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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (116 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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El catedrático Morales les contestaba:

—Aquí, obligar al alcalde a dimitir, y que el Teatro Municipal se llame «Teatro del Pueblo». Luego seguir escalando las bases, una a una. En toda España nos proponemos hacer lo que se hizo en Rusia. Con permiso de la UGT…

En el Banco, a Ignacio le habían dicho que podía tomarse las vacaciones anuales cuando quisiera. «¿Vacaciones…? ¿Para qué?» No podría salir de la ciudad, ni a Puigcerdá ni a la costa. No podía salir ni siquiera de su casa a partir de las ocho de la noche. Su padre se lo tenía prohibido. No hacía otro trayecto que el necesario para llegar a casa de Marta, adonde subía diariamente. «Ya me tomaré las vacaciones más tarde… Por Navidad o ya veremos.»

En casa de Marta parecía no ocurrir nada. El hecho de que padre e hija disimularan sus respectivas actividades los obligaba a hablar en la mesa de temas generales y a afectar aire tranquilo; y, sin embargo, se vigilaban más que nunca entre sí, y la esposa del comandante los vigilaba a los dos.

Ignacio le había dicho a Marta:

—Lo que no comprendo es una cosa. Con la mezcla que estáis haciendo —Renovación, CEDA, Falange, etc…—, ¿qué pasará si triunfáis? Supongo, desde luego, que se acabó la República…

Marta reflexionó.

—Ya ves —dijo—. Te juro que no había pensado en ello. Nunca se me había ocurrido pensar concretamente en lo que vendría después. No sé por qué me figuraba que pondríamos en práctica el programa que predica Falange.

Ignacio movió la cabeza.

—Eso demuestra muchas cosas, pero, en fin… Supongo que los de «arriba» saben perfectamente lo que quieren.

Marta reflexionó.

—Pues… te diré —replicó—. No sé si sabrán más que yo.

Ignacio hizo un gesto de asombro.

—¡Sí, hombre, no te extrañe! Supongo que de momento lo que quieren es restablecer el orden en la nación. Luego… no sé —prosiguió—. Por ejemplo, mi padre querría restaurar la Monarquía; pero tengo entendido que muchos de los generales que intervienen son republicanos y que quieren mantener la República.

Ignacio la oyó pensativo. Finalmente, dijo:

—Claro, claro… Seguramente todo depende de como vaya la cosa. De si resulta fácil o difícil.

Por primera vez, Marta, al oír aquello, le asió las muñecas y le miró profundamente a los ojos.

—Dime, Ignacio —preguntó, con voz dulce—. ¿Tú qué deseas, que resulte fácil o difícil…?

Ignacio le sostuvo la mirada.

—Siento decepcionarte… —contestó por fin—. Pero no puedo contestar como desearías.

—¿Cómo que no?

—No. Comprenderás… —añadió el muchacho— que no me hace ninguna gracia ver a la valenciana con un fusil apuntando a tu padre, a ti y a todo aquel que no vista mono azul. En fin, que no me hace gracia nada de esto. Ahora bien… tampoco veo claro lo que vendría después. De manera —concluyó— que mi papel es exactamente el de un imbécil.

Marta le soltó las muñecas. Bajó la vista y dijo:

—¿Continúas pensando que España no tiene salvación…? ¿Que no hay nada que pueda elevar los sentimientos de la gente, despertarla?

Ignacio se encogió de hombros.

—Lo veo difícil, la verdad… «La Voz de Alerta», el notario Noguer. ¿Qué es lo que los hará cambiar? Si ganan, volverán a las de siempre. Más duros que antes porque la conciencia les remorderá menos, puesto que han sufrido. Pero, en fin, no quiero hablar por los demás; quiero hablar por mí. No sé qué nos ocurre, Marta, en este país. Pero somos… yo creo que somos locos. Tú crees que yo vivo tranquilo, ¿verdad? Que pienso con la cabeza, que he mejorado mucho… ¡Cómo no! Aprobé segundo curso, ya no subo nunca a la UGT… Pues bien, te aseguro que estoy más excitado que nunca y que soy el mismo de antes o peor. Influible, según el clima me da. A ti misma te respeto… pero creo que por ti, no por mí, ¿comprendes? Creo que por miedo a perderte. Y en casa me domino los nervios porque mi madre lo merece. En fin, que si hubiera nacido en una esquina, a estas horas montaría en esos camiones o tal vez los volara en la carretera. ¿Qué esperanzas hay, Marta? Somos… ¡qué sé yo! El profesor Civil venga a hablar de la cultura mediterránea. ¿Por qué vemos gigantes en todas partes? Sí, claro, dicen que somos más sensibles que los demás, que nos anticipamos… Me gustaría que me convencieras de que lo vuestro es una cruzada, ¿comprendes? ¿Cómo puede ser una cruzada si la mayoría de los que la llevan a cabo…? ¡Sí, ya veo! La idea, superior al hombre, etcétera. Con medios mínimos se pueden obtener grandes resultados.

No sé, no sé. «Por sus obras los conoceréis…» Y te juro que las obras de don Jorge…

Marta le escuchaba emocionada. Miraba al muchacho que tenía enfrente, moreno, de rostro enérgico y trabajado, de expresión muy parecida a la de Matías Alvear, excepto en los ojos, que eran de su madre, de aire ligeramente madrileño a pesar de no haber vivido allí, y sentía que le admiraba. Admiraba su lucha, su franqueza. No le faltaba más que un empujón… Comprender que estaba precisamente en sus manos, en las manos de la gente como él y su padre, de la clase media eterna y sana, dar categoría y elevar el tono de la misión emprendida de reconquistar a España.

—Tu error tal vez consista en no ver más que «La Voz de Alerta» y que el notario Noguer… y que las personas como mi padre —le dijo—. Pero has de saber que hay otras muchas. Hay muchachos como Roca y Haro, como Padilla y Rodríguez, y personas como el subdirector de tu Banco. Habrá dos albañiles y un electricista… Mucha clase media, mucha. Será la base de la nación. Te comprendo muy bien, y no pretendo convencerte ahora. Ya lo verás por tus propios ojos. Mira… ¿Por qué insistir? ¿Quieres un detalle? Supongo que va a servirte de punto de referencia. ¿Sabes quién fue a ofrecerse para salir con arma? Adivina.

—No sé.

—Pues vas a saberlo: el profesor Civil.

* * *

Encabezando la lista de los vigilados figuraba el comandante Martínez de Soria. El Rubio fue quien se dio cuenta de ello. El comandante creía que su asistente se limitaba a sacarle brillo a las polainas, a cuidar de su caballo; en realidad, el Rubio le había tomado afecto, principalmente por ser el padre de Marta.

Y, además, conocía las maneras de sus antiguos camaradas. Le bastó ver a Ideal mirar al balcón ocultando el rostro para comprender que algo ocurría. Luego, ante el cuartel, vio a Blasco encendiendo un cigarrillo cara a la pared; más tarde a Santi sentado en la acera con aire aburrido.

Comprendió de qué se trataba. ¡Qué poco sabían disimular! De no ser la cosa trágica, pues soltar un tiro era a la vez lo más difícil y lo más fácil del mundo, el Rubio se hubiera reído. Sin embargo, sintió como un cosquilleo en el corazón. Y después de reflexionar con la nariz pegada a los cristales, le dijo a Marta:

—Marta, siento decírselo a usted, pero… creo que es mi deber, mire quién está allí.

Marta miró y vio a Ideal, detenido ante una tienda de plumas estilográficas.

—¿Y pues…?

—Quieren matar a su padre de usted.

Marta enrojeció y se volvió hacia el Rubio con actitud de pánico. Pensó en su hermano, caído en Valladolid. No sabía qué decir.

—¿Usted cree que…?

—Los conozco. Por eso se lo digo.

El Rubio le contó lo que venía observando de una semana a esta parte. Y concluyó:

—Avise a su padre sin tardar. Y mi consejo es que salga lo menos posible… y nunca solo. Y, desde luego —añadió—, que se busque otro asistente.

—Si yo le acompañara sería peor. No les importaría darme también a mí.

—Pero ¿por qué?

Marta conocía la historia. Comprendió que la razón era aceptable. Entonces sintió una ola de agradecimiento hacia aquel muchacho que Mateo consideraba demasiado frívolo. Pensó que Ignacio tenía razón cuando decía de él: «¡Bah! ¡Es más serio de lo que él mismo cree y de lo que su saxófono podría dar a entender!»

Marta no perdió ni un minuto y se dirigió al cuartel. En el camino, cerca, vio a Blasco encendiendo un cigarrillo… Pasó sin dificultad, los centinelas la conocían; y llegada al despacho de su padre le comunicó la advertencia que el Rubio acababa de hacerle.

El comandante Martínez de Soria se quedó de una pieza. Se pasó la mano por la cabeza.

Marta quería echársele al cuello, pero se contuvo. El comandante dijo mirando afuera:

—Claro, claro, he de ir con cuidado.

Y de pronto enrojeció. Le entró una rabia incontenible. Barbotó una retahíla de juramentos que por su incoherencia se parecían a los del general. Marta le escuchaba muerta de pánico. Nunca había visto a su padre en aquel estado, lo que le dio idea más clara aún del peligro que todo aquello significaba. En el patio del cuartel, unos pocos soldados se paseaban con aire provocadoramente aburrido. «¡Todo esto acabará, todo esto acabará!»

A decir verdad, la noticia sorprendió al comandante. Esperaba un ataque por el lado comunista, pero nunca por el lado del Responsable. De momento acusó al coronel Muñoz y a Julio de instigadores; luego murmuró, bajando el tono de voz para tranquilizar un poco a Marta: «No, no, nada de eso. Son ellos mismos, esa pandilla de cretinos».

Todo aquello reveló a Marta algo importante: que su padre no estaba exento de miedo. Durante varios minutos le notó en los hombros una inclinación inequívoca, que denotaba miedo. Luego dio la impresión de que intentaba dominarse, y de que por fin lo conseguía. La cólera se adueñó de su espíritu, o tal vez efectuara una autocura de pensamientos nobles.

Porque, si era cierto que fue el temor de un balazo en la sien el que al pronto paralizó al comandante, también lo era que, acto seguido, el hombre sintió con más fuerza aún la responsabilidad de lo que llevaba entre manos. Nadie más que él dirigía el movimiento en Gerona; si le ocurría algo, el enlace quedaría roto, otros tendrían que volver a empezar.

Pensó que el hecho de que sus atacantes fueran unos irresponsables tenía dos facetas opuestas. De una parte, parecía más fácil escapar a ellos, puesto que sus planes no habrían sido científicamente meditados; de otro parecía más difícil, puesto que cualquiera de ellos era capaz de dar la vida para acabar con la suya.

Reflexionó. Lo más urgente era conseguir que saliera Marta. Llamó a dos soldados y les ordenó que la acompañaran. Él quedó reunido con el alférez Roma y dos tenientes que con éste formaban su escolta de confianza.

Los oficiales se enfurecieron al conocer la noticia. Su juventud los movía a concebir planes de gran espectacularidad. El comandante disimulaba su estado de ánimo:

—¡Cuidado, cuidado, mucho cuidado!

Cuando calculó que Marta habría llegado a casa se hizo acompañar por todos ellos y salieron. Bajaron por las escaleras del Seminario. Andaban con naturalidad, pero entre todos vigilaban de continuo puertas, balcones y esquinas. No vieron a nadie sospechoso y alcanzaron con tranquilidad el piso. Sólo al entrar en él Marta les dijo:

—Mirad, allí hay uno de los centinelas.

Ideal continuaba absorto en la contemplación de las plumas estilográficas.

El alférez Roma le miró con infinito desprecio.

—¿Ese escarabajo?

El comandante, a la vista de Ideal, enrojeció de nuevo.

—¡Y pensar que esos tipejos tienen en jaque al Ejército!

El comandante Martínez de Soria seguía como todo el mundo el curso de los acontecimientos. Lo que más le indignaba eran «los ultrajes al Ejército». Según él, el Ministerio de la Guerra asistía impasiblemente a una serie de traslados y combinaciones, que afectaba siempre a los oficiales de más pundonor. Muchos ascensos y lugares de responsabilidad, en la mayoría de los casos eran concedidos a aquellos que eran considerados por sus compañeros como más ineptos. «Es más importante ser adicto al Frente Popular que haber defendido a España y tener una hoja de servicios impecable.»

Él se había salvado… por puro milagro. Su amistad con Goicoechea le había valido. «Personas como él —decía— mientras no les pegan un tiro no dejan de tener sus recursos…»

Por ello no admitía de ningún modo que un crío como Ideal pudiera tumbarle de un balazo. Después de muchos proyectos, que iban desde encerrar a todos los anarquistas en un calabozo en compañía de serpientes boas, hasta permanecer él recluido en casa, sin salir, decidieron algo que les pareció más decisivo: informar a Julio de lo que ocurría, advirtiéndole que respondía con su cabeza de la del comandante.

La idea fue del propio padre de Marta. Encargó de la misión al alférez Roma y al mayor de los dos tenientes, el teniente Delgado.

—Ya lo sabéis. Id a la Jefatura… y que la cosa no deje lugar a dudas.

Los oficiales continuaban pensativos. Les gustaba el proyecto, pero… todo lo que no fuera la supresión de los del complot lo estimaban insuficiente.

—Tranquilizaos, tranquilizaos —les dijo el comandante—. Eso no significa que me vaya a la Dehesa a exhibir el tipo. —Sonrió—. Oficialmente, hoy empiezo a estar acatarrado. —Les dio una palmada en el hombro y los acompañó a la puerta.

Marta moría de curiosidad por saber lo que se había decidido. Su padre le dijo, al verla salir precipitadamente de su cuarto: «Ya te informaré, pequeña, ya te informaré».

Los oficiales se dirigieron a Jefatura. Ninguno de los dos había hablado nunca con Julio. Le conocían porque su sombrero ladeado era inconfundible, así como su boquilla y su tez morena. Además ¿quién no sabía de él? Era el personaje más importante de la ciudad; tal vez seguido de cerca por Cosme Vila y por doña Amparo Campo. En efecto, ésta no le iba en zaga. El coche de que Julio disponía como Jefe de Policía raras veces estaba a su disposición. Doña Amparo Campo recordaba sus caminatas por los campos de la Mancha cuando niña y quería resarcirse. Apenas si saludaba a sus amigas como Carmen Elgazu. Vivía una vida de puro ensueño, limitada a deslumbrar a la criada, a contemplarse los quimonos y coleccionar chismes. Y le decía a Julio: «No comprendo que mantengas al Comisario en su puesto. Tan burro como es. ¿Por qué no ocupas tú también ese cargo?» En realidad sólo admitía como personas dignas de codearse con ellas al coronel Muñoz y al doctor Relken. «Doctor, véngase a comer con nosotros.» El doctor aceptaba casi siempre. «Pero, doña Amparo… poco aceite, poco aceite…»

La entrada de los dos oficiales en el despacho de Julio dejó boquiabierto al agente Antonio Sánchez. El alférez Roma no pudo dejar de mirar a la puerta de la izquierda, tras la cual sabía que continuaban cantando himnos subversivos Octavio, Haro y Rosselló. Luego dijo a Julio que querían hablarle a solas. Antonio Sánchez se retiró. Julio guardó consigo a Berta y el pisapapeles nevado. La conversación fue rápida, fulminante.

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