Teo se caló la gorra hasta los ojos. Transmitió el recado a Cosme Vila. Gorki lo comunicó a la multitud.
Era algo más de lo que podía pedirse. Una piedra salió zumbando y dio en un cristal del cuartel. Cosme Vila comprendió la gravedad de la situación y se apoderó personalmente del micrófono. «¡Camaradas, seguidme! ¡Seguid a vuestro jefe! ¡Ya volveremos aquí!» Su intención era alejar a la masa de la zona militar. Le costó lo suyo. Especialmente las mujeres insultaban al oficial, quien continuaba impertérrito en la puerta del cuartel.
Sólo la esperanza de que Cosme Vila los llevara hacia algún sitio concreto desde donde preparar el asalto consiguió vencer a la multitud. «¡Armas, armas!» Siguieron a Cosme Vila. Éste no llevaba dirección fija, reflexionaba solamente. De pronto apareció al otro extremo de la explanada que se extendía detrás de los cuarteles una nube de chicos, que visiblemente salían de la escuela. Con carteras a la espalda, con sus libros en la mano, jugando a los boliches.
Los pequeños, al ver la manifestación, se asustaron. Algunos echaron a correr, otros se refugiaron en los portales o en la reja del monumento militar de la plaza, altísima columna en cuya cima rugía un león.
Cosme Vila observó que algunos de estos últimos llevaban papeles en las manos. ¡Octavillas falangistas! Se les acercó y les preguntó:
—¿De dónde habéis sacado esto? —Ninguno contestaba.
—¿De dónde habéis sacado esto? —repitió, enfurecido.
Uno de ellos contestó.
—Han caído en el patio de los Hermanos.
—¡De los Hermanos…! —Gorki oyó al chico. Miró a Cosme Vila. Cosme Vila asintió con la cabeza.
—¡Camaradas, el patio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana está lleno de octavillas falangistas!
No hubo necesidad de añadir nada más. El cordón que formaba la Presidencia fue roto, el taxi de Gorki quedó detenido, envuelto por la multitud. Todo el mundo se dirigió corriendo hacia los Hermanos de la Doctrina Cristiana. Vagas y oscuras acusaciones se abrían paso en los espíritus. Alguien entró en un garaje y salió con latas de gasolina. Teo y la valenciana fueron los primeros en llegar ante el edificio, que aparecía quieto y extático entre campos de legumbres, dorado por el sol que había empezado a desplomarse tras las montañas de Rocacorba.
Los comunistas irrumpieron en el patio, cuya verja estaba abierta. Las octavillas se esparcían aquí y allá, aunque en pequeño número. Cruzaron hacia el otro lado, donde aparecía una puerta interior abierta. Entraron y no vieron a nadie. Los pasillos, desiertos. Se hubiera dicho que el Colegio estaba abandonado. Unos se desparramaron por las clases. Teo y la valenciana, con mejor instinto, atacaron una espaciosa escalera que se ofrecía ante ellos. Al llegar al primer piso se detuvieron. Se oían murmullos. «¡Allí…!» Siguieron por un corredor y de pronto apareció ante sus ojos algo oscuro, recogido: la puerta de la capilla. Al fondo, cirios encendidos, un altar: dos hileras de cabezas y un canto monótono.
La capilla quedó abarrotada de militantes que se dirigieron al encuentro de la Comunidad reunida. Los Hermanos volvieron la cabeza y, estupefactos, se levantaron. El armonio había enmudecido. Destacaba algo dorado en el altar, con un círculo blanco en el centro. Las intenciones de Teo eran inconcretas. «¡Todos ahí…!», ordenó, señalando la pared. Uno a uno, los hermanos obedecieron. Entonces, inesperadamente, surgió de la sacristía, con una vela en la mano, un hombre raquítico, que al ver a toda aquella gente quedó paralizado. Teo lo reconoció en el acto. ¡El hermano Alfredo!
Teo se acercó a él en dos zancadas y, derribando la vela de un manotazo y asiéndole por entre las piernas, le levantó como si fuera de papel.
La visión del Hermano enardeció a todos. Abajo, otros comunistas iban entrando en el patio. Arriba, la Comunidad asistía con los ojos desorbitados a todo aquello y el director no dejaba de mirar la Custodia. Pequeños misales, otros libros, sillas, caían sobre el altar. Un cirio se dobló y brotaron pequeñas llamas.
Teo, llevando al hermano Alfredo, se había dirigido al armonio y le obligaba a pisar las teclas con los pies. No brotaba ningún ruido y aquello volvía a poner furiosa a la valenciana.
Alguien se acercó al altar y roció de gasolina las proximidades de las llamas. «¿Qué haces?», gritó una voz. Dos de los Hermanos que estaban en, la pared intentaron dirigirse allá, pero fueron detenidos por brazos vigorosos.
Una súbita llamarada se levantó, ocultando tras una cortina de humo la imagen de San Juan Bautista de la Salle.
Teo continuaba jugando con el hermano Alfredo. Pero al oler a quemado y a la vista del incendio se dirigió a los ventanales. Quería abrir uno de ellos, pero en un santiamén los murcianos rompieron los cristales de todos. Sin embargo, el humo y la sofocación iban haciendo la capilla irrespirable. Gritos por todas partes. El humo que salía y la aparición de Teo llevando en hombros al hermano Alfredo enardeció a los de abajo.
«¡Caramelos, caramelos…!», gritó alguien. El grito hizo fortuna. «¡Caramelos a los chiquillos!» Alguien tiró una piedra. «¡Animal!», gritó Teo.
La valenciana no pudo resistir la tentación. Se acercó por detrás a Teo y dio un empujón al raquítico cuerpo del hermano Alfredo para tirarlo abajo. Teo resistió. Sin embargo, los de abajo habían visto la operación y por otra parte el incendio de la capilla se extendía a los bancos.
—¡Tíralo, tíralo!
Se formaban cordones de hombres como dispuestos a recibir el cuerpo del Hermano, pues el ventanal era bajo. El Hermano había perdido el conocimiento, vencido por el vértigo y los zarandeos de Teo.
En aquel momento entró en el patio el taxi de Gorki. Teo no supo lo que le ocurrió. Oyó algo de Jaime Arias. Izó al Hermano y lo lanzó al espacio, hacia la derecha, donde vio que había un claro y unos peldaños.
Al instante, la primera llamarada brotó del primer ventanal. Una suerte de pánico se apoderó de todos. Los Hermanos se asfixiaban con el humo. La valenciana se dirigió hacia la escalera dando gritos de entusiasmo. Todo el mundo la siguió. Abajo eran muchos los que habían dado media vuelta y salido del patio. Aparecieron unos guardias de Asalto.
Poco después, parte del convento ardía. Algunos chiquillos se habían ocultado en la huerta. No sabían si contemplar aquello o el incendio tras las montañas de Rocacorba.
Al día siguiente llegaba César en el autobús Bañolas-Gerona. Los criados del Collell, seminaristas, se habían visto obligados a marcharse a pesar de que faltaba un mes para finalizar el curso. Los campesinos de la comarca les hacían la vida imposible, negándose a suministrar víveres al Internado si ellos no se marchaban.
El muchacho bajó en la plaza de la Independencia, con su maletita en la mano. Se dirigió con lentitud a su casa, donde ignoraban su llegada. La gente iba y venía con agitación. Oyó que alguien hablaba de que «todavía ardían maderos» y de «caramelos a los chiquillos».
—¿Dónde arden maderos?
—En el Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana.
Entró en el piso de la Rambla. «¡César…!» Todos acudieron a abrazarle. La maleta cayó al suelo. «¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido en el Collell?» Carmen Elgazu tenía su cara entre las manos y le comía a besos.
César intentó tranquilizarlos. Lo suyo no era nada. Estaba bien, estaba muy bien. Había tenido que marcharse porque la gente de los pueblos protestaba. Pero aquello no tenía importancia. Ya sólo faltaba un mes para finalizar el curso y además, antes de marchar, le dieron los aprobados. ¡Por Dios, lo importante era lo que ocurría en Gerona! ¿Qué ocurría en Gerona que ardían maderos en los Hermanos, que la gente corría por las calles?
Carmen Elgazu exclamó:
—Hijo mío, todo lo que puedas pensar es poco.
César tenía excelente aspecto. De nuevo ocupó la presidencia de la mesa. En los rostros de los suyos leía inquietud, pero a la vez el contento de tenerle entre ellos.
Carmen Elgazu se vio obligada a relatarle la muerte de la sirvienta, la situación en que se encontraba Mateo —escondido en el piso del Rubio—, la situación de Marta, las bases que habían presentado los comunistas.
Había algo que preocupaba mayormente a César. Saber si en los Hermanos había ardido la capilla.
Ignacio informó:
—Fue donde prendieron fuego.
Carmen Elgazu añadió:
—¡La Sagrada Forma ha sido quemada, sí! Ya ves hasta dónde hemos llegado.
Matías hubiera deseado celebrar la llegada de César de otra manera.
—¡Bien, bien! —cortaba—. Ya me estaba yo preguntando: ¿cuándo veremos a César?
César sonreía.
—Ya lo ves. Ya estoy aquí.
Pilar le contó más tarde que habían asesinado al hermano Alfredo. César quedó inmóvil. Se tocó las gafas.
—¿Por qué precisamente al hermano Alfredo?
Ignacio contestó con naturalidad:
—Querían una víctima. Uno u otro tenía que ser.
El seminarista se hallaba visiblemente afectado, pero conservaba una extraña calma.
—¿Y qué pasará ahora? —preguntó.
Carmen Elgazu volvió a intervenir:
—Nada, hijo. ¡Absolutamente nada! ¿Qué quieres? Eran más de mil.
—Bueno, bueno. Dejemos eso —decía Matías.
César se hizo cargo de que con su actitud intensificaba la pena de los demás. Matías se había levantado y miraba al río. El muchacho se dirigió a Pilar, la cual estaba preocupadísima.
—Pilar… —dijo—. ¿Cuándo podré saludar a Mateo?
La muchacha se volvió hacia él como tocada por un resorte.
—¡Imposible! Piensa que te seguirán dondequiera que vayas.
Era inútil eludir un obstáculo; salía otro.
César preguntó por mosén Alberto y por mosén Francisco.
—Mosén Alberto, deshecho por lo de la sirvienta. Mosén Francisco… trabajando como siempre.
Entonces sonó bruscamente el timbre de la puerta.
—¿Quién será?
Por un momento la familia supuso que sería Julio. No, Julio no; tal vez Marta.
—Pilar, vete a abrir.
Era don Emilio Santos. Todos se levantaron para recibirle. Al ver a César, el padre de Mateo tuvo una gran sorpresa y algo así como un presentimiento de que traería aires benéficos. Le puso la mano oí la rapada cabeza.
—Mejor hubieras hecho quedándote donde estabas —le dijo.
César negó, sonriendo.
—Me echaron.
Don Emilio Santos tomó asiento. Carmen Elgazu fue a prepararle café.
—Me sentía solo, y he venido… —dijo. Todos exclamaron:
—¡Bien hecho! ¡No faltaba más!
—Todo esto es una locura, César —comentó, mirando de nuevo al seminarista.
Matías preguntó a don Emilio:
—¿No le han molestado a usted…?
Don Emilio movió la cabeza.
—Pues… ayer tuve una nueva visita de los agentes. —Luego añadió—: Parece mentira que Julio suponga que yo he de delatar a mi hijo.
Ignacio le dijo:
—No sé. No me gusta que se quede usted solo en casa.
—¿Por qué? Yo no temo nada…
Ignacio insistió:
—No diga eso. Todos sabemos que le asusta quedarse solo.
El hombre movió la cabeza.
—No es que me asuste, Ignacio —explicó—. Pero es natural. A mí me gusta la vida familiar, ¿comprendes?
Ignacio no sabía qué decir. Don Emilio suspiró:
—Parece que medio mundo se ha vuelto loco —dijo—. Y lo que asusta —añadió— es pensar que el otro medio se defenderá.
Carmen Elgazu, que acababa de servirle el café, le miró con curiosidad.
—¿Cree usted que la otra mitad se defenderá?
Don Emilio tomó un sorbo.
—¡Claro! —exclamó, sintiéndose reconfortado—. Miren ustedes. Puedo darle un detalle. En la Tabacalera, el cajero, que no es hombre bélico ni mucho menos, les aseguro, se presentó ayer con una de las octavillas de Falange y dijo: «Hay que reconocer que esto es algo».
Ignacio hizo un gesto de escepticismo.
—Sabe usted… —dijo— lo de Mateo es muy bonito, pero…
—¿Pero qué…?
—Pues… que asaltar conventos es más fácil.
—No tan fácil —dijo Matías.
—¡Bueno! Quiero decir que le es más fácil a Cosme Vila ganar adeptos.
Ignacio añadió, después de un silencio:
—Me avergüenzo de lo que está ocurriendo, en serio. Nunca hubiera creído que España pudiera ser así.
Carmen Elgazu asintió con energía.
—Tienes razón, hijo.
—La capacidad de odio que hay es terrible —prosiguió Ignacio—. Estoy verdaderamente avergonzado. Son miles de españoles capaces de cualquier barbaridad.
Don Emilio Santos dejó la taza sobre la mesa.
—¡Ah, no simplifiquemos las cosas! —dijo—. También los hay a miles capaces de lo contrario. Y si no, al tiempo…
Ignacio no insistió. Don Emilio Santos se sentía consolado. En aquella casa se encontraba a sus anchas. Miró a César. Quería preguntarle algo y no sabía qué.
—¿Qué se dice en el Collell? —habló por fin—. ¿A qué se atribuye todo esto?
César le miró con fijeza.
—A que la sociedad se aparta de Dios.
* * *
Por el momento, las medidas tomadas por la Jefatura de Policía eran dos: interrogatorio a Cosme Vila y detención de Teo; por otro lado se buscaba a Mateo y a los dos desconocidos que tomaron parte en el atentado contra el doctor Relken.
Ésta era la reacción práctica registrada en las alturas. Julio había dicho: «Se procederá severamente contra unos y contra otros».
Tocante a la población, la muerte del hermano Alfredo provocó indignación general, y salieron muchas personas afirmando que las acusaciones contra el sacristán carecían de fundamento. Por fortuna, parte del edificio pudo ser salvado, gracias a la eficaz intervención de los bomberos. Pero toda una ala del convento se derrumbó.
Los que con mayor vigor reaccionaron en contra del hecho fueron los innumerables ex alumnos de los Hermanos de la Doctrina Cristiana. En el patio de aquel Colegio habían jugado al fútbol muchos ciudadanos gerundenses y, en algún rincón, fumado el primer pitillo. Por lo tanto, el convento era sagrado para ellos y consideraban que ni la miseria que pudieran pasar los seguidores de Cosme Vila ni la noticia de la paliza al doctor Relken justificaban que hubiera sido incendiado.
En resumen, «la otra mitad» de que hablaba don Emilio Santos sintió por primera vez, con fuerza inequívoca, que algo vital estaba en peligro, que estaba en peligro la propia vida de la sociedad, las creencias, la historia y tradiciones por las que el país había vivido siempre. El sentimiento era inequívoco en el fondo de cada ser, y cada ser lo manifestaba a su manera. Las viejas saliendo de la parroquia del Carmen, pegada a Comisaría, y persignándose al ver pasar a Julio. Los veteranos tradicionalistas coincidiendo en tomar el sol en parajes apartados donde pudieran hablar a sus anchas. Los educandos de los Hermanos yendo una y otra vez a contemplar los escombros de su Colegio, con la esperanza de encontrar el lápiz perdido, los libros. El sobresalto de las taquilleras en los cines al ver entrar por la ventanilla unas manos ennegrecidas. La ausencia en la Rambla de toda persona que no llevase en el bolsillo un carnet obrero con todos los sellos necesarios.