Esta frase le salió casi en voz alta, de modo que Gorki le interpeló:
—¿Qué estás diciendo?
—Nada, nada —contestó Cosme Vila.
Morales proseguía su labor. Se sentaba frente a los interrogados. Recordaba los exámenes en el Instituto, cuando preguntaba a los alumnos: «¿Quiénes fundaron Roma?» Ahora las preguntas las hacía a hombres y eran mucho más importantes.
* * *
El comandante Martínez de Soria había procedido, sin saberlo, a una encuesta parecida. En realidad, cuantos oficiales, en la sala de armas, le habían dado su palabra de honor habían hecho con tal acto ofrecimiento de sus vidas. Y lo mismo los doscientos treinta y cinco hombres que sumaban las últimas listas —la lista definitiva— suministradas por los cuatro Partidos que él llamaba nacionales.
Pocas horas después de conocida la muerte de Calvo Sotelo había recibido la orden de prepararse. Ante la dramática situación, el Alzamiento se adelantaba en cuatro meses a la fecha prevista. De un momento a otro recibiría la orden de concentrar las fuerzas disponibles y declarar el estado de guerra en la ciudad. «Queda usted facultado para tomar las medidas que estime convenientes.»
El comandante se paseó por el cuartel, inhóspito y sucio. Leyó en los muros toda suerte de inconveniencias escritas por los soldados. Éstos, al licenciarse, querían dejar constancia de su desacuerdo. Ponían la fecha y el nombre, lo cual era honrado de su parte.
El alférez Roma y el teniente Delgado no se movían de su lado. Por fin el telegrama llegó, cifrado. Decía escuetamente: «Día 19».
Mateo recibió la orden mientras estaba preparando la comida de Pedro.
Le ocurría una cosa estúpida, sin explicación. Las horas se le hacían tan largas que continuamente se acercaba a la ventana de la cocina y miraba la inmensa mole de piedra del campanario de la Catedral. Y de pronto le parecía que este campanario, en el que el sol daba de lleno, empezaba a inclinarse, a inclinarse, que su base era móvil y que de un momento a otro caería sobre su cabeza. Mateo retrocedía en la cocina, tropezando con la silla de patas cojas. Se pasaba la mano por los ojos. Aquello era una pesadilla. Quería dominarse y volvía a la ventana. Luego se dirigía a los fogones a preparar la comida de Pedro.
Pedro se había dado cuenta de su nerviosismo y le había dicho:
—Si quieres, iré a buscarte una mujer. Tendremos las luces apagadas.
Mateo, por más esfuerzos que hizo, no pudo indignarse. Comprendió que tal vez Pedro estuviera en lo cierto. No obstante, se dominó. No sólo por el peligro y su promesa de vida casta, sino por Pilar. La Historia Universal continuaba ofreciéndole a menudo la entrañable plegaria: «Virgen Santa, Virgen Pura, haced que me aprueben de esta asignatura».
Rodríguez le dijo: «El día diecinueve, a las seis y media de la mañana».
La preocupación de Mateo era saber si subiría a ver a Pilar o no, antes de presentarse en el cuartel. Las seis y media de la mañana le parecía una hora inconveniente. A veces dudaba y pensaba: «Me parece que mi obligación sería subir a ver a mi padre, que se lo merece de sobra».
A Pedro no había podido sino arrancarle una confidencia: Estaba seguro de que en Rusia el hombre era feliz.
—Mi padre, en Rusia, no se hubiera suicidado —dijo.
Mateo le miró con simpatía.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque no, porque allí hubiera sido feliz.
Mateo intentó explicarle que en Rusia la felicidad era imposible porque los creyentes se veían perseguidos y los no creyentes llevaban en el alma, como en todas partes, la angustia de lo incompleto; pero Pedro negaba con la cabeza, mientras comía sardinas, que era lo que más le gustaba.
—Ojalá fuera esto como aquello. Mi padre no se hubiera suicidado.
El muro que constituía Pedro a veces descorazonaba a Mateo. Se preguntaba si después de la victoria conseguirían convencer a alguien. Pensando en los albañiles y el electricista, cobraba ánimos. Pero se decía que cada alma en torno suyo buscaba lo absoluto y que lo absoluto —bien claro se veía en San Agustín— no podría darlo aquí abajo ni siquiera Falange… Entonces llegaba Rodríguez y en el entusiasmo del guardia civil bañaba de nuevo su espíritu.
Mateo tenía otra preocupación: que el comandante Martínez de Soria les permitiera custodiar al general, al Comisario y a Julio García hasta que se decidiera sobre su suerte. Mateo creía que nadie como Falange era digna de confianza para tal misión.
Rodríguez le preguntó:
—¿Has tirado muchos tiros?
Mateo sonrió.
—En Madrid.
—¡Caray, cuántas cosas hacíais en Madrid! —comentó el guardia.
«La Voz de Alerta» y don Jorge supieron por Laura que se acercaba el momento de su liberación, pero no conocían la fecha exacta. Desde aquel momento vivían con el oído atento a las pisadas en la escalera. Reconocían el caminar de todos los de la cárcel y pronto se miraban decepcionados. Sólo el gitano les daba a veces alguna esperanza, pues el ritmo de sus pies era variable. Casi siempre subía soñoliento; pero alguna vez parecía bailar. Los pasos del baile les sugerían la imagen de un emisario haciendo tintinear las llaves… y llevándoles armas en abundancia.
Laura había conseguido introducir un revólver por entre las rejas. Don Jorge lo quería para él, «La Voz de Alerta» también. A veces, cuando Teo se paseaba por el patio, «La Voz de Alerta» le apuntaba con la imaginación. Pero en varias ocasiones había sentido pena por el gigante. Teo no parecía el mismo desde su entrada en la cárcel. La decepción que sentía por el hecho de que Cosme Vila no le liberara, era indescriptible. El mundo se le caía encima. Toda su escala de valores se veía transformada. «¡Yo, que hubiera dado la vida por él!» Tampoco se explicaba que no acudiera a liberarle la valenciana, Don Jorge había advertido que Teo, fuera del contagio de la multitud y separado de su carro, era un niño. La gigantesca plataforma de su carro y la multitud le convertían en algo que no era él, en un bruto, en un loco.
Uno de los abogados hacía observar a don Jorge y a «La Voz de Alerta» que probablemente también ellos habían cambiado… Fuera de la cárcel, imposible soñar en que hallaran un punto humano en Teo. Al oír esto, ambos pensaban en los consejos de mosén Francisco el día en que se confesaron con él. Y de rechazo en el peligro que continuaba cernido sobre sus cabezas. «Hacemos muchos planes de liberación y quién sabe si saldremos vivos.»
La ciudad comprendió que la hora crucial se acercaba, porque de pronto los trenes fueron suspendidos. Al parecer, en Barcelona existía un especial estado de alarma y se habían declarado varias huelgas y las comunicaciones habían quedado rotas. Los que tenían parientes en aquella capital se inquietaban.
El Responsable entendía que ya no podía dilatarse más el plazo concedido al comandante Martínez de Soria… Sus costumbres eran conocidas, la sublevación era inminente. ¡Manos a la obra! Se había decidido «disparar contra él con pistola, por la espalda, en cuanto doblara la esquina de la Plaza Municipal, bajo los arcos, al dirigirse al cuartel por la tarde, entre tres y cuatro». Existía allá una escalera que comunicaba con una extraña azotea… El fugitivo caería a través de ella en una buhardilla que ocupaba un limpiabotas amigo de Blasco.
Como autor del atentado se había designado a Porvenir. El Cojo fue considerado demasiado impulsivo. Era preciso apuntar a la nuca, como los guardias a Calvo Sotelo.
Era de suponer que el alférez Roma y los dos tenientes titubearían un instante y que su gesto sería el de atender al comandante al verle caer; aquellos segundos le bastarían a Porvenir —quien, por lo demás, iría disfrazado— para penetrar en el portal y cerrarlo. Porvenir le dijo a Blasco: «A ver sí tu camarada el limpiabotas me tiene preparada una media de ron».
La hija del Responsable le preguntó:
—¿No te temblará el pulso? Al fin y al cabo, el comandante es un hombre.
Porvenir negó con la cabeza.
—A su hija, no podría… —dijo. Luego añadió—: Pero a él, que lo parta un rayo.
Referente a mosén Alberto habían surgido dudas. En todo caso se vería luego. Primero interesaba el comandante, puesto que los trenes ya no marchaban y se esperaba de un momento a otro la noticia.
Y, no obstante… Porvenir pasó tres días disfrazado de otro ser, con bigote y barba, en la escalera que hacía esquina en la Plaza Municipal, sin ver al comandante.
El comandante no había olvidado la advertencia del Rubio. El hecho de haber desaparecido Ideal, Blasco y el resto le hizo suponer que el período de vigilancia había terminado; su última salida fue el día en que recibió el telegrama. A su regreso decidió permanecer en casa hasta la madrugada del día 19, con un fusil ametrallador al alcance de su mano.
El Cojo lanzaba terribles improperios: «¡Nos lo merecemos! ¡Por haber tardado tanto!» El Responsable estaba furioso. Ideal proponía asaltar el piso. «Nos achicharraría», contestaba el jefe.
Cosme Vila había desistido, por su parte. Supuso que el comandante habría aleccionado suficientemente a un substituto; y nada le molestaba tanto como una acción que creara enemigos y que no fuera eficaz en sí misma. Su única preocupación consistía en saber la fecha exacta, el día de la sublevación. Hablaba de ello con Julio. No conseguían dar con la llave. Julio se inclinaba a creer que sería el primero de agosto. Cosme Vila creía que antes. El doctor Relken, antes de marchar, les dijo: «De todos modos, Gerona tiene poca importancia. A la larga tendrán ustedes que correr la suerte de Barcelona».
El Responsable, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, alteró sus planes. Ordenó a Porvenir ocultarse en un piso frente al que ocupaba el comandante y en el que una vieja les alquiló una habitación exterior. Desde esta habitación se dominaba la salida de la escalera. Ideal y Santi se turnarían en la vigilancia; en cuanto el comandante asomara, Porvenir se lanzaría a la calle y se confiaría al azar.
El comandante suponía, más o menos, todo aquello, y vivía horas angustiosas, lo mismo que todo el mundo. El profesor Civil había ido a ofrecerse para salir con armas a escondidas de su mujer. ¡Era la primera cosa que le ocultaba desde la guerra de Cuba! Y sentía remordimientos. Sin embargo, el notario Noguer le había dicho:
—Se lo agradecemos mucho, profesor. Que una persona como usted se haya decidido, nos prueba que cumplimos con nuestro deber. Pero tal vez no hagan falta tantos hombres. En todo caso, no pierda cuidado; si le necesitamos, le mandaremos aviso.
El profesor se sintió algo humillado. Supuso que le rechazaban por la edad. También él oía dar las tres en la Catedral, las cuatro, las cinco, como Matías Alvear. A veces preguntaba: «¡Si me habré contagiado de ese diablo de Mateo!» Porque las peroratas del profesor en contra de la violencia habían sido muy numerosas, tanto como los alegatos en favor del concepto de Gobierno legítimamente constituido y similares; conceptos que daban risa a Mateo, que siempre le contestaba que era suicida y estúpido circunscribir el porvenir de la Patria a un problema jurídico.
Y a pesar de ello, el profesor Civil se había decidido. Se decidió el día en que vio a Vasiliev desfilar, entre una doble hilera de mujeres, ante la Cooperativa. En la mirada del ruso le pareció descubrir una ironía incalificable. «¡Mujeres españolas!», exclamó el profesor Civil. Pensó en la suya. Ignacio le hizo observar que aquella exclamación podía haberla lanzado Mateo. Por lo demás, Ignacio había observado que muchas personas, sin darse cuenta, utilizaban el lenguaje de Falange. El propio Prieto en sus discursos hablaba de «lo nacional», «de los valores del espíritu», de «las aventuras históricas». El subdirector hablaba «del hondo patrimonio de la raza».
El profesor Civil entendía que la cosa en él era más simple. Se había contagiado, no de Mateo, sino de Benito, de su hijo. Había claudicado ante él. El profesor quería demasiado a sus hijos para no hallar razones con que justificar sus locuras… y aun seguirlas. Su claridad mental y su dominio en el terreno teórico sucumbía frente al sentimiento de la familia. A lo largo de su vida se había dado cuenta de ello en ocasiones sin importancia; ahora la cosa había afectado a lo principal. El profesor decía: «Si uno de mis nietos, con una peonza en la mano, me pidiera que perdonara a los judíos, creo que les perdonaría».
Ignacio había sacado de todo ello una conclusión: la atmósfera reinante alteraba los cerebros. Se operaba una gran transformación. Se advertía incluso en los rostros. La Torre de Babel tenía una nariz más afilada que antes, con un punto de crueldad; Carmen Elgazu se hundía en sus grandes ojeras, que le infundían aspecto dramático. El flequillo de Marta había empequeñecido y ahora sólo le brotaban de la cara los ojos. Unos ojos decididos, serenos, negros, de una intensidad indefinible; mirando a Ignacio, a César, a Pilar, a todos, al comandante Martínez de Soria, a Padilla y a Rodríguez, a la ciudad, con todo el ardor de su juventud; mirando de vez en cuando, sin hablar de ello con nadie, al balcón tras el cual Ideal y Santi cuidaban de Porvenir como de un tenor en día de estreno.
* * *
El día 17, la señal de alarma resonó en la ciudad: algunas guarniciones de África se habían sublevado. El comandante Martínez de Soria no acertaba a explicárselo, pues la consigna era para el día 19. Supuso que el temor de que el Gobierno tomara medidas en aquella zona, considerada vital, había forzado a sus jefes a adelantarse a la Península en cuarenta y ocho horas.
Sin embargo, no se sabía nada. Sonaba el nombre del general Franco. Este nombre inspiraba gran confianza al comandante, porque conocía el prestigio del general entre las fuerzas de Marruecos. De todos modos, se hablaba más que nada de la Legión. «Entonces, es el teniente coronel Yagüe», informaba el comandante.
Imposible saber nada en claro. El coronel Muñoz había objetado: «¿Cómo puede ser Franco, si está en Canarias?» El coronel pretendía conocer a los jefes y estaba seguro de que Sanjurjo se hallaba en España desde muchos días antes y de que la cabeza directora de todo era el general Mola.
Hasta el día siguiente, 18, las radios no empezaron a dar noticias algo precisas. Lo de África era un hecho y no se trataba solamente de la Legión. Todas las fuerzas marroquíes y todas las guarniciones: Melilla, Ceuta, Tetuán, Larache… En el Banco hacían semana inglesa y el subdirector se pasaba las horas oyendo emisoras de onda corta. El Hermano de la Doctrina Cristiana estaba a su lado. El aparato lanzaba gritos de «¡Viva España!» En los llanos de Axdir, el Caíd había convocado a los guerreros de Beni Urriaguel y les había dicho: «¡Por la gloria de Dios, por la fuerza y el poderío que residen en Él. Al glorioso héroe, tan afortunado de mano, alma y corazón: al general Franco! ¡Que las bendiciones divinas sean sobre ti y los que contigo combaten en la buena senda! Nosotros no regresaremos de España hasta que los mayores y los menores gocen de vuestra paz. Porque Dios ayuda al siervo tanto como dure la ayuda del siervo a su hermano. ¡Y veréis como a nuestros heroicos hombres no les importa la muerte!»