El jefe consideraba que sería un error exprimir demasiado el jugo de la provincia, especialmente teniendo en cuenta que de momento la ciudad no podía corresponder. El sentido común aconsejaba evitar que a los campesinos pudiera ocurrírseles siquiera que se abusaba de su generosidad. Quince días más exigiendo el mismo ritmo en las entregas y los primeros toques de alarma se harían sentir. Una mujer que al advertir el bajón dado en la pila de garbanzos miraría a su hombre conteniendo el mal humor. Otra que al ver partir, eufóricos, a los militantes de los camiones comentaría con recelo: «¿Sabes que esa gente ha encontrado el sistema?»
Cosme Vila era el único en anticiparse a este peligro. Los demás vivían absolutamente confiados. ¿Quién dijo que los campesinos sólo darían lo del propietario? Ahora ya se mordía en su carne y no por ello habían cambiado de actitud.
Entre los militantes de la ciudad se comentaba mucho esta prueba de fraternidad. Algunos obreros confesaban que los campesinos eran más fanáticos que ellos. «Desengañaos, lo son, lo son. No les llegamos a media pierna.»
El catedrático Morales, en sus conversaciones con David y Olga, y sobre todo con Víctor, a quien pretendía deslumbrar sin conseguirlo, daba una explicación del fenómeno.
—Los campesinos ven en el comunismo una solución más fulminante aún que los industriales —decía—. Los obreros industriales saben que la fábrica produce lo accesorio, y que esta condición no se alterará aunque un día su riqueza les pertenezca en común; en cambio, a los campesinos les consta que en cuanto se les reparta la tierra, ésta les suministrará lo necesario para vivir.
A ello atribuía que las células en los pueblos agrícolas fueran menos espectaculares que las de la ciudad, pero más conscientes y aún más violentas. Lo mismo que Cosme Vila, había hecho un viaje por la provincia regresando edificado. Asistió a las reuniones cotidianas de los militantes. Contaba y no acababa de lo que vio. «Los payeses se reúnen en los cobertizos o en la era, porque en la taberna o en el estanco siempre está el sargento de la guardia civil. Palabras, pocas; rondas de vino, muchas, y muchas miradas fuera, a los campos, y mucho prestar oído al mugido de las vacas.» Cosme Vila era considerado como un padre por aquellos que le conocían; un ser mitológico por los que no. Los primeros les describían y hablaban de la anchura de su frente, para medir la cual se veían obligados a levantar la visera de la gorra. Algunos le preguntaron al catedrático: «Y a letra te gana incluso a ti, ¿no es eso?»
Siempre había un labrador que explicaba la doctrina comunista. Sí lo hacía en términos elementales, los ojos brillaban; si empleaba palabras raras los oyentes se pasaban la lengua por las encías. «Sí, claro, claro —comentaban—. Debe de ser eso.»
Entendían que para ser felices era preciso matar al cura. Y luego al sargento de la guardia civil. Hecho esto, se podría colectivizar. La colectividad la concebían como un haz de esfuerzos en común en el momento de las faenas duras: tractores que servirían para todos, abonos que llegarían a placer, avionetas con líquidos para matar los escarabajos, para desinfectar los olivos; en el momento del reparto darían lo que tocara dar, pero cada uno sabría que era el amo. «Darán lo que tengan que dar —le contaba el catedrático a Víctor—. Pero cada uno quiere poseer un pedazo de tierra y unos cuantos animales.»
Por ello llenaban los camiones, contentándose con recibir a cambio ejemplares de
El Proletario
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—¿Y de las bases qué…?
—Cosme Vila las está redactando. Los fascistas le ponen dificultades, pero caerán.
—Bueno, bueno, dile que sabemos esperar.
Y, sin embargo, y a pesar del entusiasmo de Morales, Cosme Vila sabía que no podrían esperar. ¡La tierra se cansaría de ser nodriza! Por otra parte, el número de beneficiarios aumentaba a diario en la Cooperativa. Algunos anarquistas se habían presentado con la cabeza gacha, por el plato de lentejas. Cosme Vila comprendió que tenía que conseguir dinero para que los huelguistas pudieran comprar carne, leche y aceite y para pagar a los campesinos.
Dinero, dinero. No debía decir nada a nadie, pero necesitaba dinero. La situación era eufórica en la ciudad. Prácticamente lo dominaba todo, y las autoridades se tambaleaban. Faltaba un tirón más. Un tirón y el alcalde dimitiría, y el Comisario. ¡Si el Municipio fuera suyo! Con los recursos que había en él. Todo llegaría. En cambio, parecían fallarle los pescadores; los pescadores le habían contestado: «El comunismo ya nos lo hacemos nosotros, y si queréis pescado traednos billetes».
Billetes, para comprar también pescado para los huelguistas.
No quedaba más remedio que hablar con Barcelona. El manco le había hecho promesas, el camarada Vasiliev también. El camarada Vasiliev le había dicho: «Si hace falta, se abrirá una suscripción en Rusia» ; Cosme Vila entendió que era la ocasión, y por ello el jefe decidió el viaje a Barcelona, o tal vez enviar como delegados a Morales y a Gorki.
Un hecho resultaba evidente: Cosme Vila no era el único personaje que tomaba decisiones. Simultáneamente a sus monólogos interiores, se desarrollaban interminables diálogos en la Jefatura de Policía. El Comisario entendía que las cosas habían llegado al extremo. Su decisión consistió en encararse con Julio con energía insospechada, poco habitual en él. «¡Hay que mandar un ultimátum a ese imbécil!», había dicho. Julio no se dejó impresionar; sin embargo, consideraba que el Comisario tenía razón y que era preciso hacer algo.
La población no conseguía víveres pagando, mientras los comunistas llenaban sus cestos cada mañana en el Centro Tradicionalista. En la estación se negaban a descargar bultos, según el destinatario. «¿Eso para quién es? ¿Costa, Corbera…? ¡Ahí se queda!»
Por otra parte, los propietarios se habían levantado en bloque para protestar. Los colonos les decían: «¡Se acabó de ordeñar la vaca! ¡Lo hemos entregado a los camaradas de Gerona!» Algunos propietarios se dejaron amedrentar por las amenazas, que por regla general salían de boca de las mujeres; otros, a imitación de los suegros de los Costa, habían levantado acta notarial y presentado pleito al juzgado.
Todo esto tenía suma importancia, pues los abogados veían una ocasión para tomar la palabra, y además el juez, que no olvidaba que Cosme Vila había querido substituirle sin contemplaciones, parecía predispuesto a fallar en favor de los propietarios.
Las consecuencias de la situación podían ser gravísimas. Ya
El Proletario
escribía en letras de molde: «¡Los propietarios intentan impedir el suministro de víveres al pueblo! ¡El juez se entrevista con los propietarios! ¡Defenderemos a los colonos con todos los medios de que dispongamos!»
Ahí estaba. Julio advertía claramente cuál era el plan de Cosme Vila: conseguir que los propietarios, por cansancio, renunciaran a sus derechos. En este caso, los campesinos habrían conquistado posiciones definitivas, gracias al Partido Comunista.
—¡Naturalmente que es eso! —rubricaba el Comisario, al ver que Julio iba más allá que él mismo en sus acusaciones—. ¡A ver, pues, si terminamos el asunto de una vez!
Cosme Vila oyó rumores de lo que se estaba tramando en contra suya. Entonces decidió no ausentarse personalmente de la localidad y mandar a Barcelona a Gorki y a Morales. «Yo me quedaré aquí a parar el golpe», dijo.
La masa de afiliados vivía ajena a estas preocupaciones. ¡Y era preciso ocuparse de ella! Cosme Vila no olvidaba ni un momento la observación del catedrático: hay que ocuparles el pensamiento… Porque, en efecto, se veía que los afiliados, inactivos a causa de la huelga, se aburrían. Algunos habían empezado a beber. Otros hablaban de formar una Compañía teatral y un Orfeón.
Era el momento, no cabía duda. Era el momento de poner en práctica el proyecto de la Milicia Popular. Mientras las autoridades se preparaban a lanzar la ofensiva contra el Partido Comunista, éste se prepararía para defenderse. Base número nueve. ¿No se acordó así? Con bastones, con algunos fusiles. ¡Convenía no perder minuto! El jefe echaba mucho de menos a Teo. No obstante, pensó que, dadas las características del asunto, debía cuidarse personalmente de todo. Constituir la Milicia y además —otra cuña esencial— fundar células en los cuarteles, entre la tropa.
Por lo demás, todo estaba preparado. Para los cuarteles contaba con un alférez de Artillería, chusquero. Y tocante a la organización de la Milicia, al día siguiente de haber sido acordada por el Comité Ejecutivo había hablado con dos veteranos del Partido. Militares retirados —brigadas en la guerra de África— y ambos aceptaron con entusiasmo encargarse de su formación. «Cuando quieras, camarada.» Uniformes, el Partido los tenía. Gorros también; y los bastones los habían suministrado, de madera de roble, las células agrícolas de los Pirineos.
¿De cuántos hombres se compondría la Milicia? Cosme Vila consultó el fichero del despacho. Veía desfilar los rostros en las cartulinas como Julio los ojos de los suicidas. Eligió un total de doscientos cincuenta varones de dieciocho a cuarenta y cinco años. No quiso citarlos por medio de
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para evitar la publicidad; les mandó aviso personal a domicilio, acompañado de un paquete que contenía un mono azul y un gorro también azul.
—A la Dehesa, a las seis de la tarde, con este uniforme y alpargatas.
Los doscientos cincuenta hombres recibieron el aviso sin saber de qué se trataba. «¿Sabes algo?» «¡Nada! ¡Absolutamente nada! ¿Por qué nos habrán dado ese mono?»
La curiosidad los llevó a ser puntuales. Cosme Vila los esperaba en compañía de los dos brigadas. A medida que los seleccionados llegaban, los iba saludando uno por uno. «¿A qué viene eso?» «La Milicia. La Milicia Popular.» ¡La Milicia Popular…! Los hombres se miraban unos a otros. ¡Por fin! «¿Y armas?» «¡Todo se andará!» Sin querer adoptaban aires marciales.
Cosme Vila los arengó con léxico parecido al de los cuarteles. Los rostros no se parecían a los de las fotografías. Eran menos cerrados, más débiles. Sería preciso imponer severa disciplina.
—¡Manos a la obra!
Los dos brigadas dieron un paso al frente. Una lista por orden alfabético dividió la Compañía en secciones y escuadras. Se oían peticiones: «A nosotros nos gustaría ir juntos». Cosme Vila contestaba:
—¡Esto no es un convento de monjas!
De pronto, una voz ordenó: «¡Nombramiento de sargentos y cabos!»
Los militantes se mordieron las uñas; hubo gran expectación.
Cosme Vila dio los nombres. «He tenido en cuenta los servicios prestados al Partido, la mayor o menor experiencia —algunos de vosotros han hecho ya el servicio militar— y las facultades físicas.»
Los dos brigadas de África, a uno de los cuales no le faltaban siquiera los bigotes afilados, revivían días históricos. A los sargentos y cabos que resultaron elegidos les entregaron un fusil; a los simples números un recio bastón. El brigada de los bigotes, Molina de apellido, le dijo a Cosme Vila: «Esto nos gusta porque aquí, por lo menos, sabemos que todos son voluntarios».
Surgió una dificultad: el altavoz de la Piscina. Vomitaba bailables tan estentóreamente que su ritmo era obsesionante. Segunda dificultad: los curiosos. Surgían de todas partes, sobre todo de la Piscina. —La mayoría de estos últimos eran anarquistas e iban con
slip
—. Destacaban Porvenir y la hija menor del Responsable, la cual exhibía este verano
maillot
blanco.
Pero los dos brigadas superaron aquello. «¡Alinearse… Mar!» Los doscientos cincuenta hombres obedecieron, distanciándose con el brazo. Las secciones formadas, impecables. Cosme Vila contemplaba todo aquello reclinado en un plátano milenario.
Pronto, bajo el follaje, y aprovechando los intermitentes silencios del altavoz, se oyeron los gritos marciales: «¡Un, dos, un, dos!» Por el momento la uniformidad era dudosa, y las alpargatas se revelaban demasiado ligeras para hacer crujir la arena como los brigadas hubieran deseado. «¡Media vuelta… Mar…!» Algunos continuaban en línea recta, como atraídos por el
maillot
blanco de la hija del Responsable. Otros se dirigían hacia Cosme Vila; los dos brigadas, que también exhibían mono azul, tan nuevo que se les abombaba en el pecho, se miraban con aire desesperado.
Vuelta a empezar, otra vez agrupados, cada uno en su puesto. «¡Un, dos, un, dos!»
De pronto, todo salió a la perfección. «¡Izquierda, mar!» Todos a la izquierda. «¡Derecha, mar!» Todos a la derecha. «¡Media vuelta…!» Los milicianos obedecieron como un solo hombre. Y entonces, ante la estupefacción de todos, se encontraron frente a frente de una formación idéntica a la suya, pero compuesta de caballos.
Los brigadas enmudecieron. Nadie acertó a explicarse qué había ocurrido. ¿De dónde salieron? ¿Cómo? ¿Quiénes eran los jinetes? El sol y el sudor emborrachaban y nadie acertaba a distinguirlo.
Cosme Vila permanecía impasible. Había visto aparecer los caballos a la entrada de la Dehesa, a trote más agresivo aún que el del comandante Martínez de Soria cuando daba vueltas al circuito. «Ahí va el regalito de Julio García…», se dijo. Y, en efecto, a no tardar reconoció los gorros de los guardias de Asalto.
La caballería. La prometida y esperada caballería. El teléfono de la Piscina había comunicado con Jefatura y ante la escalofriante noticia de la Milicia Popular, las autoridades exclamaron: «¡Es el momento! No hace falta ni siquiera el ultimátum». Allí estaban ahora los animales relinchando, mirando a los milicianos con ojos acuosos, siendo mirados por éstos con una expresión que iba transformándose de sorpresa en cólera y deseo de que un rayo cayera sobre sus crines, a medida que descubrían de qué se trataba.
El momento fue de intenso desconcierto. Dos secciones de guardias a pie habían hecho su aparición envolviendo a la Milicia. Los milicianos se sentían ridículos, formados de aquella manera, con el bastón en el hombro; los que llevaban fusil sabían que estaba descargado; y algunos se alegraban de ello dada la expresión del oficial de Asalto que se había apeado de su caballo.
Este oficial era un gigante parecido a Teo, con menos ángulos en la cara. Parecía llegar dispuesto a no perder tiempo. Se dirigió a Cosme Vila: «De orden del Comisario va usted a entregarme los fusiles y venirse conmigo. Y disuelva en el acto la formación».
Cosme Vila le escuchó. El altavoz de la Piscina había parado. «Camaradas, no entregar nada! ¡Corriendo a vuestras casas!»