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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (87 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Después de la firma en el Atrio, cada H… ocupó su sitio en el Taller. Presidió el coronel Muñoz, pues en la Logia el general tenía grado inferior a éste. Sólo los iniciados conseguían adaptarse a tal situación.

El general saludó a los nuevos H… Se expresaba en términos bruscos, salpicándolos de interjecciones inesperadas. Se le dio la bienvenida y el Trabajo comenzó.

Fue un Trabajo largo y pesado, lleno de precisiones y datos. Era preciso poner al general al corriente. De todos modos, uno a uno los temas fueron cayendo sin pena ni gloria excepto el último: la unión de todas las fuerzas izquierdistas, desde Izquierda Republicana hasta la FAI. Era preciso constituir un Frente único, el Frente Popular.

Julio quedó decepcionado. Siempre imaginó que el general traería en la faja la orden de reincorporación de su persona a la Jefatura de Policía. A Julio le urgía volver a tomar posesión de su despacho. Llevaba más de un año separado del servicio. Doña Amparo Campo no comprendía: «Te habrán puesto el último del escalafón». Julio, a veces, despreciaba a su esposa por eso, porque siendo verdaderamente ambiciosa confiaba en el escalafón.

—¿Te falta dinero…? ¿No…? Pues, anda, déjame en paz. El coronel Muñoz le dijo a Julio:

—Me parece a mí que eso tiene ahora poca importancia. La cuestión es ganar las elecciones.

Desde la apertura del Trabajo, un hombre no había cesado de mover nerviosamente los dedos, dentro de los guantes blancos: el tipógrafo Casal. En primer lugar, no conseguía sentirse a sus anchas en la Logia, aun cuando le constara que en el cordón negro a modo de friso uno de los nudos le correspondía, aun cuando el ojo del triángulo le mirara también a él, y supiera como el que más que JAKIN significaba principio fecundante, BOAZ principio fecundado. Médicos, arquitectos, directores de Banco, coroneles, ¡ahora un general! Además, a veces dudaba de la eficacia. El Comisario nunca había querido atenderle…; y, en cambio, protegía al Responsable. Y, sobre todo, el local le parecía demasiado escueto y frío. A veces tenía la sensación de que llevaban las de perder, en una ciudad en que la Catedral se erguía tan majestuosamente, en que las murallas se mantenían como testigos impasibles. Le resultaba difícil convencerse de que gente que alcanzaba aquellos cargos era demócrata. ¡Un general es siempre un general! De pronto oyó la voz de éste, dirigida a él.

—En el Partido Socialista… ningún problema para unirse. ¡Digo yo! El tipógrafo Casal sintió que el algodón de la oreja le penetraba hasta el cerebro. Desde tiempo sabía que la orden que aquello implicaba tenía que llegar, pero sintió que el algodón le penetraba hasta el cerebro. Su mujer le había dicho siempre: «Yo creo que tienes que obedecerles. Son más altos que tú y saben lo que hace falta». Él se resistía, porque conocía a sus afiliados y tenía su opinión; pero acaso el consejo fuera certero. Acaso él mirara las cosas desde un punto de vista demasiado local, olvidando que el socialismo era internacionalista. De modo que probablemente ellos tenían razón: era absolutamente imprescindible la unión de todas las fuerzas izquierdistas.

Sin embargo, ¿cómo defender una causa no sentida? ¿Y cómo convencer a los afiliados? El tipógrafo consideraba factible la unión con Cosme Vila, pues el programa de éste al enfrentarse con la realidad se revelaría utópico y caería por sí solo; pero unirse a Izquierda Republicana era suicida. La Izquierda Republicana era un partido de burgueses como el notario Noguer, con la agravante de que no se daban cuenta de serlo. Izquierda Republicana era el peor enemigo que tenía el socialismo. El tipógrafo Casal explicó su punto de vista y concluyó:

—En todo caso, habría que imponer condiciones para después de la victoria.

El coronel Muñoz dio por terminada la reunión.

—Supongo que el H… Casal ha quedado impuesto del deseo formulado —dijo.

* * *

De regreso a su casa, Julio García expresó al tipógrafo que lo hábil sería precisamente simular que la que imponía las condiciones era Izquierda Republicana.

—Es un hecho cierto que hay una clase media asustada por el desorden. Yo creo que el Frente Popular debe levantarse bajo el signo de la moderación. De otro modo, el resultado de las elecciones nos sería adverso. En fin, creo que hay que ser realmente moderado. Lo he pensado mucho y lo creo así.

El tipógrafo llegó a su casa con la cabellera húmeda. Miró las estanterías de los libros y pensó: «No sé si he leído pocos o demasiados». Antonio Casal amaba apasionadamente a su mujer y a sus hijos. El día en que, de pequeño, vio que sus padres ponían migas de pan en el alféizar de la ventana que las palomas de la plaza acudían a picotear, que su padre cogía una, cerraba por dentro y a los pocos minutos en la cocina se oía el chisporrotear del aceite, entendió que era preciso acabar con la miseria del mundo so pena de que el mundo acabara con las palomas. Desde entonces fue socialista. Quería asegurar Casa de Maternidad y sepultura decente incluso a las aves. Los enemigos, a su entender, eran la superstición, la ignorancia, el atraso, y la acumulación del capital en manos individuales. Por ello se hizo masón, porque la Masonería luchaba contra esas calamidades, porque creía en la Cultura, el Progreso y la Fraternidad. Ahora, después de entrar de puntillas en los cuartos en que dormían sus tres hijos y de contemplarlos en silencio, fue al comedor, donde su mujer cosía acurrucada junto al brasero y le dijo:

—Bueno, ya está. Dentro de poco me verás del brazo de los Costa.

«Tienes que obedecerlos. Son más que tú y saben mejor lo que hace falta.» Muy bien, de acuerdo. ¿Pero cómo convencer de ello a David y Olga, a la Torre de Babel, y, sobre todo, a las docenas de afiliados que esperaban su momento?

El tipógrafo estaba tan preocupado que no tenía más que una idea: hablar con Cosme Vila. Era exactamente el día de San Narciso, patrón de la ciudad, y Gerona había quedado iluminada. Casal pasó delante de la casa del Miedo, de la mujer enroscada por serpientes, de los quioscos de churros pensando: «En este país continuamente se encuentran motivos para conceder una tregua». Una inmensa cola humana salía de los toros, otra del fútbol, otra descendía por San Félix, procedente del sepulcro del Patrón, cuyo cuerpo se conservaba incorrupto, según había repetido
El Tradicionalista
aquella mañana. Los primeros habían visto correr sangre viva por la arena, por el filo de la espada; estos últimos habían visto la sangre coagulada de San Narciso.

Encontró a Cosme Vila absorto en la contemplación de su hijo, que todavía no decía ni papá ni mamá, ni Stalin, ni andaba. El comedor era pequeño, y en su centro la mongólica cabeza de Cosme Vila parecía una gran bombilla. Era un piso que daba al río, como el de los Alvear, pero en el que nunca una caña de pescar había surgido de la ventana del comedor. Era húmedo y triste. Una de las sillas la ocupaba la esposa de Cosme Vila, que consideraba a éste un dios, dios que a no tardar —tal vez después de las elecciones— todo el mundo aclamaría, que repartiría campos y casas y riquezas a todos cuantos en la provincia hasta entonces se habían visto privados de ellos. En un rincón, ocupaban las dos sillas restantes los suegros del jefe, los guardabarreras. El suegro era un hombre alto y tímido, que cuando no tenía la banderita del paso a nivel en la mano no sabía qué hacer con ésta. La suegra no cesaba de mirar al pequeño.

—¡Hola, Casal! Tienes mala cara.

—No creo. En fin, eso no importa.

—No tenemos nada que ofrecerte.

—No necesito nada.

Cosme Vila adivinó en seguida de qué se trataba. Pero no le hizo el menor caso. A él sólo le interesaba hablar de su Partido, de Teo, de Víctor, de Gorki, de Murillo, que andaba vendiendo imágenes al doctor Relken.

—Me interesan los míos, ¿comprendes? Tengo que levantar un edificio. Tengo que convencer a toda esa pandilla de que no se puede ser comunista y fabricar agua de colonia. Con Teo ya se firmó el contrato. Continuará conduciendo el carro y zumbando a los caballos, pero todo este material pertenece al Partido, así como los beneficios. Él vivirá y podrá comprarse una gorra de vez en cuando; pero Gorki se hace el remolón. Veo que te estás impacientando. No sé por qué diablos tienes siempre tanta prisa. Claro, has venido por lo tuyo; pero ya sabes mi opinión. El comunismo es poco sentimental. Compréndelo. A mí me interesan Teo, Gorki, Víctor y Murillo. Vosotros os pasáis la vida consultándoos y, entre tanto, los fanáticos avanzan. ¿Qué quieres hacer sin fanatismo? En el Arús yo veía que los que hacían dinero eran los fanáticos, eran los que contaban los duros como si fueran perlas. Tenían razón, desde su punto de vista. Yo tengo que llenar la provincia de fanáticos. Ya me van saliendo algunos, por la costa y el monte. Algún día organizaremos la marcha sobre Gerona. No te servirá de nada enseñar Aritmética. Antes tienes que convencerles de que es una asignatura sagrada y luego pegar un tiro al que se equivoque en una suma. Por eso, personalmente, amigo Casal, todos mis respetos. Siempre nos hemos llevado bien y mi mujer quiere mucho a la tuya. Pero este asunto de las elecciones, si te he de ser sincero, me carga. Me parece tan ridículo como creer que mi crío pueda opinar sobre la misión del Comité Ejecutivo. De modo que los argumentos sobran. Somos tácticos y la cosa está decidida. Nos uniremos con quien sea, con todos. Hay que abrir brecha. Nos uniremos con los Costa, contigo y aceptaremos los votos hasta de los limpiabotas anarquistas; pero óyeme bien. Nosotros vamos a lo nuestro. Personalmente, repito, todos los respetos.

Casal comprendió que a Cosme Vila le había molestado que fuera a verle a su casa. Quería dejar sentado que, allá o en el local, siempre era el jefe. Al tipógrafo todo aquello le parecía exagerado, y desde luego no facilitaba su labor.

No contestó. Sintió que los guardabarreras estaban orgullosos del discurso del yerno y que consideraban que era imposible añadir nada.

Casal sabía con quién se las había. «Bien, bien…», balbuceó y se puso a contemplar a su vez al crío. Y de pronto, sintió lástima por él. El crío había levantado un pie e intentaba comérselo. Tuvo la impresión de que la historia sería implacable con aquel puñado de carne. Cosme Vila le había hecho ingresar en el Partido sin pedirle la opinión. Era evidente que nadie le pediría la opinión jamás. Se irían pasando su pulgar de unos a otros para tomarle las huellas digitales; si algún día se negaba a ello o se equivocaba, le pegarían un tiro.

La esposa de Cosme Vila tenía los ojos encendidos. Cosía y sonreía, como su padre. Le preguntó:

—¿Qué tal está tu mujer?

—Muy bien. Muy bien.

Y se hizo un silencio. El tipógrafo sufría. Aquello era tan difícil como tratar con generales.

—¿Ya habéis cenado?

—No cenamos nunca. Hacemos una sola comida al día.

Casal se sentía desmoralizado. Hablaría con David y Olga. Los maestros eran realmente amigos. Olga una tesorera impecable. David y Olga le darían ánimos.

Cosme Vila le preguntó:

—¿Te gustó la caricatura que publicamos en
El Proletario
? ¿La de Mussolini y el Papa?

Casal contestó:

—No la vi.

—¿No la viste? ¿No lees
El Proletario
?

—La verdad… no.

A Cosme Vila le pareció natural.

—Obras con acierto. Son lugares comunes.

Hubo otro silencio. De pronto Cosme Vila dijo:

—¿Sabes que tenemos una mujer en el Comité Ejecutivo?

—No, no sabía.

—Se la trajo Gorki. Es valenciana. Resulta increíble la perspicacia que puede tener una mujer.

Se detuvo. Casal se reclinó en la pared.

—Yo tengo a Olga.

—Eso es distinto. Olga es un hombre. En fin, ella y David han creado un sexo neutro. Para ser mujer hay que haber tenido hijos, como la tuya, la mía o esa valenciana, que ha tenido cinco. Estoy muy contento con ella, aunque Teo no le quita los ojos de encima y no sé lo que ocurrirá.

—¿En qué sentido crees que te será útil?

—Pues… a veces uno tiembla. Tiene compasión, o qué sé yo. Entonces miras a esa mujer y te curas.

—¿Tú te mueves por amor o por odio?

—Por disciplina.

Casal se mostraba irónico.

—¿Crees que el hombre viene del mono? —preguntó, inopinadamente.

—¡Ah! Eso me gusta. Creo en la evolución. En la evolución ciega de la naturaleza.

—¿En la evolución hacia qué?

—He dicho en la evolución ciega.

Casal añadió, después de un silencio:

—¿Qué consecuencias sacas de que tu hijo quiera comerse su pie?

—Que no tiene conciencia de que sus miembros son suyos, y que somos un saco de instintos.

—El día en que tenga esa conciencia, ¿qué habrá ocurrido?

—No hables más. Ya conoces mi opinión: las lágrimas son agua.

El suegro, alto y tímido, escuchaba boquiabierto. Era un hombre con una inmensa verruga bajo la oreja izquierda. Cosme Vila le había profetizado que llegaría un día en que en los pasos a nivel habría un centinela eléctrico que no se equivocaría jamás; luego, un paso más en la evolución, se suprimían los pasos a nivel. Todo serían pasajes subterráneos.

—Pero no temas —le había dicho a su suegro—. No te quedarás sin trabajo.

Casal contemplaba a la esposa de Cosme Vila, a su crío y a los guardabarreras. A su modo, constituían una familia ejemplar. El ideal los había unido. Para los suegros, el comunismo era un sueño romántico, estelar y perfecto. Para Cosme Vila a la vez un arte y una ciencia. Para la esposa, una forma sencilla de solucionar los problemas de la provincia y de llegar a esposa de emperador; para el crío una ininterrumpida sucesión de huellas digitales.

Cosme Vila le acompañó a la puerta. Le veía fatigado. Le ayudó a ponerse el abrigo. Le dijo:

—Recuerdos a tu mujer.

Capítulo LXII

El despliegue de propaganda de unos y otros había convertido la ciudad en un campo de batalla. Los rencores políticos se unían a los rencores personales. Desde la mentira inocente hasta la calumnia todo era válido para conseguir unos cuantos votos. Una particular circunstancia acusaba el trágico relieve del momento que se vivía: el calendario señalaba Navidad.

Todos los detenidos cuando lo de Octubre recordaron que aquel era el primer aniversario de su liberación. ¡Cuánto se había avanzado en un año! De los locales clausurados se había pasado a la combativa alineación de todas las fuerzas disponibles. Todo el mundo recordó la gran nevada del año anterior, cuando Gerona se convirtió en una inmensa Hostia. Ahora sobre la nieve, todas las pisadas quedarían impresas en forma rotunda, como si cada persona llevara botas de soldado. La huella del doctor Relken destacaría entre todas, porque era el único que llevaba las suelas claveteadas. Don Santiago Estrada creyó llegada la ocasión de repartir las bufandas y demás prendas de abrigo recogidas por la CEDA. Una comisión de señoras fue nombrada, a la que se incorporó Laura, quien desde su regreso del viaje de bodas era el alma de todas las actividades benéficas de la ciudad; pero fue un fracaso rotundo.

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