Los cipreses creen en Dios (94 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Aunque la explosión sólo fue oída por los vecinos de aquella parte de la ciudad, pronto la cosa se supo y cundió el pánico. Casal salió del taller de
El Demócrata
y se dirigió a la UGT. David y Olga le imitaron. En el Banco de Ignacio se interrumpió el trabajo. El Comisario ordenó fuera de sí: «¡Que se vigile la Telefónica!»

Un cuarto de hora después sobrevino la segunda detonación, mucho más intensa. Provenía del lado de Montjuich. Alguien dijo que se trataba de un barreno en las canteras, pero pronto quedó en claro que se trataba de algo mucho más grave: del polvorín.

—¡Imposible! —clamó el Comisario.

Julio meneó la cabeza con aire que no dejaba lugar a dudas.

El coronel Muñoz no comprendería nunca cómo fue posible que la bomba no causara ninguna víctima. Al parecer, la escuadra de servicio se había alejado circunstancialmente a cortar leña; el centinela, fusil al hombro, se había sentado detrás de una roca, a unos trescientos metros de allá.

Se opinó que era abandono de servicio. El centinela prefirió esto a haber quedado descuartizado.

Por fortuna, en el polvorín había muy poca cosa. Una semana después de las elecciones había sido retirado el material. Sin embargo, algo quedó, por lo que el estruendo fue tal, que las mujeres que lavaban en los arroyos del valle de San Daniel se asustaron; y a este lado de la montaña se asustó todo el personal del cementerio: el sepulturero y los muertos. Los soldados de la Guerra de África abrieron los ojos como si se encontraran de nuevo en 1921, cuando las emboscadas de los moros.

En cambio, los vivos parecían tocados de inconsciencia. Sólo las mujeres y los niños se encerraban en las casas, y algunos establecimientos bajaron con rapidez sus persianas metálicas. El resto de la población —taxistas, cobradores de Banco, camareros, etc.— se habían apostado en las esquinas a pesar de que los guardias de Asalto intentaban con renovada energía impedir las aglomeraciones.

Julio le decía a su fiel agente Antonio Sánchez:

—Lo terrible de esa gente es eso, que son poetas. ¿Dónde estallará la tercera? No se sabe. Imprevisible en el tiempo y el espacio. Las patrullas buscaban inútilmente a los anarquistas por las calles. Todos habían desaparecido. ¿Bombas de reloj? ¿Caídas del cielo? Acaso no estallara ninguna más.

A las once en punto, las personas que se hallaban en la Plaza de la Independencia oyeron el tercer estruendo. Pero fue un simple petardo. Un gran susto y nada más. Estalló en la mismísima Inspección de Trabajo. El Inspector, amigo de Largo Caballero, se tiró al suelo y se refugió bajo el escritorio. Al ver que no ocurría nada, cerró el puño y gritó: «¡Pronto sabréis quién soy!»

En aquel momento, toda la ciudad se sentía indefensa, a merced del Responsable. Incluso el coronel Muñoz. Al coronel, cualquier cordón que se arrastrara por el suelo en el cuartel le parecía sospechoso.

Todo el mundo se sentía a merced del Responsable, excepto Cosme Vila. Cosme Vila, a quien Teo tenía al corriente de cuanto ocurría, entendió, por el contrario, que el Responsable había perdido definitivamente la batalla en el momento de ejecutar el primer atentado.

—Analizad la situación —les decía a los suyos, los cuales miraban con inquietud el desarrollo del plan anarquista—. No os dejéis llevar por la espectacularidad del momento. Basaos en los hechos. ¿Qué buscaba la CNT? El paro de las fábricas, gracias a las barricadas. ¿Qué consiguió? Las fábricas y los talleres zumban que da gusto; las barricadas ya no existen. Luego cortaron la luz, el gas y el agua. También ahí han capitulado de una manera imbécil. Por burros, pues esta arma es revolucionaria ciento por ciento. Todo ese ruido de ahora no es más que el clásico funeral. Lo único que no debían haber hecho era eso: disgregarse y soltar bombas; lo que tenían que hacer era lo contrario: unirse y presentarse como mártires. ¡Qué se le va a hacer! A la gente no le gusta que la metralla le roce la cabeza; sobre todo, cuando solo se la roza, sin arrancársela. Así que, han perdido la oportunidad. ¡El polvorín! ¿Para qué? Para que el general les enseñe las polainas. La Dehesa, la Inspección… Eso es lo absurdo, lo propio de locos: entrar en litigio con el Inspector de Trabajo y echarle un petardo a él, en el escritorio.

Los oyentes se rascaban la cabeza. A todos les parecía que tener a la ciudad en un puño era en cualquier caso una demostración de poder.

—No seáis burros. Lo que hay que ver es lo que vendrá luego. Se han echado la opinión en contra.

Teo opinó:

—Pero han sembrado.

—¿Sembrado…? Sí, para nosotros.

Hubo un momento de perplejidad.

Cosme Vila dijo:

—El Inspector estará ahora como un cordero conmigo.

Nadie concedía a esto la menor importancia.

—Es esencial, teniendo en cuenta que el sábado a más tardar llegará nuestro turno, ¿no es eso?

—¿Qué turno?

—Nuestra presentación de Bases —explicó Cosme Vila—. Bases en serio, científicamente revolucionarias.

El jefe los miró de uno en uno. Le pareció que sus palabras abrían brecha. La valenciana estaba nerviosa y como preguntando a qué se esperaba.

Cosme Vila se dirigió a ella.

—¿Qué…? —le preguntó, en tono que todos sabían que preludiaba una súbita decisión—. Te gustaría meter baza cuanto antes… No estás convencida, ya lo veo…

Ella se sentó, con gesto aburrido.

—Pues… si quieres… puedes empezar —añadió Cosme Vila, acercándose al escritorio—. Puedes acompañar a ése. —Y señaló a Murillo.

—¿A qué? —preguntó el aludido.

Cosme Vila, que había adquirido expresión grave, abrió un cajón, sacó un paquete y se lo entregó.

—A redondear el prestigio del Responsable.

Todos quedaron estupefactos. El paquete contenía un objeto pequeño, ovalado, que pesaba increíblemente. Cosme Vila había tomado asiento.

Todo aquello era inesperado.

—¿Adónde hay que llevarlo? —preguntaron.

—Si no tenéis nada que objetar —dijo Cosme Vila—, yo escogería el Museo Diocesano.

Fue la orden. Orden recibida con extraño temor y extraño júbilo a la vez. Teo se hundió en un sillón, desesperado por no haber sido el elegido. Víctor se tocaba la cabellera. Murillo, con su gabardina sucia y sus bigotes de foca, sostenía el artefacto como quien sopesa un metal precioso.

Todo salió a pedir de boca. La orden fue cumplida sin pérdida de tiempo, con rapidez increíble. Hasta el punto que los guardias y los taxistas que rondaban la Plaza Municipal, en la que se hallaba el Museo Diocesano, no se explicarían nunca cómo había ocurrido aquello, ante sus narices, mientras ellos vigilaban. Al oír la detonación, seca, próxima, terriblemente próxima, puesto que la madera y los cristales del balcón que tenían encima de la cabeza saltaron hechos pedazos, se tiraron al suelo, cortada la respiración.

Murillo había entrado en el Museo tranquilamente, pues era día de visita. Lo había recorrido de un extremo a otro sin que ello asombrara a nadie, pues con frecuencia subía a él a contemplar imágenes antiguas. Antes de bajar, dejó su huella tras una puerta. Fue esta huella la que estalló minutos después.

Cosme Vila hubiera preferido los salones del fondo, donde había dormido el Padre Claret; pero Murillo, por razones personales, prefirió el salón rectangular, alto de techo, en que se erguía sobre pequeños pedestales la colección de vírgenes policromadas.

La valenciana, que esperaba en la calle a su lado, aprobó su plan. Lo aprobó porque de pronto, al tiempo que los guardias y los taxistas se tiraban al suelo, vio descender del balcón una catarata de miembros sueltos de aquellas vírgenes. El espectáculo la entusiasmó, sobre todo en el momento en que una cabeza de Niño Jesús, rebotando en el empedrado, fue a parar a sus pies. Estuvo a punto de recogerlo y gritar: «¡Otro hijo, otro hijo! ¡Seis hijos!» Pero el movimiento de los guardias le llamó la atención. Algo ocurría. Algunos de ellos se habían levantado y entraban precipitadamente en el lugar del atentado. Entonces Murillo oyó decir a un taxista que una de las sirvientas de mosén Alberto había sido hallada detrás de una puerta, con la cabeza reventada a causa de la explosión.

Inmediatamente la Plaza Municipal se llenó de personas de rostro airado, corrió la voz y, mientras el Responsable y Porvenir recibían en el Gimnasio la visite de unos agentes que los invitaban a seguirlos, aquellas personas vieron detenerse una ambulancia frente al Museo, bajar de ésta unas parihuelas y que la ambulancia tomaba la dirección del Hospital.

Alguien dijo que el corazón de la mujer latía aún, que el doctor Rosselló intentaría salvarla.

Mosén Alberto se encontraba en Palacio cuando la noticia llegó a sus oídos. Palideció, apoyó su mano en la pared y, tomando su manteo y poniéndose el sombrero, bajó las escalinatas. Camino del Hospital sentía que algo le pedía paso a través del pecho. ¡Ni siquiera sabía de cuál de las dos sirvientas se trataba! Lo único que sabía seguro es que le habían dicho: «Ha muerto».

Llegó al Hospital y vio encogido al campanero, como pidiendo perdón por algo. Una monja le acompañó al quirófano. El doctor Rosselló salía de él, confirmando que no podía hacer nada. Mosén Alberto se acercó a la mesa de operaciones, en la que una sábana cubría un cuerpo. Levantó la sábana. La impresión que recibió fue imborrable. Esperaba ver un rostro dulce y apacible y se encontró con una cara monstruosa. Tampoco reconoció cuál de las dos sirvientas era. No se enteró de ello hasta que vio a la menor de las dos arrodillada junto al cadáver, con las manos en el rostro.

No sabía qué hacer; tenía ganas de tocar con su mano la cabeza de la superviviente, para consolarla, pues era notorio que esta sirvienta se sentía definitivamente sola, vacía, como si con la muerte de su hermana le hubieran extraído también a ella la substancia vital.

Mosén Alberto propuso rezar el Rosario. Las monjas le advirtieron que el director del Hospital lo tenía prohibido, y que, por otra parte, era preciso desalojar el quirófano.

Entonces el sacerdote salió lentamente. Vio de nuevo al compañero, erguido ahora como un juez. Y luego, al doblar uno de los pasillos, se encontró cara a cara con Carmen Elgazu, quien, vestida de negro y acompañada de Pilar, al reconocerle se dirigió a su encuentro con expresión emocionada.

Mosén Alberto les dijo: «Es mejor que no entren». Pilar miraba los blancos pasillos con temor pánico. Si alguien pasaba, se sentía aliviada; pero si el pasillo quedaba desierto, el vértigo la ganaba, y se apoyaba en el antebrazo de su madre.

Había enfermos que iban y venían, preguntándose cuándo terminaría aquel espectáculo. Carmen Elgazu insistió en ver a su amiga muerta. Se despidió del sacerdote. Una vez en el quirófano dio pruebas de una entereza admirable. Puso en el pecho de la sirvienta una estampa de la Virgen de Begoña. A Pilar le dijo: «Esto es la muerte, hija mía». Pilar había quedado como hipnotizada ante el cadáver. Era el primero que veía. Le pareció recordar que alguien, a veces, tenía expresiones parecidas a aquélla, horrorosa, de la sirvienta. Carmen Elgazu fue quien ayudó a la hermana menor a levantarse y quien la condujo afuera, en dirección al Museo, ofreciéndose para quedarse en la casa y cuidar de todo.

En la Plaza Municipal ya no encontraron a nadie. Sólo había dos guardias de Asalto, de centinela ante la puerta del Museo. Los barrenderos habían amontonado en un rincón del patio los miembros de las Vírgenes que habían caído a la calle. El doctor Relken estaba allí, tenía entre las manos un brazo romántico y había pedido permiso para examinarlo. Pilar le dijo a su madre: «Es el doctor Relken». En la ciudad no se hablaba más que de la bomba número cuatro.

Según le dijeron los dos guardias al doctor Relken, los anarquistas iban a pasarlo mal. «Esta pobre mujer no tenía nada que ver.»

El doctor Relken les preguntó si había pruebas de que ellos habían sido los autores. Uno de los guardias le miró con sorpresa. «No importa si las hay o no. Se sabe que han sido ellos.» El doctor movió la cabeza.

Capítulo LXVIII

Ignacio había asistido al desarrollo de aquellos alborotos con el ánimo en suspenso. Le parecía imposible que las autoridades no zanjaran la situación de una plumada. A David y Olga les decía que permitir aquel estado de cosas era vergonzoso, fuera de toda medida. David y Olga, también muy disgustados, le contestaban: «Ahora se pagan las consecuencias».

Los maestros estaban seguros de que las gestiones de Casal acabarían dominando la situación. «No ha estallado ninguna bomba más. Y por otra parte Julio llevaba veinticuatro horas interrogando sin descanso al Responsable y Porvenir. ¿Qué más podía hacerse?»

Ignacio, oyéndolos, se puso más furioso aún. La muerte de la sirvienta le había afectado mucho más que si se hubiera tratado de un ministro. David y Olga le aconsejaban que no exagerara las cosas. «Ya, ya, no exagerar —replicaba Ignacio—. Es muy bonito hablar cuando se está a este lado de la barrera.» Y lo mismo le ocurría en el Banco. En el Banco la indiferencia por aquella muerte era total. Lo que preocupaba a los empleados —excepción hecha del subdirector y del cajero— era que de la experiencia de Control obrero no quedaba ni rastro, y lo único que los animaba era el rumor de que Cosme Vila y Casal iban a presentar las bases que servirían de réplica a las del Responsable.

Ignacio no encontraba motivos de satisfacción sino en la familia. En su madre, lavando platos en el Museo; en Pilar, ofreciéndose para velar en el Hospital el cadáver de la sirvienta; en César, escribiendo desde el Collell: «Ya he aprendido a poner inyecciones. En este mes llevo dieciocho sin romper una sola aguja».

Y en Matías Alvear. Matías Alvear reconciliaba a Ignacio con la humanidad porque le veía sufrir tanto como él sufría, a pesar de que en Telégrafos, según contaba, la vida no se detenía. Los telegramas continuaban llegando como si nada ocurriera en la ciudad. «Salgo mañana tarde.» «Nacido varón. Abrazos.» El día en que murió la sirvienta nacieron más de veinte varones en la provincia.

¡Qué hombre su padre! Sufría, pero no perdía la serenidad. Seguía al dedillo el curso de los acontecimientos, en compañía de don Emilio Santos. Era consolador verlos a los dos por la calle, siempre pulcros, siempre correctos, saludando con cordialidad al más humilde de los conocidos. Al despedirse no se daban la mano, pero se quitaban el sombrero. Para el muchacho constituían la prueba irrefutable de que las bombas no lo destruían todo.

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