Los cazadores de mamuts (114 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–Creo que tienes razón, y me alegro de que el tótem del Clan me haya elegido, si eso me hace más aceptable a tus ojos. No tengo nada que ofrecerte, Ayla, salvo mi persona. No puedo prometerte una integración, ni siquiera el apoyo de mi pueblo. No puedo hacer promesas, porque no sé si los Zelandonii te aceptarán. En caso contrario, tendremos que buscar otro sitio adonde ir. Me haré Mamutoi, si así lo deseas, pero preferiría llevarte con los míos y que los Zelandonii anuden el lazo entre nosotros.

–¿Es eso como la Unión? –preguntó Ayla–. Nunca me pediste que me uniera a ti. Me pediste que te acompañara, pero nunca me propusiste formar un hogar.

–Ayla, Ayla, ¿qué me pasa? ¿Por qué doy por seguro que tú lo sabes todo? Tal vez porque sabes tantas cosas y aprendes tan deprisa... Debería buscar una señal para decirte cosas cuando no hallo palabras para expresarme.

Con una sonrisa complacida, se sentó, con las piernas cruzadas, delante de Ayla, pero como no podía decidirse a inclinar la cabeza, se quedó mirándola. La encontró desconcertada e incómoda, lo mismo que él cuando ella adoptaba la postura de las mujeres del Clan.

–¿Qué haces, Jondalar? ¡Un hombre no debe sentarse así delante de una mujer! Los hombres no necesitan pedir permiso para hablar.

–Pero yo sí, Ayla. Tengo que hacerte una pregunta. ¿Vendrás conmigo, te unirás a mí, dejarás que los Zelandonii anuden el lazo, me harás el favor de fundar un hogar conmigo y tendrás hijos para nuestro hogar?

Ayla volvió a llorar, aunque se sentía avergonzada por hacerlo.

–Nunca quise otra cosa, Jondalar. Sí, sí a todo. Y ahora levántate, por favor.

El joven se incorporó y la tomó en sus brazos, feliz como nunca, para besarla y abrazarla. Parecía tener miedo de perderla si la soltaba. Cuando la besó de nuevo, su necesidad de ella creció ante el asombro de tenerla allí. El cuerpo de Ayla reaccionó preparándose para recibirlo. Pero esta vez no habría violencias. Cuando Jondalar sacó un cuero y lo extendió en el suelo, Lobo apareció dando saltos.

–Tendrás que ir a darte un paseo –le indicó él, sonriendo.

Ella dio al animal la orden de alejarse y correspondió a la sonrisa de Jondalar.

El joven se sentó en el cuero y la invitó, alargando una mano. Ayla se reunió con él, estremecida, deseándole con todas sus fuerzas.

Él empezó a besarla suavemente y, al llegar a los pechos, oprimió con sus labios las suaves y familiares redondeces, apenas veladas por su delgada túnica. También ella recordaba aquella caricia, y mucho más. Rápidamente se quitó la túnica. El hombre la cogió con ambas manos, y al instante la joven yacía de espaldas, con la boca de él sobre la suya. Una mano experta le acariciaba un pecho, encontró el pezón, y enseguida una boca caliente y húmeda succionó su otro pezón. Gimió mientras una fuerte oleada de deseo agitaba sus entrañas, hambrientas de Jondalar. Le acarició los brazos, la poderosa espalda, la nuca y el cabello. Durante un fugaz instante la sorprendió que ésta no ofreciera apretados rizos. El pensamiento desapareció con tanta rapidez como había aparecido.

Él la besó de nuevo, probando suavemente con la lengua. La mujer la acogió, saboreándola, sin excederse, pues sabía que él nunca se propasaba ni se dejaba arrastrar por un ímpetu frenético. Por el contrario, actuaba de forma sensible y experta. Ella se deleitaba renovando sus recuerdos. Era casi como la primera vez, aprendiendo a conocerle y recordando lo bien que él la conocía. ¡Cuántas noches había pasado echándole de menos!

Él probó el calor de su boca, luego la sal de su garganta. Ella notó cálidos estremecimientos en torno a su mandíbula y, a renglón seguido, a su cuello. A continuación la besó en los hombros, mordisqueando los puntos más sensibles. Inesperadamente buscó otra vez sus pezones, mientras ella gemía de placer.

Jondalar se incorporó para mirarla; después cerró los ojos, como si quisiera aprendérsela de memoria. Cuando los abrió, ella le contemplaba sonriente.

–Jondalar, te amo. Si supieras lo mucho que te he deseado...

–¡Oh, Ayla! Me sentía enfermo de tanto desearte. Sin embargo, he estado a punto de perderte. ¿Cómo he podido ser tan imbécil, amándote como te amo?

Volvió a besarla, estrechándola fuerte, como si aún temiera perderla. Ella se aferró a él con idéntico fervor. Y de pronto, ya no pudieron esperar más. Él buscó sus pechos, desatándole después el cinturón. La joven levantó las caderas y se quitó los pantalones de verano, mientras él hacía lo mismo con los suyos, deshaciéndose también en un periquete de la camisa y el calzado.

La abrazó por la cintura, con la cabeza sobre su estómago y a continuación entre sus piernas, besándole el vello del pubis. Descansó unos segundos antes de abrirle las piernas para contemplar los rosados pliegues de sus profundidades, semejantes a los suaves pétalos de una flor, húmedos de rocío. Entonces, como una abeja, ahondó y libó. Ella gritó, arqueándose hacia él, mientras el hombre exploraba cada pétalo, cada pliegue, cada doblez, deleitándose en darle Placeres, los Placeres de los que él se había privado innumerables días.

Aquélla era Ayla. Su Ayla. Aquél era su perfume, su sabor a miel. Jondalar notaba su virilidad colmada, ávida. Hubiera querido esperar, prolongar la situación, pero ella, de pronto, no pudo más. Su respiración era agitada, jadeaba, le llamaba. Incapaz de contenerse, se aferró a él y le guió hacia la calidez de sus profundidades.

Jondalar lanzó un hondo suspiro y dejó que su miembro se deslizase cada vez más adentro, hasta que ella lo envolvió por completo. Aquélla era su Ayla. La única mujer que encajaba perfectamente con él. Había sido así desde la primera vez, y todas las demás. ¿Cómo pudo soñar en renunciar a ella? La Madre había hecho a Ayla justo para él; por tanto, debían honrar a Mut plenamente, para complacerla con sus Placeres, igual que Ella hacía con ellos.

Retrocedió y notó el impulso de Ayla hacia él, igual que ella sentía el suyo. De golpe estuvo dispuesto. Ambos subieron y bajaron al unísono; ella gritó mientras la ola alcanzaba la cúspide y se estrellaba sobre ellos, inundándoles con un último estremecimiento de deleite.

El resto formaba parte del Placer. A ella la encantaba sentir después el peso del cuerpo masculino encima del suyo. Nunca le resultaba pesado. Él solía ser el primero en levantarse, antes de que ella intentara hacerlo. Ayla aspiraba su propio olor en él y eso la hacía sonreír al recordarle los Placeres que acababan de compartir. Nunca se sentía tan completa como entonces, cuando él estaba todavía dentro de ella.

Al hombre le gustaba sentir el cuerpo de Ayla debajo del suyo, y hacía tanto tiempo que, estúpidamente, se había visto privado de aquella sensación... Pero ella le amaba. ¿Cómo podía seguir amándole, después de todo lo ocurrido? ¿Cómo podía él ser tan dichoso?

Se apartó por fin, rodó de costado y le sonrió.

–¿Jondalar? –dijo Ayla al cabo de un rato.

–¿Sí?

–Vamos a nadar. El río no está lejos. Vamos a nadar, como lo hacíamos en el valle, antes de volver al Campamento del Lobo.

El joven se incorporó junto a ella, sonriente.

–¡Buena idea! –asintió.

En un instante se puso de pie, ayudándole a levantarse. También Lobo se acercó, meneando el rabo.

–Sí, puedes acompañarnos –le dijo Ayla, mientras recogían las cosas para dirigirse hacia el río.

Lobo les siguió, brincando alegremente.

Después de nadar y jugar con el lobo en el río, después de que los caballos hubieron pastado y descansado, lejos de la multitud, Ayla y Jondalar se vistieron, refrescados y hambrientos.

–¿Jondalar? –dijo Ayla, de pie junto a los caballos.

–¿Sí?

–Montemos los dos en Whinney. Quiero sentir tu cuerpo contra el mío.

Durante todo el trayecto de regreso, Ayla no hizo sino pensar en lo que le diría a Ranec. No le agradaba aquella situación. Le encontró esperándola, nada feliz. La había estado buscando. Todo el mundo se estaba preparando para la Ceremonia del atardecer. Tampoco le gustó verlos a ambos montados en Whinney, mientras Corredor les seguía sin jinete.

–¿Dónde estabas? Ya deberías estar vestida.

–Necesito hablar contigo, Ranec.

–No tenemos tiempo de hablar –repuso él, con desaforada expresión en la mirada.

–Lo siento, Ranec, pero es preciso que lo hagamos. En algún sitio tranquilo, donde estemos solos.

No quedaba sino aceptar. Ayla entró primero en la tienda y cogió algo de su mochila. Después caminó con él cuesta abajo, hacia el río; continuaron a lo largo de la ribera. Por fin Ayla se detuvo y sacó de su túnica la figura de la mujer trascendida en su forma espiritual de pájaro: la muta que Ranec había tallado para ella.

–Tengo que devolverte esto, Ranec –dijo, tendiéndosela.

Ranec dio un salto hacia atrás, como si le hubieran quemado.

–¿Qué estás diciendo? ¡No puedes devolverme esto! La necesitas para el hogar. La necesitas para la Ceremonia de la Unión –objetó; su voz había adquirido un matiz de pánico.

–Por eso debo devolvértela. No puedo formar un hogar contigo. Me voy.

–¿Te vas? No puedes irte, Ayla. Hiciste una Promesa. Todo está dispuesto. Esta noche es la Ceremonia. Dijiste que te unirías conmigo. Te amo, Ayla. ¿No comprendes que te amo? –el pánico iba en aumento en cada frase.

–Lo sé –replicó Ayla, con suavidad. El súbito dolor de aquellos ojos le hacía daño–. Hice una Promesa y todo está dispuesto. Pero debo partir.

–¿Por qué? ¿Por qué ahora, tan de repente? –inquirió Ranec, con un hilo de voz aguda, casi estrangulada.

–Porque debe ser ahora. Es el mejor momento para viajar y nos espera un largo trayecto. Me voy con Jondalar. Le amo. Nunca dejé de amarle. Creía que él no me amaba...

–Y mientras creías que él no te amaba, yo era lo suficientemente aceptable para ti, ¿no es eso? Cada vez que estábamos juntos deseabas que yo fuera él. Nunca me has amado.

–Eso no es cierto. Quería amarte, Ranec. La Madre es testigo de ello. Siento afecto por ti y no siempre pensaba en Jondalar cuando estaba contigo. Muchas veces me hiciste feliz.

–Pero no siempre. Yo no era lo bastante bueno. Tú eres perfecta, pero yo no siempre lo era para ti.

–Nunca busqué la perfección, Ranec. Amo a Jondalar. ¿Por cuánto tiempo seguirías amándome si me supieras enamorada de otro?

–Te amaría hasta el día de mi muerte, Ayla, incluso más allá. ¿No lo comprendes? Jamás amaré a nadie como a ti. No puedes abandonarme.

El seductor artista de piel oscura le suplicaba con lágrimas en los ojos. Era la primera vez en su vida que el artista de irresistible encanto suplicaba a alguien.

Ayla sintió su dolor y lamentó no poder aliviarlo. Pero no podía darle lo único que él deseaba. Su corazón pertenecía a Jondalar.

–Lo siento, Ranec. Perdóname. Quédate con la muta, por favor –se la volvió a tender.

–¡Quédatela! –exclamó él, con el acento más venenoso de que era capaz–. Quizá no te merezca, pero tampoco te necesito. Puedo elegir. Anda, corre, vete con tu artesano de herramientas. No me importa.

–No puedo quedarme con ella.

Ayla dejó la muta en el suelo, a los pies de Ranec, y se volvió para alejarse, con la cabeza baja. Desanduvo el trayecto a lo largo del río, con el corazón dolorido por el sufrimiento que acababa de provocar. No había sido su intención herirle tanto. Deseaba no ser jamás amada sin poder corresponder.

–¿Ayla? –llamó Ranec. Ella le esperó–. ¿Cuándo te vas?

–En cuanto tenga mis cosas preparadas.

–Espero que no me hayas creído. Me importa que te vayas –tenía grabado en el rostro el dolor de la pérdida. Ella habría querido correr a consolarle, pero no se atrevió a darle alientos–. Siempre supe que le amabas, desde el principio, pero te quería tanto que me negué a verlo. Trataba de convencerme de que me amabas a mí. Y esperaba que, con el tiempo, así sería.

–Lo siento muchísimo, Ranec –dijo Ayla–. De no haber sido por Jondalar, me habrías conquistado. Pude haber sido muy feliz contigo. Siempre fuiste muy bueno y supiste hacerme reír. Te amo, ¿sabes? Aunque no como tú deseas, te amo.

Los ojos negros estaban llenos de angustia.

–Jamás dejaré de amarte, Ayla. Jamás te olvidaré. Este amor me acompañará a la tumba.

–¡No digas eso! Mereces ser feliz.

Él soltó una risa dura y amarga.

–No te preocupes, Ayla. No estoy listo aún para la sepultura. Al menos, no pienso buscarla. Y tal vez algún día forme un hogar con una mujer que me dé hijos. Hasta es posible que la ame. Pero ninguna mujer podrá ser como tú. Sólo aparece una como tú en la vida de un hombre.

Reanudaron el camino de regreso.

–¿No puede ser Tricie? –preguntó Ayla–. Ella sí te ama y tú lo sabes.

Ranec asintió.

–Tal vez, si me acepta. Ahora que tiene un hijo estará más solicitada que nunca, y ya ha recibido numerosas proposiciones.

Ayla se detuvo para mirarle de frente.

–Creo que Tricie será una buena compañera para ti. Ahora está ofendida, pero sólo porque te ama mucho. Hay otra cosa que debes saber, Ranec. El pequeño Ralev es hijo tuyo.

–¿Quieres decir que es hijo de mi espíritu? –Ranec frunció el ceño–. Es posible que tengas razón.

–No, quiero decir que Ralev es tu hijo, hijo de tu cuerpo, de tu esencia. Ralev es tu hijo tanto como de Tricie. Tú lo hiciste crecer dentro de ella cuando compartisteis Placeres.

–¿Cómo sabes que compartí Placeres con ella? –preguntó Ranec, algo incómodo–. El año pasado estuvo de pies-rojos y con gran dedicación.

–Lo he adivinado al ver a Ralev y yo te digo que es hijo tuyo. Así se inicia la vida, y por eso los Placeres honran a la Madre. Es el comienzo de la vida. Lo sé, Ranec. Te lo aseguro: es verdad, y esta seguridad no hay quien la destruya.

Ranec arrugó la frente, concentrando sus pensamientos. Qué idea más extraña. Las mujeres eran madres, ellas daban a luz a los niños. ¿Era posible que un hombre tuviera hijos? ¿Que Ralev fuera hijo suyo? Pero así lo había dicho Ayla y así debía de ser. Ella era portadora de la esencia de Mut. Era la Mujer Espíritu. Era, quizá, la misma Madre Tierra encarnada.

Jondalar volvió a revisar los bultos. Luego llevó a Corredor a lo alto del sendero, donde Ayla se estaba despidiendo de los Mamutoi. Whinney esperaba con paciencia, ya cargada, pero Lobo corría entre ambos, excitado, sabiendo que algo estaba ocurriendo.

Para Ayla había sido difícil dejar el Clan después de su expulsión, pero entonces no había tenido otra alternativa. Despedirse por su propia voluntad del Campamento del León, de aquellos seres a los que tanto amaba, sabiendo que no volvería a verlos jamás, era mucho más difícil. Había derramado tantas lágrimas desde por la mañana que creía que sus ojos se habían secado, pero cada vez que besaba a un amigo, volvían a correrle las lágrimas.

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