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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (109 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Era gran amigo de David y Olga. En tiempos fue simple maestro como ellos. David y Olga tuvieron esperanzas de ganarle para el socialismo: él les había dicho siempre: «Dejadme reflexionar, dejadme reflexionar». El resultado de las reflexiones había sido su adhesión al Partido Comunista. «Todos los defectos y crueldades las sé —confesó a los dos maestros—. Pero considero que es una etapa que hay que franquear, desgraciadamente inevitable. Luego se verá que no ha sido inútil.» Era un gran admirador de Rusia y consideraba que aquella nación había dado un paso gigantesco desde 1917, adaptándose a la vida moderna y multiplicando sus posibilidades. «Una nueva revalorización del hombre, que hay que poner en práctica en el mundo entero.» Otros que le conocían atribuían todo aquello a un problema sexual. Le consideraban un profesor resentido por su fealdad, al que las mujeres no hacían caso; y que por ello odiaba la sociedad y se sentía a sus anchas al lado de la valenciana o colgando ciruelas en las orejas de otras horribles militantes.

Su actitud había producido estupor y nerviosismo entre la población. Desde el punto de vista práctico, David y Olga eran de las pocas personas que no podían lamentar la decisión del catedrático. ¡Gracias a su intervención consiguieron que —¡por fin!—, aunque un mes antes de finalizar el curso, en un par de docenas de escuelas los alumnos construyeran cometas, cultivasen un campo, se lavaran la cabeza, se turnasen democráticamente en la vigilancia, diesen una explicación científica del cosmos y escucharan con atención las peroratas higiénico sexuales de sus profesores!

Morales les decía, sonriendo: «En pago, los productos que saquen del campo servirán para la Cooperativa…»

Casal asistía confuso a todo aquello. Preguntó a David y Olga qué se proponían.

—¿Qué pretendéis con todo esto?

Los maestros le miraron con fijeza, como si por fin se decidieran a darle una explicación franca. Por último le dijeron: «Amigo Casal, vamos a hablar claro. No creas que todo esto tenga nada que ver con el Manual… Lo que pasa es que tenemos pruebas de que lo del levantamiento militar es cierto».

—¿Cómo…?

—Como lo oyes —David prosiguió—. Y en consecuencia creemos que deberíamos unirnos todos y no alimentar discrepancias.

Casal les miró a los ojos. Se le hacía difícil dudar de ellos.

—¿Habláis en serio…? —preguntó.

Olga le contestó:

—Nos consta que es cierto.

Tanto, que de Barcelona habían salido para Francia varios representantes de la República, con la misión de asegurarse la ayuda del Frente Popular francés para cuando el momento llegara…

Casal no sabía qué decir. Olvidó la Cooperativa Obrera, los malabarismo de Cosme Vila y las dificultades con que tropezaba para redactar unas bases que satisficieran a todos.

—Así que Julio tenía razón… —masculló. Luego volvió a dudar—. ¡Imposible, imposible! ¿Qué pueden esperar? Serán cuatro jefes aislados. La mayoría de los militares están por la República.

—No seas iluso —añadió David—. Lo que pasa es que estamos olvidando dónde radica el verdadero peligro.

Casal se dejó ganar por el nerviosismo. Consultó inmediatamente con los jefes de la UGT de Barcelona. De Barcelona le contestaron: «Es cierto. Cuidado con los militares, los carlistas y Falange».

La mujer de Casal le dijo: «¿A ti te extraña que se subleven? ¿Qué van a hacer, si no? Cosme Vila los iría matando poco a poco a todos».

A Casal le entró un furor incontenible. Comandante, carlista, Falange. ¿Qué pasaba con Mateo que no daban con él?

Tal vez Cosme Vila estuviera en lo cierto… ¿Iba a verle o no iba a verle? Estimó que ya se había rebajado demasiado. Y además aquel piso destartalado! ¡Qué desnudez! Casal pensó que la confortable cama en que dormía con su mujer le impedía cometer ciertas barbaridades. Pero era evidente que el peligro era grave. El tono de convicción de David y Olga no mentía. A Casal le pareció comprender por qué el Partido Socialista le aconsejaba no indisponerse demasiado con Cosme Vila.

David y Olga le informaron sobre la actitud de los suegros de los Costa. «La mitad del pueblo de País es suyo y se quejan porque les han escamoteado quinientos quilos de arroz.»

* * *

Ignacio no perdía detalle de cuanto acontecía. Y recordaba que en una conversación con el profesor Civil le dijo a éste: «Cuando vea claro, lucharé…»

¡Santo Dios! ¿No veía claro aún? ¿No quedaba suficientemente claro que para detener las toneladas de veneno que caían a diario sobre la ciudad proponían aumentar el sueldo a la gente? Su padre advertía que la violencia de los preparativos que veía a su alrededor contagiaban a Ignacio. «No seas estúpido —le dijo—. Para ser valiente no es necesario tomar un fusil. Yo, en tu lugar, estudiaría más que nunca y me vendría de Barcelona con media docena de sobresalientes.»

Estas palabras, en vez de inquietar a Ignacio, intensificaron su malestar. No por lo que le concernía, sino por la situación de Mateo. Ya no era posible. ¡Media docena de sobresalientes! Exámenes convocados y Mateo no podría presentarse. El profesor Civil se había lamentado de ello a diario. «¡Decidme dónde está, decidme dónde está, iré a darle clase aunque tenga que pasar por la chimenea!» El profesor Civil también soñaba. Pero Ignacio no le dio nunca la dirección.

Ignacio comprobaba hasta qué punto quería a su amigo. Se sobresaltaba tanto o más que Pilar. Al igual que a César, le preocupaba su escondite. Cualquier día subirían a casa del Rubio a hacer un registro. Era preciso que Mateo cambiara, que buscara otro sitio. ¿Dónde? Marta compartía su opinión. «Hay que hablar con el Rubio, él acaso indique un lugar.»

Antes de marcharse a Barcelona quería dejar aquello resuelto. Por la calle se había encontrado con Julio quien le dijo: «¡Hombre, Ignacio! Tal vez tú puedas indicarme dónde se encuentra Mateo…» Luego el policía había sonreído dando a entender que bromeaba y había intentado darle una palmada amistosa en la espalda. Ignacio le había detenido la mano. «Con nosotros ha terminado», le había dicho.

Mateo había hecho saber que los exámenes le tenían absolutamente sin cuidado. En cambio, la idea del traslado le pareció acertada e inmediatamente propuso la casa de Pedro. «Me aceptará —dijo—. Me aceptará, estoy seguro. ¡Y por lo menos allá tendré una radio!» Pilar había caído casi desmayada. «¡En casa de un comunista!» Por el contrario Ignacio aprobó el plan. «¿Dónde mejor? ¿A quién se le ocurrirá buscarle allá?» Ignacio estaba seguro de que Pedro no delataría nunca a Mateo… a menos que se lo ordenaran directamente de Moscú.

Quedaron en que el Rubio hablaría con Pedro. El Rubio le conocía de antiguo y también estaba seguro de él. «¿Cómo lo va a delatar si es un chico que no dice nunca una palabra?» Por lo demás, sabía que Pedro odiaba a Cosme Vila, a Teo, a Vasiliev, a todos. A todos los consideraba traidores a Rusia y, al repasar el Boletín, había exclamado: «¡Trucos de fotografía! Lo que hay allá es mucho mejor».

Marta había propuesto un plan, al margen de lo de Mateo: proponía que Pilar acompañara a Ignacio a Barcelona. «¡Te conviene distraerte! Aquí te consumirás.» Pilar se negó rotundamente. «Imagínate que mientras estoy allá ocurre algo…»

A Ignacio no le quedó otro remedio que hacer las maletas solo. Permanecería tres días lo menos fuera. Muchas personas, entre ellas el subdirector, le dieron toda clase de consejos. «Vete con cuidado en la Universidad. Hay muchos estudiantes que son de las Juventudes Libertarias. Y, sobre todo, cuidado en la pensión… No hables con nadie, ni una palabra sobre política y sobre tus ideas.»

El profesor Civil fue a despedirle a la estación. «¡Repasa la lección cuarenta y tres!» Marta le dio un beso en la frente. En el momento de arrancar el tren se acercó a la ventanilla, le puso un sobre en las manos. «Deberías entregarlo a la persona misma.» El sobre decía: «J. Campistol, Balmes, 110, Barcelona». Luego sacó el pañuelo para despedirle; e Ignacio vio que era un pañuelo azul.

J. Campistol era el jefe de Falange en Barcelona. ¡Válgame Dios! La cosa estaba clara. La chica quiso situarle ante el hecho consumado.

¿Y por qué llevaba pañuelo azul? Le había advertido mil veces de que no provocara a nadie.

Ignacio barbotaba mil juramentos desde la ventanilla. La chica gritó: «¡Que Dios te proteja…!»

En cuanto el tren desapareció, Marta se metió el pañuelo en la manga. Y al instante experimentó una clara sensación de soledad. Miró al profesor Civil. Luego se dijo que las circunstancias no permitían lloriqueos. Al contrario. En aquellos días lo que debía hacer era redoblar su actividad. La gente, en la estación, tenía los periódicos desdoblados y los leía con avidez. ¿Qué ocurría? Las noticias eran alarmantes. En el Parlamento, las discusiones entre diputados eran violentísimas. Calvo Sotelo había sido amenazado claramente, sin rodeos. José Antonio continuaba en la cárcel; y Calvo Sotelo era precisamente el jefe político del comandante Martínez de Soria.

Marta se fue a su casa y desde aquel instante no cejó. Procuraba imitar de su padre la energía que éste demostraba en determinadas circunstancias. Muchos de sus consejos de estrategia los llevaba impresos en la memoria. Ahora le parecía que debía ponerlos en práctica. Marta pensó en uno de ellos: «Es preciso conocer lo mejor posible los colaboradores de que uno dispone».

Marta pensó en el acto en sus camaradas. ¿Eran buenos o malos? Un poco de todo. En conjunto, no podía quejarse.

La encantaban, desde luego, Jorge y Roca. El hijo de don Jorge, a pesar de su aspecto engomado, se mostraba valiente. En la manifestación comunista había descubierto la presencia de los dos principales colonos de su padre. Los esperó en la Rambla y les dijo: «Mi padre está en la cárcel y a mí me ha desheredado. Pero como intentéis nada contra él o contra otro miembro de la familia, os las entenderéis conmigo. Y ya sabéis que yerro difícilmente una perdiz…»

Roca también le gustaba a Marta. Era algo ingenuo. Estaba seguro de que triunfarían «porque Hitler también había empezado así y había triunfado». A él le hubiera gustado reunirse con los camaradas en una cervecería, como el jefe alemán; pero en Gerona no las había y tenían que coincidir en la barbería de Raimundo, o ver a Marta en casa de ésta, que en el fondo continuaba siendo el lugar más seguro. Pero Marta le quería. Podía contar con él. A su padre le habían despedido de guardia urbano. «Porque yo marchaba contra dirección», había bromeado el muchacho.

En cambio, Marta quería menos a Benito Civil. El hijo del profesor le parecía un pobre hombre. Sus chalecos eran de por sí algo inadmisible. Tal vez tuviera la culpa su mujer, que no cesaba de lamentarse. Cuando Benito fue al cementerio a poner las rosas rojas, su mujer le dijo: «A lo mejor ya no vuelves». Y se le había echado al cuello. Marta tampoco quería mucho a Octavio, a éste menos que a ninguno, y no comprendía que Mateo le apreciara tanto. «Hipócrita y presuntuoso.» Se alegraba de que estuviera él en la cárcel, y no Jorge o Roca, por ejemplo. A Rosselló le echaba de menos por su impetuosidad y porque le plantaba cara a su padre; a Haro le conocía muy poco.

Padilla le decía a Marta: «Es curioso. En conjunto sois unos críos. A veces me pregunto si no me he metido en un lío». Marta le contestaba: «Siéntate y calla». Y le soltaba otra circular.

El comandante Martínez de Soria espiaba, por su parte, los manejos de su hija. Ahora le parecía que Falange le sería de utilidad el día del Alzamiento, a pesar de que eran tan pocos. «Lástima que no sean doscientos.» Con todo, tenía más confianza aún en los tradicionalistas. «Los tradicionalistas tienen una ventaja —pensaba—. Casi todos son cazadores; en cambio, de esos chicos posiblemente sólo Jorge sabe manejar un fusil.» Además, entre los tradicionalistas había muchos mayores de edad. Gente como don Pedro Oriol que, al dirigirse al cuartel, lo haría a conciencia. El comandante estaba satisfecho porque después de muchas dudas se había entrevistado con el notario Noguer, y el notario le había contestado: «Cuente conmigo». El notario Noguer le dijo luego que no podía calcular el número de afiliados que se pondrían a sus órdenes en cuanto los avisara. «Ya sabe usted. Esto es muy grave… Y está por medio el asunto Cataluña. Sin embargo… me parece que muchos responderán. —Luego añadió, poniendo la mano sobre la mesa como si ésta fuera un acta—: De todos modos, cuente por lo menos con treinta hombres».

¡Treinta hombres! ¿Quiénes eran, más o menos? Un abogado, un médico, tres industriales, dos agentes comerciales… «Basta, basta», interrumpió el comandante. Aquello le satisfizo. Se sintió optimista. De Renovación podía contar con diez. Don Santiago Estrada le había prometido cincuenta. Tal vez exagerara, pero tal vez no.

«Lo que siento —pensaba a veces el comandante, mientras su esposa rezaba el Rosario en voz alta y él se perdía por los pasillos de la casa— es que el chico no esté aquí. En Valladolid se ganará seguro; en cambio, aquí me prestaría un gran servicio.» También le dolía que no pudiera hablar de todo aquello con el hombre que acompañaba a su hija; aunque no dudaba que Ignacio acabaría siendo de Falange un día u otro.

El comandante echaba de menos a «La Voz de Alerta». «Éste sería el personaje clave.» Pero ya no confiaba en que saliera de la cárcel. La quincena había transcurrido y no le sacaban. También echaba de menos al teniente Martín, «ese majadero que insulta a los muertos»; aunque había encontrado un sustituto eficaz en el alférez que recibió a Teo, el alférez Roma, de pudiente familia barcelonesa.

El comandante ignoraba que el Rubio alojara a Mateo. Le había admitido de asistente sabiendo que había sido anarquista, por creer que ello desconcertaría a determinados oficiales. Le mandaba hacer recados, que sacara brillo a las polainas, que cuidara del caballo; pero tenía buen cuidado de que no husmeara en sus papeles.

Marta se reía una vez más de estas precauciones y se complacía en demostrar ante su padre la amistad que la unía con el Rubio.

—Pero… ¿qué te pasa con ese bromista? —le preguntaba el comandante—. Deberías tener más cuidado con él.

Marta le contestaba:

—¡Ah…! ¿no tienes tú secretos? Yo también… —Y acercándose a su padre le pellizcaba en las rojas mejillas.

* * *

Cosme Vila no se dormía sobre los laureles. Desde el primer momento había previsto la dificultad de que habló el coronel Muñoz. La cantidad de víveres que se necesitaba era fabulosa. ¿Hasta cuándo resistirían los campesinos? Por otra parte, había varios productos básicos carne, leche, aceite— que no entraban en la distribución.

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