Read Los cazadores de mamuts Online
Authors: Jean M. Auel
Cuando Fralie repitió las últimas frases de la canción, Tronie se unió a su canto; luego, Latie. En la repetición siguiente cambió la frase; Nezzie y Tulie, que tenían una voz grave de contralto, cantaron con ellas. La frase cambió una vez más, se agregaron nuevas voces y la música volvió a cambiar de carácter. Se convirtió en un relato sobre la Madre y una leyenda popular de los Mamutoi sobre el mundo de los espíritus y sus comienzos. Cuando las mujeres llegaron al punto en el que nacía el Espíritu del Hombre, los hombres sumaron sus voces; se alternaron las voces masculinas y femeninas, y se originó un amistoso espíritu de competencia.
La música se tornó más veloz, más rítmica. En un arrebato de exuberancia, Talut se quitó su prenda de pieles y aterrizó en el centro del grupo, bailando y haciendo chasquear los dedos. Entre risas, gritos de aprobación, palmadas en los muslos y batir de pies, los demás le alentaron a iniciar una danza atlética; golpeaba el suelo con los pies y daba grandes saltos al compás de la música. Barzec, para no ser menos, se unió a él. Cuando ambos empezaban a cansarse, Ranec entró al relevo. Su danza era más rápida, de figuras más complejas, lo que le valió un aumento de las aclamaciones y nutridos aplausos. Antes de detenerse llamó a Wymez, quien al principio se resistió; por fin, ante la insistencia general, bailó con movimientos totalmente diferentes.
Ayla reía y gritaba como los demás, disfrutando de la música, de las canciones y de la danza, pero más aún del entusiasmo general y la diversión ambiente, que la inundaban de sensaciones agradables. Druwez saltó al interior del círculo con un ágil despliegue acrobático. Brinan trató de imitarle, pero a su danza le faltaba el brío que le imprimía su hermano mayor. De cualquier modo, como todos aplaudieron sus esfuerzos, Crisavec, el hijo mayor de Fralie, se sintió alentado a hacer otro tanto.
Tusie decidió entonces que quería bailar, y Barzec, con una sonrisa complacida, la cogió de las manos para danzar con ella. Talut le imitó atrayendo a Nezzie hacia el círculo. Jondalar trató de convencer a Ayla, pero ella se resistió. De pronto, notando que Latie miraba a los bailarines con ojos relucientes, le instó a que la invitara.
–¿Quieres ensañarme los pasos, Latie? –preguntó él.
La muchachita le dedicó una sonrisa agradecida. «La sonrisa de Talut», se dijo Ayla otra vez, mientras ellos, asidos de la mano, se movían entre los demás. Latie era alta y esbelta para sus doce años; sus movimientos eran graciosos. Comparándola con las otras mujeres, con la visión de alguien ajeno al grupo, Ayla se dijo que pronto sería muy atractiva.
Otras mujeres se sumaron al baile. Cuando la música volvió a cambiar de ritmo, casi todos se amoldaron al nuevo compás. Algunos comenzaron a cantar y Ayla se vio impulsada a asirse de las manos de los otros e incorporarse al círculo. Con Jondalar a un lado y Talut al otro, avanzó hacia delante y hacia atrás, en redondo, cantando y bailando, en tanto la música, cada vez más rápida, les arrastraba a todos.
Por fin, con el último grito, la música cesó. Todos reían y charlaban tratando de recobrar el aliento, tanto los músicos como los bailarines.
–¡Nezzie, esa comida! ¿Todavía no está lista? ¡Llevo el día entero olfateándola y me muero de hambre! –gritó Talut.
Nezzie señaló con la cabeza la enorme mole de su compañero.
–Miradle, el pobrecito está muerto de hambre –todos rieron entre dientes–. Sí, la comida está lista. Sólo esperábamos a que todos estuvieran dispuestos a comer.
–Bueno, yo sí estoy dispuesto –replicó Talut.
Mientras unos iban en busca de sus platos, otros, los que habían cocinado, sacaron la comida. Los utensilios para comer eran pertenencias individuales. Los platos solían estar hechos de huesos planos, de la pelvis o del hombro, de bisontes y venados; las tazas y las escudillas se hacían tejiendo pequeños cestos de urdimbre muy tupida, impermeable, o con los huesos frontales de los venados, una vez retiradas las astas. Ciertas conchas de bivalvos, conseguidas como la sal, por trueque a viajeros que llegaban hasta el mar o que vivían en sus riberas, se usaban como cazos o cucharas. Los huesos pélvicos del mamut servían como fuentes y bandejas.
La comida se servía con grandes cucharones, tallados en hueso, marfil, asta o cuerno, y con varas rectas hábilmente manejadas como pinzas. Otras varas se usaban para comer, junto con los cuchillos de pedernal. La sal, escasa y muy apreciada a tanta distancia de la costa marítima, se servía por separado, en la más rara y bella concha de molusco.
El guiso de Nezzie era tan espeso y delicioso como su aroma lo había proclamado; iba acompañado de pequeñas tortas de grano molido, preparadas por Tulie y cocidas en la salsa hirviente. Aunque dos perdices no daban mucho de sí para saciar el apetito de todo el Campamento, todos probaron las de Ayla, tan tiernas que se deshacían; la combinación de condimentos, aunque desacostumbrada para los paladares de los Mamutoi, fue bien recibida por los comensales, que lo acabaron todo. La propia Ayla decidió que el relleno de cereales le gustaba.
Ranec trajo su plato hacia el final de la comida; fue una sorpresa para todos, pues no se trataba de su especialidad habitual. Lo que ofreció a todos fue un montón de tortitas crujientes. Ayla, después de probar una, cogió una segunda.
–¿Cómo haces esto? –preguntó–. Es muy sabroso.
–A menos que se celebren más competiciones de vez en cuando, no creo que pueda repetirlo –respondió él–. He empleado el grano pulverizado mezclándolo con grasa de mamut; luego he añadido moras y convencí a Nezzie para que me diera un poquito de miel. He cocinado las tortitas sobre rocas calientes. Wymez dice que el pueblo de mi madre empleaba grasa de jabalí para cocinar, pero no estaba seguro de cómo se hacía. Como yo ni siquiera me acuerdo de los jabalíes, se me ocurrió reemplazar su grasa por la de mamut.
–El gusto casi igual –dijo Ayla–, pero nada con este sabor. Desaparece en boca –miró pensativamente al hombre de piel oscura, ojos negros y pelo rizado; a pesar de su apariencia exótica, era tan Mamutoi del Campamento del León como cualquiera de los otros–. ¿Por qué cocinas?
Él se echó a reír.
–¿Por qué no? En el Hogar del Zorro somos sólo dos y a mí me gusta, aunque casi siempre me contento con compartir el hogar de Nezzie. ¿Por qué lo preguntas?
–Hombres de Clan no cocinan.
–Son muchos los hombres que no cocinan si no tienen necesidad.
–No, hombres de Clan no capaces de cocinar. No saben. No recuerdos de cocinar.
Ayla no estaba segura de estar haciéndose entender, pero en aquel momento pasó Talut repartiendo su bebida fermentada. Además, Jondalar la estaba mirando, aunque trataba de disimular su inquietud. Ella alargó una taza de hueso, que Talut llenó de bouza. La primera vez que la probó no le había gustado mucho, pero como a todos parecía entusiasmarles, volvió a probar otra vez.
Talut, después de servir a todos, cogió su plato y fue a servirse la tercera ración de guiso.
–¡Talut! ¡No me digas que quieres más! –dijo Nezzie, con un tono de falsa protesta que Ayla ya había aprendido a reconocer como su forma de expresar lo orgullosa que se sentía de él.
–Es que te has superado a ti misma. Es el mejor guiso que he comido en mi vida.
–Otra vez exagerando. Lo dices para que no te trate de glotón.
–Vamos, Nezzie –protestó Talut, dejando su plato. Todos sonreían, mirándose con aire de entendimiento–. Cuando te digo que eres la mejor de las cocineras, lo digo en serio –y la levantó para restregarle con la nariz la parte posterior del cuello.
–¡Talut, grandísimo oso! ¡Bájame!
Él obedeció, no sin antes acariciarle un pecho y mordisquearle el lóbulo de una oreja.
–Creo que tienes razón. ¿Quién tiene ganas de comer más estofado? Me parece que voy a terminar la cena contigo. ¿No me hiciste antes una promesa? –replicó con una fingida inocencia.
–¡Talut! ¡Eres peor que un toro en celo!
–Primero soy un glotón, después un oso, ahora un uro –soltó una gran risotada–. Pero tú eres la leona. Ven a mi hogar –dijo, haciendo ademán de alzarla en vilo para llevarla al albergue.
Ella cedió súbitamente, riendo.
–¡Oh, Talut! ¡Qué aburrida sería la vida sin ti!
El gigante sonrió. En los ojos de ambos había tanto amor, tanta complicidad, que su pasión se esparcía en derredor. Ayla percibió ese resplandor y, en el fondo de su alma, comprendió que aquel estrecho vínculo había surgido tras una vida de experiencias compartidas, durante la cual habían aprendido a aceptarse mutuamente tal como eran.
Pero la felicidad de la pareja provocó en ella pensamientos inquietantes. ¿Alguna vez gozaría ella de esa compenetración? ¿Llegaría a comprender tan bien a otra persona? Sumida en sus pensamientos, con la vista perdida más allá del río, compartió con los otros un momento de silencio; el ancho y desierto paisaje iniciaba un despliegue sobrecogedor.
Hacia el norte, las nubes habían ampliado su territorio cuando el Campamento del León dio por terminado su festín. Presentaban ahora una amplia superficie reflectante a un sol en rápida retirada. En una ardiente llamarada de gloria, proclamaban su triunfo a lo largo del lejano horizonte, haciendo gala de su victoria en estandartes anaranjados y escarlatas, sin prestar atención al oscuro aliado, la otra parte del día. El orgulloso despliegue de colores flameantes fue una fiesta de corta duración. El inexorable avance de la noche vino a debilitar el volátil fulgor, reduciendo los tonos agresivos a pálidos matices de rojo carmesí y de cornalina. El rosa vivo pasó al malva grisáceo, viró al púrpura ceniciento y, finalmente, sucumbió al negro de hollín.
El viento aumentó con la llegada de la noche. El cálido abrigo de la vivienda era una incitación tentadora. A la luz mortecina, cada uno fregó su vajilla con arena y la enjuagó con agua. Los restos del guiso se guardaron en un cuenco. El gran cuero de cocinar fue lavado del mismo modo y puesto a secar en el armazón. Una vez en el interior, todos se quitaron las prendas de abrigo para colgarlas en las perchas, reanimaron los fuegos y echaron más leña.
Hartal, el bebé de Tronie, alimentado y satisfecho, se durmió inmediatamente, pero Nuvie, la pequeña de tres años, que luchaba por mantener los ojos abiertos, quería a toda costa quedarse con quienes comenzaban a congregarse en el Hogar del Mamut. Ayla cogió en brazos a la niña muerta de sueño y, ya completamente dormida, se la llevó a Tronie, antes de que la joven madre tuviera tiempo de ir a buscarla.
En el Hogar de la Cigüeña, Tasher, el niño de Fralie, que tenía dos años, quería mamar, a pesar de que había comido del plato de su madre. Al cabo de un momento comenzó a gimotear inquieto. Eso convenció a Ayla de que su madre había perdido la leche. Apenas acababa de dormirse cuando estalló una discusión entre Crozie y Frebec; los gritos la despertaron. Fralie, demasiado cansada para gastar energías en enojarse, se lo puso en el regazo, pero Crisavec, el de siete años, la miró con el ceño fruncido.
Brinan y Tusie se lo llevaron al pasar por delante del hogar. Fueron a reunirse con Rugie y con Rydag. Los cinco eran más o menos de la misma edad, se pusieron a hablar por medio de palabras y de señas, entre risitas. Por fin se amontonaron en una plataforma desocupada, junto a la que compartían Ayla y Jondalar.
Druwez y Danug estaban juntos, cerca del Hogar del Zorro. Latie se había detenido a corta distancia, pero ellos o no la habían visto o no querían dirigirle la palabra. Ayla vio que, al fin, volvía la espalda a los muchachos y, con la cabeza baja, se alejaba hacia los niños menores. Todavía no era mujer, pero Ayla calculó que no le faltaba mucho; estaba en la edad en que las niñas necesitan otras niñas de su edad para conversar, pero en el Campamento del León no las había y los muchachos la ignoraban.
–Latie, ¿sienta conmigo? –la invitó.
El rostro de la niña se iluminó y se sentó a su lado.
Por el pasillo venía el resto de los que componían el Hogar del Uro. Tulie y Barzec se reunieron con Talut, que estaba conferenciando con Mamut. Deegie se sentó frente a Latie y le sonrió.
–¿Dónde está Druwez? –preguntó–. Siempre pensé que, para encontrarle, había que buscarte a ti.
–¡Oh! Está hablando con Danug –respondió la niña–. Ahora están siempre juntos. Me alegré mucho cuando volvió mi hermano, pensando que los tres tendríamos mucho de que hablar. Pero ellos sólo quieren conversar entre sí.
Deegie y Ayla intercambiaron una mirada de connivencia. Había llegado el momento en que era preciso mirar bajo una nueva luz las amistades hechas en la infancia, para reajustarlas en el esquema de las relaciones adultas entre hombres y mujeres; era un período confuso y solitario. Ayla se había sentido excluida y aislada, de un modo u otro, durante la mayor parte de su vida. Comprendía muy bien lo que era sentirse sola, aun estando rodeada de personas afectuosas. Más tarde, en su valle, había hallado el modo de aliviar una soledad aún más desesperada. Entonces recordó el entusiasmo con que la niña solía contemplar los caballos.
Miró a Deegie y luego a Latie, para incluirla en la conversación.
–Día muy ocupado. Muchos días muy ocupados. Necesito ayuda. ¿Puedes ayuda, Latie? –preguntó.
–¿Ayudarte? Por supuesto. ¿Qué puedo hacer por ti?
–Antes, todos los días cepillo caballos, hago correr. Ahora no tanto tiempo, pero caballos necesitan. ¿Puedes ayudarme? Yo enseñarte.
–¿Quieres que te ayude a atender a los caballos? –preguntó, en un susurro de sorpresa–. ¡Oh, Ayla! ¿Me lo permitirás?
–Sí. Mientras yo aquí, sería mucha ayuda.
Todos se habían agolpado en el Hogar del Mamut. Talut y Tulie, con otros varios, hablaban con Mamut sobre la cacería de bisontes. El anciano había efectuado la Búsqueda y estaban estudiando la conveniencia de que lo intentara otra vez. Puesto que la cacería había sido un éxito, se preguntaban si sería posible repetirla pronto. Él accedió a complacerles.
El gigantesco jefe volvió a servir su bouza, la bebida fermentada que hacía partiendo del almidón de ciertas raíces, mientras Mamut se preparaba para la Búsqueda. Al pasar, llenó la taza de Ayla. Ella había bebido casi toda la taza anterior, aunque se sentía culpable de haber tirado una porción. Ahora, después de olfatearla y hacerla girar en la taza, aspiró hondo y la bebió de un trago. Talut, sonriente, volvió a llenarle la vasija. Ayla le respondió con una sonrisa inexpresiva y volvió a beber. Al pasar de nuevo, Talut vio su taza vacía y la llenó por tercera vez. No le apetecía, pero era demasiado tarde para negarse. La muchacha cerró los ojos y tragó el fuerte líquido. Se estaba acostumbrando al sabor, pero aún no comprendía por qué gustaba tanto a todo el mundo.