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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (33 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Sus dedos se aferraron a la cajetilla. Hasta ahí, todo bien.

—Pero la pista más importante que tenemos es que ahora sabemos que uno o más miembros de la banda son responsables de varios ataques, aparte de los de Rørvig. Kimmie Lassen ocultaba una serie de objetos que, con toda seguridad, nos indican que hubo tres agresiones que acabaron con la muerte de las víctimas, y hay otras tres fundas de plástico con objetos que hacen sospechar que pudo haber más.

»De manera que ahora vamos a tratar de atrapar a Kimmie, seguir los movimientos de los demás implicados y ponernos con el resto de las tareas pendientes. ¿Tenéis algo que añadir?

En ese momento encendió el cigarro.

—Veo que sigues llevando el osito en el bolsillo de la camisa —observó Rose con los ojos clavados en el pitillo.

—Sí. ¿Algo más?

Los dos hicieron sendos gestos de negación.

—De acuerdo;Rose, ¿qué me dices? ¿Qué has averiguado?

Ella siguió con la mirada el serpenteo del humo que se le aproximaba. En un segundo empezaría a agitar la mano para apartarlo.

—No gran cosa y bastante al mismo tiempo.

—Suena algo críptico, a ver qué tienes.

—Aparte de Klaes Thomasen, solo he encontrado un policía que interviniera en la investigación, un tal Hans Bergstrøm que por aquel entonces formaba parte de la Brigada Móvil. Hoy en día está metido en otras cosas y es completamente imposible hablar con él.

Apartó el humo.

—No es imposible hablar con nadie —la interrumpió Assad—, lo que pasa es que está enfadado contigo porque lo has llamado tonto del culo.

Esbozó una amplia sonrisa ante las protestas de su compañera.

—Sí, Rose, te he oído.

—He tapado el auricular con la mano, no lo ha oído. Yo no tengo la culpa de que no haya querido hablar. Se ha forrado con las patentes y además, he descubierto otra cosa sobre él.

Otra vez los pestañeos y los manotazos.

—¿Y es… ?

—Que él también estudió en el internado. No le vamos a sacar ni una palabra.

Carl cerró los ojos y arrugó la nariz. Una cosa era cerrar filas, pero aquel hermetismo empezaba a ser un asco. Un auténtico asco.

—Lo mismo pasa con los antiguos compañeros de los miembros de la banda, ninguno quiere hablar con nosotros.

—¿A cuántos has localizado? Tienen que estar muy desperdigados por el mundo. Y las chicas habrán cambiado de apellido.

Esta vez los manotazos fueron tan elocuentes que hasta Assad se apartó un poco. Parecían peligrosos.

—Aparte de los que viven en la otra punta del planeta y ahora mismo están roncando sus ocho horitas para estar guapos mañana, he hablado con casi todos. Creo que ya podemos dejarlo, no van a decirnos nada. Solo uno me ha dejado entrever un poco qué clase de gente eran.

Esta vez fue el propio Carl el que le apartó el humo de un resoplido.

—Vaya. ¿Y qué ha dicho el tipo en cuestión?

—Solo ha dicho que eran unos despendolados que se dedicaban a torear al colegio. Fumaban hachís en el bosque y en las instalaciones del internado. A él le parecía muy bien. Oye, Carl, ¿no podrías prescindir de ese destilador de nicotina mientras estamos reunidos?

Dio diez caladas más. Tendría que resignarse.

—Ojalá pudiésemos hablar directamente con alguno de la banda, Carl —dijo de pronto Assad—. Pero supongo que no puede ser.

—Me temo que si nos ponemos en contacto con alguien del grupo, nos quedaremos sin nada.

Apagó el cigarro en la taza para indignación de Rose.

—No, para eso habrá que esperar. Pero ¿tú qué nos traes, Assad? Tengo entendido que has estado revisando la lista de Johan Jacobsen. ¿Has llegado a alguna conclusión?

El ayudante arqueó sus cejas oscuras. Había dado con algo, se veía a la legua. Y se había permitido el inmenso placer de guardárselo hasta el final.

—Suéltalo de una vez, bizcochito moreno —lo invitó Rose con un par de guiños de sus negrísimas pestañas.

Assad consultó sus notas con sonrisa soñadora.

—Sí, entonces he encontrado a la mujer agredida en Nyborg el 19 de septiembre de 1987. Tiene cincuenta y nueve años y se llama Grete Sonne. Tiene una tienda de ropa en Vestergade, Mrs. Kingsize. No he hablado con ella porque he pensado entonces que sería mejor que fuéramos a verla en persona. Tengo aquí el informe y no dice demasiado que no sepamos ya.

Pero bastante, a juzgar por su expresión.

—Aquel día de otoño tenía treinta y dos años y había ido a la playa de Nyborg a pasear a su perro. El animal se soltó y salió disparado hacia una clínica para niños diabéticos, un sitio que se llama Skærven, así que ella echó a correr detrás de él. Me parece que he entendido que era un perro que mordía. Entonces unos chicos lo atraparon y se acercaron a devolvérselo. Eran cinco o seis en total. Más no recordaba.

—¡Joder, qué asquerosidad! —exclamó Rose—. La tuvieron que maltratar de forma terrible.

Sí. O quizá la mujer hubiera perdido la memoria por otros motivos, pensó Carl.

—Sí, fue terrible. El informe dice que la desnudaron, la azotaron y le rompieron varios dedos y que el perro apareció muerto a su lado. Había montones de pisadas, pero en general las pistas no conducían a ningún sitio. Se habló de un coche mediano de color rojo aparcado junto a una casa marrón que había a la orilla del mar.

Consultó sus notas.

—Era el número 50. Estuvo allí varias horas, y también hubo algunos conductores que declararon haber visto a unos jóvenes corriendo por la carretera en el momento de la agresión, entonces.

»Después también comprobaron los trayectos de los
ferries
y la venta de pasajes, claro, pero eso tampoco llevó a nada.

Se encogió de hombros con aire apesadumbrado, como si el responsable de las pesquisas hubiera sido él.

—Luego, tras cuatro largos meses internada en el departamento de psiquiatría del hospital universitario de Odense, Grete Sonne recibió el alta y el caso quedó archivado sin resolver. ¡Eso es todo!

Lució su más hermosa sonrisa.

Carl descansó la cabeza entre las manos.

—Bien hecho, Assad, pero sinceramente, ¿qué es lo que te parece tan estupendo?

Vuelta a encogerse de hombros.

—Que la he encontrado. Y que podemos estar allí dentro de veinte minutos. Las tiendas aún no han cerrado.

Mrs. Kingsize estaba a unos sesenta metros de Strøget; era una boutique con muchas aspiraciones dedicada a la creación de vestidos de fiesta reafirmantes, en seda, tafetán y otros tejidos igualmente costosos, aptos hasta para el más informe de los seres.

Grete Sonne era la única persona de la tienda con una hechura normal. Pelirroja natural, en medio de aquel grandioso decorado resultaba ágil y elegante y resplandecía más si cabe.

La discreta entrada de Carl y Assad en la boutique no la dejó indiferente. Saltaba a la vista que había tenido que tratar con muchas
dragqueens
y con travestis sofisticados y que aquel sujeto tan normal y su pequeño y redondito, pero sin llegar a gordo, acompañante, no pertenecían a esa categoría.

—Bueno —dijo consultando su reloj—, estamos a punto de cerrar, pero si puedo hacer algo por ustedes, podemos retrasarlo un poco.

Carl se situó entre dos hileras de suntuosidades que colgaban de sus perchas.

—Esperaremos a que cierre, si no tiene inconveniente. Nos gustaría hacerle unas preguntas.

Ella observó la placa que le mostraba y adoptó un aire grave, como si los recuerdos estuviesen listos en la recámara de su pensamiento.

—En ese caso cerraré de inmediato —replicó. Y con un par de directrices para el lunes y un «buen fin de semana» despachó a sus dos rellenitas dependientas.

—Es que el lunes voy a ir de compras a Flensborg, así que…

Intentaba sonreírles temiéndose lo peor.

—Disculpe que no hayamos anunciado nuestra visita, pero teníamos mucha prisa y además, solo se trata de unas preguntas.

—Si es por los robos que ha habido en el barrio es mejor que vayan a hablar con los comerciantes de Lars Bjoernsstræde, ellos están más al tanto —aclaró a sabiendas de que se trataba de otro asunto.

—Mire, sé que le cuesta hablar de la agresión que sufrió hace veinte años y que seguramente no tendrá nada que añadir a lo que ya declaró en su momento, por eso solo quiero que conteste sí o no a nuestras preguntas, ¿le parece bien?

Palideció, pero se mantuvo erguida.

—Si lo prefiere, puede limitarse a responder moviendo la cabeza —prosiguió en vista de que ella no hablaba. Miró a Assad. Ya había sacado la libreta y el dictáfono.

—Después de la agresión no recordaba usted nada. ¿Sigue siendo así?

Tras una pausa breve, pero no por ello menos interminable, asintió. Assad refirió su movimiento en el dictáfono con un susurro.

—Creo que sabemos quiénes fueron. Se trataba de seis alumnos de un internado de Selandia. ¿Puede confirmarme que eran seis, Grete?

No reaccionó.

—Cinco muchachos y una chica, de entre dieciocho y veinte años. Bien vestidos, creo. Voy a enseñarle una foto de la chica.

Le tendió una copia de la fotografía del
Gossip
en la que se veía a Kimmie Lassen frente a un café con otros dos miembros de la banda.

—Es de unos años más tarde y la moda era algo distinta, pero…

Comprendió que Grete Sonne no lo estaba escuchando. Con los ojos clavados en la imagen paseaba la mirada de uno a otro de aquellos jóvenes de la
jet
que hacían el
tour
de Copenhague
la nuit
.

—No recuerdo nada y no quiero darle más vueltas a aquel asunto —replicó haciendo un esfuerzo por controlarse—. Les agradecería mucho que me dejaran en paz.

De pronto Assad avanzó hacia ella.

—He visto en unas declaraciones antiguas que consiguió dinero muy de repente entonces, en 1987. Había estado trabajando en la central lechera de… —consultó su libreta- …de Hesselager y de repente apareció un dinero, setenta y cinco mil coronas, ¿no es así? Entonces abrió la tienda, primero en Odense y después aquí, en Copenhague.

Carl notó cómo una de las cejas se le subía sola de asombro. ¿De dónde coño había sacado aquella información? Y encima, en sábado. ¿Y por qué no le había comentado nada por el camino? Habían tenido tiempo de sobra.

—¿Podría decirnos cómo consiguió ese dinero, Grethe Sonne? —preguntó reorientando la ceja hacia ella.

—Yo…

Trató de recordar su vieja explicación, pero las fotos de la revista habían provocado un cortocircuito en lo más hondo de su ser.

—¿Cómo demonios sabías lo del dinero, Assad? —le preguntó mientras bajaban al trote por Vester Voldgade—. Hoy no has estado repasando ninguna declaración antigua, ¿verdad?

—No. Me he acordado de un refrán que mi padre se inventó un día. Decía: si quieres saber qué robó el camello ayer de la cocina no lo abras en canal, mírale por el ojo del culo. Sonrió de oreja a oreja.

El subcomisario lo rumió un rato.

—¿Y qué significa? —preguntó al fin.

—Que por qué hay que hacer las cosas más difíciles de lo que son, entonces. He buscado en Google si en Nyborg había alguien que se llamaba Sonne.

—¿Y luego has llamado para preguntarles si les apetecía desembuchar lo que supieran de la situación económica de Grete?

—No, Carl. No entiendes el refrán. Hay que darle la vuelta a la historia, ¿no?

Seguía sin entenderlo.

—¡Pues eso! Primero he llamado al que vivía al lado de la persona que se llamaba Sonne. ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que no fuera la Sonne que buscábamos? ¿Que el vecino fuera nuevo en el barrio?

Se encogió de hombros.

—Sinceramente, Carl…

—¿Y has encontrado al antiguo vecino que buscábamos de la Sonne que buscábamos?

—¡Sí! Sí, bueno, enseguida no, pero viven en un bloque y había otros cinco teléfonos.

—¿Y?

—Entonces he hablado con una señora Balder que vivía en el segundo y me ha dicho que llevaba cuarenta años en la casa y que conocía a Grete desde que iba con falda de tabas.

—De tablas, Assad, de tablas. ¿Y luego qué?

—Pues luego la señora me lo ha contado todo. Que Grete tuvo la suerte de recibir un dinero de un hombre rico anónimo que vivía en Fionia y que se compadeció de ella. Setenta y cinco mil coronas, suficiente para abrir el negocio que quería. Entonces la señora Balder estaba muy contenta, como todos los del edificio. Lo de la agresión había sido una desgracia.

—Buen trabajo, Assad.

El caso acababa de dar un giro importante, estaba claro.

Cuando la banda maltrataba a sus víctimas, había dos posibilidades: si las víctimas eran accesibles —seguramente las que se quedaban aterradas de por vida como Grete Sonne— compraban su silencio, y si no lo eran, se quedaban sin nada.

Desaparecían sin más.

27

Carl masticaba el trozo de pastel que Rose le había estampado en la mesa mientras veía un reportaje sobre el régimen militar de Birmania. Los mantos de color púrpura de los monjes ejercían un efecto similar al rojo del capote en el toro, atrayendo todas las miradas, de modo que las tribulaciones de los soldados daneses en Afganistán acababan de bajar en la escala de importancia.

Seguro que el primer ministro no lo sentía demasiado.

Faltaban solo unas horas para que el subcomisario se reuniera en el instituto de Rødovre con un exprofesor del internado, un tipo con el que Kimmie había tenido una aventura, según Mannfred Sloth.

Carl se sentía invadido por una extraña sensación irracional que muchos policías conocían en el curso de sus investigaciones.

A pesar de haber hablado con la madrastra de Kimmie, que la conocía desde niña, nunca se había sentido tan cerca de ella como en ese preciso instante.

Se quedó con la mirada perdida. A saber dónde estaría.

La imagen de la pantalla volvió a cambiar y emitieron por enésima vez el reportaje de la caseta que había estallado junto a las vías del tren. El tráfico ferroviario estaba paralizado porque habían saltado por los aires un par de catenarias. También se veían algo más adelante unas posicionadoras de carril amarillas de Banedanmark, de modo que debían de haber volado varios raíles.

Cuando apareció en pantalla el inspector jefe, Carl subió el volumen.

—Lo único que sabemos es que, al parecer, la caseta le ha servido de refugio a una sin techo por algún tiempo. Algunos trabajadores del ferrocarril la vieron salir furtivamente del edificio durante algunos meses, pero no hemos encontrado rastro de ella ni de ninguna otra persona.

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