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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (46 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–Pico y pala hace más fácil, Talut, pero es trabajo..., mucho cavar –dijo Ayla, sorprendida y algo abrumada.

–Eramos muchos para hacerlo, Ayla. A casi todo el mundo le pareció buena la idea. Todos querían ayudar... para darte la bienvenida.

La joven sintió un súbito arrebato de emoción y cerró los ojos para dominar las lágrimas de gratitud. Jondalar y Talut, por consideración, apartaron la vista.

Jondalar examinó las paredes intrigado aún por la construcción, y comentó:

–Se diría que excavasteis también bajo las plataformas.

–Sí, para los soportes principales –confirmó Talut, señalando seis enormes colmillos de mamut, acuñados en la base con huesos más pequeños, vértebras y falanges, y con las puntas dirigidas hacia el centro. Estaban espaciados a intervalos regulares a ambos lados de los dos pares de colmillos empleados para las arcadas. Esas piezas fuertes, largas y curvadas, eran los elementos estructurales primarios del albergue.

Mientras Talut continuaba describiendo la construcción del refugio semisubterráneo, Ayla y Jondalar se sentían cada vez más impresionados. Era mucho más complejo de lo que habían imaginado. A medio camino entre el centro y los soportes de colmillos había seis postes de madera: árboles desbastados, desnudos de corteza y con horquetas en la parte alta. Por la parte exterior, contra el fondo del terraplén, se erguían cráneos de mamut, sostenidos por escápulas, caderas, vértebras y varios huesos largos estratégicamente situados. La parte superior de la pared estaba formada, principalmente, por escápulas, paletas y pequeños colmillos de mamut, ensamblados con el techo, que estaba sostenido por vigas de madera, dispuestos transversalmente, entre el círculo exterior de huesos y el interior de postes. El mosaico de huesos, deliberadamente escogidos y hasta conformados a propósito, estaban puestos a manera de cuña y sujetos a los fuertes colmillos, configurando así una pared curva que se ensamblaba como las piezas de un puzle.

En los valles era posible hallar algo de madera, pero para la construcción era mucho más abundante la provisión de huesos de mamut. De todos modos, los mamuts que ellos cazaban contribuían sólo con una pequeña porción de los huesos necesarios. La gran mayoría de los materiales provenían de los prodigiosos montones de restos apilados en el recodo del río. Algunos huesos habían sido hallados en las estepas cercanas, donde los animales depredadores devoraban reses enteras. Pero las praderas abiertas les proporcionaban sobre todo materiales de otra especie.

Año tras año, los renos migratorios perdían sus astas, reemplazadas por nuevas ramas; año tras año, los Mamutoi las recogían. Para completar el albergue se ataban entre sí las astas de renos, formando una fuerte estructura de soportes entrelazados que sostenía el techo abovedado, dejando en el centro un agujero para permitir la salida del humo. Después se traían del valle ramas de sauce, con las que se formaba una gruesa esterilla bien atada para cubrir las astas; de este modo se formaba un techo y, al mismo tiempo, una base sólida. Por encima se tendía una capa de hierbas, aún más gruesa y dispuesta en bandas solapadas para que el agua corriera sobre ellas. Se las ataba a las ramas de sauce y a las paredes de hueso, desde lo alto hasta el suelo. Sobre ese soporte iba una capa de tierra apelmazada, parte de la cual provenía del suelo retirado para acondicionar el anexo; el resto procedía de las proximidades.

Las paredes de la estructura tenían entre sesenta y noventa centímetros de espesor, pero faltaba una última capa de material para terminar el anexo.

Mientras los tres admiraban la nueva estructura, Talut concluyó su detallada explicación.

–Tenía esperanzas de que el tiempo mejorara –dijo, haciendo un amplio gesto hacia el claro cielo azul–. Tenemos que terminar esto. De lo contrario, no sé cuánto podrá durar.

–¿Cuánto tiempo dura un albergue como éste? –preguntó Jondalar.

–Tanto como yo, a veces más. Pero los albergues son viviendas de invierno. Habitualmente los abandonamos en el verano, para asistir a la Reunión de Verano, para la gran cacería de mamuts y para hacer otros desplazamientos. El verano es para viajar, para recoger plantas y semillas, cazar y pescar, dedicarse al tráfico o a las visitas. Al irnos dejamos aquí casi todas nuestras cosas, pues todos los años volvemos. El Campamento del León es nuestra sede.

–Si esto va a ser el refugio de los caballos, será mejor que lo terminemos mientras haya tiempo –intervino Nezzie.

Ella y Deegie dejaron en el suelo el gran pellejo de agua que habían traído desde el río, parcialmente helado. Al rato llegó Ranec, trayendo herramientas para cavar y arrastrando un gran cesto, lleno de tierra húmeda y compacta.

–No sé de nadie que haya hecho un refugio, ni siquiera una ampliación, tan avanzado el año –dijo.

Barzec le seguía de cerca.

–Será una prueba interesante –manifestó, dejando un segundo cesto de barro, que había cogido de un determinado sitio de la ribera.

También aparecieron Danug y Druwez, cada uno con otro cesto de barro.

–Tronie ha encendido el fuego –dijo Tulie, mientras recogía sin ayuda alguna el pesado pellejo de agua traído por Nezzie y Deegie–. Tornec y algunos otros están amontonando nieve para fundirla, una vez que tengamos esta agua caliente.

–Quiero ayudar –dijo Ayla, preguntándose hasta qué punto podría hacerlo. Todo el mundo parecía saber exactamente qué le correspondía hacer; ella, en cambio, no tenía la menor idea de lo que estaba pasando, mucho menos de la ayuda que podía prestar.

–Sí –dijo Jondalar–, ¿podemos ayudar en algo?

–Claro que sí –comentó Deegie–, pero voy a buscarte una prenda vieja, Ayla. Es un trabajo sucio. ¿Talut o Danug tienen algo para Jondalar?

–Yo le buscaré algo –dijo Nezzie.

–Si todavía estáis tan bien dispuestos cuando hayamos terminado –agregó Deegie sonriendo–, podéis venir a ayudar en la construcción del albergue nuevo que vamos a hacer Tarneg y yo para iniciar nuestro Campamento... cuando me aparee con Branag –concluyó, sonriendo.

–¿Alguien ha encendido los fuegos en los baños de vapor? –preguntó Talut–. Después de esto, todo el mundo querrá limpiarse, sobre todo si esta noche hay celebración.

–Wymez y Frebec los encendieron temprano por la mañana. Ahora han ido por más agua –dijo Nezzie–. Crozie y Manuv fueron con Latie y los pequeños en busca de ramas de pino para perfumar los baños. Fralie también quería ir, pero no me pareció bien que anduviera trepando colinas, así que le encargué cuidar a Rydag. También se ha hecho cargo de Hartal. Mamut está muy ocupado preparando algo para la ceremonia de esta noche. Creo que tiene planeada una sorpresa.

–Ah... Mamut me encargó decirte, Talut, que hay buenas señales para salir de cacería dentro de pocos días. Quiere saber si debe efectuar una Búsqueda –dijo Barzec.

–¡Sí que hay buenas señales para una cacería! –confirmó el jefe–. ¡Mirad esa nieve! Blanda por debajo, medio derretida arriba. Si tenemos una buena helada, se formará una corteza de hielo; cuando la nieve está en estas condiciones, los animales siempre quedan varados. Sí, creo que sería una buena idea.

Todo el mundo se había encaminado hacia el hogar, donde se había puesto un gran cuero sin curtir, lleno de agua helada traída del río, directamente sobre las llamas, sostenido por un armazón. Esa agua era sólo para empezar a derretir la nieve que se estaba echando en el cuero. A medida que se derretía, se iban retirando cestos de agua para verterla en otro cuero crudo, manchado y sucio, que forraba una depresión en el suelo. A eso se agregó la tierra especial, traída de la ribera, hasta formar con el agua una pasta de pegajosa arcilla.

Varias personas treparon al anexo cubierto de hierba seca, con cestos impermeables llenos de lodo, y comenzaron a volcar la mezcla por los costados. Ayla y Jondalar, después de observarlos un rato, no tardaron en imitarlos. Otros, en la parte baja, esparcían el lodo para que toda la superficie quedara cubierta por una gruesa capa.

La arcilla áspera y viscosa no absorbería agua, pues era impermeable. La lluvia, el aguanieve, la nieve fundida no podrían penetrar. Aun mojada, era impermeable. Al secarse, y tras un largo uso, la superficie se endurecía mucho; con frecuencia se la utilizaba para almacenar objetos y utensilios. Cuando el tiempo era agradable, esa parte alta era un buen sitio para descansar, recibir visitas, entablar largas discusiones o meditar en silencio. Cuando llegaban visitantes, los niños trepaban allí para observarlos sin molestar, y todo el mundo se encaramaba a lo más alto para ver a distancia.

Mezclaron más arcilla, que Ayla llevó en un cesto pesado; por el camino volcó parte, especialmente sobre sí misma. No importaba. Ya estaba tan llena de barro como todo el mundo. Deegie tenía razón: era un trabajo sucio. Al terminar los costados, se apartaron del borde y comenzaron a revestir la parte superior. Pero la superficie de la bóveda, cubierta de ese cieno resbaladizo, se tornó traicionera.

Ayla vertió lo que restaba en su cesto y observó cómo se iba filtrando poco a poco. Al darse la vuelta, sin fijarse en dónde ponía el pie, perdió el equilibrio y cayó ruidosamente en la arcilla fresca que acababa de volcar. Resbaló por el borde redondeado del techo y se deslizó por el costado del anexo, con un grito involuntario.

En el momento en que llegaba al suelo se sintió atrapada por dos brazos fuertes. Sobresaltada, se vio frente al rostro enlodado y riente de Ranec.

–Es una manera como cualquier otra de extender la arcilla –dijo, sosteniéndola mientras recobraba la compostura. Y agregó, sin soltarla–: Si quieres probarlo otra vez, te estaré esperando aquí.

Ella sintió calor allí donde él tocaba la piel fresca de su brazo. Tenía la perfecta conciencia de aquel cuerpo apretado contra el suyo. Los ojos oscuros, centelleantes y hondos de Ranec estaban llenos de un anhelo que provocó, en el centro de su feminidad, una respuesta inesperada. Ayla se estremeció levemente; ruborizada, bajó la vista y se apartó.

Al echar un vistazo a Jondalar, confirmó lo que esperaba ver. Estaba enojado. Tenía los puños apretados y le latían las sienes. Ayla se apresuró a apartar la vista. Ahora comprendía algo mejor esos enfados; sabía que eran una expresión de su miedo: miedo de perderla, miedo del rechazo. Pero, de todos modos, se sentía un tanto irritada por sus reacciones. No había podido evitar el resbalón y era de agradecer que Ranec hubiera estado allí para sujetarla. Volvió a ruborizarse, recordando la respuesta que le había provocado aquel largo contacto. Eso también había sido inevitable.

–Ven, Ayla –dijo Deegie–. Talut dice que ya basta y los baños de vapor están listos. Vamos a quitarnos este barro y a prepararnos para la celebración. Es en tu honor.

Las dos jóvenes entraron en el albergue por el nuevo anexo. Al llegar al Hogar del Mamut, Ayla se volvió súbitamente hacia su compañera.

–¿Qué es baño de vapor, Deegie?

–¿Nunca has tomado un baño de vapor?

–No –Ayla sacudió la cabeza.

–¡Oh, te encantará! Será mejor que te quites esa ropa enlodada en el Hogar del Uro. Las mujeres suelen utilizar el baño de vapor de la parte trasera. A los hombres les gusta éste.

Mientras hablaba, Deegie señaló una arcada abierta tras la cama de Manuv, entre el Hogar del Reno y el de la Cigüeña.

–¿No es para almacenamiento?

–¿Creías que todos los cuartos laterales eran para almacenamiento? Claro, no lo sabías, ¿verdad? Es que pareces ya una de los nuestros; cuesta recordar que estás con nosotros desde hace poco –se detuvo para mirar a Ayla–. Me alegro de que te incorpores al Campamento. Creo que estabas hecha para esto.

Ayla sonrió tímidamente.

–Yo también me alegro. Y me alegro que tú aquí, Deegie. Es bonito conocer mujer... joven... como yo.

Deegie le devolvió la sonrisa.

–Lo sé. Lástima que no hayas llegado antes. Después del verano me iré. Casi me da pena irme. Quiero ser la Mujer Que Manda de mi propio Campamento, como mi madre, pero voy a echarla de menos. Y a ti también. A todos.

–¿Vas lejos?

–No lo sé. Todavía no lo hemos decidido –dijo Deegie.

–¿Por qué lejos? ¿Por qué no construir albergue cerca?

–No lo sé. Casi nadie lo hace, pero supongo que podría hacerlo. No se me ocurrió –manifestó Deegie, con extrañada sorpresa. Como en ese momento llegaban al último hogar del albergue, agregó–: Quítate esas cosas sucias y déjalas ahí, en el suelo.

Las dos se quitaron las ropas enlodadas. Ayla percibió que, desde detrás de un cuero rojo suspendido de una arcada de colmillos y más baja, en la pared más alejada de la estructura, brotaba cierto calor. Deegie agachó la cabeza y entró la primera. Ayla la siguió, pero se detuvo un momento antes de entrar, con la cortina apartada, tratando de ver.

–¡Date prisa y cierra! ¡Estás dejando escapar el calor! –protestó una voz, desde el interior en penumbra, algo ahumado y lleno de vapor.

Ella se apresuró a entrar y dejó caer la cortina. En vez de frío notó calor. Deegie la guió por una tosca escalera, hecha con huesos de mamut puestos contra la pared de tierra de un foso, que tenía unos noventa centímetros de profundidad. El suelo estaba cubierto por varias pieles suaves. Ayla esperó a que su vista se habituara y miró en derredor. El espacio así excavado era de unos dos metros de ancho y tres de largo. Consistía en dos secciones circulares unidas, cada una con su bajo techo abovedado; donde ella estaba, pasaba a quince o veinte centímetros de su cabeza.

En el suelo de la sección más grande relumbraban brasas de hueso. Las dos jóvenes cruzaron la parte más pequeña para reunirse con las demás. Ayla vio entonces que las paredes estaban recubiertas de pieles. En el suelo del espacio más amplio se habían colocado huesos de mamut, cuidadosamente espaciados. Eso permitía caminar por encima de las brasas ardientes. Más tarde, cuando volcaran el agua en el suelo para producir vapor o para lavarse, el líquido caería por debajo de los huesos, sin que los pies tocaran el barro.

En el hogar central había más brasas, que proporcionaban a la vez calor y la única fuente de luz, exceptuando una vaga línea luminosa que se filtraba por el agujero para el humo. Las mujeres, desnudas, se habían sentado en derredor del hogar, en bancos improvisados con huesos planos colocados sobre otros que servían de soportes. Contra una pared se alineaban recipientes con agua. Grandes canastos sólidos y tejidos apretadamente contenían agua fría mientras que de estómagos de animales, sostenidos por cornamentas de cérvidos, brotaba vapor. Alguien cogió una piedra al rojo de la fogata y la dejó caer en uno de los estómagos llenos de agua. Del recipiente brotó una nube de vapor con aroma de pino que envolvió todo el ambiente.

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