Los cazadores de mamuts (112 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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De pronto, el sonar de un ritmo monótono y cadencioso hizo que todas las cabezas se volvieran. Marut, el tambor, había ido en busca de su cráneo de mamut a la casa de los músicos y lo estaba tocando allí. Era habitual que se tocara música en los funerales de los Mamutoi, pero los sonidos que ahora se oían no eran los habituales. Se trataba de los ritmos extraños y fascinantes que Ayla les había enseñado, tomados del Clan. De pronto, el barbado Manen comenzó a tocar en su flauta los simples tonos que ella había silbado. La flauta y el tambor se ajustaban, de modo inexplicable, a los movimientos de la danza ritual de Ayla, enriquecidos por la dimensión evanescente de la música misma.

El rito estaba casi terminado, pero Ayla decidió repetirlo, ya que estaban tocando sonidos del Clan. En esta segunda oportunidad, los músicos empezaron a improvisar. Dada su experiencia y su habilidad, convirtieron los simples sonidos del Clan en otra cosa, que no era ni Clan ni Mamutoi, sino una mezcla de ambos. Ayla no pudo por menos de pensar que se trataba del acompañamiento perfecto para el funeral de un niño en quien se fundían los dos pueblos.

Ayla inició la última repetición con los músicos. No habría podido decir en qué momento empezaron a correr sus lágrimas, pero pronto vio que no era la única. Había muchos ojos húmedos, y no sólo entre los del Campamento del León.

Cuando terminaron, una densa nube oscura que venía aproximándose desde el sudeste comenzó a cubrir el cielo. Era la estación de las tormentas, con gran aparato eléctrico, por lo que varias personas fueron en busca de refugio. Pero lo que caía no era agua, sino un polvo ligero, muy tenue al principio. Luego, la ceniza volcánica proveniente de la lejana erupción se fue haciendo más densa.

Ayla permaneció de pie junto al túmulo funerario de Rydag, dejando que aquella ingrávida ceniza volcánica fuera posándose sobre ella, cubriéndole el pelo y los hombros, adhiriéndose a sus brazos e incluso a sus pestañas, convirtiéndola en una figura monocroma, de pálido gris amarillento. El fino polvo lo cubrió todo: las piedras del túmulo, la hierba y hasta el polvo pardusco del camino. Troncos y maleza adquirieron el mismo color. También cubrió a los que estaban junto a la tumba. Así, para Ayla, todos comenzaron a parecer iguales. Las diferencias desaparecían ante poderes tan sobrecogedores como los movimientos de la tierra y de la muerte.

Capítulo 37

–¡Esto es terrible! –se quejó Tronie, sacudiendo una piel de dormir desde el borde de un barranco, lo que provocó que se levantara una nube de ceniza–. Llevo días y días limpiando, pero se mete en todas partes, en la comida, en el agua, en la ropa, en las camas. Es imposible librarse de ella.

–Lo que necesitamos es una buena lluvia –dijo Deegie, arrojando el agua sucia con que había lavado la tienda–. O una buena nevada. Así se asentaría todo. Ésta es la primera vez que espero con ganas el invierno.

–No me extraña –exclamó Tronie, mirándola de soslayo con una gran sonrisa–, pero es porque cuando llegue estarás viviendo con Branag.

Una beatífica sonrisa transformó la cara de Deegie, al pensar en la inminente ceremonia nupcial.

–No lo voy a negar –dijo.

–¿Es cierto que el Hogar del Mamut hablaba de retrasar la Ceremonia Nupcial por culpa de esta ceniza? –preguntó Tronie.

–Sí, y también los Ritos de la Feminidad. Pero todo el mundo se opuso –respondió Deegie–. Sé que Latie no quiere esperar, y yo tampoco. Por fin dieron su conformidad. No quieren despertar más animosidad. Muchos piensan que se equivocaron con los funerales de Rydag.

–Pero algunos están de acuerdo con ellos –comentó Fralie, que se acercaba con un cesto de cenizas para arrojarlas al abismo–. Cualquiera que hubiera sido su decisión, alguien habría estado en desacuerdo.

–Supongo que era preciso vivir con Rydag para entenderlo –dijo Tronie.

–No estoy tan segura –observó Deegie–. Vivimos mucho tiempo con él, pero para mí sólo fue verdaderamente humano cuando llegó Ayla.

–A propósito de Ayla, no creo que ella espere la Ceremonia Nupcial con tantas ansias como tú, Deegie –observó Tronie–. A veces pienso que la pasa algo. ¿No estará enferma?

–No lo creo –dijo Deegie–. ¿Por qué?

–Actúa de un modo raro. Se está preparando para unirse, pero no se la ve entusiasmada. Recibe muchísimos regalos, pero no parece feliz. Tendría que estar como tú, Deegie. Cada vez que alguien menciona la palabra «unión», sonríes y tu cara pone una expresión soñadora.

–No todo el mundo espera lo mismo de una Unión –comentó Fralie.

–Ella amaba mucho a Rydag –dijo Deegie–. Sufre tanto como Nezzie. Si ese niño hubiera sido Mamutoi, probablemente habrían aplazado la Ceremonia de la Unión.

–Yo también echo mucho de menos a Rydag, que era tan bondadoso con Hartal –admitió Tronie–. Todos lo lamentamos de corazón, aunque el pobrecito sufría tanto que, para mí, fue un alivio. Creo que Ayla está alterada por otro motivo.

No comentó que, desde un principio, la Unión de Ayla con Ranec le resultaba extraña. No había por qué sacar a relucir el tema, pero la muchacha parecía sentir inclinación más honda hacia Jondalar que hacia el escultor, aunque últimamente aparentara ignorarle.

Vio entonces que el Zelandonii salía de la tienda y se encaminaba hacia el centro del asentamiento. Parecía preocupado.

Jondalar respondía con gestos de cabeza a los saludos de la gente, sumido como estaba en sus pensamientos. ¿Era imaginación suya o Ayla le rehuía? Después de tanto como él se había esforzado por evitarla, ahora que deseaba estar a solas con ella le parecía increíble que se mostrara esquiva. A pesar de la Promesa hecha a Ranec, en el fondo estaba convencido de que le bastaba dejar de evitarla para que ella estuviera de nuevo a su disposición. No era precisamente que ella pareciera ansiarlo, pero daba la impresión de que se dejaría convencer. Y ahora ella se recluía en sí misma. Jondalar había decidido afrontarla directamente, pero le estaba resultando difícil encontrarse con ella en el momento y el lugar adecuados para conversar.

Cuando vio a Latie avanzar hacia él sonrió y se detuvo a observarla. La muchacha andaba ahora con más soltura, tenía una sonrisa confiada. «Cómo ha cambiado», pensó. Siempre le sorprendía notar la alteración provocada por los Primeros Ritos. Latie ya no era una niña ni una muchachita nerviosa, llena de risitas tontas. Aunque todavía era muy joven, caminaba con el porte seguro de la mujer.

–Hola, Jondalar –saludó sonriente.

–Hola, Latie. Pareces feliz.

«Una jovencita encantadora», pensó para sí, mientras correspondía a su sonrisa, y sus ojos dejaron traslucir sus pensamientos. La muchacha respondió aspirando hondo, sus ojos se dilataron en respuesta a su invitación inconsciente.

–Sí, soy muy feliz. Estaba harta de no poder moverme. Esta es mi primera oportunidad de pasear un rato sola... o con quien desee. ¿Adónde vas? –preguntó al tiempo que se acercaba.

–Busco a Ayla. ¿La has visto?

Latie se sintió un tanto decepcionada y suspiró.

–Sí –dijo, no obstante, con una sonrisa amistosa–, está cuidando al bebé de Tricie. También Mamut la busca.

–No los culpes a todos, Ayla –dijo Mamut. Estaban sentados en la caliente resolana, a la sombra de un gran aliso–. Hubo algunos que se declararon en desacuerdo. Yo fui uno de ellos.

–Pero si no te reprocho nada, Mamut. En realidad no culpo a nadie. Es su ceguera lo que me saca de quicio. ¿Por qué les detestan tanto?

–Quizá porque las similitudes les desconciertan, al mismo tiempo que se fijan más en las diferencias... Deberías ir al Hogar del Mamut antes de mañana –prosiguió–. Es indispensable que accedan a unirte. Sabes prefectamente que eres la última.

–Sí, supongo que debería ir.

–Con tu actitud dilatoria estás dando esperanzas a Vincavec. Hoy ha vuelto a preguntarme si yo creía que estabas estudiando su ofrecimiento. Me ha dicho que, si no querías romper tu Promesa, trataría de convencer a Ranec para que le aceptara como compañero de la pareja. Ese ofrecimiento podría aumentar mucho tu Precio Nupcial y elevaría el rango de los tres. ¿Qué te parece, Ayla? ¿Estarías dispuesta a aceptar a Vincavec junto con Ranec?

–Ya en la cacería me habló de eso. Tengo que consultar a Ranec y preguntarle qué piensa –repuso Ayla.

Mamut la notó muy poco entusiasmada, tanto en un sentido como en otro. Era un mal momento para una Unión, dado lo intenso de su dolor, pero con tantos ofrecimientos y atenciones como se le estaban brindando resultaba difícil aconsejar una espera. Al advertir en la muchacha una súbita distracción, se volvió para ver a quién miraba.

Jondalar venía hacia ellos. Ayla pareció nerviosa e hizo un movimiento como si tuviera prisa por retirarse, pero no podía cortar tan de golpe su conversación con Mamut.

–Por fin te encuentro, Ayla. Quería hablar contigo.

–Ahora estoy ocupada con Mamut.

–Si quieres conversar con Jondalar –intervino el anciano–, yo he terminado.

Ayla bajó la vista. Luego miró al chamán, evitando los ojos afligidos de Jondalar.

–Creo que no tenemos nada que decirnos, Mamut.

Jondalar se sintió palidecer, aunque inmediatamente después una oleada de calor encendió su rostro. ¡Ella le estaba esquivando! ¡Ni siquiera deseaba hablar con él!

–Eh..., bueno..., eh..., yo... lamento haberte molestado.

Retrocedió y se alejó a toda prisa, como si buscara un sitio en donde esconderse.

Mamut observó atentamente a la muchacha. Seguía a Jondalar con la vista, más afligida aún que él. El chamán sacudió la cabeza, pero la acompañó hacia el Campamento del León sin decir una palabra.

Cuando se acercaban al Campamento, Nezzie y Tulie les salieron al encuentro. La muerte de Rydag había sido penosa para su madre adoptiva. Tan sólo el día anterior, al entregar a Ayla lo que sobraba de sus remedios, ambas habían llorado juntas. Nezzie no quería guardarlos como un simple recuerdo, pero no estaba segura de poder tirarlos. Y la muchacha comprendió entonces que una vez que Rydag había desaparecido, Nezzie no tenía necesidad de su ayuda.

–Te estábamos buscando, Ayla –dijo Tulie.

Parecía satisfecha de sí misma, como quien ha estado preparando una gran sorpresa, cosa rara en la corpulenta jefa. Las dos mujeres desplegaron algo que llevaban cuidadosamente doblado. Los ojos de Ayla se abrieron como platos, mientras las dos intercambiaron una sonrisa de complicidad.

–Todas las Prometidas necesitan una túnica nueva –declaró Tulie–. Habitualmente la cose la madre del hombre, pero me ha encantado ayudar a Nezzie.

Era una prenda asombrosa, de cuero amarillo dorado, exquisitamente decorada; algunas zonas estaban completamente cubiertas de cuentas de marfil, entre las que destacaban pequeñas cuentas de ámbar.

–¡Es bellísima! ¡Y cuánto trabajo! –admirose Ayla–. Tan sólo el bordado ha debido llevar muchos días. ¿Cuándo la habéis hecho?

–Empezamos después de que anunciaste tu Promesa y la hemos terminado aquí –dijo Nezzie–. Entra a probártela.

Ayla miró a Mamut, que asintió con una sonrisa: estaba enterado del proyecto y hasta había conspirado en la sorpresa. Las tres mujeres se encaminaron hacia el hogar de Tulie. Ayla se desnudó, pero no sabía cómo ponérsela; sus compañeras la ayudaron a hacerlo. Estaba cortada de un modo especial, abierta por delante y sujeta con un corselete de lana roja de mamut, tejida a mano.

–Si quieres mostrársela a alguien, puedes abrirla de este modo –echó hacia atrás la parte alta de la abertura y ató el corselete de otro modo–. La mujer que va a unirse con un hombre luce sus pechos con orgullo.

Ambas retrocedieron para admirar a la Prometida. «Bien puede enorgullecerse de sus pechos –pensó Nezzie–; pechos maternos, aptos para amamantar. Lástima que no tenga madre. Cualquier madre se enorgullecería de ella.»

–¿Podemos entrar? –preguntó Deegie, metiendo la cabeza por la abertura de la tienda.

Todas las mujeres del Campamento entraron para admirar a Ayla vestida de ceremonia. Al parecer, todas estaban al tanto de la sorpresa.

–Ahora ciérrala, y puedes salir para enseñársela a los hombres –indicó Nezzie, ajustando de nuevo la túnica–. No debes usarla abierta en público hasta la ceremonia.

Ayla salió de la tienda, ante la aprobación y la sonriente complacencia de los hombres. Había algunos que no eran del Campamento del León. Vincavec, que estaba en el secreto, había puesto especial empeño en estar cerca. Al verla, resolvió unirse a ella a cualquier precio, aunque fuera preciso compartirla con diez hombres.

Entre los espectadores había alguien que no era del Campamento del León, aun cuando todos le consideraban como uno de sus miembros. Jondalar había seguido a Mamut y a Ayla, sin dar crédito al rechazo de que había sido objeto. Danug le había puesto en antecedentes y esperaba fuera como todo el mundo. Cuando Ayla salió de la tienda, su belleza le dejó impresionado, pero su rostro se fue poco a poco crispando en una expresión de dolor. ¡Había perdido a Ayla! Ella estaba proclamando ante toda esa gente que se uniría a Ranec al día siguiente. En un arranque de crispación decidió que no presenciaría su Unión con el escultor de piel oscura. Había llegado para él la hora de marcharse.

Cuando Ayla se hubo cambiado, volvió a salir con Mamut. Jondalar se apresuró entonces a entrar en la tienda, contento de hallarla vacía, y preparó su equipo de viaje; cuando todo estuvo listo, cubrió el equipaje con una piel de dormir. Pensaba esperar hasta la mañana siguiente, despedirse de todos y partir después del desayuno. Hasta entonces no diría nada a nadie.

Jondalar pasó el día visitando a algunos amigos que había hecho en la Reunión; a ninguno le dijo adiós, pero pensaba en ello. Por la noche se entretuvo con los miembros del Campamento del León, a los que consideraba como de su familia. Sabía que no volvería a verles y la despedida no sería tarea fácil. Más difícil aún le resultaba encontrar la manera de hablar con Ayla por última vez. La observó con atención. Al verla salir con Latie hacia el cobertizo de los caballos, se apresuró a seguirlas.

La conversación fue superficial e incómoda, pero Ayla notó en él una tensión que la llenó de inquietud. Cuando ella regresó a la tienda, Jondalar se quedó cepillando al joven potro hasta que oscureció. Había visto a Ayla por primera vez cuando estaba ayudándole a nacer; también a él le echaría de menos. Jondalar sentía por Corredor un cariño que no hubiera creído posible sentir por un animal.

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