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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (97 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–Deberías de saber que yo no traigo a nadie que no sea aceptable.

El interior no estaba a oscuras, pues el agujero para el humo era algo más amplio de lo habitual y permitía la entrada de luz, pero los ojos tardaban un rato en adaptarse, tras haber estado en la luminosidad exterior. Al principio, Ayla pensó que su interlocutora, mucho más baja que Deegie, era una chiquilla. Al verla más de cerca pudo apreciar que era, quizá, algunos años mayor que ella. Kylie era baja y menuda, casi frágil; al lado de Deegie era fácil confundirla con una niña, pero sus movimientos ágiles revelaban la seguridad de una mujer hecha y derecha.

Dentro había menos espacio del que Ayla había supuesto desde el exterior. El techo era más bajo que de costumbre, y la mitad del espacio utilizable estaba ocupado por cuatro cráneos de mamut, parcialmente enterrados en el suelo, con los alvéolos de los colmillos hacia arriba, en los cuales se habían insertado troncos de árboles pequeños como soportes para el techo, que amenazaba derrumbarse. Al observar el ambiente, la muchacha comprendió que aquel albergue distaba mucho de ser nuevo. Los montantes de madera y el techo de chamiza habían adquirido con el tiempo un color grisáceo. Se había barrido el suelo y aún se veían señales de antiguos hogares. No había enseres domésticos ni fuegos para cocinar; sólo una pequeña fogata.

Entre los soportes de madera se habían tendido unas cuerdas, de las que pendían unas cortinas cuya finalidad debió de ser la de dividir los espacios y que ahora estaban levantadas. De las cuerdas y de las clavijas que atravesaban los montantes de madera colgaba toda suerte de objetos: prendas coloreadas, tocados de aspecto fantástico, collares de cuentas de marfil y de conchas colgantes de hueso y ámbar, y otras cosas más que a Ayla le resultaban completamente desconocidas.

En el albergue había varias personas. Algunas estaban tomando una infusión, sentadas alrededor del pequeño fuego; una pareja cosía prendas de vestir a la luz del agujero para el humo. A la izquierda de la entrada, algunos estaban sentados o arrodillados junto a grandes huesos de mamuts, decorados con líneas rojas y zigzags. Ayla reconoció inmediatamente un fémur, un omoplato, dos mandíbulas inferiores, un hueso de la pelvis y un cráneo. Las saludaron con cordialidad, pero Ayla tuvo la sensación de que había interrumpido algo. Todos tenían los ojos fijos en ellas, como preguntándose qué habrían ido a buscar allí.

–No dejéis de practicar por culpa nuestra –rogó Deegie–. He traído a Ayla para que os conociera, pero no queremos interrumpir. Esperaremos a que hayáis terminado.

Todos volvieron a su tarea, mientras ellas se sentaban en esterillas, a poca distancia.

Una mujer, que estaba arrodillada frente a un fémur grande, comenzó a marcar un ritmo monótono en su instrumento con un mogote de reno en forma de martillo; pero los sonidos no eran puramente rítmicos: cuando golpeaba el fémur en diferentes lugares, surgía una melodía resonante que cambiaba de tono y de timbre. Ayla observó con más atención para averiguar el origen de aquella sorprendente sonoridad.

El fémur medía unos setenta y cinco centímetros; no reposaba directamente sobre el suelo, sino que estaba colocado horizontalmente sobre dos soportes. Se había eliminado la epífisis, así como una parte del tejido esponjoso, con el fin de agrandar el canal medular. En la parte superior del hueso se habían pintado con ocre rojo, a intervalos regulares, bandas en zigzag que semejaban los motivos que ornaban casi todos los objetos que salían de las manos de los Mamutoi, desde sus botas hasta sus construcciones. Pero en este caso concreto, esas marcas no tenían precisamente una finalidad decorativa o simbólica. Al cabo de un rato de haber estado observando a la mujer que tocaba, Ayla llegó a la conclusión de que dichas marcas eran referencias para saber qué punto había que golpear para producir el sonido que se deseaba obtener.

Ayla ya había visto a los Mamutoi tocar el tambor y a Tornec golpear un omoplato. Los sonidos que arrancaban a aquellos instrumentos eran muy variados, pero era la primera vez que escuchaba tal variedad de sonoridades musicales. Los Mamutoi parecían estar convencidos de que ella poseía dotes mágicas, pero su música le parecía mucho más mágica que la que ella hacía. Un hombre comenzó a golpear el omoplato de mamut, semejante al de Tornec, con un martillo de asta. El timbre y la sonoridad del omoplato eran más agudos que los del fémur, pero su sonido completaba y potenciaba la música que la mujer ejecutaba sobre el fémur.

Este gran omoplato, de forma triangular, tenía una altura de unos sesenta y cinco centímetros. La parte más ancha del hueso (casi cincuenta centímetros) se apoyaba en el suelo y el hombre sujetaba el instrumento por su extremidad superior, la parte más estrecha del omoplato. Estaba igualmente marcado con bandas en zigzag y paralelas de color rojo. Cada banda tenía la anchura del dedo meñique de la mano y su diseño era perfectamente regular. La separación entre bandas era siempre la misma. En el punto en que el ejecutante golpeaba con más frecuencia, en el centro de la parte inferior, las bandas se habían borrado y el hueso estaba brillante por el uso.

Cuando el resto de los instrumentistas se unió a los dos primeros, Ayla contuvo la respiración. Al principio, subyugada por aquellos complejos sonidos, se limitó a escuchar. Después concentró su atención en cada uno de los músicos.

El hombre maduro que golpeaba la quijada inferior no empleaba un mogote como martillo, sino un trozo de colmillo de mamut, de unos treinta centímetros, cuyo extremo más grueso estaba tallado en forma de bola. Sólo su mitad derecha estaba pintada de rojo, lo mismo que los demás instrumentos. La parte izquierda descansaba en el suelo y el hombre sólo tocaba en la parte pintada, la que no estaba en contacto con el suelo, de forma que arrancaba a su instrumento un sonido claro, no del todo sordo. Con su martillo de marfil tocaba tanto sobre las bandas paralelas pintadas de la parte interior como sobre el borde exterior o bien lo dejaba correr por la superficie desigual de los dientes para producir unos sonidos estridentes.

La otra quijada, procedente de un animal más joven, estaba al cargo de una mujer. Tenía cincuenta centímetros de largo y treinta y cinco centímetros en su parte más ancha; la parte derecha estaba pintada con bandas rojas en zigzag. Se había arrancado un diente para dejar una cavidad, de cinco por doce centímetros, lo que modificaba la sonoridad del instrumento y potenciaba su registro agudo.

La mujer que tocaba en el hueso pélvico había apoyado una de las extremidades en el suelo y mantenía igualmente su instrumento en sentido vertical. Dejaba caer su martillo de mogote principalmente sobre el centro del hueso, ligeramente curvado en ese punto, lo que le convertía en caja de resonancia y permitía arrancarle sonoridades especiales. Las bandas rojas pintadas en ese punto estaban completamente borradas.

Ayla conocía ya los sonidos más graves, potentes y resonantes que un joven le arrancaba a un cráneo de mamut. Tocaba este instrumento tan bien como Deegie y Mamut. Golpeaba en la frente y en la bóveda craneal, que, en lugar de estar decorada con bandas en zigzag, estaba adornada con líneas ramificadas, con marcas discontinuas y con puntos.

Cuando todos dejaron de tocar, con una nota satisfactoria como final, se entabló una discusión en la que Deegie participó. Ayla se limitaba a escuchar, tratando de reconocer los términos poco familiares que empleaban, pero sin intervenir en la discusión.

–Esta pieza necesita equilibrio, además de armonía –dijo la mujer que tocaba el instrumento de fémur–. Creo que deberíamos introducir una cañafístula antes de que Kylie baile.

–Podrías convencer a Barzec para que cantara esa parte, Tharie –propuso Deegie.

–Será mejor que lo haga más adelante. Kylie y Barzec al mismo tiempo sería demasiado. Saldrían los dos perjudicados. No, me parece mejor una cañafístula de cinco agujeros. Probemos, Manen –dijo a un hombre, de barba bien recortada, que se les había reunido apartándose del otro grupo.

Tharie volvió a tocar y esta vez los sonidos que arrancaba al fémur le parecieron a Ayla casi familiares. Se sentía feliz de poder asistir a aquella repetición y no deseaba otra cosa que seguir escuchando a los músicos. Le encantaba aquella experiencia nueva. La cañafístula que empleaba Manen era una pata de cigüeña, vaciada en su interior. Cuando se puso a tocar, aquellas obsesionantes sonoridades del instrumento recordaron a Ayla la voz sobrenatural de Ursus, el Gran Oso Cavernario, durante la Reunión del Clan. Sólo un mog-ur podía producir un sonido como aquél. Era un secreto al que sólo ellos tenían acceso y que se transmitían de unos a otros. También ellos debían de utilizar un instrumento similar a aquél, pensó Ayla.

Kylie se puso a bailar. En sus brazos llevaba unos brazaletes similares a los de la danzarina sungaea. Cada uno de ellos estaba compuesto por cinco círculos muy finos en marfil de mamut, de un centímetro de ancho. En cada uno de los brazaletes se habían grabado unas marcas en diagonal que irradiaban a partir de un rombo central, pero, cuando los brazaletes se juntaban, se formaba un diseño de conjunto en zigzag. En cada uno de los extremos se había practicado un agujero para enlazarlos unos con otros; cuando Kylie ejecutaba determinados movimientos, repiqueteaban al unísono.

Kylie se mantenía más o menos en el mismo lugar, adoptando a veces posiciones increíbles que mantenía durante un rato, otras veces ejecutaba movimientos acrobáticos, que provocaban un enfático repiqueteo de sus brazaletes. Los gestos de esta joven, fuerte y flexible, eran tan graciosos que hacía que parecieran fáciles, pero Ayla comprendió que a ella le habría sido imposible imitarlos. Quedó encantada con la actuación y le dedicó sinceras y calurosas alabanzas, a la manera de los Mamutoi.

–¿Cómo lo conseguís? ¡Es maravilloso! Todo: el sonido, los movimientos..., nunca vi nada igual.

Las sonrisas de agradecimiento de Kylie y de los músicos demostraron que sus elogios eran bien recibidos. Deegie percibió que los músicos estaban satisfechos y que había pasado el momento de concentración intensa. Ahora estaban dispuestos a descansar y a satisfacer su curiosidad acerca de la misteriosa mujer que, al parecer, había surgido de la nada para convertirse en Mamutoi. Se sentaron alrededor del fuego, avivaron las brasas, agregaron leña y pusieron piedras a calentar y agua a hervir en un cuenco de madera para preparar una infusión.

–Parece imposible que tú no conozcas algo parecido, Ayla –observó Kylie.

–No, en absoluto –aseguró la visitante.

–¿Y los ritmos que me enseñaste? –recordó Deegie.

–No es lo mismo. Sólo son simples ritmos del Clan.

–¿Ritmos del Clan? –preguntó Tharie–. ¿Qué es eso?

–El Clan es el pueblo con el que me crié...

–Son engañosamente simples, pero evocan fuertes sentimientos –la interrumpió Deegie.

–¿Por qué no nos enseñas de qué se trata? –sugirió el joven que tocaba el tambor de cráneo de mamut.

Deegie miró a su compañera.

–¿Lo hacemos, Ayla? –y explicó a los otros–: Hemos estado practicando un poquito con ellos.

–Creo que podríamos –se animó Ayla.

–Vamos a verlo. Necesitamos algo para marcar un ritmo intenso y cadencioso, apagado, sin resonancia, como si algo golpeara contra el suelo. Marut, ¿le prestas tu tambor a Ayla?

–Creo que podemos envolver mi martillo con un trozo de cuero –ofreció Tharie, tendiéndole su largo instrumento de hueso.

Los músicos estaban intrigados. Siempre les interesaba la perspectiva de algo nuevo. Deegie se arrodilló en la esterilla delante del fémur de Tharie y Ayla se sentó con las piernas cruzadas ante el tambor, golpeándolo suavemente para conocer su sonido. Luego Deegie golpeó el fémur en varios puntos, hasta que su compañera le hizo señas de que había dado con el tono.

Una vez preparadas, Deegie comenzó a golpear el fémur lenta y regularmente, produciendo siempre el mismo sonido pero variando ligeramente el tempo hasta que Ayla hizo un signo de aprobación con la cabeza. Ayla cerró los ojos y, cuando se consideró preparada para seguir el ritmo regular de Deegie, comenzó a golpear el tambor. El timbre de éste tenía demasiada resonancia para reproducir con exactitud los sonidos que ella recordaba. Era difícil, por ejemplo, recrear el estallido seco de un trueno; el staccato de los golpes del tambor se parecía más a un retumbar continuado. Pero Ayla había tocado ya un tambor de aquel tipo y estaba habituada. No tardó en entretejer, en contrapunto con el batir regular del instrumento de Deegie, un ritmo extraño, que no parecía obedecer a ninguna norma, una serie de sonidos que no tenían nada que ver unos con otros y cuyo tempo variaba. Los dos ritmos eran tan diferentes que no parecían tener ninguna relación entre sí. Sin embargo, un batir más pronunciado del ritmo de Ayla coincidía, una vez de cada cinco, con el repiqueteo regular de Deegie, casi como por casualidad.

Los dos ritmos producían una sensación de suspenso e incluso, a la larga, una ligera ansiedad. De repente, cuando ya parecía imposible, las dos mujeres se ponían a tocar al unísono. Todo el mundo se sintió aliviado. Acto seguido, nuevamente empezaron a tocar cada cual su ritmo y la tensión subió de punto. Justo en el momento en que aquello parecía estar haciéndose insoportable para los asistentes, Ayla y Deegie se interrumpieron, tras un golpe final, dejando planear de nuevo la sensación de suspenso. Después, con gran sorpresa de todos, incluida Deegie, se escuchó un silbido gangoso, similar al de la flauta, un sonido sobrenatural y obsesivo, que no era precisamente melodioso y que provocó un escalofrío entre los allí presentes. Cuando se quebró la última nota, una sensación de encontrarse fuera de este mundo planeó en el ambiente durante un buen rato.

Durante unos momentos, todos guardaron silencio.

–¿Quién ha tocado la flauta? –preguntó finalmente Tharie, segura de que no había sido Manen, pues estaba a su lado.

–Nadie –dijo Deegie–. No era un instrumento. Era Ayla quien silbaba.

–¿Silbaba? No es posible. ¿Quién puede silbar así?

–Ayla es capaz de imitar cualquier tipo de silbido –aseguró la muchacha–. Tendrías que oírla cuando llama a los pájaros. Hasta ellos se confunden. Puede hacerles bajar a comer de su mano. Es parte de su dominio sobre los animales.

–¿Por qué no nos muestras cómo canta algún pájaro, Ayla? –solicitó Tharie, con cierto tono de incredulidad en la voz.

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