Julio estaba al corriente de aquello y le pareció comprender que el proyecto de los que empezaban a ser llamados «rebeldes» sería utilizar tropas marroquíes. «¡Bendiciones divinas! —ironizó—. Siempre lo mismo. Musulmanes defendiendo el catolicismo.»
Lo que no comprendía era cómo lograrían transportar las tropas a la Península, pues Julio estaba convencido de que la Marina se pon iría de parte del Gobierno y bloquearía el Estrecho de Gibraltar.
—Las transportarán por el aire —sugirió el agente Sánchez.
—No sé de dónde sacarán los aparatos.
A última hora se decía que el Gobierno era dueño de la situación.
Aquello desencadenó una crisis de alegría entre todas las personas opuestas a la sublevación. Casal, David y Olga no salían de la UGT, pendientes de la radio. Los Costa habían recibido una llamada telefónica de sus mujeres, desde País. «¿Qué pasa, qué pasa? Venid aquí con nosotras. Estamos asustadas.» Los Costa les prometieron ir, pero su intención era muy otra. La sublevación les había devuelto todo su entusiasmo democrático. Olvidaron la huelga, el cierre ilegal de los locales de derechas. Y pensaron con renovada seriedad en el problema de Cataluña. El arquitecto Ribas tenía razón. Aquello significaría el fin de Cataluña. Era la voz que se iba extendiendo por toda la ciudad. «¡Veríamos a los moros invadiendo Cataluña!» Alguien creía saber que el proyecto era trasplantar en masa la población catalana. Por fortuna, las noticias de África eran optimistas. «¡Y si fracasan en África ni siquiera se atreverán a continuar!»
Cuando uno de los guardianes de la cárcel anunció con indignación el levantamiento contra la República, «La Voz de Alerta» sonrió: «¿A eso le llaman República? Son una pandilla de bandoleros».
El comandante Martínez de Soria no se dejaba impresionar y comprendía que en África el movimiento había triunfado. Lo mismo que en Canarias. Era la primera etapa. Al día siguiente, 19, se decidiría la suerte de la Península…
El comandante temía que durante la noche el general y Julio mandaran ocupar la ciudad, tomando como fuerza básica los Guardias de Asalto. No suponía que se atrevieran a armar al pueblo.
Se acostó sin quitarse el uniforme, dispuesto a dormir intermitentemente. De vez en cuando se levantaba y, acercándose a la ventana miraba afuera. Al ver que todo estaba tranquilo y que las calles continuaban libres le decía a su mujer: «¡Cuidado que son ingenuos! No comprendo que no vean que eso tiene que ser hoy».
Empezó a clarear. El comandante Martínez de Soria saltó de la cama. ¡Era el momento! Su mujer se levantó a su vez y, aprovechando que el comandante había salido del cuarto, se arrodilló ante el crucifijo. El comandante, al regresar, la sorprendió en esta actitud. No dijo nada. Se le acercó y le dio un beso en los cabellos. Marta se estaba vistiendo en su cuarto. Tenía un botiquín sobre la mesilla de noche con las iniciales: CAFE.
Marta había advertido a su padre que los anarquistas vigilaban desde uno de los balcones de enfrente, por lo que el comandante había ordenado al teniente Delgado que fuera a buscarle en coche. De este modo a Porvenir o a quienes fueran, no les daría tiempo de actuar.
A las seis y cuarto llegó el Rubio. A las seis y diecisiete minutos, tres soldados de confianza. Los cuatro permanecerían en el piso custodiando a la esposa del comandante.
A las seis y veinte minutos un coche se detuvo ante la puerta, en silencio. «¡Ahí están!» El comandante y Marta bajaron saltando los peldaños. La portezuela del coche se abrió. Penetraron en él. «¡Viva España!» El teniente Delgado ocupaba el volante. Pisó el acelerador. El comandante le preguntó:
—¿Todo el mundo en su puesto?
—Todo el mundo, mi comandante.
Camino del cuartel se veían hombres que andaban pegados a los muros o por el centro de las calles, disimulando. Eran los voluntarios, los que habían prestado juramento.
Una hora después, la ciudad quedó ocupada. Todo funcionó con precisión matemática. Tropa, guardia civil y paisanos. El general, en pijama, daba vueltas en su cuarto, horrorizado. Sentados en tres sillas le contemplaban, arma al brazo, el alférez Roma, Benito Civil y un muchacho de la CEDA. Este último había pedido a una de las hijas del general una taza de café. El coronel Muñoz se encontraba encerrado en su despacho, en compañía del comandante Campos, bajo la vigilancia de un capitán, de Padilla y del hijo de don Jorge. El Comisario quedó detenido en su domicilio, lo mismo que Cosme Vila, el Responsable y Casal. Los únicos que no se habían dejado sorprender habían sido Julio y el doctor Relken. El doctor Relken salió la víspera para Barcelona, en coche. Julio no se hallaba en casa. Cuando el guardia Rodríguez, a las órdenes de un teniente, llamó a la puerta, salió con los ojos desorbitados doña Amparo y dijo: «¿Qué quieren ustedes? No está, no está». Registraron el piso y no estaba. Doña Amparo se negó a dar noticias sobre su paradero. «Le esperaremos», dijo el teniente. Y puso en marcha la gramola.
A medida que la ciudad despertaba, se iba dando cuenta de lo que ocurría. Era domingo. Muchas personas, al salir de casa con el misal en la mano, retrocedían un momento. ¡Hombres armados! Al reconocer a las personas que llevaban fusil, sentían que el corazón les latía con sentimientos indefinibles. ¡Dios mío, la suerte estaba echada! Algunos se alegraban francamente, otros lo consideraban una canallada. Más de una docena miraban a los paisanos voluntarios y se decían: «Yo debí hacer otro tanto».
En el campo contrario la reacción fue sórdida, de una violencia interior indescriptible. Los huelguistas salieron a la calle y sus miradas expresaban odio de siglos. Pero las consignas eran severas. ¡Dispersarse! Prohibidos los grupos de más de cuatro personas. El día se presentaba radiante. En cuanto alguien se resistía, las culatas de los fusiles se prestaban a actuar. En la actitud de algunos soldados se advertía cierta reticencia, pero los oficiales vigilaban de cerca. Los paisanos voluntarios cumplían su misión con una conciencia que llenaba de gozo al comandante.
Éste declaró el estado de guerra, montado en su caballo. Un momento pensó en el jefe que cayó en octubre, en idéntica actitud…
«La Voz de Alerta», don Jorge y los demás propietarios habían sido liberados. Teo, al verlos marchar, apretó los puños, aunque suponía que era el término legal de la condena. «¡Decidle a Cosme Vila que es un c…!» Todos los sentimientos humanitarios de «La Voz de Alerta» habían desaparecido.
Octavio, Haro y Rosselló salieron asimismo del calabozo. Estaban pálidos como víctimas de una enfermedad. Al ver aparecer, en el calabozo, el rostro de dos guardias civiles a aquella hora de la mañana, se habían mirado inquietos. Al oír ¡Viva España! se pusieron en pie de un salto. Al ver que se les tendía un fusil a cada uno, comprendieron. Cruzaron la puerta dando gritos y al asomar a la calle miraron al cielo nítido, y luego vieron a Mateo, que los esperaba sonriendo. «¡Arriba España!», gritó éste. Los tres falangistas querían abrazarle. «¡Arriba!», contestaron. Mateo les dijo: «Vuestro puesto está en el Hospital Militar. No perdáis tiempo. Presentaos al sargento Hurtado».
Mateo había salido a las seis y quince minutos. Pedro, que los domingos se levantaba tarde, al verle aparecer en el comedor y dirigirse a la puerta temió que se repitiera la escena del suicidio de su padre.
—¿Dónde vas? —le preguntó.
Mateo le dijo:
—A defender a España.
Pedro se incorporó. No comprendía. Temía que Mateo se hubiera vuelto loco.
Mateo le informó:
—Lo de África es cierto. Hoy nos toca a nosotros.
Pedro, súbitamente, comprendió. Le miró con ira repentina.
Mateo se le acercó con decisión.
—Te agradezco mucho lo que has hecho. Y no olvides que hay diez mil falangistas en España dispuestos a corresponderte en cuanto nos necesites.
No dio otra explicación. Comprendió que le sería imposible convencer a Pedro. Salió a la calle y no fue a ver ni a su padre ni a Pilar; directamente al cuartel. Pero pasó por la Rambla y su mirada se dirigió, emocionada, al balcón de los Alvear.
Todavía no había conseguido conocer a los dos albañiles y al electricista, los cuales montaban guardia en la estación.
Hacia mediodía, las calles se hallaban llenas de curiosos. En realidad, las fuerzas eran pocas, dada la extensión de la ciudad. Había zonas de ésta que daban la impresión de que la cosa no iba en serio. El espíritu crítico se adueñaba de muchos, pues había personas, como el subdirector, a las que el fusil en la mano les sentaba como alpargatas en día de fiesta. En cambio, don Jorge lo llevaba con maestría, lo mismo que don Pedro Oriol.
Se hablaba de sublevación en Barcelona, en Madrid y en todas partes. Alguien aseguraba que en todas partes era un éxito. Por el contrario, llegaban noticias de combates en las calles de Barcelona. La sublevación de algunas plazas, como la de
Zaragoza
, había dejado estupefacto al general. «¿Cómo es posible? ¡En Zaragoza está Cabanellas, republicano como yo!» El muchacho de la CEDA que le custodiaba levantaba los hombros irónicamente. «¡Qué le vamos a hacer, mi general! Tal vez Cabanellas no llevara mandil.» El alférez Roma reprendió severamente al chico. Su conciencia de militar le impedía mofarse del comandante de la plaza. A gusto le hubiera pegado un tiro al general, pero de ninguna manera consentiría ofenderle.
Ante los sindicatos, la guardia era sólida. Prohibida la entrada. Ello impidió las consabidas concentraciones. Los militantes de Cosme Vila, del Responsable, de Casal y los miembros de Izquierda Republicana y Estat Català se hablaban entre sí en una esquina, o se visitaban a domicilio. «¡Esto es intolerable! ¿Qué hacer?» Unos decían: «Yo tengo arma; yo un fusil, yo una pistola». Pero ¿cómo organizarse? Al saberse que los respectivos jefes estaban detenidos, el furor de unos y otros aumentó. «¡Hay que hacer algo!» El catedrático Morales temía que fusilaran a Cosme Vila. Olga estaba convencida de que lo mismo le ocurriría a Casal. «¡Hay que hacer algo!» Pero… aunque pocas, allí estaban, en lugares estratégicos, las ametralladoras. Y un par de cañones. Todos tenían la sensación de que habían sido unos imbéciles. «¡Si nos lo estaban diciendo ellos mismos!»
Era evidente que ante el enemigo común se despertaba de hombre a hombre un sentimiento de solidaridad. Muchos militantes se repartían por la ciudad en actitud provocadora. Elegían los lugares custodiados por los muchachos de la CEDA y de Falange. Se detenían y sacaban la petaca. Rosselló y el hijo mayor de don Santiago Estrada no se avenían a razones y se les acercaban apuntándoles. Ante el Matadero Municipal, Mateo ordenó a varios: «¡Manos arriba!» Y procedió a registrarlos. Halló un bulto extraño. Era una pipa. El militante sonrió. A otro le halló un revólver. Mateo se llevaba detenido a este militante. Un alférez se le acercó. «¿Qué ocurre? No hagas nada sin consultármelo a mí.» Fue el alférez quien se llevó al detenido.
Gran número de familias habían prohibido a sus hijos salir de casa. Algunas no les permitieron ni siquiera ir a misa. El número de personas que encontraban justificada la sublevación era crecido, pero de una parte el desconocimiento de las verdaderas intenciones de los militares y de otra el temor de que todo aquello fuera un fracaso, con las terribles represalias que ello traería consigo, mantenían los ánimos en un estado de angustia incalculable.
Matías Alvear había prohibido a los suyos que salieran. Sólo hacia las once de la mañana, al ver que en realidad en las calles no había nada que temer, accedió a los constantes ruegos de Ignacio y Pilar y permitió que ambos fueran a dar una vuelta, con la orden de no separarse. Ignacio quería ver el aspecto de la ciudad, a los sublevados en acción, y a Marta; Pilar quería ver a Marta con el botiquín… ¡y sobre todo a Mateo! Las cuatro horas de espera, de las siete a las once, se le habían hecho interminables. Continuamente oteaba la Rambla desde los cristales del balcón. Había visto a muchos soldados, al notario Noguer, a «La Voz de Alerta», pero no a Mateo. Al salir, cruzaron calles y más calles sin resultado. No veían ni a uno ni a la otra. Finalmente, delante del Matadero, vieron a Mateo.
Pilar perdió la respiración. Allí estaba su novio, con camisa azul, unas flechas bordadas en el pecho, arma al brazo. Pálido por la encerrona; larguísimos cabellos, que reclamaban unas tijeras. Mateo no la veía. Fue Padilla quien le dijo: «Me parece que allá viene alguien sospechoso».
Mateo se volvió como un rayo. Al ver a Pilar quiso acercarse, instintivamente. Pero el alférez le miró con fijeza. La chica vio que Mateo, sin insistir, desde lejos se dirigía a ella inclinando la cabeza, y comprendió que aquello era lo máximo que le estaba permitido. Apretó los dientes y se hubiera puesto a patalear. Entonces se dio cuenta de que a cinco metros escasos había una ametralladora y que unos soldados les hacían signos de que se alejaran. Pilar contempló aquel artefacto diabólico, nervudo, con tentáculos de muerte. Se hubiera echado a llorar. Quería gritar: «¡Mateo!»; pero éste había dado media vuelta otra vez, cumpliendo alguna orden. Por su parte Ignacio, al ver a su amigo con el arma, había recibido una impresión fortísima y todas sus conversaciones sobre la «dialéctica de las pistolas» le vinieron a la mente. ¡Mateo, en 1935, ya se había alistado a un proyecto de marcha sobre Madrid, desde la frontera de Portugal! Ahora observaba sus gestos siguiéndolos uno a uno. Al verle acercarse a un grupo de hombres y registrarlos, experimentó un indecible malestar, a pesar de que Mateo actuaba sin fanfarronería. Luego dirigió la vista hacia la ametralladora, lo mismo que Pilar. Y su angustia aumentó. El cañón, increíblemente estrecho y delgado, apuntaba a la fachada de Correos, a la puerta por donde a diario entraba y salía Matías Alvear.
Ignacio asió a Pilar del brazo. «¡Vamonos! Cuando todo esté terminado, que venga él a casa.» Pasaron frente al local comunista. Desierto. El letrero cubría el balcón como algo no estrenado. La Catedral dio las horas. La luz temblaba en Montjuich, como si las murallas sintieran vivir jornadas importantes.
Imposible dar con Marta. ¡Por Dios, que no le ocurriera nada! «La Voz de Alerta» gritaba en el Puente: «¡Dispersaos!» Llevaban arma personas que no se hubiera sospechado nunca. Varios empleados del Banco, bajo los arcos, usaban metáforas futbolísticas para profetizar la derrota de los militares.
De repente, Ignacio vio al comandante. Pasaba en coche, con el teniente Delgado, lentamente. El comandante sacó la mano por la ventanilla y los saludó a él y a Pilar. Pilar, sin darse cuenta de lo que hacía, se llevó la mano a los labios y les mandó un beso. ¡Continuaba queriendo mucho al padre de Marta! Le tenía por un valiente; y el comandante continuaba obsequiándola con
cocktails
a escondidas.