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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (85 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Como transcurriera mucho tiempo sin que ninguno de los dos se moviese, su miedo por Ayla se acentuó. Creyó divisar entonces cierta preocupación en los rostros de algunos de los presentes. Se levantó, tratando de verla, pero las fogatas ya no tenían llamas y el albergue estaba a oscuras. Al oír un gemido, bajó la vista: era Lobo; el cachorro gimió otra vez y le miró con ojos suplicantes. Echó a andar hacia Ayla varias veces, pero al fin se quedó junto al joven.

Whinney relinchaba en el anexo; parecía inquieta, como si presintiera el peligro. Jondalar decidió ir a ver lo que ocurría. Aunque improbable, quizá algún depredador podía haberse introducido en el anexo, amenazando la seguridad de los caballos mientras todos estaban ocupados. La yegua relinchó otra vez al verle. No advirtió nada que justificara su conducta, pero era evidente que estaba nerviosa. Ni siquiera las caricias y las palabras reconfortantes parecieron tranquilizarla. Insistía en acercarse a la arcada que comunicaba con el Hogar del Mamut, aunque hasta entonces nunca había tratado de entrar. También Corredor estaba intranquilo, tal vez contagiado por el nerviosismo de su madre.

Lobo apareció otra vez a sus pies, gimiendo. Corría hacia la arcada interior y volvía junto a él.

–¿Qué te pasa, Lobo? ¿Por qué estás así?

«Y por qué está así Whinney», agregó para sus adentros. De pronto se le ocurrió qué era lo que podía inquietar a ambos animales. ¡Ayla! ¡Estaban percibiendo algún peligro que amenazaba a Ayla!

Entró precipitadamente en el Hogar del Mamut y se encontró con que varias personas, en torno de Mamut y Ayla, trataban de despertarles. Sin poder contenerse más, corrió hacia la muchacha. Estaba rígida, con los músculos tensos y la piel fría. Apenas respiraba.

–¡Ayla! –gritó Jondalar–. ¡Oh, Madre, parece casi muerta! ¡Ayla! Oh, Doni, no la dejes morir. ¡Vuelve, Ayla! ¡No te mueras! ¡Por favor, no te mueras!

La estrechó entre sus brazos, llamándola por su nombre con gran urgencia, una y otra vez, rogándole que no se muriera.

Ayla sentía que se deslizaba cada vez más lejos. Trató de escuchar la música de los tambores y las voces, pero eran sólo un vago recuerdo. De pronto creyó oír su nombre. Prestó más atención. Sí, allí sonaba otra vez: su nombre pronunciado con desesperación, con apremiante urgencia. Percibió un lejano rumor de voces y se sintió atraída hacia el sonido. Por fin, a distancia, percibió la voz grave, vibrante y seca de los tambores que pronunciaban la palabra «v-v-v-e-e-e-n-n-n...». Ahora con más claridad, oyó gritar su mombre, con angustia, con amor infinito. Sintió que algo la buscaba suavemente y tocó su esencia misma y la de Mamut al mismo tiempo.

De pronto estaba avanzando, arrastrada a lo largo de una sola hebra centelleante. Tuvo una impresión de intensa velocidad. La nube densa se cerró en derredor de ella y desapareció. Traspasó el vacío en un instante. El arco iris rielante se convirtió en una neblina gris. Y un momento después estaba en el albergue. Debajo de ella, en el suelo, su propio cuerpo, extrañamente quieto y muy pálido, con el rostro gris. Vio la espalda de un hombre rubio que se acurrucaba sobre ella, estrechándola contra sí. Y de pronto sintió que Mamut la empujaba con fuerza.

Los párpados de Ayla se estremecieron. Abrió los ojos y vio el rostro de Jondalar, que la miraba. El intenso temor que reflejaban sus ojos azules se convirtió en un alivio inconmensurable. Ella trató de hablar, pero sentía la lengua dormida y un frío terrible.

–¡Han vuelto! –oyó decir a Nezzie–. No sé dónde estaban, pero han vuelto. ¡Y tienen frío! Traed pieles y algo caliente para beber.

Deegie trajo una brazada de pieles de su cama y Jondalar se apartó para que pudiera envolver a Ayla con ellas. Lobo se precipitó sobre ella para lamerle la cara. Ranec se presentó con una taza de infusión ardiendo. Talut la ayudó a incorporarse, mientras el hombre moreno le acercaba la bebida a los labios. Ella sonrió, agradecida. Cuando Whinney relinchó en el anexo, Ayla reconoció en el sonido su inquietud y se incorporó, preocupada; emitió a su vez un relincho para calmar y reconfortar a la yegua. Entonces preguntó por Mamut e insistió en que deseaba verle.

La ayudaron a levantarse, y después de echarle una piel sobre los hombros, la condujeron hasta el viejo chamán. Estaba envuelto en pieles y también sostenía una taza de infusión caliente; sonrió a Ayla, pero en sus ojos había una sombra de preocupación. Para no preocupar innecesariamente al Campamento, había tratado de restar importancia al peligroso experimento, pero no quería que Ayla ignorara el grave riesgo que habían corrido. También ella deseaba hablar sobre la experiencia, pero ambos evitaron cualquier referencia directa. Nezzie captó rápidamente la necesidad que ambos tenían de conversar a solas y, con mucha discreción, se llevó a todos para dejarles tranquilos.

–¿Dónde hemos estado, Mamut? –preguntó Ayla.

–No sé, Ayla. Jamás había estado nunca allí. Era otro sitio, tal vez otro tiempo. Quizá no se trataba de un lugar real –respondió él, pensativo.

–Tiene que haberlo sido –replicó ella–. Aquellas cosas parecían muy reales, y algo me resultó familiar. Aquel lugar vacío, aquella oscuridad. Allí estuve con Creb.

–Cuando dices que Creb era muy poderoso, te creo. Tal vez más de lo que tú piensas, si era capaz de dirigir y dominar aquel lugar.

–Sí, lo era, Mamut, pero... –a Ayla se le ocurrió una idea, aunque no estaba segura de poder expresarla–. Creb dominaba aquel lugar, me mostró sus recuerdos y nuestros comienzos, pero no creo que estuviera nunca donde nosotros estuvimos, Mamut. Creo que no podía. Tal vez por eso me protegió. Tenía ciertos poderes y podía controlarlos, pero eran diferentes. El lugar adonde fuimos esta vez era un lugar nuevo. Él no podía ir a un lugar nuevo, sólo a los que ya conocía. Pero es posible que se diera cuenta de que yo podía. ¿Tal vez sería eso lo que le entristeció tanto?

Mamut asintió.

–Quizá, pero hay algo más importante. Aquel lugar era mucho más peligroso de lo que yo había imaginado. Traté de no darle importancia para no preocupar a los otros, pero si hubiéramos tardado mucho más, nos habría sido imposible regresar. Y no volvimos por nuestra propia fuerza. Nos ayudó... alguien... cuyo deseo de... hacernos regresar era tan fuerte que superó todos los obstáculos. Cuando una fuerza de voluntad tan concentrada se aplica en la consecución de un propósito, no hay frontera que se le resista, salvo, quizá, la muerte misma.

Ayla frunció el ceño, visiblemente preocupada. Mamut se preguntó si ella sabía quién la había ayudado a regresar, si comprendía por qué hacía falta aquella fuerza de voluntad para su protección. Con el tiempo lo sabría todo, pero no le correspondía a él explicárselo. Ella debía averiguarlo sola.

–Jamás volveré a ese lugar –continuó él–. Soy demasiado viejo. No quiero que mi espíritu se pierda en aquel vacío. Tal vez tú quieras volver algún día, cuando hayas desarrollado tus poderes. No te lo aconsejaría, pero si lo haces, asegúrate de contar con una protección adecuada. Asegúrate de que te espera alguien que pueda llamarte para que regreses.

Al encaminarse hacia su cama, Ayla buscó a Jondalar, pero él había retrocedido para dejar paso a Ranec cuando traía la taza, y ahora se mantenía lejos. No había vacilado en correr a su lado al advertir que estaba en peligro, pero ya de nuevo se sentía desconcertado. Ella se había comprometido con el tallista Mamutoi. ¿Qué derecho tenía él, pues, a cogerla en sus brazos? Y todo el mundo parecía saber lo que correspondía hacer: traían pieles y bebidas calientes. Él había tenido la sensación de que podía ayudarla, de algún modo extraño, sólo porque la adoraba. Pero, pensándolo bien, comenzó a tener sus dudas. Tal vez ella estaba reaccionando sola. Era pura coincidencia. Ayla ni siquiera lo recordaría.

Cuando la muchacha terminó su conversación con Mamut, Ranec se acercó y le rogó que compartiera su cama, no para hacer el amor, sino para tenerla en sus brazos y mantenerla abrigada. Pero ella aseguró que se sentiría más cómoda en su propia cama. Ranec acabó por ceder, pero pasó largo rato despierto, sin dejar de pensar.

Hasta entonces había podido ignorar el constante interés de Jondalar por Ayla, que era evidente para todos. Sin embargo, a partir de esa noche le sería imposible negar que el rubio visitante, a pesar de haber abandonado el Hogar del Mamut, seguía albergando hondos sentimientos hacia ella, sobre todo después de haberle visto suplicar a la Madre por su vida.

Estaba convencido de que Jondalar había sido instrumento fundamental en el regreso de la muchacha, pero no estaba dispuesto a creer que ella le correspondiera. Aquella noche se había comprometido con él. Ayla iba a ser su compañera, compartiría su hogar. Había temido por ella, y la idea de perderla, ya fuera a causa de cualquier peligro o en favor de otro hombre, no hacía sino aumentar la pasión que le inspiraba.

Jondalar vio que Ranec se acercaba a Ayla; respiró con más tranquilidad cuando el joven moreno volvía solo a su hogar, pero de inmediato se envolvió en las pieles hasta cubrirse la cabeza. ¿Qué importaba que ella no compartiera su lecho esa noche? Tarde o temprano iría hacia él. Acababa de comprometerse con él.

Capítulo 29

Ayla solía contar un nuevo año en su vida al terminar el invierno, y la primavera del decimoctavo fue resplandeciente por la profusión de flores silvestres y el lozano verdor de los retoños tiernos. Fue recibida con tanta alegría como sólo podían hacerlo los habitantes de aquellas tierras áridas y glaciales, pero tras el Festival de Primavera, la estación maduró con celeridad. Cuando se marchitaron las flores multicolores de las estepas, fueron reemplazadas por abundante hierba tierna, que crecía con rapidez..., y por los herbívoros trashumantes atraídos por el pasto. Comenzaba la época de las migraciones.

Por las llanuras abiertas avanzaba un nutrido número de animales, de gran diversidad de variedades. Algunos se reunían allí hasta formar manadas numerosísimas; otros se agrupaban en pequeños rebaños o por familias, pero todos obtenían su sustento, su vida misma, de las enormes y riquísimas praderas barridas por el viento, así como de los muchos ríos que las atravesaban, alimentados por la masa glaciar.

Inmensas hordas de grandes bisontes de largos cuernos cubrían colinas y hondonadas con sus aglomeraciones ondulantes, mugientes e incansables, que dejaban la pradera descarnada y pisoteada a su paso. Los uros se contaban por millares en las zonas más o menos boscosas que se extendían a lo largo de los valles de los cursos de agua. Se dirigían hacia el norte y a veces se mezclaban con rebaños de alces y de venados gigantescos. Los tímidos corzos viajaban en grupos pequeños a través de los bosques y florestas boreales en busca de sus pastos de primavera y verano, junto con el insociable anta, que también frecuentaba los pantanos y los lagos de las estepas. Las cabras y ovejas salvajes, habitualmente montaraces, bajaban a las planicies y se confundían, en los abrevaderos, con las familias de antílopes y caballos de la estepa.

El movimiento estacional de los animales lanudos era más limitado. Dada su gruesa capa de grasa y el doble pelaje, estaban adaptados para vivir cerca del glaciar y no podían subsistir con demasiado calor. Durante todo el año vivían en las regiones periglaciares del norte, donde el frío era más intenso, pero seco, y la nieve más escasa; en invierno se alimentaban del áspero y reseco heno que permanecía en pie. Los bueyes almizcleros, similares a ovejas, eran habitantes permanentes del helado norte y se trasladaban en pequeños rebaños, dentro de un territorio limitado. Los rinocerontes lanudos, que solían formar sólo grupos familiares, así como los grandes rebaños de mamuts, viajaban con más amplitud, pero durante el invierno permanecían en el norte. En las estepas continentales del sur, algo más cálidas y húmedas, las grandes capas de nieve sepultaban el alimento a gran profundidad y dificultaban la marcha. En primavera bajaban a zonas más meridionales, para engordar con las hierbas tiernas, pero en cuanto aumentaba el calor, volvían al norte.

Los miembros del Campamento del León se regocijaban al ver las llanuras rebosantes de vida nueva y hacían comentarios sobre cada especie, según aparecían una tras otra, fijándose especialmente en los animales que prosperaban en zonas de frío intenso. Eran los que más les ayudaban a sobrevivir. El enorme e imprevisible rinoceronte, de dos cuernos, uno más largo que otro, y dos capas de pelaje rojo, la interior velluda y la exterior formada de largos pelos, siempre arrancaba exclamaciones de asombro.

Sin embargo, nada enardecía tanto a los Mamutoi como la aparición de los mamuts. Cuando se acercaba el momento en que solían pasar a poca distancia, siempre había alguien de guardia sobre el techo del albergue. Desde que abandonó el Clan, Ayla sólo había visto a los mamuts de lejos. Por eso se excitó tanto como los demás cuando una tarde Danug bajó corriendo por la cuesta gritando:

–¡Mamuts, mamuts!

Ella fue de los primeros en salir corriendo para verlos. Talut, que solía llevar a Rydag encaramado sobre sus hombros, estaba en las estepas con Danug; Ayla notó que Nezzie, al llevar al niño sobre la cadera, se estaba retrasando. Iba a retroceder para ayudarla cuando vio que Jondalar cogía a Rydag y se lo echaba al hombro. Ambos se lo agradecieron con cálidas sonrisas. También Ayla sonrió, sin que él la viera; aún conservaba la expresión en su cara cuando se volvió hacia Ranec, que había corrido para alcanzarla. Aquella tierna sonrisa provocó en él un feroz deseo de saberla suya, y la muchacha no pudo sino responder al amor que brillaba en aquellos ojos oscuros, centelleantes. Su sonrisa acabó siendo para él.

Ya en las estepas, los miembros del Campamento vieron pasar a aquellas enormes bestias con silencioso respeto. Eran los animales más grandes de su tierra; a decir verdad, lo habrían sido casi en cualquier otra. El rebaño pasaba a poca distancia, con varias crías, y la vieja matriarca miró a los humanos con cautela. Medía unos tres metros de alzada; tenía la cabeza alta y convexa, y una joroba en la cruz, en donde almacenaba una reserva de grasa para el invierno. El lomo corto, que descendía pronunciadamente hacia la pelvis, completaba la silueta característica, fácilmente reconocible. Su cráneo era grande en proporción con su tamaño, pues equivalía a la mitad de su trompa, relativamente corta; en el extremo tenía dos proyecciones móviles y sensibles, a manera de dedos, una debajo de otra. También su rabo era corto; las orejas, pequeñas, para conservar el calor.

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