Julio le dijo a Mateo que al llegar noviembre no habría ocurrido absolutamente nada de particular. Tocante al escudo de la camisa, debía escoger entre quedarse sin escudo o sin camisa; y en cuanto al doctor Relken, no era alemán ni checo: era simplemente el doctor Relken, sabio arqueólogo, aficionado a antigüedades.
Julio le dijo a Mateo que no bastaban un pañuelo azul y un mechero de yesca para fundar una célula fascista en una provincia como Gerona, fronteriza, de gran responsabilidad. Hacían falta cierta experiencia, algunas canas e incluso simpatía personal. Tampoco bastaba con decir: «Me voy a Abisinia». Lo importante era ir; y en tal caso volver. De todos modos, que no se imaginara que una Jefatura de Policía era una tribuna dialéctica. De momento, las acusaciones contra él eran concretas y era preciso que las oyera, pues a pesar de todo la República no negaba posibilidades de defensa a ningún ciudadano. Quedaba acusado de haber intentado fundar en Gerona una asociación política declarada ilegal en Madrid, de haber utilizado para ello menores de edad y de haberles repartido armas, de estar dispuesto a obedecer a jefes de esta Asociación antes que a las autoridades gubernamentales, de haber confeccionado listas con miras a una acción de represalia, de participar en un movimiento clandestino de rebelión que se iniciaba y de haber entregado una carta al comandante Martínez de Soria, cuyo texto incitaba a éste a tomar el mando de dicha rebelión en la plaza de Gerona.
Durante todo este discurso, Mateo había continuado protegiéndose los ojos con su mano. De haber oyentes, se habría esforzado en esgrimir argumentos; allá entendía que no valía la pena. Estaba fatigado. Lo que deseaba era la sentencia, conocer la suerte que le esperaba.
La violencia de la luz había terminado por ocasionarle un vértigo tal, que a lo último oyó a Julio como si la voz de éste brotara del fondo de un parque con niebla. Ahora que se había hecho el silencio, el vacío era más intenso, más doloroso aún. Tenía la sensación de que esperaban algún comentario de su parte, unas palabras, la defensa que el Gobierno de la República no negaba a ningún ciudadano; pero no podía. De pronto se había quedado absorto, contemplando estúpidamente un objeto del escritorio, el pisapapeles, dentro del cual Julio, sin querer, había desencadenado una nevada.
Mateo tenía la sensación de que los músculos de su rostro se relajaban, de que alteraban su forma. La frente se le ensanchaba enormemente. Estaba seguro de que sonreía y por nada del mundo quería hacerlo en aquella circunstancia. La voz de Julio había callado. No se oía nada.
De pronto le pareció oír ruidos de puertas que se abrían, de pasos. Y al instante unas sombras se irguieron ante él, amenazantes, ocultando la sonrisa de Antonio Sánchez. Eran hombres, que se dirigían a él, que acaso quisieran esposarle o llevarle quién sabe dónde, acusado de tener un depósito de armas en el vientre de un pájaro disecado.
Mateo no pudo reprimir un grito de espanto, al reconocer, entre aquellas sombras, muy próximo a sus ojos, un objeto de su despacho que imaginaba lejos, un objeto agujereado, amarillento. Lo sostenían dos manos de venas rojas, que temblaban ligeramente: la calavera. La calavera de su escritorio. La hubiera reconocido entre mil. ¿Qué había ocurrido, por qué la habían llevado allí?
Entonces oyó claramente la voz de Julio, que le preguntaba:
—¿Reconoce usted eso…?
Mateo abrió los ojos. Advirtió con sorpresa que veía con claridad, que distinguía las formas. Una gran sensación de alivio le invadió. Miró a Julio, y vio que éste había reclinado contra la lámpara un retrato con marco. Reconoció en el retrato a José Antonio, que le miraba sin pestañear.
—Sí, le reconozco. Me lo dedicó en 1933, en El Escorial.
* * *
La gran sorpresa de Mateo fue que, a pesar de todo aquello y de la gravedad de las acusaciones, fue puesto en libertad. Julio subió a ver al Comisario y al bajar dijo:
—Bien, va usted a ver que no somos tan fieros como nos pintan. El Comisario dice que le soltemos. Así que queda libre; en cambio, sus tres camaradas, de momento, quedan retenidos en el calabozo. De todos modos considérese en libertad vigilada. Tenga la bondad de no ausentarse de Gerona, y de presentase cada cuarenta y ocho horas aquí. El agente de servicio en la puerta tendrá un libro de firmas a su disposición. Ahora puede usted marcharse, y perdone las molestias.
Mateo se levantó, desconcertado. Las piernas le temblaban. Tenía la sensación de que los ojos le hervían. Advirtió que la mecha amarilla le colgaba del pantalón y la introdujo en el bolsillo. Echó a andar en dirección a la puerta. Tropezó con un obstáculo imaginario. Luego recobró el equilibrio y salió.
No tenía idea del tiempo transcurrido. Vio que el agente de servicio no era el mismo. Aquello le hizo suponer que debía de ser muy tarde. Maquinalmente se tocó la camisa y vio que el escudo le había sido arrancado. Recobró la conciencia y una ola de indignación le invadió. Los últimos pasos hasta la puerta de salida los dio con su energía habitual.
Al llegar afuera vio inmediatamente unas sombras que se le acercaban: eran Pilar, Ignacio y Marta.
Las dos muchachas le asieron del brazo. Él preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las diez. Las diez menos cinco.
Antes de continuar miró al aire. Sintió que Pilar, Ignacio y Marta le llevaban calle abajo. Había un cielo rutilante, cielo de mayo, por encima de los tejados. Pilar le preguntaba:
—¿Qué te han hecho, qué te han hecho?
Mateo contestó:
—Dejemos eso; ya hablaremos.
Sentía el temblor de las manos de Pilar, asidas a su brazo. Miró a la muchacha. Vio sus brillantes ojos, su expresión dulcísima; percibió una gran atención en todo su ser. Pilar le llevaba como el mejor tesoro recobrado, como defendiéndole contra los transeúntes. Mateo sintió que amaba a aquel ser directo y sencillo. A pesar del peinado, poco elegante aquel día, pues, según dijo Pilar, tenía que lavarse la cabeza.
Al llegar a la Rambla, Pilar quería que subiera con ellos.
—No, no. Me voy. Mañana hablaremos.
—Sube a casa. Yo misma iré a avisar a tu padre y vuelvo.
Mateo dijo:
—No, de veras. Es mejor que vaya a casa.
Ignacio opuso que era lo más prudente.
—Yo te acompañaré.
—Te acompañaremos todos —dijo Marta.
Mateo pidió que sólo le acompañara uno de ellos: Pilar. Pilar le agradeció la elección. Sus dedos presionaron una vez más el brazo de Mateo. Ignacio dijo: «Mañana nos contarás…» Mateo respondió: «Nada, ha ido bien». Marta le estrechó la mano. «¡Arriba España!» Él contestó: «¡Arriba!» Mateo y Pilar echaron a andar.
Cruzaron el Puente de Piedra y tomaron la dirección del domicilio de Mateo. Había una extraña calma en la ciudad. La temperatura era templada y dulce. Circulaban pocas personas. Pilar quería decirle muchas cosas y no le salían. Andaban muy despacio, ella con su cabeza reclinada en el hombro de Mateo.
Sólo le preguntó, sin modificar esta posición:
—¿Qué eran unos paquetes que llevaban dos agentes que han entrado?
Mateo contestó:
—El retrato de José Antonio y la calavera. Pilar prosiguió:
—Te duelen los ojos, ¿verdad? —Un poco.
—Subiré a prepararte algo. —No, no hace falta.
Llegados frente a la casa, Mateo se detuvo. Sus dos manos retenían las de Pilar. Con sus ojos, que le dolían, miró los de la muchacha.
—Perdona, ahora tendrás que regresar sola.
—No importa.
Mateo prosiguió:
—Mañana iré a veros después de comer.
—De acuerdo. Por la mañana te telefonearé.
—No, no. Es mejor que no lo hagas.
Pilar calló un momento.
—¿No puedo hacer nada…? ¿No tienes que darme ninguna instrucción?
—Pues… sí. Espera un momento. Déjame pensar. —Inclinó la cabeza—. Sí. Vete a ver a Jorge y dile que mañana pase por la Tabacalera antes de las doce.
—Entendido.
Pilar deseaba que Mateo le diera un beso, pero éste no lo hacía. Pilar se puso de puntillas y le besó en la frente. Mateo le devolvió el beso. Se despidieron. «Vete de prisa a casa.» «Iré despacio, pensando en ti.»
Mateo se disponía a franquear el umbral de la puerta cuando percibió una sombra en el balcón. Era don Emilio Santos. Mateo sintió una gran emoción en el pecho.
—¿Subes? —le preguntó su padre.
—Sí.
Subió las escaleras apoyándose en la barandilla. Tenía ganas de abrazar a su padre cuando éste le abriera la puerta.
No tuvo necesidad de llamar. La puerta estaba entreabierta. La cabeza de su padre apareció tras ella. Don Emilio Santos le estrechó la mano e hizo: «¡Chiiissst…!» Y cerró la puerta sin hacer estrépito.
—Tienes visita —le dijo en voz baja.
—¿Quién?
—En el comedor. Dos guardias civiles.
Mateo tuvo un sobresalto.
—¿Qué quieren?
Don Emilio Santos dijo:
—No sé. No creo que tengas nada que temer.
Mateo se miró al espejo del perchero y se compuso la corbata sobre la camisa azul. Dio unos pasos y entró en el comedor.
Los dos guardias civiles se levantaron al verle. Uno aparentaba unos veinticinco años; el otro era bastante mayor, gordo y con cara de persona de gran fidelidad.
Mateo se les acercó. El mayor de ellos dijo:
—El capitán Roberto nos ha hablado…
Mateo los miró profundamente. Le pareció no equivocarse, leer sinceridad.
Contestó:
—Depende de vuestra capacidad de sacrificio.
El Tradicionalista
denunció a los gerundenses que la colocación de la bomba número cuatro fue ordenada por Cosme Vila en persona, y que Murillo, ejecutor del atentado, aprovechando la confusión, se había adueñado de una de las imágenes que cayeron a la calle y la había vendido al doctor Relken, «quien la guardaba, junto con otras piezas, en la habitación número veintitrés del Hotel Peninsular».
Don Pedro Oriol había supuesto que la denuncia provocaría gran revuelo. Alguien comentó en el Neutral: «¡Caray con el doctor! Mucho ateísmo y comprando santos». También el subdirector se indignó ante el hecho de que el doctor arramblara con obras de arte de la provincia. «Es la continuación de lo que hicieron los masones ingleses al quedarse con las catedrales católicas», dijo. Y también se indignó Cosme Vila. La acción de Murillo le sacó de quicio. Si Cosme Vila consideraba grave un delito en un militante comunista, era éste: sacar provecho de un acto de servicio. Pero aparte estas reacciones sueltas, la ciudad no hizo el menor caso de la noticia. Se esperaba el juicio del teniente Martín. Esto era lo importante. Esto, y la ejecución de los acuerdos de la Comisión de Seguridad, cuyos resultados se iban conociendo.
Todo el mundo sabía que don Jorge y «La Voz de Alerta» circulaban por los pasillos de la cárcel como tigres enjaulados. Jocosas anécdotas relativas a su comportamiento corrían de boca en boca. Unos contaban que a «La Voz de Alerta» le dolía terriblemente un diente y que, separado de su clínica, había pedido al gitano que se lo arrancara por el empírico método del cordel. Otros decían que el campesino que persiguió a un hermano suyo con una hoz, por entre los pajares, había escamoteado de noche el hongo, los guantes y el bastón de don Jorge, y ahora armado con estas prendas, perseguía al rentista y a los guardianes. Todo el mundo se reía. Algunos decían: «Deberían dejar ver todo eso los jueves y los domingos». Respecto a Octavio, Haro y Rosselló se contaba que se pasaban las horas en el calabozo cantando himnos subversivos, como el de La Legión, el de Falange, el
Giovinnezza
y el alemán. Los agentes habían tenido que amenazarlos con la porra. Se decía que el padre de Rosselló se había negado a interceder en favor de su hijo. «Quiere tener ideas propias: que pague las consecuencias.» La novia de Octavio rondaba todo el día alrededor de Jefatura, como buscando una brecha por donde introducirse.
Se suponía que todos estos detenidos tardarían mucho en ser puestos en libertad, pues a medida que el sumario avanzaba, nuevas acusaciones aparecían contra ellos. Respecto de Mateo, se decía que ahora pensaba celebrar las reuniones en el bar Cocodrilo. Alguien criticaba que hubiera sido puesto en libertad. Otros respondían: «Lo han hecho para ver si se hunde hasta el cuello». Varios fumadores aseguraban haber encontrado folletos clandestinos de Falange en los paquetes de picadura que la Tabacalera distribuía. Por otra parte, algunos soldados habían visto al muchacho hablando con el comandante Martínez de Soria en la Sala de Armas. «Fue allá donde le entregó la carta.» «Se les va a caer el pelo.» «Hay guardias civiles complicados en el asunto.»
La denuncia de
El Tradicionalista
se fundió como la nieve bajo aquella diversidad de preocupaciones. Por lo demás la contrarréplica en las páginas de las publicaciones locales fue fulminante.
El Demócrata
, tomando como base la alusión de
El Tradicionalista
al valor de la imagen adquirida por el doctor Relken, publicó en primera página, en la edición del día siguiente, una estadística firmada por el arquitecto Massana sobre las riquezas acumuladas por la Iglesia Católica en España. Según el arquitecto, las joyas de las coronas de la Virgen alcanzaban por sí solas una cifra astronómica. Sin contar el oro macizo de las custodias, sagrarios y candelabros. «Hay altares cuyas columnas laterales son de oro.» Se citaban los mantos de la Virgen de Toledo, de varias de Andalucía. Datos sobre Montserrat, sobre la Catedral de Gerona. Mosén Francisco, a quien la visita de Laura había puesto de buen humor, exclamó: «Es curioso. Hay detalles sobre San Félix que yo mismo desconocía. No sabía que fuéramos tan ricos». Carmen Elgazu comentó: «Claro, preferirían que esas joyas las llevaran las mujerzuelas».
Los estudios de este tipo interesaban grandemente a los lectores. Y sin embargo, ninguno de ellos obtuvo tanto éxito como el número extraordinario de
El Proletario
, que Cosme Vila lanzó dos días después de la nota de
El Tradicionalista
, como anuncio y preparación de la Asamblea General del Partido, con tanto fervor esperada.
Fue un número de dieciséis páginas, con un suplemento. Excelente papel, cubierta llamativa, impresión impecable. Tirada enorme, reparto gratis en Gerona y la provincia.
Cosme Vila había tenido la inteligente visión de abarcar a un tiempo lo mitológico y lo inmediato: con ambas dimensiones consiguió interesar a todo el mundo. Lo mitológico fueron las dieciséis páginas dedicadas íntegramente a Rusia, lo inmediato fue el suplemento, dedicado a personas y sucesos de la localidad.