Los cazadores de mamuts (75 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Por fin asintió, siempre con la mirada baja.

–Iré a compartir tu cama.

–¿Esta noche?

–Sí, Ranec. Si así lo deseas, esta noche iré a compartir tu cama.

Capítulo 26

Jondalar buscó una posición desde la cual pudiera ver casi todo el Hogar del Mamut, a lo largo del pasillo y a través de los hogares que los separaban. El hábito de espiar a Ayla estaba tan arraigado en él que ya no se daba ni cuenta; ni siquiera se avergonzaba de ello. Era parte de su existencia: hiciera lo que hiciese, ella estaba siempre en su mente, con frecuencia en los límites mismos de lo consciente. Sabía todo cuanto hacía, quiénes la visitaban y cuánto tiempo pasaban con ella. Incluso tenía una idea de lo que habían conversado.

Sabía que Ranec pasaba mucho tiempo allí. Aunque no le gustaba verlos juntos, sabía también que Ayla no había mantenido ningún contacto íntimo con él. Este comportamiento de Ayla había calmado sus ansiedades, inclinándole a una cierta aceptación del estado de cosas. Por ello se sorprendió cuando la vio dirigirse al Hogar del Zorro en compañía de Ranec, mientras todo el mundo se preparaba para acostarse. Al principio no pudo creerlo. Supuso que iría en busca de algo y que volvería a su propia cama. Sólo comprendió que pensaba pasar la noche con el tallista cuando la vio ordenar a Lobo que volviera al Hogar del Mamut.

Entonces fue como si en la cabeza le estallara un incendio que estaba esparciendo su ira y su dolor ardoroso por todo su cuerpo. Estaba destrozado. Su primer impulso fue correr al Hogar del Zorro para llevársela a rastras. Su imaginación le mostraba a Ranec burlándose de él; sintió ganas de aplastar aquella cara morena y sonriente, aniquilando aquella sonrisa desdeñosa e irónica. Mientras luchaba por controlarse, tomó su pelliza y salió a la carrera.

Aspiró grandes bocanadas de aire frío, tratando de enfriar sus celos ardientes; el frío estuvo a punto de quemarle los pulmones. Un breve recrudecimiento del tiempo había endurecido la nieve semifundida y el barro pisoteado, formando hoyos y salientes que dificultaban la marcha. A los primeros pasos perdió pie en la oscuridad y le costó mantener el equilibrio. En cuanto llegó al anexo de los caballos volvió a entrar.

Whinney le saludó con un resoplido; Corredor le hociqueó en la oscuridad, buscando afecto. A lo largo de aquel difícil invierno había pasado mucho tiempo con los caballos, y más aún durante la incierta primavera. Ellos recibían de buen grado su compañía y le tranquilizaban con su presencia cálida, incondicional. Le llamó la atención un movimiento de la cortina interior. De inmediato sintió unas patas sobre la pierna y oyó un gemido suplicante. Se agachó para levantar al lobezno.

–¡Lobo! –dijo, sonriendo, aunque echó la cara hacia atrás ante sus ansiosos lametazos–. ¿Qué estás haciendo aquí? –de pronto perdió la sonrisa–. Ella te ha echado, ¿verdad? Estás acostumbrado a tenerla cerca y ahora tú la echas de menos a ella. Te comprendo. Es difícil habituarse a dormir solo cuando se la ha tenido al lado.

Mientras acariciaba al cachorro, Jondalar sintió que se aliviaban sus tensiones; se resistía a dejarle en el suelo.

–¿Qué voy a hacer contigo, Lobo? No me gusta obligarte a regresar. Supongo que podría dejarte dormir conmigo.

Frunció el ceño, comprendiendo que estaba ante un dilema. ¿Cómo volver con el cachorro a su cama? Afuera hacía frío; no estaba seguro de que el animalito quisiera seguir con él, pero si volvía a través del Hogar del Mamut tendría que pasar por el del Zorro. Por nada del mundo habría pasado por allí en aquellos momentos. Jondalar lamentó no tener consigo las pieles de dormir. El anexo estaba frío por falta de fuego, pero con las pieles y entre los caballos no habría tenido dificultades. No cabía alternativa: tendría que salir con Lobo y utilizar la entrada principal.

Después de dar unas palmaditas a los caballos, acomodó al lobezno contra el pecho y retiró la cortina para adentrarse en la fría noche. El viento, ahora más recio, le hirió la cara con una bofetada gélida, y abrió el pelo de su pelliza. Lobo trató de apretarse contra él, gimiendo, pero no hizo ademán de escapar... Fue un alivio llegar a la otra arcada.

Cuando entró en el hogar de cocinar, el albergue estaba silencioso. Dejó a Lobo sobre sus pieles de dormir, satisfecho de ver que el animal parecía dispuesto a quedarse. Se quitó rápidamente la pelliza y el calzado y se acurrucó entre las pieles, con el lobezno en los brazos. La zona abierta de ese hogar no era tan abrigada como las plataformas con sus cortinas; tardaron un momento en hallar una posición cómoda, pero no pasó mucho tiempo antes de que aquel bulto peludo y caliente estuviera dormido.

Jondalar no tuvo la misma suerte. En cuanto cerraba los ojos oía los ruidos nocturnos y se ponía tenso. Por lo general, las respiraciones, las toses y susurros del Campamento eran sonidos de fondo, fáciles de ignorar, pero esa noche sus oídos percibían lo que no deseaba oír.

Ranec hizo que Ayla se tendiera sobre las pieles y se quedó contemplándola.

–Eres tan bella, Ayla, tan perfecta... Te deseo tanto... Suspiro por tenerte para siempre cerca de mí... ¡Oh, Ayla!

Se inclinó para soplar su aliento en la oreja de la joven, para respirar su perfume de mujer. Ayla sintió en su boca el contacto de los labios dulces y gruesos, y reaccionó a sus caricias. Al cabo de un rato puso una mano sobre su vientre y empezó a describir lentamente círculos ejerciendo una presión ligera.

A continuación tendió la mano para apoderarse de su seno y bajó la cabeza para coger con su boca un pezón endurecido. Ella gimió y tendió sus caderas contra él. Ranec se apretó contra ella, que sintió contra el muslo su dura y cálida virilidad. Él cogió el duro pezón entre sus labios y lo mamó con ligeros ruidos de placer.

Deslizó la mano a lo largo de un lateral de su cuerpo y la introdujo entre sus muslos. Sintió que la registraba, se elevó para pegarse a él...

–Oh, Ayla, mi bella compañera, mi mujer perfecta. ¿Qué me has hecho para que esté preparado tan pronto? Es la voluntad de la Madre. Tú conoces Sus secretos. Mi mujer perfecta.

La acariciaba en sus partes más íntimas y ella se sentía recorrida de escalofríos. El movimiento de la mano de Ranec se iba haciendo más rápido, más insistente. Ella lanzó un grito; también ella estaba dispuesta. Se elevó hacia él, le guió, exhaló un suspiro de placer cuando notó que la penetraba.

Acto seguido, Ranec aceleró el ritmo, sintió que sus sensaciones se concentraban y gritó el nombre de la mujer.

–¡Oh, Ayla, Ayla, cuánto te deseo! Sé mi compañera, Ayla. ¡Sé mi mujer!

Los gritos de Ayla se iban convirtiendo en jadeos y, de repente, una ola de indescriptible pasión sumió a ambos en un torbellino.

Ayla respiró con fuerza para recobrar el aliento, en tanto Ranec se relajaba sobre ella. Hacía mucho tiempo que no tenía Placeres. La última vez había sido en la noche de su adopción, y ahora comprendía cuánto los había echado de menos. Ranec, en su alegría por poseerla y en su ansiedad por darle gusto, se esforzaba casi demasiado, pero ella estaba mejor dispuesta de lo que pensaba y, aunque todo fue rápido, no quedó insatisfecha.

–Para mí fue perfecto –susurró Ranec–. ¿Eres feliz, Ayla?

–Sí. Es agradable gozar Placeres contigo, Ranec –respondió.

Y le oyó suspirar.

Ambos permanecieron quietos, disfrutando del relajamiento, pero los pensamientos de Ayla volvieron a la pregunta: ¿era feliz? No se sentía desdichada. Ranec era bueno y muy considerado; sabía dar Placer, pero... Faltaba algo. No era como con Jondalar, aunque no habría podido decir en qué consistía la diferencia.

Tal vez era sólo que todavía no estaba muy acostumbrada a Ranec, pensó, mientras intentaba buscar una posición más cómoda, pues empezaba a sentir peso. El joven, al percibir su movimiento, le sonrió y se dejó caer a un lado, acurrucándose junto a ella.

Hundió su nariz en el cuello, susurrándole al oído:

–Te amo, Ayla. Te quiero tanto... Dime que serás mi compañera.

Ayla no respondió. No podía decir que sí y no quería decir que no.

Jondalar apretó los dientes y arrugó en el puño las pieles de dormir; escuchaba, contra su voluntad, los murmullos y los movimientos rítmicos en el Hogar del Zorro. Se cubrió la cabeza con los cobertores, pero no pudo dejar fuera los gritos ahogados de Ayla. Mordió un trozo de cuero para no abrir la boca, pero, en el fondo de la garganta, su propia voz gritaba de dolor y desesperación. Lobo gimió al percibirlo y lamió las lágrimas salobres que el hombre trataba de contener.

Era insoportable. No podía aceptar que Ayla estuviera con Ranec. Pero a ellos les correspondía decidir. ¿Y si ella volvía a la cama del tallista? Jondalar comprendió que él no podría tolerar aquello otra vez. ¿Qué hacer? Marcharse. Tenía que marcharse. A la mañana, con la primera luz, se iría.

No pudo dormir. Permanecía tendido, rígido, inmóvil bajo las pieles, cuando se dio cuenta de que aquellos dos no habían terminado, sino que se habían dado un respiro. Cuando, al fin, ya sólo se oían en el albergue los ruidos del sueño, él seguía sin poder dormir, escuchaba a Ayla y a Ranec, una y otra vez, imaginándolos juntos.

Con la primera luz que se insinuó en el agujero para el humo, antes de que nadie se hubiera movido, guardó sus pieles de dormir en un zurrón. Después de ponerse la pelliza y el calzado, cogió sus lanzas y el lanzavenablos. Se encaminó lentamente hacia la entrada y retiró la cortina. Lobo hizo ademán de seguirle, pero Jondalar le ordenó, con voz áspera, quedarse en donde estaba y dejó caer la cortina tras de sí.

Una vez fuera, se encasquetó la capucha y la ató con fuerza alrededor de su cara, dejando apenas una abertura para ver. Se puso los mitones que pendían de las mangas, cambió de posición el zurrón e inició el ascenso de la cuesta. El hielo crujía bajo sus pies. Ahora que estaba solo, las lágrimas quemantes le cegaron, haciéndole tambalear.

El viento frío sopló con fuerza, allá arriba, castigándole con ráfagas cruzadas. Se detuvo, tratando de decidir hacia dónde iría, y se encaminó hacia el sur, siguiendo el curso del río. Andar resultaba difícil. El frío había formado una corteza de hielo sobre algunos montones de nieve suelta y se hundía en ellos hasta las rodillas. En otros sitios el suelo era duro y desigual, además de resbaladizo. Una vez se cayó y se magulló la cadera.

La mañana avanzaba, pero el resplandor del sol no podía abrirse paso a través del cielo cubierto. La única señal de su presencia era una luz difusa que iba en aumento en un día gris sin sombras. Jondalar siguió avanzando, con los pensamientos vueltos hacia adentro, casi sin prestar atención a lo que le rodeaba.

¿Por qué no soportaba imaginar juntos a Ayla y Ranec? ¿Acaso la quería para él solo? ¿Había otros hombres que sintieran eso, ese dolor? ¿Era porque otro hombre la había tocado o por miedo a perderla?

¿O se trataba de algo más? ¿Acaso sentía que merecía perderla? Ella hablaba sin reparos sobre su vida con el Clan y él lo aceptaba como cualquiera, pero todavía pensaba en lo que diría su propio pueblo. Entonces sentía una punzada de desazón. Ella se había adaptado muy bien al Campamento del León, que la aceptaba sin reservas, pero ¿y si se enteraban de la existencia de su hijo? Jondalar se detestaba por pensar así. Si tanto se avergonzaba de ella, tal vez lo mejor sería dejar que se fuera, pero no soportaba la idea de perderla.

Por fin, la sed atravesó los rincones oscuros de su introspección. Se detuvo para sacar su bolsa de agua y, de pronto, descubrió que la había olvidado. En el siguiente montículo de nieve, quebró la corteza de hielo y se llevó a la boca un puñado de nieve, sosteniéndolo contra el paladar hasta que se derritió. Para él era como una segunda naturaleza: no tenía que pensar en ello. Se le había acostumbrado desde niño a no ingerir nieve sin haberla previamente fundido, a ser posible antes de metérsela en la boca.

El odre olvidado le hizo pensar por un momento en su situación. Recordó que también había olvidado la comida, pero volvió a olvidarse de ello inmediatamente. Estaba demasiado distraído con el recuerdo, repetido una y otra vez, de los ruidos escuchados por la noche, las escenas y los pensamientos que ellos le habían hecho concebir.

Al llegar a una extensión blanca, apenas se detuvo antes de avanzar. Si hubiera observado sus alrededores, podría haber visto que no era sólo nieve suelta amontonada. Pero no estaba prestando atención. Cuando sus primeros pasos hubieron roto la superficie, se encontró hundido hasta la rodilla en un estanque en deshielo. Su calzado tenía una capa de grasa, lo bastante impermeable para resistir la nieve, aún medio derretida, pero no el agua. El impacto del frío logró, por fin, sacarle de su distracción. Salió del estanque, rompiendo más hielo, y recibió el frío adicional del viento.

«Qué estupidez», pensó. «Ni siquiera tengo una muda para cambiarme, ni comida ni agua. Tengo que volver. No estoy en absoluto preparado para un viaje. ¿En qué estaba pensando? Sabes bien en qué estabas pensando, Jondalar», se regañó, cerrando los ojos a impulsos del dolor.

El frío y la humedad le estaban congelando los pies y las pantorrillas. Consideró la posibilidad de secarse antes de iniciar el regreso, pero entonces se dio cuenta de que no había llevado piritas, ni siquiera yesca y palillos. Su calzado estaba forrado con lana de mamut. Aun mojado, eso evitaría que se le congelaran los pies, siempre que siguiera caminando. Inició el regreso, recriminándose por su estupidez, pero tomando precauciones cada paso que daba.

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