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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (126 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Julio, no sabía por qué, pensaba ahora de una manera especial en la familia Alvear. ¡Cuántas partidas de dominó con Matías! Cuántos cafés preparados por Carmen Elgazu, la cual decía: «En seguida se lo traigo; me gusta dejar que se serene…» ¿Quién los llevó a enamorarse de Mateo, de la hija del comandante? Todo aquello era ahora un lío, teniendo en cuenta la constitución del Comité Revolucionario. Y con César, a quien nadie impediría intentar poner a salvo… ¡quién sabe qué!, a lo mejor el mismísimo Museo Diocesano.

—¡Sánchez, cierre la radio!

La voz del catedrático Morales hería los tímpanos de Julio.

Capítulo LXXXIX

Los doscientos treinta y cinco hombres que habían salido a la calle con armas y que se habían retirado por orden del comandante Martínez de Soria, habían desaparecido de las calles. Fueron muy pocos los que se hicieron ilusiones; la mayor parte de ellos ya antes de que se produjera la detención de los oficiales y los incendios, comprendió, como «La Voz de Alerta», que no quedaba otro remedio que ocultarse o huir.

Huir fue la decisión que tomó Mateo. Antes de que apareciera la bandera blanca en el cuartel y en cuanto se hubo despedido de los camaradas, fue a su casa. Don Emilio Santos le abrió la puerta. Cerraron por dentro. Don Emilio Santos le abrazó.

—Padre, no puedo hacer nada por mis camaradas, tengo que huir.

Don Emilio Santos no podía con su alma.

—¿Huir adonde, hijo mío? ¿Y cómo?

—Tengo que pasar la frontera. —¿A pie…?

—A pie, naturalmente… Las montañas se ven allá arriba.

Padre e hijo hubieran querido prolongar la escena, el abrazo, decirse muchas cosas. Pero se daban cuenta de que no había tiempo que perder. Miraban a través de la ventana. La ciudad estaba tranquila aún. Todavía la bandera blanca no había sido izada.

Don Emilio Santos le dijo, separándose por fin de Mateo:

—Deberías buscar un guía. Te daré dinero.

—Dame un poco de dinero, pero no tengo confianza en ningún guía.

Mateo expresó a su padre la seguridad que tenía en el triunfo final, en que volverían a verse. Le aconsejó que se escondiera a su vez. «Tienes que buscar un lugar seguro, salir de Gerona.» Luego añadió:

—Prométemelo.

Don Emilio Santos le contestó una y otra vez: «No te preocupes por mí».

Don Emilio Santos hablaba y no tenía conciencia clara de que se estaba despidiendo de su hijo. ¡Qué rápido iba todo aquello! Hasta que Mateo, de repente, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se echó de nuevo en los brazos de su padre. Éste le dijo: «Que Dios te bendiga». Y luego le abrazó fuerte, respirando también fuerte, como llevaba tiempo sin respirar. Sentía que su hijo entraba en una etapa más dura aún que las precedentes y quería darle ánimo, que no se perdiera por él. Imposible prolongar la escena. No había tiempo que perder. Mateo súbitamente decidido, abrió de un empujón la puerta de su despacho sellado y lo contempló por última vez. Los libros estaban allí. Polvo, mucho polvo. Luego miró el comedor. Luego entró en su dormitorio. Luego, sin mirar a su padre, le estrechó la mano y salió, en dirección a la casa de los Alvear.

Subió la escalera de prisa y llamó. Tardaron en abrir. Una voz preguntó:

—¿Quién es?

—Soy Mateo.

La puerta se abrió y Mateo se encontró cara a cara con Pilar. Pilar le abrazó a su vez: era la primera vez que le abrazaba. Con la mano le acarició los larguísimos cabellos de la nuca; sólo pudo balbucear: «Mateo, Mateo…»

El muchacho penetró en el piso, hacia el comedor. Ignacio estaba en el Banco, César en el Museo ayudando a mosén Alberto a hacer las maletas y a esconder en algún sitio la cama del Beato Padre Claret.

Carmen Elgazu le sirvió café. Matías Alvear le dijo que todo aquello había sido una imprudencia, que los militares debían haber esperado un mes más y asegurar el golpe de Barcelona y Madrid. Mateo le contestó: «Ya no hubiera dado tiempo».

Luego Mateo les expuso su proyecto.

—En cuanto icen la bandera, la turba invadirá la ciudad. Tengo que huir a Francia.

La noticia los dejo estupefactos. A Pilar le dio un miedo infinito que Mateo «echara a andar en dirección a las montañas…» Además, se daba cuenta de que aquello significaba la separación definitiva. Continuaba pensando en que debía irse a una gran ciudad. Tal vez Madrid…

—¿Madrid? —Mateo suponía que en Madrid las represalias adquirirían caracteres dantescos.

Matías aprobó el proyecto de huida pero desaprobó el plan de salir a trompicones, sin conocer la provincia.

—Hay sesenta kilómetros lo menos. Te harás sospechoso. Y luego la montaña es traidora… —A su entender debía llevar un compañero. «¿No hay ninguno de tus falangistas que conozca los Pirineos?»

—¡Jorge! —gritó—. Jorge ha ido de caza por allí.

Era cierto. Mateo enarcó las cejas. Podía ser una idea. Don Jorge tenía propiedades cerca de los Pirineos.

—Y me gustaría llevarme también a Rosselló.

La cuestión era dar con ellos.

—Jorge habrá ido a su casa. Su padre… ¡supongo!, le habrá perdonado. Rosselló no creo que haya querido ver a los suyos. Debe de estar en la fonda con Octavio.

Pilar retenía la mano de Mateo. Todos le miraban, a pesar de sentir que prolongar la escena era imprudente, que era preciso aprovechar aquel par de horas. Hasta que Matías Alvear ordenó a Pilar que saliera en busca de los dos falangistas.

Pilar obedeció y regresó con ellos —Jorge y Rosselló— y con el propio Octavio. Octavio también quería marcharse, aun cuando su novia le había asegurado que podían esconderse en lugar seguro.

Matías Alvear hizo un gesto dando a entender que los consideraba locos.

—¡Estáis locos! ¿Dónde queréis ir cuatro hombres juntos? No llegaríais ni a diez kilómetros de aquí.

—Es verdad. Somos demasiados.

—Dividíos en dos grupos. Separados. De dos en dos.

Se convino así. Rosselló también conocía algo los caminos, o por lo menos, así lo dijo. Acompañaría a Octavio.

—¿Y Roca, y los dos albañiles, y…?

Rosselló dijo: «Me parece que todos tienen la misma idea. ¡A ver si nos encontramos todos en Perpiñán!»

Pilar se desesperaba viendo que todo iba tan de prisa, y que la despedida había de efectuarse ante tanta gente. No podía manifestar lo que sentía. Volvió a abrazar a Mateo. Mateo le dio un beso en la frente. Uno y otro revivieron en un segundo los meses pasados juntos, la fidelidad que se habían jurado sus corazones.

—Volveré.

—¡No, no, no volverás!

La respetuosa actitud de los demás violentaba la escena.

Por fin Mateo se separó de Pilar y acercándose a Carmen Elgazu le pidió que le diera un beso. Ella se lo dio y le colgó una medalla. Estaba emocionada. Mientras duró la discusión les había preparado una buena merienda a cada uno. Cuatro paquetes.

Matías les preguntó:

—¿Hay alguno que no tenga dinero…?

Rosselló. Rosselló no tenía un céntimo.

—Espera un momento. —Matías entró en su cuarto y salió con cien pesetas—. No puedo darte más.

Rosselló se lo agradeció.

Salieron uno a uno, con intervalos de diez minutos. El primero que salió fue Jorge. Las parejas se formarían a la salida de la ciudad. Tomaron la dirección de la Dehesa, carretera adelante… Pilar murmuró desde el balcón: «Que Dios os bendiga…» Y luego fue a su cuarto y se desplomó sobre la cama.

* * *

En cuanto a Ignacio, no había podido despedirse de Mateo. Había salido para ir al Banco en el momento en que las tropas se retiraban y corría la voz de rendición. Al instante su preocupación había sido Marta, ¡de quien todavía no sabía nada!

En la puerta del Banco le dieron la noticia de que los anarquistas y comunistas se concentraban ante la bandera blanca en los cuarteles. Ignacio no entró siquiera. Se dirigió a casa de Marta. La madre de la chica le dijo: «Se ha ido con su padre a los cuarteles».

¡Válgame Dios! Ignacio sintió un pánico cerval, pero se dominó al instante, pues la madre de Marta le miraba con ojos de súplica.

—No se preocupe —dijo el muchacho—. Se la traeré, sea como sea. —Iba a salir cuando sonó el teléfono. El coronel Muñoz informaba a la esposa del comandante de que unos guardias de Asalto se dirigían a su piso para custodiarla. Le dio toda clase de seguridades…

Ignacio salió, bajando la escalera a saltos. Su primera intención fue ir a los cuarteles, pero pronto comprendió que si le veían sería peor. Entonces se dijo: «No hay otro remedio que hablar con David y Olga…»

Se dirigió a la UGT. ¡Cuánto tiempo llevaba sin subir aquellas escaleras! Preguntó por los maestros. Éstos salieron. Al verle no pudieron reprimir una expresión de gran sorpresa.

—¿Tú por aquí?

En aquel momento Ignacio se dio cuenta de lo incongruente de la situación, de que había obrado sin pensar si todo aquello era lógico o no. ¡Qué mutaciones más extraordinarias! David y Olga, que no tenían nada que ver con el asunto, arrancados de sus planes revolucionarios para preocuparse de la hija del comandante Martínez de Soria. Ignacio no se arredró. Sintió que todavía creía en las cosas extraordinarias. Miró fijamente a los maestros. Y les explicó.

Los hombros de David y Olga se acercaron mutuamente, como siempre que los maestros oían algo insólito.

—¿Te das cuenta de lo que nos pides?

—Sí.

Y sin embargo, a la maestra le bastó un segundo para dominar su sorpresa. Inmediatamente reaccionó. Pensó que tal vez la vida no fuera tan rígida como ellos a veces habían creído.

—De acuerdo. Que vaya a casa.

Ignacio dijo:

—Pero… es que está en los cuarteles.

¡En los cuarteles! Los maestros se miraron. No había tiempo que perder. Olga salió, seguida a corta distancia por Ignacio. Al llegar al Puente de Piedra vieron la multitud que se acercaba, conduciendo los oficiales hacia los calabozos del cuartel de Infantería.

Olga se dirigió a un oficial de Asalto. Éste le dijo: «La muchacha ha pedido que la acompañen al cuartel de la Guardia Civil. Allí estará».

Ignacio se reunió con Olga y propuso alquilar un coche e ir a buscarla en seguida. Así lo hicieron. Subieron a un taxi sin perder un segundo y se detuvieron en una esquina próxima al cuartel. En efecto, en él encontraron a Marta, sentada entre Padilla y Rodríguez.

Marta, al ver a Ignacio, se levantó, esperanzada. Pero en cuanto vio aparecer a Olga cambió inmediatamente de expresión. Iba a decir algo, pero Ignacio se le acercó y la asió de la muñeca con ademán conminatorio. Olga, sin inmutarse dijo: «Hay que disfrazarla». Padilla, que guardaba toda su compostura, pidió que esperaran un momento. Salió y volvió con unas trenzas que acababa de cortarle a su hija… Olga le puso las trenzas, atándolas con unas cintas… Luego, una falda de flores verdes… Y Olga se la llevó en el coche, hacia la escuela…

E Ignacio quedó solo, recorriendo la ciudad, en el momento en que comenzaban los incendios.

El rasgo de Olga y la sangre fría de Padilla superaron sus posibilidades de asombro. Fue testigo de cuanto ocurría. Vio la cruz en el río, vio formarse la columna del Responsable, las otras columnas, vio salir llamas de todas partes, vio los esqueletos a los pies de la Catedral. Su dolor fue total y comprendió que el tumor había reventado. Entonces sintió que le ganaba el sentido de responsabilidad. ¡Ya había puesto a salvo a Marta! Era preciso defender la familia… y a Mateo. Se dirigió a su casa. Mateo se encontraba ya con el paquete de la merienda y las alpargatas camino de los Pirineos. ¡Era preciso salvar a César! Fue al Museo. Mosén Alberto ya estaba fuera. Y se llevó a César a casa. ¡Era preciso salvar a la sirvienta! Volvió al Museo y la llevó, sin pedir permiso, a casa de Julio, diciendo a doña Amparo: «Supongo que no hay nada en contra…» ¡Era preciso salvar a don Emilio Santos! Fue al piso de la estación y se lo llevó consigo al piso de la Rambla.

Pensó en el subdirector, cuyo sillón había visto vacío al llegar a la puerta del Banco. Se dirigió a su casa. Llamó y una voz preguntó:

—¿Quién es…?

—Soy Ignacio, del Banco.

Al cabo de treinta segundos la puerta se abrió. Ignacio vio al subdirector, con aire sorprendentemente digno. Éste le acompañó al comedor y le presentó al hermano Juan, de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, el cual se encontraba pegado a la radio.

El subdirector no le dejó hablar. Parecía no comprender que Ignacio había ido a advertirle que tenían que huir del piso, esconderse en algún sitio. El subdirector no pensaba sino en la radio, en las emisoras de onda corta. Le ordenó que se sentara y le obligó a escuchar un extraño locutor que aseguraba hablar desde Jaca. La voz decía que el triunfo militar era seguro, a pesar de que el Alzamiento hubiera fracasado, por traición, en algunas plazas. Repetía una y mil veces que toda Castilla estaba en poder de los militares, toda Galicia y parte del Sur. Daba gritos de ¡Viva España! y ponía compases de himnos marciales: el de la Legión, el de Falange.

Ignacio se impacientó y le dijo al subdirector:

—Todo eso está muy bien… ¡Pero pónganse ustedes a salvo!

El subdirector no reaccionaba. Estaba absorto con la radio. El hermano Juan tenía la vista baja, y se le veía pendiente del subdirector.

Ignacio asió a su superior en el Banco por las solapas.

—¡Ande a disfrazarse y a casa de la Torre de Babel! Yo saldré primero y abriré camino. Allá estará usted seguro.

El subdirector sonrió.

—Yo no me moveré de aquí —sentenció.

—¿Pero no comprende que es una locura?

Al subdirector le parecía que huir del piso era desertar.

—No sea usted tonto. Todo el mundo se está marchando. Supongo que don Santiago Estrada ya estará quién sabe dónde.

El subdirector le miró por última vez.

—Los demás que hagan lo que les parezca. Yo no me moveré de aquí.

Ignacio, furioso, dijo:

—Pues vendremos a buscarlos.

Salió. No sabía lo que le ocurría. Tenía el presentimiento de que sucedería algo horrible y cada persona, aunque no le unieran a ella lazos próximos, le parecía sagrada, precisamente porque entendía que su vida pendía de un hilo. Se dirigió al Banco en el momento en que los empleados salían por la puerta trasera, terminado el trabajo de la mañana.

Se extrañaron al verle llegar con tanta prisa y sudoroso. Ignacio pensó:

—Tal vez no sepan nada de los incendios.

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