Read Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin Online
Authors: Enid Blyton
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Un haz de luz salió por debajo de la campana del hogar. Se oyó la tos de un hombre. ¿Sería su padre? A veces tosía de la misma manera. Escuchó con mayor atención. El foco de luz parecía ensancharse. Luego resonó un nuevo ruido, como si alguien saltara desde un sitio más alto. Y por fin una voz:
—¡Adelante!
¡Horror! No era la voz de su padre. Jorge se sintió invadida por una oleada de pánico. Y si no era la voz de su padre, ¿qué significaba aquello? Y, sobre todo, ¿qué les ocurría a él y a
Tim?
Alguien más salto en el interior de la chimenea, gruñendo:
—No estoy acostumbrado a esta manera de trepar.
«Tampoco es esta voz la de mi padre —pensó Jorge—. De manera que son dos los enemigos, no uno, y conocen el laboratorio secreto de papa.»
La niña se sintió desfallecer de miedo. ¿Qué diablos les habría sucedido a su padre y a
Tim?
Dos hombres salieron por la chimenea, sin advertir su presencia. Supuso que se dirigirían a la torre. ¿Cuánto tiempo permanecerían ausentes? ¿Lo suficiente para poder escudriñar el lugar por donde habían aparecido?
Volvió a aguzar los oídos y percibió las pisadas de los hombres atravesando el gran patio. Caminó de puntillas hasta la puerta y miró hacia afuera. Se veían las luces de sus linternas que se alejaban en dirección a la torre. Si subían, dispondría del tiempo suficiente para echar una ojeada.
Regreso al pequeño recinto de piedra. Sus manos temblaban de tal manera que no lograba encender la linterna. Se metió en el hogar de la chimenea e iluminó su interior con la lámpara. Soltó entonces un ligero grito de sorpresa. A media altura, oculta por la campana, se divisaba una negra abertura. Evidentemente, una de las piedras era movible y se podía empujar hacia un lado, de manera que dejaba un paso libre. ¿Habría localizado, por fin, la entrada? ¿Coincidiría con los peldaños que se dibujaban en el mapa?
Sin atreverse apenas a respirar, se puso de puntillas y dirigió el haz de su foco al interior del agujero. Si, allí se veían los escalones. Conducían hacia abajo, por el interior del muro. Se acordó entonces de que el pequeño cuarto de piedra lindaba con un muro muy grueso.
Se quedó parada, sin saber que hacer. ¿Entraría a ver si conseguía encontrar a
Tim
y a su padre? Si lo hacía, corría el peligro de caer a su vez prisionera. Por otro lado, si los intrusos volvían y cerraban la entrada, ella no sería capaz de abrirla de nuevo…
«Entraré —se decidió de pronto—. Sin embargo, será mejor que lleve conmigo el paquete y la manta, no sea que los hombres regresen y lo descubran. No me conviene que se enteren de que estoy en la isla si puedo evitarlo. Espero que me sea posible encontrar algún lugar donde esconderme. No me extrañaría que esta entrada comunique con las mazmorras.»
Recogió la manta y el paquete y los arrojó a través del agujero. Oyó como el paquete rodaba escaleras abajo, chocando de escalón en escalón. Después, se introdujo ella misma:
«¡Dios mío! —pensó excitada—. ¡Que cantidad de peldaños! ¿Adónde me llevara esta escalera?»
Descenso a los subterráneos
Comenzó a bajar con gran cautela los escalones de roca, completamente en ruinas.
«Todo hace pensar que se dirigen hacia abajo por el interior del muro de piedra —pensó—. ¡Cielos, aquí hay un estrecho pasadizo!»
Era tan estrecho que se vio forzada a pasar de lado.
«¡Un hombre gordo jamás podría pasar por aquí! —dijo para si—. ¡Anda! ¡Los escalones se han terminado! »
Se había colocado la manta sobre los hombros y recogido la bolsa en el descenso. En la otra mano sostenía la linterna. La oscuridad y el silencio que reinaban allá abajo eran estremecedores. No obstante, Jorge no estaba asustada, porque esperaba ver a
Tim
de un momento a otro. No se podía sentir miedo sabiendo que
Tim
se hallaba a la vuelta de la esquina, a punto de darle la bienvenida.
Se detuvo al pie de los escalones. La linterna alumbró el estrecho túnel. Daba la vuelta bruscamente a la izquierda.
«¿Se llegará o no a las mazmorras desde aquí? —pensó tratando de orientarse—. No pueden estar ya lejos. Pero, por el momento, no hay ninguna señal de los subterráneos.»
Fue descendiendo por el angosto pasadizo. Por un corto trecho casi tuvo que arrastrarse. La linterna relució contra el techo de roca negra, consistente, demasiado dura para que los constructores del túnel la horadaran. Por eso era tan bajo.
El pasadizo seguía adelante, adelante… La niña estaba aturdida. Con toda seguridad, tenía que haber pasado ya las mazmorras. Lo más probable era que se encontrase cerca de la playa de la isla. ¡Que extraño! Entonces, este túnel, ¿no conducía a los subterráneos? ¡Un poco más adelante y penetraría bajo el mismísimo lecho del mar!
El túnel presentaba ahora un profundo desnivel en línea descendente. Aparecieron más escalones, tallados rústicamente en la misma roca. Jorge bajo por ellos con cuidado. ¿A qué lugar del mundo irían a parar?
Al pie de los escalones, el túnel parecía estar horadado en la roca viva o quizá se trataba de un pasadizo natural, creado sin intervención del hombre. No podía asegurarse. La luz de su linterna se reflejaba contra la negra roca del techo y las paredes, y sus pies tropezaban sobre el irregular pavimento rocoso. ¡Como deseaba tener a
Tim
junto a sí!
«Debo de estar a mucha profundidad —pensó, deteniéndose y haciendo girar la linterna para explorar lo que la rodeaba—. Es un declive muy profundo y me ha llevado muy lejos del castillo. ¡Cielos! ¿Que será eso?»
Escuchó. Algún ser misterioso y oculto se lamentaba y gemía. ¿Sería uno de los experimentos de su padre? El ruido se repetía una y otra vez, un profundo e interminable quejido.
«¡Caramba! Es el mar —dijo Jorge. Se detuvo y atendió de nuevo—. Si, es el mar sobre mi cabeza. Estoy debajo del fondo rocoso de la bahía de Kirrin!»
De pronto, la pobre niña se sintió invadida de temor. Pensó en las grandes olas, agitándose turbulentas sobre su cabeza, y se aterrorizó imaginando lo que ocurriría en caso de que el mar encontrase un camino para filtrarse en el estrecho pasadizo.
«No seas tonta —se reprendió con severidad—. Este túnel ha estado aquí, bajo el fondo del mar, durante cientos de años. ¿Por qué iba a inundarse ahora, precisamente cuando tú, Jorge, estas aquí dentro?»
Reconviniéndose a sí misma en esta forma, con objeto de sostener su decaído ánimo, avanzo de nuevo. Verdaderamente resultaba algo muy extraño pensar que caminaba bajo el mar. De manera que era aquí donde su padre trabajaba…
De pronto, recordó que les había confiado una cosa la primera vez que lo habían visitado en la isla. ¿Que era?
«¡Ah!, sí. Que necesitaba agua sobre y alrededor de él —pensó—. Ahora comprendo lo que quiso decir. Su laboratorio esta por aquí abajo. Así tiene agua por encima. Y en la torre la tiene todo alrededor, puesto que ha sido levantada en una isla.»
¡Agua por encima y agua rodeándole! Eso era lo que su padre precisaba y por ello había elegido la isla de Kirrin para su experimento. ¿Cómo habría descubierto el pasadizo secreto?
«¡Hay que ver! ¡Y yo que ni siquiera había oído hablar de él! —siguió diciéndose la chica—. ¡Dios mío! ¿Qué lugar es este?»
Se detuvo. El pasadizo se había ensanchado de repente, formando una inmensa caverna, bastante oscura, cuyo techo era inesperadamente alto. En la penumbra que reinaba en torno suyo, Jorge acertó a vislumbrar extraños objetos, objetos que no estaban al alcance de su comprensión: alambres, cajas de cristal, pequeñas máquinas que parecían trabajar sin producir ruido, y cuyas entrañas, en continua actividad, despedían una amortiguada y temblorosa luz.
De pronto, surgieron una serie de centelleos, acompañados por un raro olor que se esparcía por todo el subterráneo.
«¡Que maravilloso es todo esto! —pensó Jorge—. ¿Conseguirá papa entender todos esos artefactos y máquinas? ¿Dónde estará? Espero que aquellos hombres no le hayan hecho prisionero.»
De esta original cueva de Aladino partía un nuevo túnel.
Jorge ilumino el camino con la linterna y avanzó por él. Era muy parecido al que acababa de dejar, si bien de techo más elevado.
Otra caverna más pequeña y llena de alambres de todas clases apareció ante su vista. Un curioso zumbido, como de miles de abejas en una colmena, zumbaba en el aire. La niña casi esperaba verlas revoloteando por allí.
«Deben de ser esos alambres los que producen el ruido», se dijo.
Tampoco se veía un alma en aquella cueva. De ella arrancaba otra. Jorge pensó que debía hallarse a punto de encontrar a
Tim
y a su padre.
Continúo su camino. Una vez más quedo defraudada. La nueva caverna estaba completamente vacía. La temperatura era muy baja, tanto que tiritó al entrar en ella. Bajó por un corto pasillo hasta alcanzar otra también de dimensiones reducidas. Desde ella percibió una luz.
¡Una luz! Ahora sí que cabía esperar el fin de su peregrinaje. Miró en torno suyo, alumbrándose con la linterna, y descubrió varias latas de conserva, botellas de cerveza, latas de dulce y un montón de trajes de diversas clases! ¡Ah! este era el sitio en que su padre guardaba las provisiones.
Se dirigió a la caverna en donde partía la luz, sorprendiéndose de que
Tim
no la hubiera descubierto aun y se lanzara disparado sobre ella.
Antes de penetrar oteó cautelosamente hacia el interior de la cueva cuya luz la había guiado. Sentado delante de una mesa, con la cabeza entre las manos, silencioso, estaba su padre. ¡Pero no había rastro de
Tim
!
—¡Papa! —exclamó Jorge.
El hombre sentado a la mesa tuvo un violento sobresalto y se volvió. Contemplo fijamente a su hija, como si no pudiese dar crédito al testimonio de sus ojos. Sin decir palabra, giro en su asiento y sepulto la cara entre sus manos.
—¡Papá! —llamó de nuevo la niña, asustada al ver que no parecía advertir su presencia, a pesar de haberla mirado.
El levantó la vista y esta vez se incorporó. Contempló con estupor la pequeña figura que se erguía ante él y luego se sentó lentamente. La niña corrió hacia él.
—¿Qué ocurre, papa? ¿Qué te pasa?
—¡Jorge! ¿Eres tú de verdad? Creí que soñaba cuando te he visto —respondió su padre—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¡Buen Dios! Es imposible que puedas ser tú…
—Papá, ¿te encuentras bien? ¿Qué ha sucedido? ¿Dónde está
Tim?
—Jorge disparó la serie de preguntas de un modo atropellado.
Miró por todas partes, pero no pudo localizarlo. Su corazón se paralizo. ¿Le habría pasado algo irreparable a
Tim?
—¿Has visto a dos hombres? —preguntó su padre—. ¿Dónde están?
—¡Papá, por favor! No haces más que preguntarme, pero no contestas a lo que yo te digo. Dime primero, ¿dónde está
Tim?
—suplicó la niña.
—No lo sé —contestó su padre—. ¿Han ido esos hombres al torreón?
—Sí. Papa, ¿vas a decirme de una vez lo que ha pasado?
—Bien, si han ido al torreón, tendremos cerca de una hora de paz —anunció su padre—. Ahora atiéndeme con cuidado, Jorge, esto es terriblemente importante.
—Estoy escuchándote, pero date prisa y háblame de
Tim.
—Esos dos hombres han sido lanzados en paracaídas, sobre la isla, con objeto de descubrir y apoderarse de mi secreto —explicó su padre—. Voy a decirte en que consisten mis experimentos, Jorge. Estoy tratando de encontrar un sustitutivo para el carbón y el petróleo, un invento que proporcionara al mundo todo el calor y la energía que necesite. Al mismo tiempo se solucionaría el posible agotamiento, ya previsto en principio, y se acabaría con las minas y su peligroso trabajo.
—¡Dios mío! —se extasió su hija—. ¡Sería una de las cosas más maravillosas del mundo si lo lograras!
—Si —confirmó su padre—. Y me propongo darlo a conocer al mundo entero. No puedo permitir que quede en manos de un solo país o de un grupo de ellos. Será un presente que haré a toda la humanidad… Pero, hija mía, hay gente que desea apropiarse de mi secreto, a fin de explotarlo por su cuenta y conseguir con él una fortuna colosal.
—¡Que odiosos! —gritó Jorge—. Pero… oye una cosa, papa, ¿cómo han conseguido enterarse ellos?
—Verás: al principio, algunos de mis colegas, compañeros de trabajo, colaboraron en mi idea —explicó el padre—. Uno de ellos nos ha traicionado y se lo contó todo a unos poderosos negociantes. Cuando me entere, decidí refugiarme en un lugar apartado y acabar mis experimentos yo solo. Así nadie podría volver a traicionarme.
—¡Y viniste aquí! —dijo Jorge—. ¡A mi isla!
—Sí, porque necesitaba agua sobre y alrededor de mí —respondió su padre—. Por pura casualidad encontré ese viejo mapa y pensé que si el pasadizo se dirigía hacia abajo, partiendo de la pequeña habitación de piedra, era muy posible que fuese a parar a un lugar cubierto por el mar. En ese caso, constituiría el laboratorio ideal para acabar mis investigaciones.
—¡Ah, papa! ¡Y yo que arme tal alboroto! —dijo la niña, avergonzada al recordar como se había enojado en aquella ocasión.
—¿De verdad lo hiciste? —preguntó su padre, como si hubiera olvidado todo lo concerniente a la cuestión—. Bueno, no tiene importancia. Comprobé que tenía razón, cogí mi material y vine aquí. Ahora esos individuos me han encontrado y me tienen prisionero.
—¡Pobre papá! ¿No puedo ayudarte? —preguntó Jorge—. Podría volver y traer ayuda de fuera, ¿no?
—Creo que sí. Tienes razón —exclamó su padre—. Pero tienes que tener cuidado de que no te vean esos hombres, Jorge.
—Haré lo que sea, lo que quieras, papa, ¡cualquier cosa! —respondió—. Pero primero dime, ¿qué le ha pasado a
Tim?
—Pues… me siguió todo el tiempo —dijo su padre—. En verdad, es un perro maravilloso, Jorge. Esta mañana, cuando me disponía a salir de la pequeña habitación para ir a la torre con
Tim,
a fin de haceros las señales, los dos hombres me echaron la zarpa y me forzaron a volver aquí.
—Pero, ¿qué le ha sucedido a
Tim?
—preguntó la niña, impaciente. ¿Por qué su padre tendría la mala costumbre de no responder nunca a lo que le preguntaban?
—Se lanzó contra los hombres, claro está —dijo él—. Pero al fin lograron rodearlo con un lazo de cuerda y lo capturaron. La cuerda quedo tan tirante que por poco lo ahogan.