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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (82 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Sin embargo, las mujeres tenían derecho a fabricar cuchillos y otros útiles de piedra, a condición de que no los emplearan para cazar. Ayla había decidido que necesitaba un nuevo saquito para sus amuletos. El decorado bolso mamutoi que ahora usaba no era adecuado para un rito del Clan. Y para hacer un saquito al estilo del Clan necesitaba un cuchillo parecido a los del Clan; para eso había pedido a Wymez un nódulo de pedernal sin romper. Buscó cerca del agua hasta hallar una piedra redondeada por el roce, del tamaño de un puño, que le serviría de martillo. Con ella quitó a pequeños golpes la ganga de creta y comenzó a darle forma. Aunque llevaba algún tiempo sin fabricar herramientas, no había olvidado la técnica y pronto se enfrascó por completo en la tarea.

Al terminar, la piedra oscura y lustrosa tenía una forma toscamente ovalada con un extremo plano. Después de examinarla, hizo saltar otro pedacito y, con mucho cuidado, desprendió una esquirla del extremo plano en la parte más estrecha del óvalo, a fin de formar una plataforma para golpear. Giró la piedra para situarla en el ángulo adecuado y volvió a golpear en el mismo sitio. Se desprendió una lasca bastante gruesa, que tenía la forma del óvalo aplanado y un corte afilado como una navaja.

Aunque sólo había empleado una piedra redondeada a manera de martillo, había trabajado con la habilidad y la rapidez que da la experiencia y manufacturado un cuchillo muy cortante y manejable. No tenía ninguna intención de conservarlo. No tenía mango y había que cogerlo con toda la mano. Con todos los útiles refinados que ahora poseía, la mayoría de ellos provistos de mangos, no necesitaba un cuchillo como los del Clan, salvo para aquella ocasión especial.

Sin detenerse a embotar el corte para que fuera más fácil de sostener y menos peligroso, Ayla cortó en el borde de su piel de ante una larga tira y trazó, en una extremidad del resto, un pequeño círculo. Volvió a coger el guijarro que le servía de martillo. Tras haber desprendido con sumo cuidado dos o tres fragmentos de sílex, el cuchillo quedó transformado en un punzón con la punta aguzada. Se sirvió de él para perforar alrededor de todo el círculo de cuero una serie de agujeros, a través de los cuales pasó la tira.

Entonces retiró de su cuello el bolso decorado, lo abrió y volcó en su mano los objetos sagrados, los emblemas de su tótem. Tras haberlos examinado unos momentos, los estrechó contra su pecho, antes de volver a introducirlos en el nuevo saco más sencillo, al estilo del Clan, y apretar el lazo. Había tomado la determinación de quedarse con los Mamutoi y de unirse a Ranec, pero no esperaba que pudiera descubrir una señal de su León de las Cavernas que viniera a confirmar que su elección había sido la acertada.

Se acercó al río y llenó de agua el cesto, en el que sumergió las piedras candentes sacadas del fuego. Apenas se había iniciado la temporada y no había posibilidad de encontrar raíces de saponaria; la zona estaba demasiado al descubierto para que brotara la cola de caballo, que crecía en lugares sombríos y húmedos. Tendría que buscar otras hierbas.

Tras haber echado en el agua caliente flores secas de coelanthus, de las que se desprendía un perfume agradable, al tiempo que se espumaba, añadió puntas de helechos y algunas flores de aguileña que había recogido por el camino y, finalmente, ramas tiernas de abedul, en razón de su olor de la gama de las gaulterias. Después retiró el cesto del fuego. Había estado durante mucho tiempo pensando en qué podía emplear para sustituir al insectífugo a base de un ácido obtenido mediante la cocción de helechos para matar pulgas y piojos, cuando Nezzie, sin proponérselo, le había dado la solución.

Ayla se desnudó rápidamente, cogió los dos cestos tejidos e impermeables y bajó hacia el río. Uno de ellos contenía la mezcla aromática que acababa de preparar y el otro orina de varios días.

Ya una vez había pedido Jondalar a la joven que le hiciera una demostración de las técnicas empleadas por el Clan para tallar las piedras y había quedado impresionado. Pero ahora estaba fascinado viéndola trabajar con tanta seguridad y destreza. Sin martillos de hueso, sin percutores, fabricaba con enorme rapidez los útiles que necesitaba. Jondalar se preguntaba si él sería capaz de hacerlo sirviéndose tan sólo de un simple guijarro. Súbitamente su apreciación de las técnicas de los cabezas chatas ganó muchos puntos.

El saquito quedó también rápidamente confeccionado. Era rudimentario, pero respondía a un concepto muy ingenioso. Sólo al ver cómo manejaba los diferentes objetos que iba a introducir en él y se fijó en la forma en que los sostenía en la mano advirtió en su actitud cierto aire de melancolía, un aura de tristeza y de pena. Debería sentirse contenta; en cambio, parecía desdichada. Él lo achacó a su propia imaginación.

Cuando Ayla comenzó a desnudarse, Jondalar contuvo la respiración. Su belleza en sazón hizo renacer en él un deseo que le abrumaba, pero su incalificable conducta de la última vez frenó sus impulsos. Durante el invierno se había dedicado a recoger su cabello en forma de trenzas, al estilo de Deegie; cuando soltó su larga cabellera se acordó de la primera vez que la vio desnuda, en la cálida atmósfera de su valle, dorada, espléndida, todavía mojada tras el baño. Se hizo el firme propósito de no mirarla y, cuando penetró en el río, tuvo ocasión de escabullirse, pero no habría sido capaz de moverse aunque le fuera en ello la vida.

Ayla inició su aseo personal con la orina. El líquido amoniacal era corrosivo y despedía un fuerte olor, pero disolvía los aceites y las grasas de la piel y de los cabellos, y mataba los piojos y las pulgas que hubiera podido coger. Tendía incluso a aclarar la cabellera. El agua del río, tras el deshielo, estaba todavía muy fría, pero el impacto resultaba vigorizante y las arenas gredosas que su corriente transportaba, incluso en la franja más calmosa de la orilla, se llevaban a la vez la suciedad y el penetrante olor del amoníaco.

La enérgica limpieza y la frialdad del agua habían revestido de un color rosado la piel de Ayla de los pies a la cabeza. Se estremeció al salir del agua, pero la mezcla perfumada que había preparado estaba aún caliente; se frotó con ella todo el cuerpo y los cabellos, y se produjo una abundante y resbaladiza capa de burbujas saponíferas. Para enjuagarse se dirigió hacia una pequeña poza de aguas tranquilas que se formaba en la desembocadura del arroyuelo, menos cenagosas que las del río. Después de salir, se envolvió en la piel de ante para secarse, al tiempo que se desenredaba el cabello con su duro cepillo y una aguja de marfil. Fresca y completamente limpia, se sentía a gusto.

Jondalar ardía en deseos de reunirse con ella y compartir Placeres al mismo tiempo que experimentaba cierta satisfacción en recrear en ella su vista. Y no se trataba sólo de contemplar aquel cuerpo magnífico, abundante en curvas femeninas pero bien formado y bien modelado, cuyos músculos planos y duros eran una manifestación de fuerza. Disfrutaba observándola, siguiendo sus movimientos naturalmente graciosos. Ya encendiera fuego o elaborara un utensilio que necesitaba, sabía exactamente cómo hacerlo y no malgastaba un solo movimiento. Jondalar había admirado siempre su destreza, la precisión de sus gestos, su inteligencia. Todo aquello formaba parte del atractivo que ejercía sobre él. Había perdido la compañía de Ayla, pero el simple hecho de contemplarla apaciguaba su necesidad de estar junto a ella.

Ayla estaba ya casi completamente vestida cuando un ligero ladrido del joven lobo hizo que levantara la cabeza. Sonrió.

–¡Lobo! ¿Qué haces ahí? ¿Te has escapado a la vigilancia de Rydag?

El lobezno saltó hacia ella para saludarla, completamente feliz de haberla encontrado. Comenzó a recoger sus cosas y el pequeño animal se puso a olisquear por todas partes.

–Bueno, ahora que me has descubierto, podemos regresar. Vamos, Lobo. Vámonos. ¿Pero qué andas buscando por entre esas matas?... ¡Jondalar!

Ayla enmudeció, estupefacta, al descubrir lo que el lobezno andaba buscando; Jondalar estaba demasiado abochornado como para hablar, pero ambos se miraron a los ojos y se dijeron más que con las palabras. No obstante, ninguno de los dos podía dar crédito a lo que veía. Por fin, Jondalar aventuró una explicación.

–Estaba... Pasaba por aquí y...

Abandonó el intento, sin siquiera terminar su débil excusa, y se alejó caminando a paso rápido. Ayla le siguió hacia el Campamento, con más lentitud, subiendo trabajosamente la cuesta. No terminaba de comprender la conducta de Jondalar. Ignoraba cuánto tiempo llevaba allí, pero sin duda la había estado observando. Pero ¿por qué así, escondido? No sabía qué pensar. Entró en el albergue por el anexo de los caballos, que comunicaba con el Hogar del Mamut, para ir a ver a Mamut y dar el último toque a los preparativos. Sólo entonces recordó el modo en que él la había mirado.

Jondalar no volvió al Campamento de inmediato. No estaba seguro de poder enfrentarse a ella ni a cualquier otro. Al acercarse al sendero que ascendía desde el río hacia el albergue, giró en redondo y desanduvo el trayecto; pronto se encontró en el mismo sitio aislado.

Se acercó a los restos de la pequeña fogata, se arrodilló y buscó con la mano el ligero calor que aún quedaba. Entornó los ojos, recordando la escena que había presenciado. Al abrirlos descubrió los restos del pedernal que ella había dejado allí; los recogió, colocó algunos en su sitio originario y se dedicó a estudiar con detalle el procedimiento que había seguido. Cerca de algunos fragmentos de cuero encontró el punzón, y también lo recogió para examinarlo. No estaba hecho según él acostumbraba; parecía demasiado simple, casi tosco, pero constituía una herramienta eficaz. Y bien afilada, pensó, al pincharse el dedo.

Aquella herramienta le hizo pensar en Ayla; a su modo, parecía representar el enigma de la muchacha y sus aparentes contradicciones: su inocente candor, envuelto en el misterio; su simplicidad, impregnada de antiguos saberes; su franqueza, su ingenuidad, envueltas en la profundidad y la riqueza de su experiencia. Decidió quedarse con el adminículo para recordarla siempre, y lo envolvió en los restos de cuero para llevárselo consigo.

Celebraron el festín en el calor de la tarde, en el hogar de cocinar, pero con las pesadas cortinas de cuero del hogar de los caballos recogidas para permitir la circulación del aire y la de los comensales. Muchos de los festejos se llevaron a cabo en el exterior, sobre todo los juegos y las competiciones, las canciones y el baile.

Hubo intercambio de regalos como augurio de buena suerte, felicidad y buena voluntad, emulando a la Gran Madre Tierra, que volvía a traer la vida y el calor a la tierra, y para manifestar su aprecio a los dones que Ella dispensaba a Sus criaturas. Los obsequios eran, en general, cosas pequeñas, como cinturones y vainas para cuchillos, dientes de animales perforados para usar como colgantes, y sartas de cuentas, que podían llevarse tal cual o cosidas en las prendas de vestir. Aquel año, el artículo favorito para dar y recibir fue el nuevo pasahilos, junto con estuches hechos de marfil o huesos huecos de pájaros para guardarlos. La idea original había sido de Nezzie; llevaba su estuche, junto con un cuadradito de piel de mamut que le servía de dedal, en su costurero ricamente decorado. Algunas otras mujeres la habían imitado.

Las piedras de fuego que poseía cada uno de los hogares eran tenidas por mágicas y sagradas. Se las guardaba en un nicho junto con la efigie de la Madre. Barzec, por su parte, regaló varios estuches ideados por él y que fueron objeto de la más cálida acogida. Eran fáciles de llevar y contenían materiales fácilmente inflamables por efecto de una chispa –fibras vegetales deshilachadas, boñigas secas y pulverizadas, astillas de madera–, con un compartimento para la piedra de fuego y el sílex cuando se iba de viaje.

Con el viento frío del atardecer, el Campamento albergó en el interior los actos de efusión recíproca y corrió las cortinas aislantes. Se empleó algún tiempo en instalarse, en ponerse la ropa de ceremonia, en colocar los últimos elementos ornamentales, en llenar nuevamente las tazas con la bebida favorita: una infusión de hierbas o la bouza de Talut. Por fin, todos se reunieron en el Hogar del Mamut para asistir a la parte más seria del Festival de Primavera.

Ayla y Deegie hicieron señas a Latie para que se sentara con ellas; era prácticamente una de ellas, casi una mujer. Danug y Druwez la miraban con desacostumbrada timidez. Ella irguió los hombros y mantuvo la cabeza en alto, pero no les dirigió la palabra. Los jovencitos la siguieron con la mirada. Cuando se sentó entre las dos mujeres, estaba sonriente: tenía la impresión de haberse convertido en un personaje y de estar en su sitio.

Latie y los dos muchachos habían sido amigos y compañeros de juego durante la infancia, pero ella ya no era una niña a la que se pudiera ignorar o desdeñar. Había pasado a pertenecer a un mundo mágicamente atractivo, levemente amenazador y plenamente misterioso: el mundo de las mujeres. Su cuerpo había cambiado de forma y podía provocar en los jóvenes emociones, sensaciones inesperadas, incontrolables, sólo con pasar junto a ellos. Una simple mirada suya podía desconcertarles.

Pero lo más misterioso era algo de lo que apenas habían oído hablar: ella podía hacer brotar sangre de su propio cuerpo sin heridas y sin dolor. De algún modo, eso le daba capacidad de atraer hacia sí la magia de la Madre. Ellos no sabían cómo, pero sí que algún día Latie sacaría vida nueva de su cuerpo, algún día Latie tendría hijos. Pero antes era necesario que un hombre la convirtiera en mujer. Esa función les correspondía a ellos... No con Latie, por supuesto, porque era una pariente demasiado cercana. Pero algún día, cuando fueran mayores y más experimentados, podrían ser seleccionados para llevar a cabo esa importante función, porque, aunque pudiera sangrar sin herida, una joven no era capaz de producir hijos hasta que un hombre hiciera de ella una mujer.

La próxima Reunión de Primavera sería iluminadora para ambos jóvenes, sobre todo para Danug, que era el mayor. Nunca se les obligaba a nada, pero cuando estuvieran preparados, encontrarían mujeres que, habiéndose dedicado a honrar a la Madre durante una estación, se pondrían a disposición de ellos para facilitarles experiencia y enseñarles las vías y los misteriosos goces de las mujeres.

Tulie avanzó hasta el centro del grupo, mostrando en alto el Báculo Que Habla, y esperó a que todos guardaran silencio. Cuando atrajo la atención de todos, entregó el decorado bastón de marfil a Talut, que iba vestido de gran gala, con su enorme gorro adornado con colmillos de mamut. Apareció el chamán, envuelto en una capa de cuero blanco, llena de ornamentos. Llevaba una vara de madera ingeniosamente diseñada; aunque parecía de una sola pieza, uno de los extremos era una rama seca, desnuda y muerta; el otro estallaba en brotes nuevos y hojas tiernas. El chamán la entregó a Tulie. A ella, en su condición de Mujer Que Manda, le correspondía abrir el Festival de Primavera. La primavera era la estación de la mujer: el tiempo del nacimiento y la vida nueva, el tiempo de los nuevos comienzos. Tulie sostuvo con ambas manos la doble vara, por encima de la cabeza, e hizo una pausa para que su gesto produjera el efecto buscado. Luego la bajó bruscamente contra su rodilla, partiéndola en dos. Su acción simbolizaba el fin del viejo y el comienzo del año nuevo, así como el inicio de las mismas ceremonias.

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