Los cipreses creen en Dios (101 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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El comandante Martínez de Soria vio que sus palabras surtían efecto, y que el general y el coronel Muñoz no estaban seguros ni mucho menos de que exagerara. El general, bajo y cuadrado, despidió llamas por los ojos y se paseó de arriba abajo soltando interjecciones. El coronel Muñoz tenía más dominio de sí. Por otra parte, llevaba muchos sábados entendiéndoselas en la Sala de Armas con el comandante. Le dijo a éste:

—El general ha recibido una copia de las bases y está estudiando la respuesta adecuada. Por mi parte no me siento autorizado para darle al general ningún consejo, máxime teniendo en cuenta que sé que no lo ha pedido a nadie. Me consta que resolverá lo mejor.

El comandante Martínez de Soria insistió. El general, bruscamente, pidió que le dejaran solo. El comandante y el coronel salieron juntos del despacho. Entonces el comandante Martínez de Soria dijo a su acompañante:

—Coronel, le ruego que en bien de todos reflexione sobre mis palabras.

Y se retiró.

«La Voz de Alerta» recibió en la cárcel la noticia de las bases, como si efectivamente el gitano le hubiera arrancado el diente con un cordel. Tuvo la impresión de que no saldría de aquellas paredes, de que de un momento a otro subiría Cosme Vila y acabaría con él, con don Jorge, con los propietarios que cumplían la condena. Le entró un pánico indescriptible. De un lado pensó que había errado prohibiendo a Laura que hiciera intervenir en el asunto a los Costa. De otro lado, se reprochaba no haber tenido nunca un gesto generoso con sus semejantes, como no fuera con su criada Dolores, la cual ahora le subía el cesto de la comida con puntualidad ejemplar. Cualquier ruido no familiar, provocado por el gitano o por el bastón de don Jorge le sobresaltaba.

«Si estuviese fuera…», pensaba. Se sentía capaz de convencer al comandante Martínez de Soria de la necesidad de hacer un viaje a Madrid y hablar con otros militares de confianza. ¡Porque lo difícil era saber qué jefes estarían dispuestos verdaderamente a dar el golpe que no quiso darse en octubre, y cuáles chaquetearían a última hora! Don Jorge no confiaba en esto. Y por su parte había agotado sus reservas de cólera. No pensaba sino en los dos colonos suyos detenidos cuando lo de octubre, a los que consideraba instigadores de su actual encierro. En el último párrafo de las bases había leído: «Las propuestas para la transformación agrícola serán anunciadas en breve plazo». Don Jorge no creía que la turba irrumpiera en la cárcel, pero estaba seguro de que se incautaría de sus propiedades. Sentíase fatigado y había pedido al director que, teniendo en cuenta su edad, ya que no su condición, se le permitiera comer en mesa con mantel y dormir en la enfermería. El director le satisfizo en lo último; en cuanto a la mesa con mantel, el reglamento de la cárcel lo prohibía.

Mateo fue otro de los no sorprendidos. Sin embargo, al leer las bases tuvo una crisis de desfallecimiento. Al leer, al final, «¡Viva Rusia!», se echó hacia atrás en la silla. ¿Qué había ocurrido en el país para que centenares de pechos españoles aclamaran a un dirigente llegado de tierras del Este, para que en las calles se vieran carteles aconsejando a madres españolas que adoraran a Stalin? ¿Dónde estaban los responsables de todo aquello? Todos, todos eran responsables. La masa fanatizada era la más excusable. Los gobernantes, los de ahora y los de siempre, y las empresas que ganaban millones, los hombres que, con la pluma o de palabra, procuraban extirpar el concepto de Patria. ¡Ahí estaban los corazones buscándose otra lejos, en la frontera asiática…!

Su padre rondaba en torno de Mateo, con aire compungido, pues llevaba diez días sin saber nada de Cartagena. «¿Sabes algo de tu hermano?», le preguntó. Mateo le contestó: «Continúa en la cárcel, pero está bien».

Don Emilio Santos sufría enormemente. Suponía que si habían soltado a Mateo era para que con él no se perdiera el hilo de la trama, y porque sabían que el muchacho daría el pecho más que nunca.

—Hijo mío —le dijo—. Te advertí que todo esto me parecía peligroso. Verdaderamente, ahora no sé qué pensar. A veces pienso que tienes razón, y que todos tendríamos que hacer como tú. Sin embargo, te noto en los ojos algo que no me gusta. Me parece que tú pecas por el otro lado, y que si pudieras harías con ellos lo que ellos están haciendo contigo y con tu hermano. ¡No olvides nunca mis consejos! En última instancia el amor puede más que el odio. Procura estar seguro de que obras por amor, no por lo contrario.

Mateo, por primera vez en mucho tiempo había asido del brazo a su padre y se lo había estrechado con fuerza. También por primera vez en mucho tiempo don Emilio Santos vio que su hijo se disponía a salir sin la camisa azul. Sin la camisa azul, en el exterior: la llevaba bajo la otra, y a la criada el detalle no le había pasado inadvertido.

Con el eco de las palabras de su padre en los oídos, el muchacho se había dirigido a casa de los Alvear, encontrándolos sumidos también en la más completa confusión. Ignacio tenía ante los ojos un ejemplar de las bases y decía, con angustia: «En el Banco han caído bien…» Matías, al ver a Mateo, se quitó los auriculares de la galena. La presencia del muchacho no le ayudó a despejar la calidad sombría de sus pensamientos. Continuaba creyendo que los temperamentos como Mateo influían en que las cosas llegaran a extremos tan inverosímiles. Sentía cierto apego por el muchacho; difícil no querer a quien su hija quería tanto. Pero hubiera preferido un abogado de pleitos más tranquilos, o un funcionario de Telégrafos. Cuando supo que Julio había conseguido hacerle perder prácticamente el conocimiento con un foco de luz, sintió por su amigo de la infancia un inmenso desprecio. Y tras la ambición de Julio oyó tintinear, como siempre, los brazaletes de doña Amparo Campo. Ahora estaba seguro de que don Emilio Santos tenía razón: Mateo daría el pecho más que nunca, buscaría otro local, buscaría, a ser preciso, las catacumbas. Allá se reuniría con los que quedaran, con los que ingresaran de nuevo; con Marta.

Matías Alvear también contemplaba las bases de Cosme Vila, y le dijo a Mateo:

—Sí, ya veis adonde hemos llegado. A las doce de la noche querían obligarme a mandarle un telegrama a Stalin.

Carmen Elgazu estaba inquieta porque había quedado con Marta en que irían juntas al cementerio a llevar flores a la sirvienta. Abrió la ventana que daba al cielo de mayo. Y viendo que nadie decía nada, preguntó, dirigiéndose a Mateo:

—¿Estáis seguros de que es un acierto haber colocado al Rubio de asistente del comandante?

Mateo le preguntó:

—¿Por qué no?

—No lo sé.

Mateo contestó:

—El Rubio es un amigo más fiel de lo que podría serlo cualquier otro más de acuerdo con nuestras ideas.

Ignacio opinaba lo mismo a este respecto. Estaba convencido de que se podía contar con el Rubio en caso de necesidad.

Marta dijo:

—Claro que se puede contar con él. Mi padre le quiere mucho. En seguida ha aprendido a montar. Además, es un irónico. Hemos encontrado al Responsable paseando solo por la Dehesa y se ha detenido y desde lo alto del caballo le ha dicho:
Au revoir…

Carmen Elgazu sirvió el café a Mateo y le preguntó:

—Así que Julio, como siempre…

Mateo dijo:

—No puedo quejarme. Me dejó en libertad.

Pilar le preguntó:

—¿Qué crees que pasará ahora…?

Mateo se tomó el café de un sorbo.

—Ahora… Julio rechazará las bases. Habrá huelga. Probablemente tiros. Pero, por lo pronto —añadió—, el doctor Relken se enterará de que con España no se juega…

Todos le miraron perplejos. Carmen Elgazu se sentó frente a él en la mesa y le dijo:

—¡Ale, ale, no hagáis tonterías! ¡Todavía queréis armar más jaleo! ¡Santo Dios! —añadió—. Pronto no podremos ir ni siquiera a misa.

* * *

Julio había sonreído con tristeza al leer las bases. Había en ellas algo que no perdonaría jamás: que se propusiera la sustitución del jefe de Policía. Apenas había terminado de leerlas, el Comisario irrumpió en su despacho llevando otra copia. «¡Monstruoso, monstruoso!», clamaba. Julio, al verle, dijo: «Comisario, esto va a ser duro. Hay que hablar inmediatamente con el general».

Julio pasó una hora examinando de cerca la obra de Cosme Vila. Llegó a la conclusión de que, de acceder a sus pretensiones, la ciudad desembocaría en una pintoresca situación: Cosme Vila, comisario; Gorki, jefe de Policía; Teo, alcalde, etc. Los obreros invadiéndolo todo; los demás no tendrían derecho ni siquiera a jugar al dominó en
el Neutral
. Julio pensó: «Excelente espectáculo para mi mujer, que quería verme con la alta sociedad». Y se imaginó a sí mismo barriendo el despacho de Cosme Vila, o aportando personalmente un nombre más al fichero de los suicidas.

Julio recibió un número incalculable de visitas. Todos los ocupantes de cargos cuyo relevo estaba previsto, se personaron en Jefatura a verle. El Inspector de Trabajo le dijo a Julio: «¡Menudo favor me hizo Largo Caballero mandándome aquí! Primero un petardo; ahora, un punterazo en salva sea la parte». El juez de Primera Instancia detalló en un informe interminable los atropellos jurídicos que todo aquello implicaría. «Por ejemplo, el cargo de juez, comprenda usted…» Julio le interrumpió:

—¡Claro que le comprendo, mi querido amigo! ¡Claro que le comprendo!

A Julio toda aquella gente le pareció cobarde. Todos aquellos seres suplicantes que desfilaban por su despacho eran personas mayores, con una carrera, con experiencia de la vida; visiblemente el espectáculo de un millar de gorros ferroviarios dirigiéndose hacia ellos les amputaba toda facultad de razonar, toda confianza en sí mismos o en las leyes de la astucia.

Julio era el único que no perdía la cabeza. Era preciso admitir que mucha gente se dejaba llevar por el contagio, por la atracción que ejercía aquel seísmo social y, como consecuencia, en aquellos momentos las bases de Cosme Vila tenían infinidad de partidarios, incluso entre ciudadanos que nunca soñaron con el marxismo; pero el número de refractarios era también considerable. Todos los patronos grandes y pequeños, la masa intermedia de personas cuyas ocupaciones quedaban notoriamente al margen de la casilla «ocupaciones obreras», y que, por lo tanto, tendrían que colaborar en el fondo colectivo sin sacar nada de él.

A Julio le parecía que por ahí había errado Cosme Vila. Pasada la primera sorpresa, empleados de Banca, funcionarios de toda suerte, las propias clases del Ejército, los guardias de Asalto, aparejadores, modistas, todos aquellos cuyas manos no salían encallecidas de la jornada de trabajo, se levantarían contra sus pretensiones de dominio absoluto. Además, se produciría la escisión: en una misma fábrica los que trabajaran en las máquinas se considerarían proletarios, y, en cambio, negarían tal título y las ventajas inherentes a él al cajero y a los demás empleados del despacho.

—Ahí Cosme Vila ha perdido un punto —le dijo Julio a Antonio Sánchez—. Lo inteligente es ganar posiciones creándose el menor número posible de enemigos. A menos —añadió— que se disponga de una superioridad numérica o material aplastante, en cuyo caso lo mismo da. Pero a esto no ha llegado Cosme Vila.

Y por ello sospechaba Julio que Cosme Vila se había opuesto la creación de la Milicia Popular armada; porque comprendía que a local o posición ocupados correspondería una interminable lista de descontentos. Y, en realidad, éste era el aspecto que Julio consideraba más grave de las bases: la Milicia Popular. El jefe de Policía sabía que mientras los guardias, los caballos, los fusiles y las porras estuvieran a sus órdenes, en un momento podría restablecer la normalidad, como había ocurrido cuando las barricadas de los anarquistas.

También el general estaba furioso por lo de la Milicia. Cuando Julio le llamó por teléfono, contestó: «¡Es absolutamente intolerable, y lo que deberían hacer ustedes es meter inmediatamente en la cárcel a toda esa gentuza!»

Julio no compartía la opinión del general. Julio no perdía la cabeza, pero al advertirle al Comisario que la situación era difícil, habló sinceramente… Los acontecimientos tomaban una dirección que nunca hubiera previsto y haría falta un gran tacto. Un instante en que Antonio Sánchez salió del despacho, le pareció sentirse fatigado. Se puso a jugar con la llave del cajón del escritorio, introduciéndola en la cerradura y sacándola de ella. Pensó un momento en Carmen Elgazu: «El odio a la religión los ciega a ustedes». De pronto, al ver el retrato de José Antonio, que, aunque puesto de cara a la pared estaba allí, se levantó indignado consigo mismo. Dijo: «Manos a la obra». Y tomó el listín de Teléfonos y llamó a los Costa y a Casal. Su decisión de rechazar las bases en bloque —acaso con ligeras salvedades— estaba tomada.

Cosme Vila había concedido ocho días de plazo. En aquellos ocho días era preciso crear un dispositivo que pulverizara los efectos de la huelga en el momento en que ésta se produjera.

Los Costa contestaron a su llamada. Al reconocer la voz de Julio, lanzaron una exclamación de júbilo. ¡Por fin! Los Costa no le perdonarían jamás a Cosme Vila que los hubiera incluido en el Apéndice del
Proletario
fumando un puro. Los dos industriales entendían que si habían conseguido fumar puros ello lo debían a una vida entera de trabajo y, por otra parte, su ideal era que los fumara todo el mundo. «Por el contrario, ese idiota de Cosme Vila —les decían a sus mujeres— lo que pretenden es que todos fumemos almendra tostada.»

También a Casal le alegró la llamada telefónica, a pesar de que al jefe socialista las bases no le daban ningún miedo. Al oírlas en el Teatro ya tuvo la seguridad de que serían un fracaso. Y luego se había afincado en su opinión. Los militantes de la UGT y otras personas neutrales consideraban todo aquello una aberración. Su propia esposa le había dicho: «Francamente, cuando vea a la mujer de Cosme Vila le diré lo que pienso de esto». Sólo los camareros le habían indicado a Casal: «Pues desde luego seis horas de trabajo no está mal…»

No obstante, algo preocupaba a Casal: la lucha que adivinaba en el interior de David y Olga. Se daba cuenta de que David y Olga vivían unas horas de auténtica prueba. Casal los sabía demasiado enteros para renegar de sus ideas a cambio de imponer el Manual de Pedagogía. Sin embargo, antes que otra cosa eran maestros; la profesión los obsesionaba.

Antes de salir para Jefatura les preguntó:

—Supongo que, haga lo que haga, estaréis conmigo…

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