—Señor García, los anarquistas proyectan un atentado contra el comandante Martínez de Soria. El Responsable, su sobrino, Porvenir, el limpia, etcétera… Nosotros y unos cuantos oficiales más a los que en estos momentos representamos, tenemos el máximo interés en que eso no se lleve a cabo. Nuestra propuesta es la siguiente: cuide usted de atajar la cosa. Es usted el Jefe de Policía y está en sus manos. Si no ocurre nada, nada y todos contentos. Si le ocurre algo al comandante —aunque sea por otro conducto que el anarquista…—, sentimos no poder responder de lo que suceda luego.
—¿A quién?
—Exactamente a usted. ¡Viva España! —Y salieron del despacho.
Julio permaneció inmóvil tras su mesa de escritorio. Un hecho le pareció que quedaba fuera de dudas: aquellos oficiales, llegado el caso, cumplirían su palabra. Por lo tanto, era preciso reflexionar. Julio había alcanzado un momento de plenitud en su carrera y no era cosa de perderlo todo alegremente. Ahora mismo, la sala de espera estaba llena de personas que deseaban verle. ¡El arquitecto Massana, alcalde, guardaba turno! Iba a pedir autorización para que los camiones de víveres pagaran arbitrio al entrar en el término municipal. La correspondencia de Barcelona y Madrid llevaba en gran parte la advertencia: «Para el jefe en persona». La vida se le daba generosamente y los tiempos en que en Madrid recorría anónimamente y sin un céntimo los puestos de churros, habían terminado. Como le decía al doctor Rosselló: «En casa conviene mejor Wagner que el folklore andaluz».
Imposible, pues, admitir por un momento tan sólo que dos apuestos oficiales cortaran en seco todo aquello. Curiosa situación. De pronto la vida del comandante Martínez de Soria se convertía en preciosa para él. Casi tan preciosa como la de doña Amparo Campo. Porque, detrás de aquellos oficiales, debía de haber otros, y luego otros…
Era preciso respetar la vida del comandante… Y, sin embargo, los oficiales debían comprender que no podría vivir siempre pendiente del pulso de su jefe. De momento, sí. ¡Que estuvieran tranquilos! No sólo llamaría al Responsable y a todos sus colaboradores, sino que les daría órdenes draconianas. Él sabía cómo hacerlo: acompañándolas de alguna promesa o concesión.
Ahora bien, esto no bastaría. El alferecillo había dicho: «Aunque el atentado llegue por otro conducto…» ¿Insinuó que no eran sólo los anarquistas los que habían sentenciado al comandante?
Julio, echándose el sombrero para atrás, se preguntaba cómo habrían llegado a conocimiento de ello. Porque el hecho era cierto. Personalmente lo supo gracias a Murillo, quien, muerto de miedo por las amenazas de Cosme Vila, era ahora escudero y esclavo del policía. Murillo le había comunicado que el Partido Comunista preparaba la supresión de varias personas de la localidad, entre las que se contaban el comandante Martínez de Soria y algunos médicos. «¿Por qué algunos médicos…?», le había preguntado Julio al jefe trotskista. «Es la táctica rusa —contestó Murillo—. Suprimir médicos. No sé por qué.» En todo caso, lo importante era que el comandante encabezaba también la lista negra de Cosme Vila.
Julio acarició a Berta. La voz del alférez Roma volvía a su cerebro. ¡Cuánto odio delató! «Después de todo —pensó— yo les pago en la misma moneda.»
* * *
Mosén Alberto, vigilado; el comandante Martínez de Soria, vigilado; Julio, respondiendo con su cabeza.
El Proletario
repetía: «Murillo y Falange intentan hacer volar a pedazos los camiones de víveres».
Un hecho extrañaba a la ciudad: la insistencia con que Cosme Vila pedía la destitución del alcalde. El arquitecto Massana decía a unos y otros. «¿Eso os extraña? Quiere entregar la vara el catedrático Morales».
Tal vez fuera cierto. El catedrático se estaba convirtiendo en el hombre del día, empujado por las alabanzas del periódico y por la convicción que tenían los huelguistas de que un hombre como él realzaba el prestigio del Partido.
Cosme Vila hacía cuanto podía para aumentar la popularidad del futuro alcalde. Ocasiones no le faltaban para ello. Le encargó de un viaje de propaganda entre los campesinos, preludio de las Bases Agrícolas. Su voz se derramó por las comarcas anunciando a los colonos que la canalización del río Ter estaba en estudio, así como la creación de unos embalses que convertirían toda la provincia en tierra de regadío. Al parecer, la única dificultad estribaba en las expropiaciones. Los propietarios se negaban rotundamente a ceder un palmo de terreno, al modo como en las fábricas los patronos se negaban a ceder una sola de sus acciones. «Esto retrasará las Bases, ¡pero llegarán! Unidos todos, y venceremos.»
El catedrático Morales cumplía cuanto le ordenaban, con la felicidad retratada en el semblante. La valenciana, a veces, le tiraba de la chaqueta y le decía: «Anda, Lope de Vega. Que te estás haciendo el amo, ¿eh?» El catedrático se reía pues nunca hubiera imaginado que la valenciana conociera el nombre de Lope de Vega.
El estado de pánico en que vivía la ciudad, la profusión de banderas revolucionarias, la ausencia de la risa, los súbitos silencios que se producían en las calles, a veces constituían para el hombre motivos de reflexión. «La etapa necesaria», se repetía. Se miraba al espejo. ¿Qué tenía que ver su fealdad con todo aquello, con la obediencia ciega a Cosme Vila, aun cuando éste fuera a su lado un ser primario, o en todo caso mucho menos refinado? Nada. Absolutamente nada. La única causa de que prestara juramento fue su convicción de que la hora había sonado, la hora de la rebelión de las masas en el mundo. Hasta el presente dichas masas habían tardado siempre uno o dos siglos en captar las ideas que elaboraban para sí las
élites
. De suerte que cuando las muchas valencianas del mundo empezaban a hacerlas suyas, ya las
élites
habían dado un viraje o vuelto a antiguos moldes. Ahora, por primera vez, masas y
élites
se fundirían, constituirían un mismo organismo. Por todo ello valía la pena prometer canalizaciones a los campesinos, ver la invasión de perros famélicos en la ciudad. Los patronos se arruinaban con la huelga, las ratas les roían el negro color de los cabellos. Un rumor de protesta crecía, crecía, se formaban grupos en las esquinas, ¡en la Cámara de Comercio se hablaba de ametralladoras!, por primera vez hombres que hasta entonces sólo se habían preocupado de vender telas o latas de conserva al precio más alto posible, se iban a las murallas de Montjuich y apretaban los puños sin levantarlos, en dirección a donde suponían que podían hallarse la mongólica cabeza de Cosme Vila, la gorra del Responsable, el ladeado sombrero de Julio.
Ahora hablaban del catedrático Morales. Especialmente la
élite
, que se anticipaba en uno o dos siglos. Morales leía en los ojos de antiguas amistades suyas —otros catedráticos, abogados, el propio doctor Rosselló— un miedo cerval. Como si estos hombres supusieran que el catedrático Morales les señalaba con el dedo, daba sus nombres y descubría sus bajezas, el desequilibrio entre sus creencias y sus actos, en la indiferencia con que escuchaban a los clientes pobres, en su horror por Marx no porque habiendo éste localizado el cáncer propusiera remedios antihumanos, sino porque sus profecías se cumplieran de manera implacable.
El catedrático tenía unos ojos que parecían comprados, de quitapón, separados de su alma por una hoja metálica. Con ellos observaba la reacción de sus grandes enemigas las mujeres. Las mujeres, entré las que hubiera deseado brillar. A su entender, eran las que alarmaban a sus maridos para permitirse el lujo de infundirles coraje luego. Aseguraba que los grandes sentenciados de la ciudad vivían acoquinados a causa de sus mujeres. Era la sirvienta de mosén Alberto la que le decía a éste: «Cuidado, mosén, que todavía le están vigilando». Era la esposa de don Santiago Estrada la que le decía de continuo al jefe de la CEDA: «¿Quiénes son esos que nos siguen? ¿Has visto la insignia que llevan en la solapa?» Era la esposa del comandante Martínez de Soria la que entraba y salía de la iglesia con una gravedad de viuda de guerrero que ponía los pelos de punta al comandante. Era Laura la que levantaba en vilo la cárcel, eran las mujeres de los comerciantes las que protestaban: «¡Pronto tendremos que ir a pedir limosna!» Y, por su parte, ellas mismas lloraban y pataleaban en su intimidad, maldiciendo el hondo rumor del pueblo en marcha.
El catedrático Morales fue quien sugirió la exterminación de varios médicos. Excepto el doctor Rosselló, los demás de la localidad tenían más fe en la moral que en la ciencia. Médicos de cabecera, medio curas, ponían el termómetro en las axilas con la sonrisa en los labios. Vertían en las familias extemporáneas dosis de resignación. Eran libres para obrar de aquel modo, y acaso no fuera malo. Ahora bien, en las revoluciones actuaban de silenciador, eran los grandes mitigadores del dolor humano y lo mismo curaban a un hombre del pueblo que a un explotador. El propio Cosme Vila había quedado pasmado al escuchar de boca del catedrático: «El grito de un hombre al que nadie sepa cortar la pierna, tiene más eficacia revolucionaria que la acción de gracias a la Virgen por haber sido operado satisfactoriamente».
La ciudad correspondía a Morales apretando los puños en las murallas y en los hogares. A diario pasaban trenes procedentes de Francia, abarrotados de viajeros que se dirigían a Barcelona con motivo de la anunciada Olimpiada Popular. Estos viajeros, mejor que amantes del deporte parecían, por su aspecto e indumentaria, combatientes de algún ejército fantasma. Levantaban el puño en las ventanillas, llevaban alrededor del cuello pañuelos idénticos a los del Cojo o Ideal. El catedrático Morales fue varias veces a desplegar banderas a su paso. La gente aseguraba que los trenes que se detenían descargaban misteriosas cajas para el Partido Comunista.
Todos los días la gente desplegaba el periódico esperando la gota decisiva, la cerilla que prende fuego. Ni siquiera los ríos de Gerona estaban de acuerdo. El Oñar bajaba seco; sus charcos olían como siempre. La valenciana hubiera chapoteado a gusto en ellos… si hubiese podido hacerlo al lado de Teo. En cambio el Ter, como si temiera su próxima canalización, bajaba crecido, arrastrando aguas turbias. El mes de julio caía con fuerza astral sobre las cabezas, calentándolas. Sol que no se daba descanso desde el alba hasta el anochecer. A mediodía había un momento, el momento en que caía vertical, en que la gente quedaba inmóvil en las calles, como reseca, como chupada por los rayos. Las almas temblaban entre los huesos.
Muchas personas acudían a diario a la estación a esperar la llegada de la Prensa. Entre estas personas se contaba Matías Alvear, quien tomaba
La Vanguardia
, el único periódico que le inspiraba confianza.
Un día, el tren se retrasó. Matías Alvear fumó varios cigarrillos paseando por la acera.
La Vanguardia
no llegó hasta el mediodía, en el momento del sol vertical. La gente se precipitó sobre los vendedores. Matías Alvear vio que los titulares eran mucho mayores que los de
El Proletario
. Consiguió un ejemplar. Vio una patrulla de Asalto y decidió irse a casa sin leer nada. Lo leería en el comedor tranquilamente.
Subió las escaleras con lentitud, abrió la puerta y se instaló en el sillón. Carmen Elgazu notó algo raro y le pasaba con frecuencia por detrás mirando por encima del hombro para enterarse de lo que ocurría.
Matías comprendió en seguida que la cerilla había sido echada a los leños. Sucesos de gravedad sin precedentes ocurrían en la capital de España, a juzgar por lo que acontecía en los escaños del Parlamento. Matías no sonrió como antaño al leer: «Tumultos en la sala»; por el contrario, su rostro expresó desde el primer momento la mayor preocupación.
Calvo Sotelo había descrito la situación de España en tono patético. Al parecer, no era sólo el río Ter el que bajaba crecido. Calvo Sotelo dio las cifras oficiales de lo ocurrido desde el 16 de febrero: 400 bombas habían estallado aquí y allá, 330 asesinatos, 1.511 heridos, 170 iglesias destruidas totalmente, 295 destruidas parcialmente, 485 huelgas; en cárceles y calabozos se hallaban unos doce mil ciudadanos pertenecientes a partidos derechistas…
Las palabras de Calvo Sotelo habían causado una impresión profunda en las Cortes, y el Presidente del Consejo, señor Casares Quiroga, le amenazó por cuarta vez. Entonces Calvo Sotelo alzó los hombros. «¡Bien, señor Casares Quiroga! Me doy por notificado de la amenaza de Su Señoría. Y le digo ante el mundo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: "Señor, la vida podréis quitarme, pero más no podréis." ¡Pues no faltaba más! Tengo anchas las espaldas.»
A la salida, en los pasillos, «La Pasionaria» había dicho en voz alta: «Este hombre ha hablado por última vez».
Matías Alvear arrugó el entrecejo. Carmen Elgazu, al pasar, no había leído más que «Santo Domingo de Silos». «¿Por qué no dejarán a los santos en paz?» —había exclamado.
Matías Alvear sufría porque desde el primer instante intuyó que aquello no quedaría en meras palabras, que se llevaría a cabo conduciendo a una situación irremediable.
El hermano de la Doctrina Cristiana refugiado en casa del subdirector le pregunté a éste: «Pero… ¿son ciertas estas cifras?» —El subdirector le contestó: «¡Ni siquiera se atreven a desmentirlas!»
Cuando Ignacio leyó: «La vida podréis quitarme, pero más no podréis» recordó que su madre, el día en que Julio subió a verlos, pronunció casi las mismas palabras con relación a la muerte de la sirvienta. Cosme Vila pensó: «Es la etapa necesaria». El comandante Martínez de Soria admitía que Ideal fuera capaz de pegarle un tiro, pero no que el Gobierno de la República ordenara hacer lo propio con Calvo Sotelo.
Matías Alvear en el Neutral, encontró a la gente muy excitada. Don Emilio Santos era el que estaba de mejor humor, pues había recibido noticias de Cartagena: «¡Mi hijo vive todavía!»
Eran horas lentas. El catedrático Morales anotó en sus cuadernos: «
Élite
y masa empiezan a fundirse: el Presidente del Consejo y el Cojo sentencian a las personas por los mismos motivos».
* * *
No hubo descanso porque no podía haberlo. Y no podía haberlo porque la gente cumplía su palabra. Cuando Santi prometía comerse una tortilla de seis huevos, se la comía.
Por ello, al llegar el 13 de julio todo el mundo comprendió. A Matías Alvear no le sorprendió; al comandante Martínez de Soria tampoco… Cuando la radio,
La Vanguardia
y
El Proletario
dieron la noticia de que el Presidente del Consejo había cumplido su palabra, todo el mundo comprendió que tenía que ser así, que no había acaso descanso porque no podía haberlo.