En cinco minutos todo el primer piso quedó concentrado allí. Ciento cuarenta y siete hombres, alineados en la pared del fondo y en la lateral derecha.
El Responsable sacó una lista.
—¡Los que nombre, que se alineen a la izquierda!
Y la lista comenzó. El primer nombre tronó en el aire.
—¡Juan Ferrer!
Nadie se movió. Era la consigna. Nadie debía presentarse.
Pero Juan Ferrer estaba en primera fila y Porvenir dijo:
—¡Eh, no te hagas el sordo!
Juan Ferrer bajó la cabeza y se fue a la pared izquierda.
Uno a uno fueron cayendo los nombres, hasta ciento, que era la cifra prevista. Imposible escapar. Nunca faltaba un miliciano que los reconocía. Los que verdaderamente no estaban, era porque se hallaban en el segundo piso. A medida que se alineaban, Teo iba atándolos unos contra otros, pasándoles una cuerda por la muñeca. Había empezado por las muñecas izquierdas, pero en muchas de ellas estaba el reloj de pulsera, que molestaba. Los ató por la muñeca derecha. Hizo tres grupos, dos de quince hombres y uno de dieciséis.
Recogieron cuarenta y seis hombres. Entonces el Responsable se dirigió a todos:
—No temáis nada. Hay que despejar esto. Seréis trasladados a la Cárcel Modelo, de Barcelona.
Los detenidos se miraron. Nadie daba crédito a sus palabras. Y sin embargo…
Teo dijo a Porvenir:
—¿Están los camiones abajo?
Porvenir hizo un gesto de asombro.
—¿No los has visto…?
Los detenidos fueron conducidos abajo y montados en tres camiones llenos de milicianos. Los camiones se pusieron en marcha.
El Responsable y los demás subieron al segundo piso y repitieron la escena, esta vez en el dormitorio mayor.
—¡Todos al dormitorio!
También se habían encendido las luces.
Ciento doce hombres se alinearon en la pared del fondo. El Responsable había observado que en el primer piso sólo había un cura. Se dio cuenta porque en la lista los curas figuraban con una cruz.
—¡Los que nombre que se alineen a la izquierda!
La labor fue más penosa. A muchos de los curas no los conocía nadie, ni siquiera los milicianos. Vestidos de paisano, los sacerdotes estaban transformados. De todos modos, casi todos respondían a la llamada, a pesar de la consigna. Lo hacían porque si al nombre cantado por el Responsable seguía el silencio, los ojos de éste despedían fuego, y los sacerdotes temían que ello significara un nuevo nombre en la lista. A veces el Responsable y Teo se acercaban a las filas y les interrogaban, uno por uno, y los obligaban a dar media vuelta para ver la tonsura.
—¿No eres tú el cura Morató? ¿No eres tú el cura Morató? —Y luego—: ¿No eres tú el párroco de la Catedral?
Al cura Morató le descubrieron porque fueron pidiendo la cartera de cada uno y entre los papeles estaba la cédula: «Jaime Morató, presbítero». Al párroco de la Catedral no hubo necesidad de pedirle documentación. El hombre no había respondido a la llamada de su nombre: Eusebio Turón; en cambio al oír: «¿No eres tú el párroco de la Catedral?», estiró el cuello y dio un paso al frente. «Sí, yo soy.»
—¡Pues a la izquierda!
Y fue atado con los demás.
El profesor Civil no fue llamado; pero sí César.
—¡César Alvear! —En la lista figuraba con el número 78 y al lado del nombre también había una cruz.
César dio un paso al frente. El profesor Civil le retenía la mano. César le dijo: «Déjeme, déjeme, me llaman».
César había reconocido, entre los llamados, a varias personas. Un hombre que siempre iba al Museo a preguntar: «¿Podría ver el retablo del martirio de San Esteban?» Otro que siempre estaba en el Neutral resolviendo crucigramas. Luego el señor Corbera, de la fábrica de alpargatas.
Este hombre había producido gran expectación, porque todo el mundo sabía que había sido patrono del Responsable. El señor Corbera se alineó a la izquierda mirando a su ex empleado con una sonrisa indefinible. Cuando estuvo en su sitio dijo:
—Responsable…
—¿Qué hay?
—Que Dios te maldiga.
A César aquello le había dolido en el alma. Hasta entonces le había afectado particularmente la llamada de los sacerdotes. Sabía la falta que hacían en la Diócesis, donde alguno tenía que cuidar hasta de dos parroquias. Si se iban tantos… También le había afectado la presencia de otro seminarista, al que conocía sólo de vista, pero que sabía que estudiaba dos cursos más adelantados que él; pero al oír las palabras del señor Corbera…
A César le hubiera gustado que le ataran junto a él. Que su muñeca tocara la del señor Corbera. La del señor Corbera y, al otro lado, la de cualquier sacerdote: el párroco de la Catedral, por ejemplo. De este modo podía conseguir dos cosas. Pedir la bendición sacerdotal en el último memento y decirle al señor Corbera: «Señor, señor, tan cerca de la muerte no maldiga a nadie…»
Pero no tuvo suerte. Ni uno ni otro. Teo le ató entre dos desconocidos que lloraban en silencio. Uno y otro balbuceaban: «Criminales, criminales».
Ésta fue la palabra que oyó César cuando a una orden del Responsable los tres grupos se pusieron en marcha; cuando sintió que detrás de él las luces se iban apagando y dejaban al profesor Civil y a los demás «no llamados» fin sangre en las venas; cuando bajó la escalera y salió fuera; cuando subió al camión que le correspondía y tuvieron que ayudarle, pues era inhábil para ejecutar el salto.
¡El Seminario! Le parecía una gracia especialísima del Señor que su última morada hubiera sido el Seminario. Pensó en las palabras de Dimas: «Aquí no entrará ni Dios». Pero he aquí que le detenían y le llevaban al Seminario. El Señor conducía a cada cual donde deseaba.
Hubiera querido pedirle al conductor que pasara por la Rambla, para saludar por última vez el balcón de su casa; pero a su lado oía: «Criminales, criminales». El camión —el último de los tres— seguía por la calle de Ciudadanos —¡el Banco Arús!—, entraba en la Plaza Municipal —¡el Museo Diocesano!—, tomaba la orilla del río —¡el crucifijo del Sagrado Corazón!— y enfilaba por último la carretera del cementerio.
El viento les daba a todos en la cara y César, de pronto, sin saber por qué, miró las estrellas, que ya palidecían, y luego pensó en la edad que tenía. Exactamente… dieciséis años, tres meses y dos días… Luego pensó en los copones que había escondido en las murallas. «Hoy he comulgado sesenta veces…», se decía.
Al doblar la última curva hacia el cementerio, pensó en los suyos, en su madre, Carmen Elgazu; en su padre, Matías; en Pilar, en Ignacio. También en José, de Madrid, y en tío Santiago. «¡Cuántas almas, Señor, cuántas almas!» Y luego pensó en Dimas y Agustín. ¿Cómo era posible que Dimas y Agustín, que «habían dado su palabra» hubieran ido a la cárcel para matarle? Les perdonó. Sentía que le quedaran pocos minutos de vida porque apenas si podría rogar por ellos. La gran verja estaba abierta de par en par. En aquel momento los tres camiones que los habían precedido —los del primer piso— habían dado ya media vuelta y se volvían. Los milicianos se saludaron. «¡Salud, camaradas!» «¡Salud!» César había guardado una Hostia, una sola, en el interior del chaleco. Al sentir que le alineaban entre los nichos, entrando a la izquierda, y ver que se formaban los piquetes, con su mano libre la cogió. Se disponía a llevarla a la boca e ingerirla lentamente, perdonando a los milicianos. A su lado oía sollozos y las voces de siempre: «Criminales, criminales». Se volvió y dijo al sacerdote más próximo: «Me arrepiento de mis pecados. ¿Quiere darme la absolución, padre…?» Luego vio al señor Corbera, cuyos ojos despedían ira. «Tome», le dijo de repente. Y levantó la Sagrada Forma, sosteniéndola con unción entre los dedos pulgar e índice.
El señor Corbera parpadeó tres veces consecutivas y de pronto, comprendiendo, comulgó.
Entonces César oyó una descarga y sintió que algo dulce penetraba en su piel.
Minutos después oyó una voz que decía:
* * *
—Yo te absuelvo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Una voz que se iba acercando y repetía—: Yo te absuelvo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —También oía gemidos. Abrió un momento los ojos. Vio un miliciano de rodillas, que iba sacando de su reloj de pulsera pequeñas Hostias y que las introducía en la boca de sus vecinos caídos. Reconoció, en el miliciano, a mosén Francisco, Luego, sus ojos se cerraron. Sintió un beso en la frente. Luego se cerró su corazón.
FIN
París, Villefranche-sur-Mer, París. Abril de 1949 a marzo de 1952.
JOSÉ MARÍA GIRONELLA. (Darnius, Gerona, 1917 — Arenys de Mar, Barcelona, 2003) Nacido en una familia humilde, los únicos estudios que tuvo fueron en un seminario, en el que estuvo desde los diez hasta los doce años. Después se ganó la vida en varios trabajos, hasta que al comienzo de la Guerra Civil, estando en zona republicana, marchó a Francia para desde allí regresar a San Sebastián y alistarse en el ejército de Franco. Concluida la guerra, colaboró con artículos en prensa y ejerció nuevamente varios trabajos, publicando sus primeros poemas en 1945. Montó una librería de lance y más tarde marchó a París, en donde comenzó a escribir el primer libro de su tetralogía. Agotado, volvió a Palma de Mallorca, en donde continuó colaborando en prensa, y más tarde viajó por Alemania, Dinamarca, Suiza y Finlandia, fijando residencia en Helsinki. Más tarde regresaría a España, en donde continuó con su labor literaria.
Entre otros premios, recibió el Nadal en 1946, con su primera novela, el Nacional de Literatura en su modalidad de narrativa en 1953 y el Planeta en 1971. En el año 1988 fue el ganador del XX Premio Ateneo de Sevilla por su novela
La duda inquietante
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Fue autor de poemas, libros de viajes y novelas, obteniendo un éxito inusitado para la época con su tetralogía sobre la Guerra Civil Española.