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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (72 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Otro ataque de tos, en el Hogar de la Cigüeña, interrumpió sus cavilaciones.

–Toma, Fralie. Bebe un poco de agua –dijo Frebec, preocupado.

Incapaz de hablar, sacudió la cabeza negativamente, tratando de dominar la tos. Estaba echada de costado, incorporada sobre un codo, y sostenía un trozo de piel suave contra la boca. Tenía los ojos vidriosos por la fiebre y la cara roja por el esfuerzo. Miró a su madre, que la observaba fijamente, sentada en su cama, al otro lado del pasillo.

El enojo y la aflicción de Crozie eran evidentes. Había hecho todo lo posible para convencer a su hija de que pidiera ayuda, sin que la persuasión, las discusiones y las diatribas sirvieran de nada. Hasta ella había tomado la medicina de Ayla para el resfriado. Fralie cometía una estupidez al no aprovechar la ayuda disponible. Todo por culpa de ese estúpido de Frebec, pero de nada serviría decirlo. Crozie había resuelto no pronunciar una palabra más.

La tos de Fralie cedió y la muchacha se dejó caer en la cama, exhausta. Tal vez el otro dolor, el que ella no quería admitir, no volvería a presentarse. Aguardó, conteniendo el aliento para no molestar a nadie, atenazada por el temor. En la base de la espalda se inició un dolor sordo. Cerró los ojos y aspiró profundamente, tratando de ignorarlo a fuerza de voluntad. Apoyó una mano en el costado de su hinchado vientre y sintió que los músculos se le contraían por el dolor; su preocupación aumentó. «Es demasiado pronto», pensó. «El bebé no debería nacer hasta dentro de otro ciclo lunar, cuando menos.»

–Fralie, ¿estás bien? –preguntó Frebec, que seguía allí, de pie, sosteniendo el tazón de agua.

Ella trató de sonreírle, viendo su preocupación, su desamparo.

–Es por la tos –dijo–. En primavera todo el mundo enferma.

«Nadie le comprende», pensó. Y su madre menos que nadie. Él se esforzaba por demostrar a todos que valía para algo. Por eso no cedía en nada, por eso discutía tanto y se ofendía con tanta facilidad. Su comportamiento avergonzaba a Crozie. No comprendía que el propio valor (el número y la calidad de las vinculaciones, la fuerza de la propia influencia) se demuestra admitiendo lo que los amigos y familiares estén dispuestos a dar, para que todos lo vean. Crozie había tratado de hacérselo comprender haciéndole donación del derecho a la Cigüeña: no sólo el hogar que Fralie había aportado al aparearse con él, sino el derecho a reclamar la Cigüeña como derecho natural propio.

La anciana había esperado de su parte una graciosa aquiescencia a todos sus deseos y peticiones, como demostración de que él apreciaba y comprendía el valor de pertenecer al Hogar de la Cigüeña, que aún era nominalmente de ella, aunque no poseía nada más. Pero las exigencias de Crozie solían ser excesivas. Había perdido tanto que le costaba renunciar a lo que constituía la base de su prestigio, sobre todo en favor de alguien que tan poco podía ofrecer. Crozie temía que él restara valor a su rango y necesitaba asegurarse constantemente de que su honor fuera apreciado. Fralie no quería avergonzarle intentando explicárselo. Era algo sutil, algo que uno aprendía según iba creciendo... cuando se poseía algo. Pero Frebec nunca había poseído nada.

El dolor de espalda de Fralie se reprodujo. Si permanecía acostada y quieta, quizá desapareciera..., siempre que pudiera contener la tos. Comenzaba a lamentarse de no poder acudir a Ayla, por lo menos para que la diera algo contra la tos, pero no quería que Frebec tuviera la impresión de que se estaba poniendo de parte de su madre. Y una explicación larga no haría sino irritarle la garganta, poniendo a Frebec a la defensiva. Empezó a toser otra vez, justo cuando la contracción llegaba a su punto culminante, y ahogó un grito de dolor.

–¿Fralie? ¿Es... algo más que la tos? –preguntó él, mirándola con fijeza, pues no creía que la tos pudiera hacerla gemir así.

Ella vaciló.

–¿A qué te refieres?

–Bueno, al bebé.

–Pero has tenido ya dos hijos. Sabes qué hacer en esos casos, ¿no?

Fralie cayó en un acceso de tos espasmódica. Cuando recobró su dominio, esquivó la pregunta.

Cuando Ayla volvió a su cama para terminar de vestirse, la luz asomaba ya por los bordes de la cubierta del agujero para el humo. Casi todo el Campamento había pasado en vela buena parte de la noche. Primero habían sido las toses incontrolables de Fralie, pero pronto fue evidente que no la aquejaba tan sólo el resfriado. Tronie tenía dificultades con Tasher, que deseaba volver junto con su madre. Le cogió en brazos para llevarle al Hogar del Mamut, donde Ayla se hizo cargo de él. Como todavía lloriqueaba, le paseó por el amplio hogar, ofreciéndole objetos para distraerle. El cachorro de lobo la seguía. Caminando con Tasher en brazos, cruzó el Hogar del Zorro y el del León, hasta llegar al de cocinar.

Jondalar la vio aproximarse, tratando de consolar al niño, y su corazón latió más de prisa. Mentalmente deseaba que ella se acercara, pero la idea le ponía nervioso. Apenas se hablaban desde su traslado, y él no sabía qué decirle. Miró en derredor, buscando algo que apaciguara al bebé; encontró un hueso pequeño que había sobrado del asado.

–Tal vez se calme si chupa esto –sugirió, tendiéndole el hueso, cuando la joven entró en el gran hogar comunitario.

Ayla cogió el hueso y lo puso en manos del niño.

–Toma. ¿Te gusta, Tasher?

No quedaba carne, pero aún conservaba algún sabor. El niño metió el extremo redondeado en la boca, lo degustó y decidió que le gustaba. Por fin se quedó tranquilo.

–Fue una buena idea, Jondalar –dijo Ayla, con el pequeño en brazos, levantando los ojos hacia él.

–Mi madre solía hacer algo así cuando mi hermanita se ponía caprichosa –respondió él.

Se miraron, sedientamente ansiosos de su mutua contemplación. Sin decir nada, ambos se saciaban de aquella visión, fijándose en cada rasgo, en cada sombra, en cada detalle cambiante. «Ha adelgazado», pensó Ayla; «parece ojeroso». «Está preocupada y afligida por Fralie; quiere ayudar», pensó Jondalar. «¡Oh, Doni, qué bella es!»

Tasher dejó caer el hueso y a Lobo le faltó tiempo para apoderarse de él.

–¡Deja! –ordenó la muchacha.

El cachorro dejó la presa en el suelo, de mala gana, pero permaneció montando guardia ante él.

–Sería mejor que se lo dejaras. No creo que a Frebec le guste si se entera de que has dado a Tasher el hueso después de haberlo tenido Lobo en la boca.

–No quiero que se apodere de cosas ajenas.

–Pero no se lo ha quitado a nadie. Tasher lo dejó caer. Probablemente Lobo pensó que era para él –observó Jondalar, en tono razonable.

–Quizá tengas razón. Supongo que no hará mal a nadie si se lo dejo.

Hizo una seña; el joven lobo abandonó su posición de alerta y recogió el hueso; luego se encaminó directamente a las pieles que Jondalar había tendido en el suelo, cerca del sector donde trabajaba el pedernal, y se acomodó en ellas para roer el hueso.

–Sal de ahí, Lobo –dijo Ayla, dando un paso hacia él.

–No importa, Ayla, está bien. Viene con frecuencia y se instala como en su casa. Me... gusta.

–Entonces está bien –dijo ella, y sonrió–. Siempre te entendiste bien con Corredor. Creo que los animales se encariñan contigo.

–Pero contigo mucho más. Te aman. Y yo... –se interrumpió, frunciendo la frente, cerrando los ojos. Cuando volvió a abrirlos, se irguió un poco más y retrocedió un paso–. La Madre te ha concedido un don singular –comentó, con actitud y de modo mucho más formal.

De pronto Ayla sintió que se le saltaban lágrimas ardientes y que un nudo le apretaba la garganta. Bajó la vista al suelo y ella también retrocedió un paso.

–Por lo que he oído, creo que Tasher tendrá un hermanito dentro de poco tiempo –observó Jondalar, cambiando de tema.

–Eso temo –confirmó Ayla.

–¿Cómo? ¿Crees que no debe tener ese bebé? –se extrañó él.

–Por supuesto que sí, pero ahora no. Es demasiado pronto.

–¿Estás segura?

–No, no estoy segura. No me han permitido examinarla.

–¿Frebec?

Ayla asintió.

–No sé qué hacer.

–No entiendo por qué menosprecia tu capacidad.

–Según dice Mamut, no cree que los «cabezas chatas» sepan nada de medicina; por eso no acepta que yo haya podido aprender nada de ellos. Fralie necesita ayuda, pero Mamut dice que ella misma debe pedirla.

–Probablemente Mamut tiene razón, pero si está a punto tener un bebé, podría pedirla.

Ayla cambió de brazo a Tasher, que se había puesto el pulgar en la boca y parecía satisfecho por el momento. Miró a Lobo tendido en las familiares pieles de Jondalar, que hasta hacía poco habían estado junto a las suyas.

La vista de las pieles y la presencia del joven le hicieron recordar sus manos, las sensaciones que sabía despertar en ella. Hubiera querido que aquellas pieles estuvieran todavía en su plataforma. Cuando volvió a mirarle, sus ojos delataban su deseo. Jondalar experimentó una reacción tan instantánea que sintió un fuerte anhelo de cogerla en sus brazos, pero se contuvo. Su actitud desorientó a Ayla. Hasta un momento antes había estado mirándola de ese modo que siempre le provocaba un cosquilleo muy dentro del cuerpo. ¿Por qué ahora no? Se sintió abrumada, pero por un momento había sentido... algo..., esperanza, quizá. Tal vez encontrara el modo de llegar a él si insistía.

–Espero que lo haga –dijo–, pero tal vez ya sea demasiado tarde para detener el curso del parto.

Se disponía a marcharse; Lobo se levantó para seguirla. Ayla miró al animal y luego al hombre. Después de una pausa, preguntó:

–Si me reclama, Jondalar, ¿podrás retener a Lobo aquí? No quiero que me siga al Hogar de la Cigüeña y esté siempre en medio.

–Sí, por supuesto –dijo–. Pero ¿se quedará?

–¡Vuelve, Lobo! –ordenó ella. El cachorro la miró con un pequeño gemido, casi una pregunta–. ¡Ve a la cama de Jondalar! –Ayla levantó el brazo, señalándola–. A la cama de Jondalar.

Lobo bajó la cola y volvió atrás, medio agazapado.

–¡Quieto aquí! –le ordenó ella.

El lobezno se tendió en el sitio, con la cabeza entre las patas, y la siguió con los ojos cuando ella abandonó el hogar.

Crozie, que seguía sentada en su cama, observaba cómo Fralie se retorcía y gritaba. Cuando pasó el dolor, la embarazada aspiró profundamente, pero le sobrevino otro ataque de tos. La madre creyó detectar una mirada de desesperación. También ella estaba desesperada. Alguien tenía que hacer algo. El proceso del parto estaba ya muy avanzado y la tos estaba debilitando a Fralie. Ya no había muchas esperanzas para el bebé, que iba a nacer demasiado prematuro; los bebés prematuros no sobrevivían. Pero Fralie necesitaba algo para aliviar la tos y los dolores; más tarde necesitaría también algo que aliviara su angustia. De nada había servido hablar a Fralie mientras aquel estúpido estaba cerca. ¿Cómo no se daba cuenta de que ella se encontraba en dificultades?

Crozie estudió a Frebec, que trajinaba alrededor de la cama, desolado y con aspecto de estar preocupado. Tal vez, después de todo, lo estuviera realmente. Tal vez convenía hacer otro intento, pero ¿serviría de algo hablar con Fralie?

–¡Frebec! –dijo–. Quiero hablar contigo.

El hombre pareció sorprenderse. Crozie rara vez le llamaba por su nombre o le anunciaba que deseaba hablar con él. Por lo general se limitaba a gritarle.

–¿Qué quieres?

–Fralie es demasiado terca y no me escucha, pero a estas horas te habrás dado cuenta de que va a tener el bebé.

Fralie la interrumpió con un ahogado ataque de tos.

–Dime la verdad, Fralie –dijo él, al cesar las toses–, ¿está viniendo el bebé?

–Creo..., creo que sí –fue la respuesta.

Él sonrió haciendo una mueca.

–¿Y por qué no me lo has dicho?

–Porque confiaba estar equivocada.

–Pero ¿por qué? –inquirió él, súbitamente inquieto–. ¿No quieres a ese bebé?

–Es demasiado pronto, Frebec. Los bebés que nacen prematuramente no sobreviven–. Era Crozie quien respondía por ella.

–¿Que no viven? Fralie, ¿hay algo que ande mal? ¿Es cierto que este bebé no vivirá?

Frebec estaba espantado y lleno de miedo. La sensación de que algo andaba muy mal había ido creciendo en él durante todo el día, pero no quería creer que fuera tan grave.

–Es el primer hijo de mi hogar, Fralie. Tu bebé, nacido en mi hogar –se arrodilló junto a la cama para cogerle la mano–. Este bebé tiene que vivir. Dime que vivirá –suplicó–. Fralie, dime que vivirá.

–No puedo decírtelo. No sé –la voz de la mujer brotaba tensa y ronca.

–Creía que sabías de estas cosas, Fralie. Eres madre. Ya has tenido dos hijos.

–Cada vez es diferente –susurró ella–. Éste ha sido difícil desde el principio. Tenía miedo de perderle. Había otros problemas... Hallar un sitio donde instalarnos... No sé, pero creo que es demasiado pronto para que nazca.

–¿Por qué no me lo has dicho, Fralie?

–¿Y qué habrías podido hacer tú? –dijo Crozie, con voz reprimida, casi desolada–. ¿Qué podías hacer tú? ¿Sabes algo de embarazos, de partos, de tos, de dolores? No quería decírtelo porque no has hecho sino insultar a la única que podía ayudarla. Ahora la criatura morirá, y no sé hasta qué extremo llega la debilidad de la madre.

Frebec se volvió hacia Crozie.

–¿Fralie? ¡A Fralie no puede pasarle nada! ¿Verdad que no? ¡Si todas las mujeres tienen hijos, uno tras otro!

–No sé, Frebec. Mírala y juzga por ti mismo.

Fralie estaba tratando de dominar un acceso de tos inminente y empezaba a repetirse el dolor en la espalda. Tenía los ojos cerrados y el ceño fruncido, el pelo enredado, el rostro brillante de sudor. Frebec se levantó de un salto e hizo ademán de abandonar el hogar.

–¿Adónde vas, Frebec? –preguntó la parturienta.

–Voy a traer a Ayla.

–¿Ayla? Pero si...

–Desde que llegó ha estado diciendo que tenías problemas. En eso, al menos, tenía razón. Y si sabe de eso, tal vez sea curandera, como todos dicen. No sé si es cierto, pero tenemos que hacer algo... a menos que tú no quieras.

–Trae a Ayla –susurró Fralie.

La excitada tensión se transmitió a todo el albergue, en tanto Frebec iba hacia el Hogar del Mamut.

–Ayla, Fralie está... –pudo decir apenas, demasiado nervioso para preocuparse por su orgullo.

–Sí, lo sé. Manda a alguien a llamar a Nezzie para que venga a ayudarme y trae ese recipiente. Con cuidado: está caliente. Es una tisana para su garganta.

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