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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (104 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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El brillante sol de las primeras horas no pudo aclarar la sombría atmósfera que reinaba en la acampada. Mientras ascendía, acompañada por Whinney, por el sendero que conducía al Campamento de la Espadaña, Ayla descubrió el sitio donde habían ido a buscar el ocre rojo, lo que le recordó su visita a la Cabaña de los Músicos. A pesar de que los músicos habían vuelto a los ensayos y de que seguían los preparativos para la celebración de una fiesta tras el regreso de los cazadores, nadie parecía estar realmente alegre. Ni siquiera el entusiasmo de Deegie en vísperas de la Ceremonia de la Unión ni el que embargaba a Latie al pensar que pronto iba a convertirse en mujer habían influido para apaciguar los enfrentamientos que amenazaban con hacer estallar la Reunión de Verano.

Ayla habló de marcharse, pero Nezzie le aseguró que con eso no solucionaría nada. No era ella quien había provocado el problema; su presencia no hizo sino sacar a la superficie una diferencia profunda y básica que existía ya entre las dos facciones. Nezzie dijo que el problema se estaba gestando desde que ella había adoptado a Rydag; muchos seguían desaprobando que se le permitiera vivir con ellos.

Ayla estaba preocupada por Rydag. Rara vez le veía sonreír y notaba que no se distraía ni siquiera con ella. El niño no tenía apetito y no parecía dormir bien. Aunque siguiera gustándole oírla hablar de su vida con el Clan, rara vez participaba en las conversaciones.

Después de dejar a Whinney en el cobertizo, vio a Jondalar allá abajo en la amplia pradera; montado en Corredor, se dirigía al vado del río. Últimamente le advertía cambiado: menos distante, pero parecía triste.

Siguiendo un impulso, Ayla decidió dirigirse al claro, en el centro de la acampada, para ver qué tipo de actividades se estaban desarrollando allí. El Campamento del Lobo, debido a su papel de anfitrión, insistía en que no podía tomar partido por unos o por otros, pero, aun así, estaba convencida de que apoyaba la postura del Campamento del León. Por su parte, no se ocultaría. No era un monstruo, una “abominación”; los del Clan eran humanos, al igual que Rydag y su hijo. Ayla tenía que hacer algo, dejarse ver. Tal vez visitaría el Hogar del Mamut o la Cabaña de la Música, o quizá a Latie.

Se puso en marcha con paso decidido, saludando con la cabeza a quienes le dirigían la palabra e ignorando a quienes no lo hacían. Cuando se acercaba a la Cabaña de la Música vio salir a Deegie.

–¡Ayla! Me alegro de verte, precisamente estaba pensando en ti. ¿Vas a algún sitio en particular?

–No, sencillamente quería alejarme del Campamento de la Espadaña.

–¡Bien hecho! Iba a visitar a Tricie para conocer a su bebé. Cada vez que lo he intentado, ella había salido, y Kylie acaba de decirme que ahora está en el Campamento del Lobo. ¿Me acompañas?

–Sí –respondió.

Ya en la entrada del albergue habitado por la jefa, Deegie explicó:

–Venimos a hacerte una visita, Tricie, y a ver a tu bebé.

–Entrad –dijo la muchacha–. Acabo de acostarle, pero no creo que se haya dormido.

Ayla se quedó algunos pasos más atrás, mientras Deegie cogía al niño en brazos, lo arrullaba y le hablaba.

–¿No quieres verlo, Ayla? –propuso Tricie en tono de desafío.

–Por supuesto que sí.

Cogió al bebé de los brazos de su compañera y le observó con atención. Su piel, a fuer de blanca, era casi translúcida; sus ojos, de un azul tan claro que parecían no tener color. El pelo era de un intenso rojo anaranjado, pero tenía la textura apretada y ensortijada del de Ranec. Más aún: su cara era una versión infantil de la del hombre moreno. Ayla dedujo, sin lugar a dudas, que Ralev era hijo de Ranec. Él lo había iniciado, con tanta seguridad como Broud había iniciado a Durc dentro de ella. Ayla no pudo dejar de preguntarse si, una vez formalizada su unión con él, tendría un bebé como aquél.

Comenzó a hablar al pequeño que tenía en los brazos, y él la miró con interés, como fascinado; luego, sonriente, le dedicó unos gorgoritos de placer. La muchacha le estrechó contra sí, con los ojos cerrados, sintiendo la suavidad de su mejilla contra la de ella; el corazón se le fundía.

–¿Verdad que es hermoso, Ayla? –dijo Deegie.

–Sí, ¿no es hermoso? –preguntó la madre, con acento áspero.

Ayla miró fijamente a Tricie.

–No, no es hermoso –Deegie quedó boquiabierta por la sorpresa–. Nadie podría decir que es hermoso, pero es el bebé más... adorable que he visto en mi vida. Estoy segura de que no existe mujer en el mundo que se le resista. No le hace falta ser hermoso. Hay algo singular en él, Tricie. Creo que eres muy afortunada por ser su madre.

La expresión de Tricie se suavizó.

–Yo también lo creo, Ayla. Y estoy de acuerdo: no es hermoso, pero es bueno, y tan adorable...

De pronto, fuera estalló una conmoción; se oyeron gritos y gemidos. Las tres jóvenes corrieron a la entrada.

–¡Oh, Gran Madre! ¡Mi hija! ¡Que alguien la ayude! –sollozaba una mujer.

–¿Qué pasa? ¿Dónde está? –preguntó Deegie.

–¡Un león! ¡La ha atrapado un león! Allá abajo, en la pradera. ¡Que alguien la ayude, por favor!

Varios hombres corrían ya hacia el sendero, armados de lanzas.

–¿Un león? ¡No, no puede ser!

También Ayla, al decirlo, echó a correr tras los hombres. Deegie la llamó, tratando de alcanzarla.

–¡Ayla! ¿Adónde vas?

–A rescatar a la niña –respondió Ayla sin detenerse.

Corrió hacia la pendiente a toda velocidad. Cerca de la parte más alta se había reunido una multitud para observar a los hombres armados que bajaban por la senda. Más allá, en un sitio perfectamente visible de la pradera, al otro lado del río, un gran león cavernario, de apelmazada melena rojiza, describía círculos alrededor de una muchacha alta, tan asustada que no podía moverse. Ayla estudió atentamente al animal para asegurarse y corrió hacia el Campamento del León. Al verla, Lobo brincó hacia ella.

–¡Rydag! –ordenó–. ¡Sujeta a Lobo! Tengo que ir a buscar a esa muchacha.

Cuando Rydag salió de la tienda, ella empleó su tono más firme para ordenar al lobezno:

–¡Quieto!

Sólo después de indicar al niño que no le dejara escapar, silbó para llamar a Whinney.

Montó de un salto y voló sendero abajo. Los hombres ya estaban cruzando el río, pero ella guió a la yegua dando un rodeo. En cuanto llegó a la otra orilla, hizo que Whinney se lanzara al galope, directamente hacia el león y la muchacha. Quienes observaban la escena desde lo alto estaban perplejos y atónitos.

–¿Qué pretenderá hacer? –protestó alguien, furioso–. Ni siquiera lleva lanza. Hasta ahora, la muchacha parece estar indemne, pero correr hacia el león con un caballo puede incitar a la fiera. Si la niña resulta herida, será culpa de esa mujer.

Jondalar oyó el comentario, así como otras personas del Campamento del León, que se volvieron hacia él con un gesto interrogante. Él se limitó a observar a Ayla, ahogando los temores que le asaltaban. No estaba seguro, pero ella sí debía de estarlo, de lo contrario, jamás hubiera llevado allí a Whinney.

Al acercarse Ayla y la yegua, el enorme león cavernario se detuvo frente a ellas. En el hocico tenía una cicatriz, una cicatriz conocida. Ella recordaba bien cómo se la había hecho.

–Whinney, ¡es Bebé! ¡Es realmente Bebé! –gritó, mientras frenaba a la yegua y desmontaba.

Corrió hacia el león, sin tener siquiera en cuenta la posibilidad de que no la recordara. Era su Bebé. Ella era su madre, le había criado desde cachorrito, le había cuidado y cazado con él.

Fue justamente esa falta de miedo lo que el animal recordó. Echó a andar hacia ella, mientras la muchacha esperaba, aterrorizada. Sin que Ayla supiera cómo, el león la hizo tropezar para que cayera. Se encontró rodeando con los brazos aquel cuello ancho y peludo, mientras él la envolvía con las patas delanteras, del modo más parecido a un abrazo que era capaz de efectuar.

–¡Oh, Bebé, has vuelto! ¿Cómo has podido encontrarme? –exclamó ella, enjugándose las lágrimas de júbilo en la gruesa melena del león.

Por fin se incorporó. Una lengua áspera le lamía la cara.

–¡Basta! –protestó, sonriendo–. No me vas a dejar ni un pedacito de piel.

Le rascó en sus puntos favoritos, y un ronroneo suave, resonante, la hizo saber que el león estaba complacido. Hasta se puso patas arriba para que ella pudiera rascarle el vientre. Ayla notó que la muchacha les miraba con los ojos muy abiertos. Era muy alta para su edad y tenía una cabellera larga y rubia.

–Me estaba buscando –le explicó–. Creo que te confundió conmigo. Ahora ya puedes irte, pero camina despacio: no corras.

Continuó rascando a Bebé en el vientre y detrás de las orejas hasta que la muchacha se arrojó en los brazos de un hombre, que, evidentemente aliviado, la estrechó contra sí y se la llevó sendero arriba. Los demás se mantenían a cierta distancia, con las lanzas preparadas. Entre ellos estaba Jondalar, con el lanzavenablos listo. De pie junto a él estaba un hombre más bajo, de piel oscura. También estaba allí Talut, en compañía de Tulie.

–Tienes que marcharte, Bebé. No quiero que te hagan daño. Aunque seas el león cavernario más grande de la tierra, una lanza puede detenerte.

Ayla le estaba hablando con el lenguaje especial, compuesto de palabras del Clan, señales y ruidos de animales, que había empleado en el valle. Bebé conocía aquellos sonidos y el significado de aquellos gestos. Giró de costado y se levantó. Ayla, al abrazarle una vez más, no pudo resistirse: deslizó una pierna sobre el lomo del animal y se aferró a su melena rojiza. No era la primera vez y sabía cómo iba a reaccionar Bebé.

Sintió cómo los músculos duros y poderosos del león se tensaban bajo su cuerpo. De pronto, de un salto, el león echó a correr y, en un instante, alcanzó la máxima velocidad que estos animales pueden desarrollar cuando persiguen una presa. No era la primera vez que Ayla montaba en él, pero nunca había podido dirigir su carrera: él iba donde quería, simplemente se limitaba a dejar que fuera con él. Estas cabalgadas salvajes siempre habían resultado muy excitantes y a ella le encantaban. Fuertemente asida a su melena, el rostro azotado por el viento, aspiraba con delicia su fuerte olor animal.

Sintió que aminoraba la marcha (la punta de velocidad de un león, al contrario que la del lobo, es de muy corta duración). Bebé dio media vuelta y se dirigió a Whinney, que esperaba paciendo tranquilamente. Cuando se estaban acercando, la yegua relinchó y meneó la cabeza. Por fuerte e inquietante que fuese el olor del león, no sentía miedo, pues había ayudado a Ayla a criarle y se consideraba en cierto modo como su madre. Bebé tenía casi tanta alzada como ella, era más pesado, pero sabía que no representaba ningún peligro, sobre todo estando Ayla presente.

Cuando el león se detuvo, Ayla se dejó deslizar hasta el suelo. Le estrechó una vez más entre sus brazos y le rascó; después le impulsó con la mano, como si lanzara una piedra con su honda, para indicarle que había llegado el momento de que se fuera. Mientras Bebé se alejaba, balanceando la cola, las lágrimas inundaron el rostro de Ayla. Al oír el característico «hnga, hnga», un gruñido que ella habría reconocido en cualquier parte, correspondió con un sollozo. A través de sus lágrimas vio al enorme felino desaparecer, con su melena rojiza, por entre las altas hierbas. Sabía que nunca más volvería a ver a aquel hijo salvaje e increíble.

De repente dejaron de percibirse los «hnga, hnga» y el enorme león cavernario lanzó un formidable rugido que se oyó en varios kilómetros a la redonda. Su despedida hizo temblar a la propia tierra.

Ayla hizo una señal y regresó a pie a la acampada. No la apetecía volver a montar en Whinney inmediatamente; quería conservar el mayor tiempo posible el recuerdo de su última cabalgada a lomos del león.

Cuando Jondalar logró, finalmente, sacudirse la sensación que le había producido aquella alucinante escena, paseó su mirada por los que le acompañaban. Él ya había experimentado aquel tipo de sensación y adivinaba fácilmente lo que ellos estaban pensando. Una cosa eran los caballos y hasta un lobo, pero ¡un león cavernario! A renglón seguido esbozó una amplia sonrisa, una sonrisa de orgullo y de alivio. ¿Quién se atrevería ahora a dudar de lo que él contaba?

Los hombres iniciaron el ascenso por el sendero en pos de Ayla. Se sentían un tanto ridículos con aquellas lanzas que no les habían servido para nada. Los espectadores concentrados en lo alto de la senda retrocedieron para dejar paso a la mujer y a su yegua. Completamente atónitos y sobrecogidos, los Mamutoi vieron cómo se dirigía hacia el cobertizo de Whinney; estaban dominados por una mezcla de respeto y de temor. Ni siquiera los del Campamento del León, que ya estaban al corriente por los relatos de Jondalar, podían dar fácilmente crédito a lo que sus ojos acababan de presenciar.

Capítulo 35

Ayla había estado seleccionando la ropa que llevaría a la expedición de caza (le habían dicho que, por las noches, solía hacer mucho frío). Iban a acercarse a la gigantesca muralla de hielo, borde principal del glaciar. Wymez la sorprendió llevándole varias puntas de lanza, fabricadas con gran esmero, y le había explicado las ventajas de las que había ideado para cazar mamuts. Era un regalo inesperado, y después del extraño comportamiento de los Mamutoi y de todas las excesivas alabanzas de que había sido objeto, no estaba segura de sus reacciones. Sin embargo, él logró, con su peculiar sonrisa afectuosa, que se sintiera a gusto. Le explicó que pensaba hacerle aquel presente desde que ella se prometió con el hijo de su hogar. La muchacha acababa de preguntarle si podría adaptarlas al lanzavenablos, cuando Mamut entró en la tienda.

–Los mamuts quieren hablar contigo, Ayla –dijo–. Desean que les ayudes en el Llamamiento ritual al Espíritu del Mamut para atraer a los mamuts. Creen que, si tú hablas con el Espíritu del Mamut, él estará dispuesto a poner muchos a nuestro alcance.

–Pero ya te he dicho que no tengo poderes especiales –protestó ella–. No quiero hablar con ellos.

–Lo sé, Ayla. Les he explicado que, si bien tienes talento de Convocadora, no estás adiestrada. Ellos insisten en que te lo pida. Después de haberte visto montar a ese león y ordenarle que se fuera, están convencidos de que ejercerás una fuerte influencia sobre el Espíritu del Mamut, adiestrada o no.

–Pero ése era Bebé, Mamut, el león al que crié de pequeño. No podría hacer lo mismo con cualquier otro león.

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