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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (21 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–¿Qué vas a hacer con ellos? –preguntó.

–Muestro.

Con un silbido estridente, imperativo, Ayla llamó a Whinney. La yegua galopó hacia ella, con el arnés y las alforjas ya puestos. A Danug le parecía extraño ver una manta de cuero y dos cestos colgados del lomo, pero eso no parecía molestar al animal ni aminorar su paso.

–¿Cómo lograste que hiciera eso? –preguntó el muchacho.

–¿Hacer qué?

–Que venga cuando le silbas.

Ayla arrugó el ceño, pensando.

–No estoy segura, Danug. Hasta que Bebé venir, yo sola en el valle con Whinney. Ella única amiga. Crecer con mí y aprender, yo de ella, ella de mí.

–¿Es cierto que hablas con ella?

–Aprendemos, ella y yo, Danug. Whinney no habla como tú. Yo aprendo... sus signos, sus señales. Ella, míos.

–¿Como las señales de Rydag quieres decir?

–Un poquito. Animales, gente, todos tienen señales; tú también, Danug. Tú dices palabras, señales decir más. Tú hablas cuando no sabes que hablas.

Danug frunció el ceño. No estaba seguro de que le gustara el giro de la conversación.

–No comprendo –dijo, apartando la vista.

–Ahora hablamos –continuó Ayla–. Palabras no decir, pero señales decir... quieres montar a caballo. ¿Verdad?

–Bueno..., eh..., sí, me gustaría.

–Entonces, monta a caballo.

–¿Lo dices en serio? ¿Puedo, de veras, pasear a caballo? ¿Como Latie y Druwez?

Ayla sonrió.

–Ven. Necesita piedra grande para ayudar a subir primera vez.

Ayla acarició a Whinney, dándole palmaditas y hablándole con el idioma especial y palabras que habían desarrollado entre ambas: una combinación de señales y palabras del Clan, sonidos sin sentido que había inventado con su hijo, ruidos de animales, que ella imitaba a la perfección. Explicó a Whinney que Danug deseaba cabalgar; le indicó que hiciera el paseo emocionante pero no peligroso. El jovencito había aprendido algunas señales del Clan que Ayla había enseñado a Rydag y a otros miembros del Campamento y se sorprendió al comprender algunas que formaban parte de su comunicación con el animal, lo que incrementó su enorme respeto. Era, pues, cierto que ella hablaba con los caballos; sin embargo, como Mamut cuando invocaba a los espíritus, utilizaba un lenguaje místico, poderoso y esotérico.

La yegua, entendiera o no las explicaciones, comprendió, por las señales de Ayla, que se esperaba de ella algo especial. El joven alto al que la mujer ayudaba a subir a su lomo era, para Whinney, como el hombre a quien había llegado a tratar con toda confianza. Sus largas piernas colgaban hasta cerca del suelo y no le transmitía indicaciones de dirección ni de control.

–Sujeta crines –indicó Ayla–. Si quieres correr, te inclinas adelante un poquito. Si quieres parar o más despacio, sientas derecho.

–Entonces, ¿no vas a montar conmigo? –dijo Danug, con un dejo de miedo temblándole en la voz.

–No necesita –replicó ella, y dio una súbita palmada en el flanco de Whinney.

La yegua partió con un brusco arrebato de velocidad. Danug se sintió arrojado hacia atrás, pero se aferró a las crines para enderezarse y se abrazó al cuello del animal con desesperación. Mas como, cuando Ayla montaba, el inclinarse hacia delante era una señal que exigía mayor velocidad, el resistente caballo de las llanuras frías se lanzó hacia la planicie aluvial, que por entonces ya le resultaba bastante familiar, saltando por encima de troncos y matas, sorteando rocas salientes y árboles ocasionales.

Al principio Danug quedó tan petrificado que no hizo sino mantener los ojos bien cerrados y sujetarse. Pero no tardó en comprobar que no se caía, aunque los músculos poderosos de la yegua le hacían rebotar a cada paso, y se arriesgó a abrir un poco los ojos. El corazón le palpitaba de entusiasmo, mientras observaba cómo los árboles, las matas y el suelo se convertían en imágenes borrosas a causa de la velocidad. Sin dejar de sujetarse, levantó la cabeza para mirar en derredor.

Apenas podía creer que hubieran hecho un recorrido tan largo. ¡Los grandes salientes rocosos que franqueaban el arroyo estaban allí delante! Oyó vagamente un silbido agudo, muy atrás, y de inmediato notó cierta diferencia en el paso del caballo. Whinney irrumpió entre las rocas y giró en un amplio círculo, aminorando un poco la marcha para desandar el trayecto. Danug seguía aferrado a sus crines, pero con menos miedo. Quería ver adónde iban y adoptó una posición más erguida, que Whinney interpretó como una señal de reducir la velocidad.

Cuando la yegua se fue acercando, la sonrisa que iluminaba la cara de Danug recordó a Ayla la de Talut, sobre todo cuando éste se sentía satisfecho de sí mismo. Ayla veía en aquel muchacho al jefe. Whinney se detuvo caracoleando y Ayla la condujo hasta la roca, para que Danug pudiera bajarse. Nunca había imaginado que se pudiera correr de tal modo a lomos de un caballo (eso iba más allá de su imaginación) y la experiencia superaba con creces sus más disparatadas suposiciones. Jamás la olvidaría.

Su júbilo hacía sonreír también a Ayla cada vez que le miraba. Sujetó los postes al arnés de Whinney. Cuando volvieron al campamento provisional, el muchacho seguía sonriendo.

–¿Qué te pasa? –preguntó Latie–. ¿Por qué sonríes así?

–He montado en caballo –respondió Danug.

Latie, también sonriente, asintió comprendiendo su estado de ánimo.

Casi todo lo que se podía llevar al albergue estaba ya atado a los armazones o envuelto en las pieles, que serían colgadas de fuertes varas llevadas a hombros entre dos personas. Aún quedaban piezas de carne y pieles enrolladas, pero no tantas como Ayla había pensado. Tal como ocurría en el caso de las cacerías y el descuartizamiento, resultaba fácil abarcar más si todos trabajaban juntos.

Algunas personas notaron que Ayla no se encontraba allí preparando una carga para sí y se preguntaron adónde habría ido. Cuando Jondalar la vio regresar con Whinney, que arrastraba los postes, adivinó lo que tenía pensado. La muchacha aparejó las varas de forma que los extremos más gruesos se cruzaran sobre la cruz del animal y las sujetó al arnés. Los extremos más estrechos se abrían en ángulo hacia atrás hasta descansar en el suelo. Ayla dispuso entre ambos postes una improvisada plataforma, hecha con la cubierta de la tienda de campaña, tendida sobre unas ramas transversales. Todos interrumpieron su tarea para observarla, pero nadie adivinó sus propósitos hasta que comenzó a poner sobre aquella plataforma el resto de la carne amontonada.

Después de llenar también los cestos, metió el sobrante en un zurrón para llevarlo a la espalda. Cuando hubo terminado, para sorpresa de todos, no quedaba nada en el montón. Tulie se quedó mirando a Ayla y a la yegua, con manifiesta admiración.

–Nunca se me hubiera ocurrido utilizar un caballo para llevar una carga –dijo–. En realidad, nunca se me ocurrió utilizar los caballos para nada que no fuera comer... hasta ahora.

Talut echó tierra al fuego y lo esparció para asegurarse de dejarlo apagado. Luego cargó su pesada mochila a la espalda, el zurrón sobre el hombro izquierdo y levantó la lanza para echar a andar, seguido del resto de los cazadores. Desde el primer encuentro con ellos, Jondalar se preguntaba por qué los Mamutoi fabricaban sus mochilas para cargar sobre un solo hombro. Lo comprendió enseguida al ajustar cómodamente el cuévano a la espalda antes de cargar la mochila sobre su hombro izquierdo; de ese modo podían cargar sus mochilas bien repletas; por lo visto, con frecuencia transportaban grandes cantidades.

Whinney caminaba detrás de Ayla, con la cabeza próxima al hombro de la mujer. Jondalar, llevando a Corredor del ronzal, marchaba a su lado. Talut se retrasó un poco para ponerse a su altura. Mientras caminaban intercambiaron algunas palabras. De cuando en cuando Ayla sorprendía miradas dirigidas tanto a ella como a su cabalgadura. Al poco rato, el pelirrojo comenzó a tararear una rítmica melodía; pronto estaba vocalizando sonidos al compás de sus pasos

Hus-na, dus-na, tish-na, kish-na.

Pec-na, sec-na, ja-na-niá.

Hus-na, dus-na, tish-na, kish-na.

Pec-na, sec-na, ja-na-niá.

El resto del grupo le imitó, repitiendo las sílabas y el tono. De pronto, con una pícara sonrisa, Talut miró a Deegie y cambió las palabras, aunque manteniendo el tono y el paso

¿Qué desea la linda Deegie?

Branag, Branag, ven a compartir mi lecho.

¿Dónde va la linda Deegie?

A retornar a las pieles vacías de su lecho.

Deegie se ruborizó, pero sonreía mientras todo el mundo lanzaba risitas de complicidad. Repitieron la estrofa una vez, respondiendo a coro a la primera pregunta de Talut, y luego se le unieron en el estribillo. Lo mismo hicieron tras la segunda pregunta antes de unir sus voces con la de Talut para el estribillo.

Hus-na, dus-na, tish-na, kish-na.

Pec-na, sec-na, ja-na-niá.

Lo cantaron varias veces hasta que el gigantesco pelirrojo improvisó otros versos, ahora dedicados a Wymez.

¿A qué se dedica Wymez en invierno?

A elaborar herramientas, a distraerse.

¿A qué se dedica Wymez en verano?

A recuperar el tiempo en que no ha podido hacer nada.

Todo el mundo rió, salvo Ranec, que rugió literalmente. Cuando los asistentes repitieron la estrofa, Wymez, por lo general poco expresivo, enrojeció al máximo sin enfadarse. Todo el mundo sabía que el fabricante de herramientas aprovechaba las Reuniones de Verano para compensar su vida absolutamente célibe durante el invierno. Jondalar disfrutaba tanto como los demás con aquellas bromas veladamente intencionadas. Ayla, en cambio, tardó en hacerse cargo de la situación y del tono humorístico del juego, sobre todo al notar el azoramiento de Deegie. Por fin se dio cuenta de que todo se hacía sin mala intención y con buen humor y empezó a entender las bromas. Las risas eran de por sí contagiosas. Al igual que los demás, también ella rió la estrofa dedicada a Wymez.

Cuando se hizo el silencio, Talut inició otra vez el estribillo y todos le imitaron, expectantes.

Hus-na, dus-na, tish-na, kish-na.

Pec-na, sec-na, ja-na-niá.

Talut miró a Ayla con una sonrisa satisfecha y entonó

¿Quién en Ayla busca cálido afecto?

Dos querrían compartir sus pieles.

¿Quién será el dichoso elegido?

Blanco o negro, ella elegirá entre los dos.

Ayla se sintió complacida de que la incluyeran en el juego; aunque no comprendía del todo el significado de la estrofa, se sonrojó al oír que hablaban de ella. Al rememorar la conversación de la noche anterior, sospechó que lo de blanco y negro debía de referirse a Ranec y Jondalar. La carcajada gozosa de Ranec confirmó sus sospechas, pero la preocupaba la tensa sonrisa de Jondalar, que ya no se divertía con el juego.

Fue Barzec quien entonó ahora el estribillo y también él sonrió a Ayla, anticipando a quién iba dirigido el tema de su estrofa

¿Cómo elegirá Ayla entre los dos colores?

El negro es excelente, también el blanco lo es.

¿Cómo elegirá Ayla su amante?

Los dos pueden calentar sus pieles por la noche.

Mientras que todos repetían la estrofa, Barzec miró de refilón a Tulie, que le compensó con una mirada de tierno amor. Jondalar, en cambio, frunció el ceño sin poder seguir disimulando. No le gustaba la idea de compartir a Ayla con otro, mucho menos con el atractivo tallador de marfil. Fue ahora Ranec quien repitió el estribillo, coreado por los demás

Hus-na, dus-na, tish-na, kish-na.

Pec-na, sec-na, ja-na-niá.

De entrada no miró a nadie: quería mantener a su auditorio unos momentos en suspenso. De repente dedicó una amplia sonrisa, sobre el fondo de su sorprendente dentadura, a Talut, el instigador de aquella justa de ingenioso humor. Todo el mundo se echó a reír de antemano en la seguridad de que lanzaría una puntada bien afilada a quien había aguijoneado a los demás

¿Quién es tan grande, tan pesado, tan fuerte y tan prudente?

Es la cabeza rubicunda en el Campamento del León, el bruto.

¿Quién maneja un instrumento tan pesado y grande como él?

Es el amigo de todas las mujeres. ¡Es Talut!

El corpulento jefe recibió la insinuación con un gran sonrojo. Los demás repitieron la estrofa a voz en grito y Talut repitió el estribillo. Mientras regresaban al Campamento del León, el rítmico canto marcaba sus pasos y las risas aliviaban el peso de la carga.

Nezzie salió del albergue, dejando caer la cortina tras de sí, y miró al otro lado del río. El sol estaba bajo hacia el oeste; se disponía a hundirse en un alto cúmulo de nubes, cerca del horizonte. Miraba hacia arriba, sin saber del todo por qué, pues no esperaba aún a los cazadores: habían partido apenas el día anterior y tendrían que pasar al menos dos noches fuera de casa. Sin embargo, algo la hizo mirar otra vez. ¿Qué movimiento era aquél, en la cima del sendero que conducía a las estepas?

–¡Es Talut! –gritó, al ver la silueta familiar recortándose contra el cielo. Volvió la cabeza hacia el interior, anunciando–: ¡Han vuelto! ¡Talut y los otros han vuelto!

Y corrió cuesta arriba para salirles al encuentro.

Todo el mundo salió a la carrera del albergue para saludar a los cazadores y ayudar a hombres y mujeres a liberarse de sus cargas: no contentos por cazar, habían traído ellos mismos el producto de sus esfuerzos. Pero lo que más les sorprendió fue ver al caballo, que arrastraba tras de sí un bulto demasiado pesado incluso para el más fuerte de ellos. Todos se reunieron en torno de Ayla, que retiraba más bultos de los cestos laterales. La carne y las otras partes de bisonte fueron pasando de mano en mano y llevadas de inmediato a la vivienda, donde quedaron almacenadas en un habitáculo semisubterráneo.

Cuando ya habían entrado todos, Ayla cuidó de que los caballos estuvieran cómodos: retiró el arnés de Whinney y el ronzal de Corredor. Aunque no parecía afectarles el hecho de pasar la noche al aire libre, la mujer seguía preocupándose por dejarlos solos cuando ella entraba en el albergue. Mientras el tiempo se mantuviera más o menos benigno, no estaba mal. Un poco de frío no la inquietaba, pero estaban en la estación de los cambios inesperados. ¿Qué sucedería si se desencadenaba una fuerte tormenta? ¿Dónde se refugiarían entonces los caballos?

Levantó la vista, algo preocupada. En lo alto se deslizaban unas nubes desflecadas, de colores brillantes. El sol se había puesto poco antes, dejando tras de sí un dosel de tonos estridentes. Ayla se quedó contemplando aquellos matices efímeros hasta que desaparecieron y el azul diáfano del cielo se tornó gris.

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