el jefe.

–No creo... Sólo quería... Bueno –balbuceó la muchacha, adelantándose para tomar el báculo–. Nosotros no contamos con más espacio que el Hogar de la Cigüeña, aunque somos igual número de personas –y agregó, tratando de ganar el apoyo de Talut–: Creo que hasta el Hogar del León es más pequeño.

–Eso no importa, Tronie –dijo Talut–. El Hogar del León no ha pedido espacio. Tampoco estamos tan cerca del Hogar de la Cigüeña como para que nos afecte la solicitud de Frebec. Vosotros, los del Hogar del Reno, tenéis derecho a dar vuestra opinión, pues cualquier cambio en el de la Cigüeña puede provocar cambios en el vuestro. ¿Quieres decir algo más?

–No, creo que no –dijo Tronie, sacudiendo la cabeza al devolverle el báculo.

–¿Alguien más quiere hablar?

Jondalar habría querido decir algo constructivo, pero no era miembro del grupo y no le correspondía intervenir. Deseaba tomar partido por Ayla y se lamentaba como nunca de haber trasladado su cama. Casi se alegró de que Ranec se levantara para coger el bastón de marfil. Alguien tenía que hablar en su favor.

–No tiene demasiada importancia, pero Frebec exagera. No sé si necesitan más espacio o no, pero el Hogar de la Cigüeña no es el más pequeño del albergue. Ese honor le corresponde al Hogar del Zorro, pero como sólo somos dos, estamos contentos.

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