Los cipreses creen en Dios (89 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Don Santiago Estrada parecía no comprender.

—Pero ¿están pegando a alguien?

—Pues… los dispensarios están llenos.

—¿De los nuestros…?

—Monjas, etcétera. Sería necesario que fuera usted a ver.

La esposa de don Santiago se horrorizó. «¡Por Dios, ve con cuidado!» —le dijo a su marido, al ver que éste se ponía el abrigo. El Jefe pidió el sombrero y salió. Y una vez en la calle, se dio cuenta en seguida de que nada iba a ser fácil, de que la calma de los últimos días había sido aparente, tal vez obedeciendo a una consigna. Y desde luego, las incursiones de Teo por un lado y de Porvenir por otro no eran lo peor. Lo peor era la súbita exaltación que al parecer se había apoderado de los militantes socialistas. David y Olga en persona, y docenas de los suyos, montaban guardia en las calles adyacentes a las urnas, y al menor incidente se consideraban provocados y llenaban de insultos a los electores.

—Cerca de la Catedral, Olga ha asido del moño a una mujer que llevaba la papeleta en una mano y la mantilla en la otra, y la ha obligado a retroceder.

Don Santiago suponía que se exageraba. Imposible. El Frente Popular se había unido en forma muy artificial, y nada había hecho prever una acción conjunta.

Llegó al Colegio electoral de la Rambla y recibió una dolorosa impresión. Sus muchachos, con el brazal de la CEDA, andaban bajo los arcos como pequeñas fieras enjauladas, sin atreverse a acercarse a la cola de votantes. Muchos ferroviarios estaban sentados en el suelo, con un periódico en la mano. Vio a Rosselló —cinco flechas en el pecho— acompañando a un herido con la ayuda de un guardia urbano. Julio García discutía con una persona desconocida, que llevaba sombrero y bastón. Por encima de la cabeza del policía, y sobre la fachada, un gran cartel con la efigie de Joaquín Santaló.

La Rambla había quedado inundada de retratos del muerto. Los llevaban en carteles. La firma de éstos decía: «Paco».

Mas arriba, hacia los cuarteles, las banderas catalanas cubrían gran número de balcones, así como la barbería entera de Raimundo. Muchos militantes de Izquierda Republicana llevaban tirillas prendidas en la solapa: «¡Viva Cataluña Libre!» «Por la libertad de Cataluña». «El pueblo catalán quiere vengar a sus mártires de octubre».

En unos Colegios reinaba la calma, en otros se gritaba: «¡Viva Rusia!» Don Emilio Santos había conseguido llegar a la urna sin que le molestasen. Matías Alvear había votado de los primeros, a las ocho de la mañana, cuando la Rambla estaba aún desierta.

Don Santiago Estrada se dirigió al Colegio de su barrio, votó y luego subió al local. ¿Y en los pueblos? —preguntó—. Las noticias de los pueblos eran más tranquilizadoras. Alguien dijo:

—El que se está ganando la plaza es el chaval ese de la CNT, Santi.

El subdirector asintió con la cabeza. Le había visto actuar. El chico llevaba sus puntiagudas botas de costumbre, y en cuanto veía un cura —mosén Alberto sabía algo de ello— se le acercaba por detrás y le pegaba una patada en la espinilla.

La mañana fue creciendo. De vez en cuando pasaban camiones con gente desconocida que gritaba: «¡Viva el Frente Popular!» Los militantes de Izquierda Republicana habían salido en bloque, colocándose estratégicamente. No insultaban a nadie. Fumaban, se frotaban las suelas de los zapatos en el borde de las aceras, viendo a sus aliados poner en práctica la teoría de la acción directa. Muchas familias circulaban de prisa, cogidas de la mano. Las azoteas estaban llenas de mirones. Desde aquella altura, las escaramuzas callejeras tenían algo de riñas entre insectos. De vez en cuando aparecía un poco de sangre en el empedrado, originando un gran tumulto.

El ser más asombrado ante el espectáculo, era don Santiago Estrada. El más seguro de lo que acontecía, Cosme Vila. El más lleno de curiosidad, el doctor Relken.

Olga, sin saber cómo, había perdido el dominio de sí. Recorría la ciudad en todas direcciones, seguida por algunas de sus alumnos. Cerca de la estación vio detenerse un taxi del que se apearon varias personas enfermas, protegidas por muchachos de la CEDA. Reconoció en ellas a varias monjas escolapias, las más encarnizadas enemigas de la «Escuela». Habían hecho gran campaña contra Olga y David. Al ver que incluso habían alquilado un taxi para que votaran las paralíticas, Olga cometió un acto que a ella misma luego la sorprendió. Se les acercó y las llamó «¡cochinas!» Los dos muchachos de la CEDA se aproximaron retadoramente. Entonces apareció David, y a su lado media docena de militantes de la UGT. Entretanto, las monjas habían puesto pie en la acera y miraban atónitas a uno y otro lado. David ordenó a los chicos de la CEDA: «¡Ale, lleváoslas; será mejor!» Ellos se dispusieron a obedecer, pero una de las monjas, repentinamente decidida, se abrió paso y entregó la papeleta al arquitecto Massana, que presidía la mesa. Entonces el propio David cedió el paso a las demás.

Tal vez los más fieles a su verdadero temperamento fueran los Costa. Los Costa habían ordenado el reparto de retratos de Joaquín Santaló, y hacia el mediodía, al ver que la cosa tomaba un giro favorable, sacaron otra oleada de retratos del Negus, que fue recibida con un clamor general de entusiasmo. Por lo demás, se mostraron liberales. Sus esposas, que acababan de dar a luz con pocos días de intervalo, quisieron votar y ellos pusieron un coche a su disposición. Sabían que votarían por las derechas, pero no importaba. Dijeron: «Cada cual es cada cual».

El más chulo de los derechistas fue el teniente Martín. Con su flamante uniforme se acercó al Colegio de la plaza de los cines y se encontró cara a cara con el Responsable y su sobrino el Cojo, el cual se había puesto el pañuelo rojo y, para aquella mañana, le había pedido prestada la calavera a Porvenir. El teniente dijo, sin gritar: «¡Viva España!» Aquello no venía a cuento. El Responsable le miró y al cabo de un rato escupió. Entonces el teniente se llevó las manos al sexo. El Responsable volvió a escupir y luego, dando media vuelta, echó a andar. Era una cita en el tiempo. El Cojo, desde lejos, le mostraba al teniente la calavera, y le señalaba a él con el dedo.

El comandante Martínez de Soria votó sin dificultades, acompañado de su esposa. Mosén Francisco se negaba a votar. El párroco de San Félix se lo ordenó y él obedeció. Don Jorge quiso que le acompañara su hijo mayor, el falangista. Éste dijo:

—De acuerdo, pero yo no votaré.

—¿Cómo?

—Falange no cree en partidos —contestó el chico.

Don Jorge le pegó una tremenda bofetada y ordenó a su esposa:

—Que Jorge no salga de su cuarto.

La agitación aumentó al correr el rumor de que los militares iban a asaltar las urnas para impedir que se hiciera el escrutinio. Verdaderos cordones de hombres protegieron los alrededores de los Colegios. Algunos pedían armas, otras las llevaban ya. Llegaron las primeras noticias anunciando que el Frente Popular obtenía la victoria en los pueblos, y aquello originó nuevos clamores de entusiasmo. «Son bulos. No hay tiempo para saberlo todavía.»

A última hora de la tarde Porvenir, que se había tomado media botella de coñac en el Cocodrilo, vio a Gorki y a la mujer del Comité Ejecutivo del Partido Comunista pegando carteles de Stalin. Se les acercó y gritó: «¡Rusos! ¡Malos españoles! ¡La madre que os p…!» La valenciana contestó: «Ya nos veremos las caras, chulín». Y de un brochazo imponente incrustó al Jefe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en el portal de Liga Catalana.

El profesor Civil contemplaba desde su balcón los movimientos de la masa. «Nuestra juventud fue menos agitada», le dijo a su mujer.

* * *

Cuando se supo que el triunfo en España había correspondido al Frente Popular, un alarido se elevó de la tierra. Los vencedores pidieron espacio vital; a codazos se iban abriendo paso hacia los puestos de honor y de mando. Mayoría en el Parlamento. El pueblo había manifestado su voluntad. Era la hora de pasar cuentas.

Un río de champaña, pagado por los Costa, recorrió las calles y remojó las gargantas de los electores. Se consideraba que el triunfo era aplastante, incluso espectacular. Los periódicos anunciaban con enormes titulares la victoria. Empezaba una nueva era para la nación.

Había gente menos exaltada, que no admitía tal aplastamiento. «El número de votos recogidos por las Derechas en la totalidad del país es sensiblemente igual al de las Izquierdas… Lo que ocurre es que el Frente Popular ha ganado en las grandes ciudades, lo cual, dada la ley electoral vigente, les proporciona la mayoría…» El cajero del Banco hacía números, y aseguró que considerando que los nacionalistas vascos se habían aliado a la izquierda por razones separatistas, el número global de votos de Centro y Derechas era virtualmente mayor que el de las Izquierdas: 5.051.954 contra 4.356.559.

Pero nadie le hacía caso. Mayoría en el Parlamento. El subdirector en el Banco alegó que lo ocurrido era un escándalo sin precedentes en ninguna otra nación. Aseguraba que algunos ferroviarios habían votado cuatro veces; y que el número de derechistas a los que se había impedido votar era incalculable. «En toda España ha ocurrido lo mismo. A la hora del escrutinio se ha falseado todo, se han añadido los votos necesarios. Es un auténtico robo, pero esto no quedará así.» La Torre de Babel admitía que se habían cometido irregularidades en algún sitio, pero que, aparte de que el Frente Popular hubiera ganado lo mismo, también se habían cometido otras en Navarra y en algunas provincias castellanas en que ganaron las Derechas. Lo que más preocupaba a los observadores era la diferencia de opinión que acusaban las grandes ciudades en comparación con los pueblos. El doctor Relken había comentado: «Es una nueva prueba de que en cuanto los obreros se unen en gran número queda multiplicado su espíritu revolucionario». Cosme Vila se acercó a su pequeño y le dijo: «Ya lo ves, hombrecito. Hay que levantar grandes fábricas. Hay que fundar inmensas colonias de trabajadores».

Matías Alvear estaba atónito. Él había votado a las ocho de la mañana. Por el Frente Popular. No le gustaban las audiencias pedidas a Mussolini. Pero nunca se imaginó que pudiera ocurrir aquello. ¿Y la policía? Estuvo de vacaciones. Matías se alegraba del triunfo, pero lo hubiera deseado más limpio. Por fortuna, Azaña parecía dispuesto a poner las cosas en orden.

Carmen Elgazu se había persignado mil veces durante la jornada. Desde el balcón presenció todo lo ocurrido. Personalmente, unos días antes había recibido una carta de San Sebastián en la que su hermano le decía: «Acuérdate de que, antes que otra cosa, eres vasca». Al propio tiempo Matías, lo mismo que Ignacio, le había contado muchas historias de lo que pretendían los militares; sin embargo, la víspera había ido a consultar con mosén Alberto, y mosén Alberto le había advertido: «Querida doña Carmen, ya ve usted que yo soy catalán y podría decir lo mismo que los vascos; pero esta vez, vote por las Derechas». Carmen Elgazu obedeció. Y luego le decía a Matías:

—Ya lo ves, ya lo ves. Ésta es la libertad que predicáis. Ahora veremos lo que pasa.

Ignacio padecía enormemente. No se le había escapado detalle. Y la expresión de Marta era harto elocuente; sobre todo, al ver por las calles las efigies de Stalin y las banderas catalanas. Había ido a la UGT y encontrado a David y Olga en un estado de excitación increíble; por el contrario, Casal daba a entender que los procedimientos no le habían satisfecho del todo. Casal conocía a Ignacio y le había dicho:

—De todos modos, no te inquietes demasiado. Son cosas inevitables, y por lo demás ellos, durante siglos, han hecho lo propio. Lo importante es que ahora ser empleado de Banca o mozo de cuerda o matarife no implicará cobrar un jornal de hambre. Y además, nada nos pillará de improviso y sin experiencia, como ocurrió en 1931. Creo que sabemos adonde vamos. Anda, anda, no seas crío y mira un poco las cosas cara a cara.

Sin embargo, Ignacio veía despeinada a Olga, lo cual nunca le había ocurrido a la maestra, y sentía crecer su malestar. Al salir de la UGT se había encontrado con una especie de manifestación que bajaba en tromba las escaleras del Seminario. Le dijeron que eran los presos comunes, que habían obtenido amnistía general. Había muchos gitanos y varios tipos barbudos, de piernas largas o cortas y mejor o peor traje, pero todos con un brillo especial en los ojos. Por lo visto, la amnistía había ganado casi toda la nación, especialmente Asturias, donde todavía había detenidos de cuando la revolución de Octubre. Ignacio preguntó a la Torre de Babel: «Pero aquí, ¿quién ha dado la orden de abrir la cárcel?» La Torre de Babel le contestó: «No lo sé. Pero seguramente tu amigo, Julio García».

Ignacio se quedó perplejo. Claro. Julio se habría reincorporado a su puesto, ¡y con qué ímpetu! Matías Alvear opinó que era un tremendo error soltar a los presos comunes. La prueba estaba en que en Bilbao muchos de ellos, unidos a ex reclusos de cuando lo de 1934, lo primero que hicieron fue asaltar el penal, incendiándolo. ¡Ah, los incendios! No hay nada más peligroso. Se propagan con gran velocidad. Luego no hay quien los detenga.

De Burgos habían escrito más que contentos. En Madrid, Santiago, José y la mecanógrafa del Parlamento rebosaban de satisfacción a juzgar por una postal recibida. En ella José aconsejaba a César que dejase los latinajos y estudiase algo útil.

A Ignacio le parecía descubrir un punto maravilloso en aquella alegría popular. Imposible que todo fuera trampa e inconsciencia. Por lo visto, había algo profundo y radical oprimido dentro de la botella. Tuvo una especie de sueño fantástico, tendido en la cama muy próximo a la pequeña imagen de San Ignacio. Le pareció que una interminable hilera de personas humildes de Gerona se dirigían, pico al hombro, hacia las murallas que rodeaban la ciudad, y socavaban sus cimientos, golpeando al ritmo de la «Pizarro-Jazz», y que de pronto todas las piedras ciclópeas se desplomaban, sepultando a «La Voz de Alerta» y al pobre don Pedro Oriol, y que en lugar de las murallas se extendían inmediatamente campos ubérrimos, árboles frutales, como un paraíso. Santi brincaba entre los melones y las legumbres, seguido del Cojo y de Porvenir. Toda la ciudad se mostraba encantada. Y en el momento en que el doctor Relken se inclinaba en una de las acequias que regaban el paraíso, bebía un sorbo de agua y luego, irguiéndose, señalaba hacia el ángel decapitado de la Catedral y exclamaba: «¡Ahora allá!», despertó. Despertó y se encontró sudando. No sabía si él mismo formaba parte de la caravana con el pico al hombro o no. No sabía si era de los sepultados. En aquel momento su madre entró en el cuarto. Ignacio le preguntó:

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