El Responsable, que liaba un cigarrillo, no se inmutó.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Eso es todo.
El Responsable salió y convocó Asamblea General.
—¡Camaradas… desde 1933 un Gobierno cavernícola nos ha tenido así! —Hizo ademán de enroscar un tornillo—. ¡Ahora el pueblo gana las elecciones, la CNT presenta sus Bases y se nos contesta que los patronos no soltarán eso y que nosotros lo echaríamos todo a rodar! ¡Camaradas, en Gerona hay tres mil familias trabajando para una docena de propietarios! ¡La CNT se lanza al combate y declara la huelga general!
Huelga, huelga… La palabra llegó inmediatamente a oídos de la población.
Julio, al leer la noticia, llamó por teléfono al Gimnasio.
—Sois unos idiotas —dijo, sin preámbulo—. Me obligaréis a sacar las fuerzas de Asalto.
Le respondió Santi, que era el único anarquista que había quedado de guardia. Santi puso el auricular boca abajo e hizo: ¡Uh, uh…!
A los anarquistas de la ciudad se unieron inmediatamente los de la periferia, así como algunos descontentos por la premiosidad con que actuaba la UGT.
Cabía la esperanza de que el movimiento fuera caótico, sin sentido; pero ésta se desvaneció pronto. La huelga fue organizada según los métodos más ortodoxos. El Responsable entendía de aquello más de lo que el Inspector de Trabajo suponía.
Cosme Vila y Casal publicaron una nota dirigida a sus afiliados respectivos. «Acudid al trabajo, excepto en el caso de que los huelguistas usen de la violencia.»
El Responsable meditó un minuto largo… Sus hijas estaban a su lado. «Si te rajas, te habrás lucido.»
El Responsable dijo: «A las doce en punto, todos reunidos en el puente de Piedra».
La orden fue cumplida estrictamente. A medida que se acercaba la hora, el grupo iba aumentando en número. Laura desde el balcón calculó en mil individuos los que se concentraban.
Los obreros que no se habían solidarizado con la huelga tomaban la cosa a broma. «Si no sacáis los tanques…»
Y, no obstante, pronto tendrían que cambiar de opinión. A las doce y cuarto, a una orden de Porvenir, cada grupo salió disparado hacia una dirección que le había sido fijada previamente. Unos carros se les habían anticipado, descargando en las aceras sacos de arena, piedras y ladrillos. A la vista de este material el entusiasmo de los amotinados creció. El Responsable movía sus ojos a uno y otro lado.
En un santiamén, ante cada puerta de fábrica y taller, brotó una barricada. Las piedras y los ladrillos estaban en el suelo, al alcance de la mano.
Entre los edificios ocupados se contaban la Central Eléctrica más importante de la ciudad, la Fábrica de Gas y el Suministro de Agua, si bien el Responsable había ordenado que de momento se asegurara el funcionamiento de estos Servicios.
La ciudad entera quedó asombrada ante aquella súbita demostración de fuerza. Cosme Vila y Casal comprobaron que ni un solo establecimiento industrial había sido olvidado. «Por lo menos el fichero de que disponen es tan completo como el nuestro», admitieron.
Los más asombrados… los Costa. Los Costa se dieron cuenta de que a ellos no se les exceptuaba ni se les diferenciaba de patronos monárquicos como don Pedro Oriol. La fundición fue bloqueada, así como las canteras y los hornos de cal. Entonces comprendieron la alusión del cantero el día de la comida de hermandad. Sin embargo, no era cosa de permitir que los pisotearan. «Vamos a poner los puntos sobre las íes.»
Los Costa visitaron a Julio. Julio los recibió acariciando a Berta, lo cual los dejó perplejo. Los dos industriales ilustraron a Julio sobre las pérdidas que para ellos y la ciudad acarrearía aquella huelga estúpida. Julio les contestó:
—No puedo decirles sino una cosa. Hablaré con el Comisario, con el Alcalde, con todo el mundo. Intentaremos hacer entrar en razón a los huelguistas. Sin embargo, he de recordarles que la huelga es un derecho, y que si se formó el Frente Popular fue para conseguir ciertas libertades. Siento hablarles así. No diría esto a cualquiera, pero estimo que dos diputados republicanos tienen suficiente preparación política para comprender que, un mes después de haber ganado las elecciones gracias a los votos de los obreros, no podemos dar orden de utilizar las porras si se extralimitan un poco.
—¿Un poco?
—O mucho, lo mismo da. Por lo demás, a esos murcianos, por ejemplo, les impresionará muy poco el argumento de las pérdidas. Contestarán que ellos no han tenido nunca nada que perder.
Los Costa salieron más que inquietos y sólo su temperamento optimista les impidió tomar alguna intempestiva resolución. Sus esposas les dijeron:
—Nosotras, lo que haríamos es cerrarlo todo. Al fin y al cabo, con lo del Banco y lo de casa ya tendríamos para vivir. ¿Por qué no?
Anda, pensadlo. Nos iríamos a vivir a País. Los papas más que contentos con ese par de críos.
Un capítulo de responsabilidades se abría ante los Costa. En Izquierda República había mal humor por la huelga, por las noticias que traían los periódicos. Era cierto que en Toledo, Madrid, Cádiz, Granada, se multiplicaban las manifestaciones revolucionarias y en muchos otros lugares el fuego enlazaba uno a otro los campanarios. Los Costa decían que Azaña hacía cuanto podía para contener aquello, lo mismo que Indalecio Prieto. «Parece ser que Azaña confía en Cataluña, Vascongadas y Galicia para que le ayudemos a mantener las riendas. Por eso concede el Estatuto y da todas las facilidades. Y, sin embargo, ya lo veis. Aquí mismo, tan moderados, se permite que hombres como el Cojo anden sueltos con ladrillos en la mano.»
A las setenta y dos horas de huelga el Inspector telefoneó a Julio:
—El Responsable acaba de mandarme un ultimátum.
—¿Qué ha hecho usted?
—Nada. No transigir.
Julio le felicitó; y, sin embargo, la respuesta del Comité de Huelga fue fulminante: se dio vuelta a las llaves. La electricidad, el gas y el agua fueron cortados.
El triple corte provocó la mayor confusión que se recordaba en la ciudad. Todo quedó a oscuras. El inspector intentó telefonear de nuevo a Julio. Las tiendas cerraron en el acto, los grifos de los lavabos dejaron caer su última lágrima, en las cocinas se oían las más extravagantes maldiciones.
El Comisario, Cosme Vila y Casal opinaron que la insolencia pasaba de la medida.
A Casal, el apagón le sorprendió en el momento en que ultimaba la tirada de
El Demócrata
. La máquina paró en seco y las bombillas se apagaron. El aprendiz del taller encendió una vela. ¿Qué ocurría? En realidad, se encendían velas en todas partes. Casal comprendió en seguida de lo que se trataba y salió a la calle, dirigiéndose a la UGT. Al entrar en el local recibió una impresión fortísima, pues le pareció que entraba en una iglesia, dado que David y Olga habían ido a comprar cuatro velas. Lo mismo ocurría en la Jefatura de Policía y en el Partido Comunista. El despacho de Cosme Vila parecía un altar, en el que Stalin era el santo, pues su retrato se hallaba rodeado de velas.
Casal y Cosme Vila se pusieron inmediatamente al habla, acuciados, además, por Julio, a quien doña Amparo Campo había ido a ver diciendo: «¡Te irás a cenar al restaurante! Sin agua no se puede cocinar».
Cosme Vila comprendió que el Responsable, por encima de los lamentos de las amas de casa, estaba a punto de conseguir un éxito rotundo, pues la reacción en general era favorable. Se hubiera dicho que el propósito anarquista de llevar las cosas hasta el fin se contagiaba incluso a personas a las que todo aquello perjudicaba. Se oían frases sintomáticas. «Desde luego tienen razón. La Fábrica Soler ganó en 1935 seis millones de pesetas.» «Si las autoridades no intervienen es porque comprenden que están en falso.» «Vale la pena estar unos días sin agua si a fin de año le dan a uno un cheque…»
Cosme Vila le dijo a Casal:
—Ya sabes mi criterio. Los anarquistas son una pandilla de bandoleros. Os dije que los tratábamos con demasiadas contemplaciones. Ahora, desde luego, se ha terminado. Tú verás si me sigues. Yo, desde luego, pienso pedir fuerza armada y salir en su busca.
Casal frunció las cejas.
—No comprendo —dijo—. ¿Qué te propones?
—Que el lunes, a las ocho en punto de la mañana, tus afiliados y los míos vayan a trabajar, cueste lo que cueste.
Casal se rascó la cabeza.
—Julio no querrá ayudarte.
—Julio ayudará. Esto le conviene menos que a nosotros.
Casal comprendía que lo absurdo había sido no resistir al principio.
—Debimos entrar a pesar de las barricadas.
Cosme Vila no compartía su opinión.
—Siempre ves las cosas a medias. Entonces hubieran sido unos mártires, se les habría impedido manifestar su opinión. ¿Qué mejor que cometan barbaridades? No olvides la ley. Hay que procurar que el enemigo fracase por sí solo.
* * *
El acuerdo tomado por Cosme Vila y Casal llegó inmediatamente a oídos del Responsable. Éste, que se preciaba de conocer el paño, después de analizar la situación dijo que no sólo los comunistas responderían en bloque al llamamiento de su jefe, sino que, como siempre, arrastrarían con ello a los que dependían de Casal. «Éstos son los perros de aquéllos», sentenció.
La única probabilidad de resistir, dada la intervención de la Fuerza Pública, le pareció que estribaba en una participación masiva de los anarquistas de la provincia. Sin embargo, no cabía contar con ello. El Responsable sabía que entre la población campesina dominaba Cosme Vila. «Los campesinos andaluces son anarquistas —explicó—, pero en esta provincia son conservadores. Confían en los repartos de Moscú.»
Toda la jornada del domingo la pasó recorriendo las diferentes barricadas. Y en seguida se dio cuenta de que no le iba a ser fácil dominar a sus hombres. La huelga les había dado el gusto de la pelea. Por lo demás, pensaba poco en los demás Sindicatos. Los principales enemigos continuaban siendo para ellos los patronos, los Presidentes con sus coches, los curas, los militares que se paseaban mirando irónicamente aquellos rústicos parapetos. Los enemigos continuaban siendo «La Voz de Alerta», los Costa, mosén Alberto, el comandante Martínez de Soria. Y la Falange de la ciudad, que en cualquier momento podía disparar desde las azoteas.
Hacia el atardecer, al Responsable le pareció haber convencido a sus camaradas. «Era preciso evitar la sangre.» ¿Por qué? —le había preguntado Blasco, que montaba guardia en la Central Eléctrica—. El Responsable le contestó:
—Nos matarían como moscas. —Luego añadió—: Les daremos «pa el pelo» de otra manera.
Pero apenas llegó la noche, la ciudad a oscuras volvió a exaltar a los amotinados. En las barricadas se organizaron hogueras para esperar el alba. Las mujeres de los anarquistas hacían compañía a éstos. En muchos sitios se bebió y hasta se cantó y se tocó la guitarra. Porvenir era el camarada ideal para improvisar juergas bajo las estrellas del firmamento. Santi brincaba de uno a otro lado.
A las siete y media de la mañana del lunes salieron las primeras patrullas de guardias de Asalto. Aquello acabó de inspirar confianza a los obreros socialistas y comunistas que habían recibido orden de reintegrarse al trabajo.
A las ocho menos diez minutos, los primeros obreros se acercaban pegados a la pared, por la acera, cuando entró en escena un elemento inesperado, espectacular, que alteró la faz de los acontecimientos: la caballería. Julio mandó caballos a los lugares de mayor concentración, y los jinetes se acercaron a las barricadas en actitud de franca disposición al combate. Aquello decidió la lucha. Hubo entre los anarquistas un momento de desconcierto, que les fue fatal. Las colas de obreros, procurando no rozar a ningún huelguista ni derribar las barricadas, abrieron las puertas de las fábricas y, en medio de un gran silencio, empezaron a entrar en ellas. En la fábrica del Gas el Cojo pegó un ladrillazo a un hombre raquítico y se armó un tumulto, pero no pasó de ahí. En la fundición de los Costa, las dos hijas del Responsable arañaron a la mujer que limpiaba el despacho, pero nada más. Los anarquistas se sentían en ridículo y desde lo alto de los caballos los jinetes les decían: «¡Ale, ale! Lo mejor es que entréis también, a ver si el sábado cobráis».
Se sentían en ridículo porque cada grupo constaba de un número reducido de hombres. Pero a medida que en las esquinas aparecían otros grupos que también habían sido desbordados, el aumento del número multiplicaba la indignación. Los caballos impedían que se formara la auténtica concentración de huelguistas a que ellos podía dar origen. De pronto, las máquinas empezaron a funcionar. ¿Qué ocurría? Se encendieron absurdamente los faroles a aquella hora de la mañana. La Central Eléctrica también había capitulado. En las cocinas los grifos chorreaban, y en los lavaderos. Las mujeres se felicitaban de balcón a balcón.
Entonces el Responsable dijo en voz baja:
—Dispersaos, pero id por las bombas…
Esta palabra logró entre los amotinados un efecto mágico. A la mayoría les pareció de tanta responsabilidad la decisión, que ningún espontáneo se atrevió a obrar por su cuenta como se podía temer. Los jefes de grupo recobraron en el acto su autoridad. Todo ello ocurría entre el Puente de Piedra y la Rambla. Lo mismo Laura que el profesor Civil, desde sus balcones, vieron perfectamente cómo Porvenir tomaba la dirección de la Plaza de la Independencia encabezando una docena de camaradas, y que el Responsable y otros tantos, siguiendo la orilla del río, parecía dirigirse hacia el campo de fútbol o hacia las canteras de los Costa.
La fuerza pública, que no había oído la frase del Responsable, creyó que se trataba de la dispersión definitiva, que todo estaba terminado, y continuó patrullando, pero ya con aire aburrido.
Sólo volvió a reaccionar cuando a las diez de la mañana se oyó el primer estruendo. Provenía de la Dehesa. La primera bomba había estallado en la Dehesa. La colocó Porvenir. Eligió aquel lugar porque le pareció adecuado empezar entre un marco de plátanos milenarios. En aquel momento no pasaba nadie por allá; únicamente cerca de la Piscina había un acuarelista solitario, sentado en un taburete portátil, y hacia el Puente de la Barca un campamento de gitanos. El resto, desierto. Era una Dehesa invernal, de color pardo y violáceo, con un vaho de neblina.
Porvenir eligió una encrucijada de avenidas, que los domingos era utilizada por Bernat y los suyos para jugar a las bochas. La bomba levantó una polvareda inmensa, una gran cabellera de granos de arena y hojas muertas, y se calló. Algunos impactos en los árboles, de cuyos troncos surgieron aristas; una de las cuales le sirvió luego a Bernat para colgar en ella su gorra y su reloj.