—Pídesela a Marta o a Ignacio. ¿A qué hora vendrás?
—Lo mismo que hoy. A las once.
Aquello le salvó. La Historia Universal. Al día siguiente Rodríguez se la llevó y a Mateo le pareció reconocer en seguida el ejemplar. ¡Exacto! Era el que Pilar estudiaba cuando iba a las monjas.
Mateo lo tomó con emoción. En la cubierta, guerreros a caballo. «Compendio de Historia Universal.» Lo abrió por la primera página; y en letra infantil leyó:
Virgen santa, Virgen pura,
haced que me aprueben
de esta asignatura.
¡Gran consuelo para Mateo! En los momentos en que por la pequeña ventana de la cocina penetraran el calor o el desaliento, la letra infantil de Pilar le devolvería el ánimo. Mateo lanzó una especie de grito de júbilo. Rodríguez le dijo: «¿Qué te pasa? ¿Te vuelves loco?» Mateo quiso guardar la emoción para sí.
Rodríguez vivía un mundo más real. Y le costó muy poco hacer que Mateo entrara en él.
—Perdona, Rodríguez, perdona. Hablemos de lo que importa.
Rodríguez le enteró de pe a pa de la marcha de la Cooperativa, de la Milicia, de la unión de Cosme Vila con los anarquistas; le entregó un ejemplar de
El Demócrata
con las bases de Casal. Mateo las leyó atentamente. «¡Ni una palabra sobre el hombre, portador de valores eternos!»
El guardia iba a verle todos los días a horas distintas. El uno de julio, por la manera de llamar a la puerta, Mateo comprendió que ocurría algo extraordinario. Y, en efecto, fue así: tres obreros, con mono de trabajo… se habían presentado a Benito Civil, al salir éste del despacho de los arquitectos Massana y Ribas.
Mateo se levantó.
—En serio —explicó el guardia—. Quieren ingresar en Falange.
Los ojos de Mateo se humedecieron.
—Pero… ¿Quiénes son? ¡Explícate!
—Dos albañiles y un electricista.
La cosa iba en serio. Rodríguez se lo contó con detalle. Los tres pertenecían a la UGT. Las bases de Casal los habían decepcionado. «Nadie combate por una piscina.» Una de aquellas octavillas caídas de los tejados se habían detenido en la mano de uno de ellos. Discutieron. El electricista era un chico romántico, que «escribía versos y tal». Los dos albañiles estaban cansados de tanto desorden y de oír tantas blasfemias.
Mateo sacó el mechero de yesca. ¡Si pudiera ver a Ignacio y agarrarle de la solapa! Tenía una apuesta hecha con él. Ignacio le había dicho: «Obrero, ninguno». Ya tenía tres. Dos cansados de oír blasfemias y uno que escribía versos y tal.
Mateo le dijo a Rodríguez:
—Hay que comunicar al comandante que contamos con tres fusiles más a su disposición.
Rodríguez dijo:
—Ya lo sabe. Con los de la CEDA que se alistaron, sumamos quince.
—¡Dieciséis! —rectificó Mateo.
—Claro, contándote a ti, sí. —El guardia civil añadió—: Y si cuentas a Marta, diecisiete.
Mateo negó con la cabeza.
—Nada de armas para Marta. En todo caso, cuidará del botiquín.
Mateo le preguntó por las últimas novedades sobre el alzamiento.
—Es curioso. Yo soy el jefe y ahora el que recibe instrucciones.
Rodríguez le dio la última lista.
—La CEDA llega a cincuenta hombres, Renovación a doce, Liga Catalana a treinta y cinco. Los tradicionalistas, muchos; no sé exactamente.
—¡Treinta y cinco Liga Catalana! —Aquello era un triunfo para Mateo—. Ya veis que los catalanistas, si se les habla como es debido, también entienden.
Rodríguez no dio su brazo a torcer.
—Sí, pero ya veremos el día de los tiros.
Mateo preguntó:
—¿Se sabe algo más sobre los generales?
—De la Península, no; pero sí de Baleares y Canarias.
—¿Quienes tienen el mando?
—En Baleares, el general Goded; en Canarias, Franco.
A Mateo le había exaltado la noticia de los obreros. Aquel día, su curiosidad era insaciable.
—¿Por qué crees que el Gobierno ha dejado a Mola en Navarra? Precisamente los requetés…
—Nada, un despiste. Mejor para nosotros.
—¿Cuándo viste al comandante?
—Ayer.
—¿Y qué dice?
—Pues… hablamos de las plazas que se consideran seguras, que responderán.
—¿Cuáles son?
—El comandante considera ganadas Alicante, San Sebastián, Oviedo y Santander.
¡Alicante! Mateo se entusiasmó pensando en que José Antonio estaba allí.
—¿Y Barcelona y Madrid?
—Dudoso. En Barcelona, tal vez dependa de nosotros, de la guardia civil.
A Mateo se le antojaba estar ya en vísperas del día señalado. La soledad y las ganas de salir a la calle, a respirar aire puro, tenían la culpa de ello.
—¿Dónde tenemos que presentarnos nosotros? ¿En el cuartel de Artillería o en el de Infantería?
—¡Uy, qué prisa tienes! Nadie sabe eso, ni siquiera el comandante.
—Bueno, bueno, de acuerdo. —Mateo añadió—: Oye una cosa. ¿Y los oficiales?
Rodríguez dijo:
—Como siempre; mitad y mitad. Pero el comandante opina que con los que hay basta para ganar.
Mateo se movió en la silla.
—Una última pregunta. ¿Qué piensa hacer con el general…?
—Pues… si se opone… —El guardia civil hizo ademán de cortarse el cuello en redondo.
Entonces entró Pedro, con polvo amarillo en las pestañas. Llevaba siempre
El Demócrata
, nunca
El Proletario
. Rodríguez se levantó. Mateo preguntó a aquél:
—¿Por qué no llevas nunca
El Proletario
?
Pedro conectó la radio.
—No quiero dar ni una perra a esos traidores.
* * *
Mosén Alberto se dio cuenta de que un hombre le vigilaba. No podía salir sin tropezar con él. Y cuantas veces, desde el interior del Museo, miraba afuera, le veía pasar, cojeando, bajo los arcos, hablando con los taxistas o con los limpiabotas, mirando de vez en cuando a los balcones.
—¿Quién es? —le preguntó a César—. ¿Le conoces?
César asintió con la cabeza.
—Le llaman el Cojo. Es el sobrino del Responsable.
—¿De la FAI…?
—Sí.
El error del Cojo consistió en no ocultarse debidamente, en querer hacerlo a plena luz, airearlo, como entendía que debía obrar un anarquista.
Los partes que iba dando al Responsable se parecían terriblemente unos a otros.
—Sale a las ocho y se va a la cábila de los jesuitas. Allá se mete en la sacristía y sale disfrazado. Siempre le ayuda a misa el calvo ese del Banco Arús. A las nueve, a casa. Supongo que se desayuna como Dios, porque sale más pimpante que tú y que yo. Se va a Palacio. A las once, directo a ver al notario Noguer. Allí conspira hasta la una. A la una, comida. Por la tarde, casi no sale del Museo. A veces, hacia las siete, se vuelve a casa del notario. A las nueve entra. Algún día visita a los fascistas más fascistas de la Rambla, los parientes del compañero de Madrid que estuvo aquí.
—¿Los Alvear…?
—Eso, el de Telégrafos.
El Responsable asentía con la cabeza.
—Y… ¿quiénes le visitan a él?
—Poca gente. Se ve que ese Museo no interesa ni a la de tres.
—Pero ¿quiénes le visitan te digo?
—Pues… la que más, la hermana de los Costa. ¡Menudo pájaro! Luego, claro está, la sirvienta entra y sale. Luego monjas. Y desde luego, por la tarde, no falla nunca el seminarista pelado, el de las orejas.
El Responsable se limitaba a asentir con la cabeza sin dar nunca la orden de acabar con mosén Alberto.
—¿Y el comandante, no va nunca?
—Nunca. Bueno, ya lo sabes todo —insistía el Cojo—. ¿Cuándo entramos en acción? A mí me parece que lo mejor es cuando sale de Palacio. Allá arriba no hay nunca nadie, está aquello desierto.
La prudencia del Responsable permitía a mosén Alberto continuar viviendo. Viviendo con el miedo en el cuerpo, pero viviendo. Aquella persecución le tenía fuera de sí. Soñaba con el Cojo, con su pañuelo rojo. Varias veces estuvo a punto de detenerle en la calle y preguntarle: «¿Qué le pasa a usted, qué quiere?» Pero César le había aconsejado que tuviera paciencia, que no los enojara más aún. «Tal vez acabe pronto todo esto.»
Mosén Alberto había cambiado. Hablaba con menos seguridad y celebraba la misa con más fervor. ¡Incluso admitía que el día de la polémica con Ignacio, éste le cantó unas cuantas verdades! Por eso iba ahora con frecuencia a ver a los Alvear. Por lo demás, aparte la fidelidad de Carmen Elgazu, sabía que con sólo citar a Marta tenía tema agradable asegurado para toda la sesión.
Un hecho le molestaba: que ni siquiera Carmen Elgazu le hablara nunca del movimiento que se preparaba, a pesar de lo enterados respecto de él que sin duda estaban todos en la casa. Matías Alvear se hacía siempre el tonto, como si los militares no existieran o no hicieran más que leer revistas en el cuartel o jugar al dominó. Pilar había pasado unos días encogida como un caracol, pero ahora apretaba los labios para comunicarse energía. ¡Ni siquiera César soltaba la lengua! El seminarista se limitaba a repetir de vez en cuando su: «Tal vez acabe pronto todo esto».
De modo que a mosén Alberto, para seguir paso a paso el curso de los preparativos, no le quedaba más remedio que hacer lo que contaba el Cojo: visitar diariamente al notario Noguer. Porque ni Laura ni las demás mujeres que iban a verle al Museo sabían nunca nada preciso. Laura le decía: «¿Cómo voy a saberlo? Nadie tiene confianza en mí. El propio comandante me ha puesto bonitamente de patitas en la calle». Sus hermanos, según ella, andaban despistados y siempre tardaban veinticuatro horas más que los demás en enterarse de las cosas.
No obstante, en punto a información, al sacerdote le bastaba con el notario Noguer. El ex alcalde conocía al dedillo el curso de todos los acontecimientos. Se había ganado por completo la confianza del comandante Martínez de Soria. «Como siempre —decía sonriendo— en los momentos difíciles la Liga Catalana da consejos.»
El sacerdote deseaba con toda su alma que el levantamiento llegara cuanto antes. Todos los días, en el Palacio Episcopal, era esperado como el portavoz digno de crédito por antonomasia. El Cabildo estaba dividido en opiniones. A unos, la cosa les infundía esperanza, a otros no. Muchos consideraban que, en caso de triunfo, los militares los salvarían del peligro de los incendios, pero que por otro lado presentarían factura y tratarían a la Iglesia en forma despótica. Los viejos aseguraban que la mayoría de los jefes del Ejército eran pésimos cristianos, aficionados a la bebida, de costumbres dudosas. La fama que tenía el comandante Martínez de Soria los confirmaba en esta opinión.
Mosén Alberto les decía:
—De momento, que defiendan la posibilidad de continuar ejerciendo nuestro ministerio. Luego veremos. Supongo que en el Ejército hay de todo, como en todas partes.
Pero los canónigos no se dejaban convencer, y al cantar en el coro de la Catedral miraban temerosamente hacia la puerta de entrada.
Mosén Alberto continuaba siendo el consejero de toda la familia religiosa femenina de la ciudad. Las Superioras de todos los conventos le visitaban. Mosén Alberto les aconsejaba que pusieran a salvo cuanto de valor tuvieran en los conventos. «Saquen los pianos, mándenlos a alguna casa particular…» «Toda la ropa de valor tendrían que esconderla.» Algunas Madres Superioras le hacían caso; pero la mayor parte de ellas decían: «Pero ¡por Dios! ¿Por qué van a molestarnos a nosotras? ¿Qué hemos hecho?»
El notario Noguer atendía a mosén Alberto con más afecto que de ordinario porque consideraba que, después del señor obispo, quien más peligraba era él. La noticia de que el Cojo le vigilaba le tenía preocupadísimo. No sabía qué hacer. «Porque prevenir a las autoridades sería perder el tiempo», decía. Mosén Alberto le pedía por todos los santos que no se preocupara de él. «Será lo que Dios quiera, no se preocupe. Cuénteme las últimas novedades.»
El notario Noguer había hecho a su vez un gran cambio. De natural pacífico, ahora manejaba con auténtica fruición pelotones de hombres armados. Todos los objetos de su mesa de notario se convertían en simbólicos instrumentos de agresión. «Se ocupará toda la ciudad en un momento. Frente a Correos, un cañón. Ahí, frente al Ayuntamiento, otro. Frente a la Emisora… no recuerdo. El comandante cree que en Teléfonos bastará con una escuadra. En Comisaría tres por lo menos. Intendencia quedará instalada donde Cosme Vila tiene ahora la Cooperativa.»
Pretendía saber que Falange había pedido ocupar el lugar de más peligro. «De todos modos, el comandante los considera demasiado jóvenes. Además de que su idea es mezclarnos a todos, los paisanos y la tropa.»
Mosén Alberto callaba al oír hablar de los falangistas. Continuaba teniéndolos por irresponsables y paganos; pero reconocía que eran valientes. Y la paliza al doctor Relken le había llegado al corazón.
Luego hablaban de la situación general. El notario decía: «los enemigos de la sociedad»; mosén Alberto «los enemigos de la Iglesia». El notario había presenciado en Barcelona un desfile socialista y se le puso la carne de gallina. «Con cabos gastadores, con banderines rojos, ¡Vivas al Ejército Popular! Al pasar delante de los cuarteles levantaron el puño.» «El subdirector del Banco tiene razón —decía—. La Masonería lleva las riendas de todo eso. Ahora Barcia se ha ido a la reunión del Gran Oriente en Ginebra. ¡Dios sabe las consignas que traerá!»
Con frecuencia hablaba de Julio y de Olga. El notario los consideraba los dos personajes más responsables de la ciudad. «¿No ve lo que hace Julio? Espera a ver por dónde se inclinará la cosa. En cuanto a Olga, es una inteligencia de primer orden, por desgracia mal empleada. Asiste impávida a todo cuanto ocurre.»
Mosén Alberto le oía sin pestañear. Compartía la opinión del notario, añadiendo, sin embargo, que existía otro personaje tan nefasto como los dos citados: el coronel Muñoz. «Es un elegante de cubierta de barco. Vería arrasar la ciudad y no perdería la compostura.»
El notario Noguer decía:
—El comandante le teme más al coronel Muñoz que al propio general. Dice que la primera medida a tomar ha de ser…
El notario había llegado varias veces a este punto de la frase y nunca la había terminado, al extremo que a mosén Alberto el hecho le llamó la atención. ¿Qué le ocurría? ¿Qué medida era la que cortaba en seco su facultad de hablar?
La situación era curiosa y mosén Alberto suponía que el propio notario acabaría dando una explicación un día u otro. Finalmente, éste pareció decidirse. Una mañana particularmente cargada de noticias dijo: