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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (121 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Ignacio se limitó a inclinar la cabeza.

El paso del comandante transformó a Pilar. La chica pensó que, en realidad, ella también hubiera debido salir… con botiquín. ¡Ahora se daba cuenta! ¿Y si los comunistas empezaban a disparar desde los balcones? ¡Dios mío, qué pocas enfermeras debía de haber! Claro que ella no sabía ni siquiera poner inyecciones… Y, sin embargo, lo hubiera dado todo por encontrar a Marta y preguntarle qué debía hacer. Ignacio le decía: «¡Ale, a casa, que ya deben de estar intranquilos!» Por la Rambla pasaba el subdirector. Encontró el medio de acercarse a Ignacio. Estaba desesperado. Pensó que la primera providencia sería ir a la Logia de la calle del Pavo y poner al descubierto todo aquello, y el comandante se había negado. Un teniente se les acercó: «Basta de conversaciones».

Ignacio y Pilar subieron las escaleras. La mesa estaba puesta. ¡Don Emilio Santos sentado en el comedor! Al verlos, se levantó. No había podido resistir la soledad, en su piso, con su criada que de tan nerviosa había roto un plato y una taza a la hora del desayuno. Se quedaría a almorzar con ellos.

—¿Habéis visto a Mateo…?

—Sí. Está delante de Correos.

Don Emilio Santos había recorrido media ciudad sin dar con él.

«¡Hubiera podido venir a verme!», lamentó. Ignacio dijo: «Si no lo ha hecho, es que le estaba prohibido. Hay un alférez que los tiene en un puño».

Don Emilio Santos había escuchado las radios. En muchas ciudades se luchaba a brazo partido. «¡Cuánta gente está muriendo en estos instantes!» Se sabía de varias provincias en que el Alzamiento había fracasado. Las emisoras del Gobierno daban noticias alarmantes para los sublevados… Se veía que las autoridades no habían dudado en entregar armas al pueblo. Al parecer, casi todo el litoral mediterráneo se había declarado adicto al Gobierno.

Las palabras de don Emilio Santos convirtieron la fuente de arroz en algo frío y poco apetitoso. A todos se les hizo un nudo en la garganta. ¡El litoral! Aquello significaba que Cartagena… Pero don Emilio Santos tenía confianza en que sería un bulo. Ignacio pensó también en Alicante, donde estaba detenido José Antonio… «A lo mejor, en los primeros momentos le han liberado…» «¡Cuánta gente está muriendo en estos instantes!» Esta frase martilleaba los cerebros, mientras los tenedores subían lentamente hacia la boca. Carmen Elgazu pensó: «Deberíamos encender otra vez la mariposa». Sin embargo, en vez de encenderla a San Ignacio, no sabía por qué le pareció más adecuado hacerlo a San Francisco de Asís.

Don Emilio Santos le dijo:

—San Ignacio, San Ignacio, que era militar…

—¿San Ignacio era militar? —preguntó Pilar, sorprendida.

Carmen Elgazu accedió a los deseos del huésped. Matías Alvear estaba nervioso. Era de las personas que con más hondura sentía la importancia de lo que se estaba ventilando. Comprendía que cualquiera que fuera el resultado, los acontecimientos seguirían una marcha loca. Pensaba en su hermano de Burgos. Burgos, probablemente, quedaría en manos de los militares. En toda Castilla, Falange era poderosa. Aunque los campesinos… ¿Qué harían los militares con su hermano, jefe de la UGT? En Gerona se decía que a Casal iban a fusilarle… ¿Y si los mineros asturianos bajaban al asalto de Castilla…?

Carmen Elgazu preguntó si se sabía algo del Norte. Don Emilio Santos no sabía nada. «No se sabe, no se sabe… El Norte es católico. Estará al lado de los militares. Pero no se sabe nada.»

César oía a unos y otros sin pronunciar una palabra. Le había impresionado en grado sumo la arenga del Caíd, que don Emilio Santos también había oído por radio. «Las bendiciones sean sobre ti.» «Dios ayuda al siervo tanto como dure la ayuda del siervo a su hermano.» ¿Qué significaban estas últimas palabras? Era la imprecisa poesía musulmana. El Caíd también había dicho: «¡Ya veréis cómo a nuestros heroicos hombres no les importa la muerte!»

César pensó: «A mí tampoco». Luego se arrepintió de su vanidad. Y, sin embargo, era lo cierto. Mejor dicho, la deseaba. Él no entendía una palabra de lo que estaba ocurriendo. No sabía si la dureza de la mirada del comandante era loable, si eran ciertas las cifras dadas por Calvo Sotelo; si estas cifras justificaban lo otro… Lo único evidente era que en España había faltado caridad, y que para expiar el mal era preciso que alguien diera la vida. Él se ofrecía. Él no era Cosme Vila, ni soldado ni pertenecía a Falange; él era un seminarista. En resumen, representaba a la Iglesia renovándose eternamente; pero también al pecador. Había ido a misa a las seis y media de la mañana, y su regreso coincidió con la salida de las tropas. ¡Fue de los escasos ciudadanos que oyeron la primera declaración de Estado de Guerra! En la misa le pareció que mosén Francisco, en el momento de la Elevación, contemplaba la Hostia con ojos de súplica infinita. Como si supiera que «en aquella jornada morirían muchos hombres». Mientras don Emilio Santos hablaba, César pensaba en mosén Francisco. Estaba seguro de que a mosén Francisco tampoco le importaría la muerte.

Carmen Elgazu le dijo a César:

—¿Qué te pasa, hijo? ¿Por qué no comes?

El sol caía a chorros sobre la ciudad.

Capítulo LXXXVI

Hora por hora, las noticias iban siendo alarmantes. El Movimiento fracasaba en muchos lugares. El país vasco se había declarado adicto al Gobierno. El comandante Martínez de Soria no se lo explicaba. ¡San Sebastián se consideraba seguro! Pudo más en los vascos su nacionalismo que otras consideraciones.

En Madrid se combatía encarnizadamente. Valencia era «leal». En Barcelona… por de pronto, el general Aranguren, de la Guardia Civil, se había puesto a disposición de las autoridades gubernamentales. Aquello fue un nuevo golpe para el comandante. El capitán Roberto, de la Guardia Civil, y Padilla y Rodríguez casi lloraban de rabia. «¡La Guardia Civil al lado de estos canallas, no!» Y, sin embargo, era cierto, y muy posible que aquello inclinase la balanza de la ciudad en favor del Gobierno, arrastrando a toda Cataluña, la frontera, los puertos de mar.

Las únicas noticias satisfactorias continuaban llegando de África, de Castilla, de Navarra, ¡de Oviedo!, y de algunos puntos aislados del Sur: Cádiz, Granada… En Sevilla, el general Queipo de Llano manejaba como podía sus hombres y los refuerzos que llegaban de Marruecos por vía misteriosa.

Casi todos los aeródromos en que había aparatos, estaban en manos del Gobierno. La Marina también, tal como previo Julio. El destructor
Churruca
, después de desembarcar unos legionarios en Cádiz, había zarpado rumbo a puerto gubernamental.

El comandante Martínez de Soria decía: «Madrid se ha considerado siempre perdido, y los planes han previsto desde el primer momento dirigir sobre la capital cuatro columnas, dos del Norte y dos del Sur. ¡Pero habiendo fallado el país vasco, todo cambia!»

Se sabía que en Castilla los falangistas voluntarios se contaban por centenares, y que en Navarra los requetés acudían en masa al llamamiento del general Mola. «Hay familias en que se presentan con boina roja, el abuelo, el padre y todos los hijos», informaba don Emilio Santos. Carmen Elgazu decía: «Los navarros son medio vascos». «¡No me hables de los vascos!», gruñía Pilar. Pero, por otro lado, en muchas plazas «el pueblo» se había lanzado a la calle con absoluto desprecio del peligro.

A última hora de la noche llegó la noticia definitiva, sin remedio, que no dejaba lugar a la esperanza: las fuerzas sublevadas en Barcelona se habían rendido. El propio general Goded, ¡el general Goded!, había hablado por radio pidiendo que se evitara un inútil derramamiento de sangre. Ello significaba que las demás guarniciones catalanas debían seguir su ejemplo.

¡Rendirse! El comandante Martínez de Soria palideció. El alférez Roma y los dos tenientes le miraron con sobrehumana intensidad. El teniente Martín, que también había sido liberado, pensaba: ¿Rendirse? ¡Jamás! Muchos de los voluntarios que montaban guardia en las calles no sabían una palabra de lo que ocurría; suponían que todo marchaba viento en popa.

El comandante Martínez de Soria calculaba las posibilidades sólidas de resistencia. Consideraba que más de la mitad de la población estaba con él. Había pedido flores para el cementerio, para el comandante muerto en octubre, y todo el día fue un desfile de personas llevando ramos. Contaba con edificios macizos, con las murallas, con Montjuich… Pensó en la guerra de la Independencia. En la cima del monumento rugía el león…

Pero comprendía que sería una locura. Siempre se había considerado que en Barcelona las fuerzas sindicales podían organizar en pocas horas un ejército de 80.000 hombres. ¡Éstos y la Guardia Civil acarrearían el fracaso! Caerían sobre Gerona con ímpetu incontenible. Sin contar con los campesinos de la provincia. Sin contar con los enemigos del interior, armados en su mayor parte.

No era posible resistir. Gerona estaba perdida. El comandante suponía que Castilla, Navarra, Galicia —al parecer en Galicia se había triunfado—, Sevilla y África bastarían para organizar desde estos puntos la reconquista del territorio. Estas regiones y algún milagro… Pero Gerona estaba perdida y no cabía otro remedio que rendirse… Ya los huelguistas y otra gente que hablaba de «leales» y «facciosos» —«¿Leales a quién —decía el comandante—, a Casares Quiroga, a Vasiliev?»—, se agitaban, parecían prepararse a caer sobre la presa.

El comandante Martínez de Soria, en el cuartel, pidió que le sirvieran coñac. Pensó en su esposa, en la arenga que leyó en sus ojos. Pensó en Marta, que se hallaba en el Hospital Militar con el botiquín esperando heridos, que por fortuna no llegaban… Pensó en los doscientos treinta y cinco hombres a los que había arrastrado a la aventura. En los otros doscientos, como el profesor Civil, cuyos servicios no se habían utilizado pero que figuraban en las listas.

El comandante sabía que le tocaría morir. Podía tomar un coche y acercarse a la frontera. A la sola idea sintió que su carne se despreciaba a sí misma. ¡Gritaría «¡Viva España!» hasta que el plomo mandara callar su corazón! Mejor era morir de esta suerte que no haber perecido unos días antes en manos del Cojo… Por lo menos ahora había plantado la semilla. Y se reuniría con su hijo. «¿Dónde estaba su hijo?» Mateo decía: «En los luceros». El comandante sonrió. El otro, Fernando, estaba en Valladolid… y Valladolid era de España. ¡Barcelona se ha rendido, Barcelona se ha rendido! Se hubiera dicho que las voces salían de los muros. El comandante se levantó. Era preciso dar la orden de retirada a los voluntarios, advirtiéndoles que se había fracasado y que quedaban libres de irse a sus casas o tomar la decisión que estimaran conveniente. «Hay que indicarles que probablemente las represalias serán espantosas.» ¡El Movimiento acabaría por triunfar!, pero de momento en Gerona no había esperanza. Los soldados… que regresaran al cuartel. Los oficiales debían imitar su ejemplo personal, y él pensaba entregarse a las autoridades. ¡Que cada uno sepa morir con honor, como caballeros del Ejército Español!

Era una noche cálida, en la que se hubiera dicho que todos los misterios de la antiquísima ciudad salían a flote. Lluvias de estrellas descendían sobre la Catedral y el profesor Civil, viéndolas, le decía a su mujer que presagiaban la guerra. En el empedrado de las calles solitarias se oían pisadas. Rodríguez, que patrullaba, les decía a sus compañeros que aquellas pisadas eran las de la tropa que luchó contra Napoleón. «¡Entonces hasta las mujeres tomaron un fusil!» «Ahora no ha habido más que una mujer: Marta.» Rosselló le contestó: «Si hay guerra verás como saldrán Martas por docenas». Los que montaban guardia en la vía oían el rumor de las turbias aguas del Ter, Del fondo del pozo de la casa Pilón subían chillidos de extraños pajarracos. Tras las murallas, las estaciones del Vía Crucis, pintadas en blanco, trepaban por la colina recibiendo el beso de la luna. Era una milagrosa ciudad en donde se hubiera dicho que el amor debía de ser rey. Bajo los arcos se hubieran podido cantar salmos, uno tras otro, en letanía inefable.

En cambio, la consigna que comenzó a circular recordaba más bien el
Dies irae
. Retirarse, se había fracasado; la represalia sería espantosa. Los pajarracos del pozo de Pilón cruzaban la bóveda subterránea como locos. En una hora escasa los doscientos treinta y cinco voluntarios conocieron la verdad. ¿Cómo era posible? ¡Ahora empezaban a comprender las sonrisitas que vieron a última hora, las frases alusivas! Blasco había gritado con insolencia: «¡Mañana, todos calvos!» Los voluntarios se miraban unos a otros bajo la lluvia de estrellas, con el pánico retratado en el semblante. Las diferencias de edad acusaban mayormente la situación. ¡Retirarse…! Sálvese quien pueda. Goded se había rendido. ¿Y el comandante Martínez de Soria?

—El comandante Martínez de Soria es quien ha dado la orden.

Un soldado dijo:

—Se acabó la farsa.

Aquélla fue la revelación del electricista, del último alistado. Traspasó su fusil a la mano izquierda, y acercándose al soldado le arrancó el gorro de la cabeza y con él le dio en la cara a modo de guantazo. Hubo un altercado tremendo, el primero desde la declaración del Estado de Guerra. El soldado barbotó: «¡Ya nos veremos, guapo!» Mateo acudió. Había sido presentado al electricista a media tarde. «Has hecho muy bien», le dijo. Luego se dirigió al soldado:

—¿A qué llamas tú farsa? ¿A la redención de España?

El soldado, sonriendo, se alejó. Entonces un oficial le ordenó cuadrarse y le dio un bofetón de una dureza inimaginable.

Cada hombre hacía sus planes. Algunos suponían que no les ocurriría nada y se volvían a sus casas dispuestos a permanecer en ellas. A otros les entró un miedo indescriptible, y pensaban en los más inverosímiles lugares donde esconderse. Otros decían: «Inútil, inútil; darán con nosotros dondequiera que nos metamos». Alguien insinuó tímidamente que los militares se habían precipitado y que no era como para agradecerles el lío en que los habían metido.

La orden era: «Devolver el arma al cuartel». Algunos obedecieron, otros la guardaron consigo. Todos pensaban en sus familias, en cómo los recibirían al verlos regresar derrotados, en el miedo que se apoderaría de todos. Voces serenas hacían oír su timbre. «¡Qué más da! Hemos cumplido con nuestro deber. ¡Viva España! ¡Arriba España!» Los ojos se humedecieron al oír aquello: «¡Viva España!»

Empezaba a clarear cuando las calles se desalojaron. La ametralladora de Correos había desaparecido, lo mismo que los cañones. Sólo quedaban los guardias civiles, algunos soldados y algunos oficiales y los de Falange. Los demás hombres se habían retirado.

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