Los cipreses creen en Dios (82 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Las personas se proponían algo y les salía al revés. Por ejemplo, César…

Ello ocurrió el último día de la fiesta de la Rambla, mientras sus padres estaban en el balcón escuchando la música de la Pizarro-Jazz, César se había quedado en el comedor, contemplando el río seco… y rezando. Los bailables le llegaban como con sordina. De pronto, los rezos transformaron aquella música profana en música angélica. Oía violines. El muchacho casi se rió, pensando si en el cuarto vecino, en el de Pilar, San Francisco de Asís y Santa Clara le estarían dando un concierto al San Ignacio de la otra pieza. ¡Como un sonámbulo abrió la puerta para comprobarlo! El cuarto de su hermana estaba oscuro, pero le pareció ver una luz. Una luz a los pies de San Francisco, sobre el pequeño pedestal. Fue acercándose fascinado y entonces descubrió que era el reflejo de algo, del cristal de la ventana que daba al río, de las bombillas de las casas de enfrente. Pero en todo caso era una luz móvil que, partiendo de los pies del santo empezó a ascender por su hábito hasta quedar fija en su rostro. Entonces este rostro se tornó espectral. Cobró expresión sobrehumana. Sin duda San Francisco de Asís se disponía a hablarle. Miraba a César como si le viera pequeño, pequeño y que todavía iba disminuyendo de tamaño, debido a que el seminarista iba doblando las rodillas y las pegaba al suelo. Y sin duda alguna habría hablado, de no ser por la súbita catástrofe: Pilar, que acababa de bailar con Mateo, irrumpió feliz en su cuarto, riendo y dando vueltas aún, ajena a la presencia de César en la oscuridad, tropezó con él, dio un grito de espanto, la luz volvió a descender a los pies de San Francisco, toda la familia acudió a ver qué ocurría y Matías dijo a César: «Chico, no comprendo que no te baste con tu habitación para rezar».

Mosén Francisco había comentado un día con Ignacio que la convivencia con un santo era difícil. Ignacio había contestado:

—Querido mosén, es difícil la convivencia con cualquiera, con una persona normal, con quien sea.

* * *

Las dos últimas catástrofes que cayeron sobre la ciudad afectaron a un número reducido de personas, pero fueron irreparables. De común no tuvieron sino el desenlace: la muerte.

Uno de los protagonistas vivía lejos de la ciudad; el otro cerca. Uno de ellos tenía la familia en la ciudad; el otro lejos. Ninguno de los dos tenía nada que ver, directamente, con Ignacio; y, no obstante éste, en ambos casos, pensó con dolor: «Bueno, los gusanos no pierden nunca el apetito».

Alguien —Ignacio no recordaba quién— atribuía estas ráfagas, estas repentinas acumulaciones de dolor, a los astros. Según él, de repente los astros señalaban una ciudad de la tierra y decidían: «Allá»; sus invisibles ejércitos descendían en tromba sembrando la ruina. «No es siempre Marte —decía—. La gente que cree que es Marte o que es Júpiter, se equivoca. Colaboran todos, todos los astros. Todos los astros miran siempre a la Tierra esperando el momento. Y el peor de todos es la Luna. La Luna hunde los barcos, hace vomitar a las mujeres embarazadas, trae la sequía y, sobre todo, enciende los cerebros. Cuando veáis los cerebros encendidos, mirad la Luna: se está riendo. Se pone bigote y se ríe. Estos días, desde luego, se está riendo una barbaridad. Hasta que algún día construyan un cohete o un obús y la despedacen.»

Ignacio pensó que, por esta vez, la ciudad elegida había sido Gerona. Y por lo visto la Luna precisó más aún: eligió el piso de Pedro. Mandó un ejército al piso de Pedro y en él encendió un cerebro: el del viejo de la cocina, el padre del joven comunista.

Según contó Pedro a Mateo y a todos cuantos fueron a verle, fue algo inaudito, inexplicable. Precisamente el viejo, desde que tenían radio, parecía haber rejuvenecido, se había pasado aquellos quince días pegado al aparato, excepto en las horas en que su hijo lo reclamaba para oír Moscú; y he aquí que aquella tarde, de repente, salió de la cocina, pero no solo: llevaba una maleta en la mano.

Pedro, asombrado, le preguntó adonde iba. El viejo le contestó con seriedad:

—Aquí no hago nada, me voy a América. Pedro creyó que su padre bromeaba, si bien le extrañó mucho, puesto que su padre no bromeaba jamás.

—Ande, deje la maleta y venga a oír música —le dijo. Pero el viejo continuó avanzando por el comedor y repitió: «¿Por qué? Aquí no hago nada, es mejor que vaya a América». Y continuó avanzando, avanzando hasta que cruzó el umbral del balcón, que estaba abierto, hasta que tropezó con la barandilla, hasta que doblándose de repente sobre ella, debido a su peso, desapareció por el otro lado, estrellándose contra las piedras de la calle de la Barca.

Pedro no pudo sino salir al balcón con el rostro aterrorizado, roto el cerebro por el ruido sordo que el cuerpo de su padre hizo al estrellarse.

Y luego nadie pudo consolarle. Porque era evidente que hubiera podido evitarlo, hubiera podido levantarse y cerrarle el paso a su padre, cuando vio que se acercaba al balcón; pero él, aunque le extrañó, creyó desde luego que bromeaba, con su maleta.

Fue un drama sencillo y que sumió a todo el mundo en una gran perplejidad. Todo el mundo hizo cuanto pudo para consolar a Pedro; pero era inútil; además de que éste sólo contó el hecho una vez, en voz baja y en muy pocas palabras. Una ambulancia se llevó el cuerpo del viejo, un policía sacó el inventario de lo que había en la maleta: unos calzoncillos largos y un lápiz. ¡Un lápiz! ¿Para qué? Julio decidió esperar ocho días antes de presentarse a Pedro para pedirle una fotografía de su padre; pero en la cartulina 371 de su fichero apuntó: «Jaime Bosch, 67 años, ojos desorbitados».

Ignacio y el Rubio, Mateo y sus camaradas, ¡y Teo en representación de Cosme Vila! acompañaron a Pedro en el entierro del suicida, hasta el cementerio. Benito Civil propuso: «Habría que encargar una lápida». Todo el mundo le miró; entonces él recordó que era el propio Pedro quien las labraba.

* * *

La segunda noticia mortal la captó Matías Alvear en Telégrafos. El telegrama provenía de Valladolid e iba dirigido al comandante Martínez de Soria: el hijo mayor de éste había caído acribillado a balazos delante del local de las Juventudes Libertarias, mientras pegaba en la pared un cartel de Falange.

El comandante, al leer el telegrama, se cuadró militarmente, su esposa prorrumpió en un gran sollozo; Marta se retiró a su cuarto y se arrodilló. Cuando los ojos le quedaron secos como el Oñar, su padre le dijo:

—Haz tu equipaje. Nos esperan para el entierro.

En Valladolid, la familia —incluido José Luis— y una guardia de camisas azules acompañaron a Fernando al cementerio. Y al regresar a Gerona, cuando Marta apareció en el umbral del comedor de los Alvear, éstos se levantaron. Pilar se le acercó y la asió de la muñeca.

Marta no hizo ningún comentario. Se sentó en un rincón, junto a la pequeña mesa que el encaje de bolillos de Pilar cubría. César preguntó si Fernando había tenido tiempo de confesarse.

—Fue instantáneo.

El dolor de Marta era silencioso; el comandante, en cambio, había reaccionado en forma desconcertante. Por de pronto había envejecido cinco años, según el criterio de Marta; y en el cementerio de Valladolid perdió los últimos cabellos negros; ahora, al encontrarse de nuevo en Gerona intentó recobrarse. Y si por un lado, cuando estaba en casa, se dejaba influir por el estado de ánimo de las mujeres, acompañándolas a la iglesia con mucha frecuencia, al encontrarse en el cuartel no dejaba traslucir su estado de ánimo y bromeaba con los demás jefes como si tal cosa.

Por debajo de la puerta se deslizaban continuamente cartas de pésame: comandante Campos, notario Noguer, «La Voz de Alerta», coronel Muñoz… La última que abrió fue la de Mateo: éste le decía que en la lucha por el amanecer de España era inevitable que cayeran los mejores.

El comandante, con la carta en la mano, tembló de ira.

—¿Qué quiere decir ese loco con eso del amanecer?

Su esposa intentó calmarle; luego Marta le explicó que aquella palabra formaba parte del léxico falangista.

—Es una imagen. Quiere decir que Falange traerá la luz o algo así.

El comandante rompió la carta y quedó pensativo, mirando cómo las sombras invadían los tejados de la ciudad.

Capítulo LVII

La dimensión de las catástrofes, apenas pasadas unas horas, quedaba reducida a comentarios. Enorme capacidad de absorción. El doctor Relken decía en el Neutral que los gerundenses eran gente estoica.

Sólo el estado de ánimo del comandante Martínez de Soria se comentó más de lo corriente. Las manchas rojas del rostro del militar habían intensificado su color hasta tal punto, que muchos de los detenidos de octubre exclamaban: «¡Si tuviera que juzgarnos hoy!» Julio comentó:

—No cantéis victoria. Hay muchos otros militares con manchas rojas y a lo mejor cualquier día nos juzgan en bloque.

Éste era el rumor que corría por la ciudad. Julio decía que las presiones para que Gil Robles diera un golpe de Estado no cejaban y que el hecho de que muchos generales en active y aun jubilados fueran republicanos no constituía ninguna garantía. Muchos de estos generales se habían pasado al enemigo cuando la ley de Azaña, y al parecer el propio Martínez Barrios, refiriéndose a Franco, había comentado: «Ezos generalitos no me gustan na…»

Entre las personas que negaban todo fundamento serio a estos Tumores se contaba el subdirector. El subdirector le decía a Ignacio: «¡La mitad del Ejército es masón, y hablar de golpe de Estado! ¿Quién va a darlo en Gerona? El general nombrado, masón; el coronel Muñoz, masón, el comandante Campos, el Comisario. Valdría más que se callaran».

Matías Alvear aseguraba que los militares eran más listos que los mineros de Asturias. «No van a cometer una locura porque han asesinado al hijo de un comandante o porque los de Estat Català vuelven a mover la cola.»

Y, sin embargo el dolor del comandante Martínez de Soria pesaba sobre la ciudad. Y cuanto más se erguía éste al andar y más copas de ron pedía en el café de los militares, más latigazos pegaba Teo desde su carro gigantesco al regresar de la estación, con más ardor recordaba Casal en la UGT que el pueblo unido constituye una fuerza social inmensa, más retratos de Joaquín Santaló se repartían por las calles, más honda se calaba la gorra el Responsable al declarar ante el Comisario: «¡Se acerca el invierno y no hay trabajo! ¿Creéis que los parados no saben incendiar más que pinos?»

El más sereno de todos ellos parecía don Santiago Estrada. Había regresado de las vacaciones, soñaba en dar un gran impulso a la campaña de Navidad. «La CEDA en esta Navidad tiene que repartir abrigos y bufandas a todos los pobres de la provincia.» Tal vez, en cuestión de serenidad, Cosme Vila no le anduviera en zaga. Sentado en el sillón presidencial del Partido Comunista, no paraba de estampar sellos en toda clase de papeles. Cada papel sellado era una banderita en el mapa, cada banderita un enlace en una fábrica o una célula en un pueblo. Don Santiago Estrada pensaba en llenar la provincia de bufandas; el Comité Ejecutivo del Partido Comunista pensaba llenarla de fanáticos.

El inmenso rumor que se levantó por doquier, cuando se supo que efectivamente iban a verificarse elecciones cinco meses más tarde, en febrero de 1936, cambió la faz de la ciudad. Las calles cobraron una extraña agitación, que no era la de las fiestas. Cada cerebro preparó sus baterías, las mujeres andaban más de prisa, tiendas, pescaderías, cafés, todo se llenó de alusiones. Muchas bombillas aparecieron rotas, no se sabía por qué. Cada partido político dio orden a su conserje de intensificar rigurosamente el control de entrada en el local.

Y entonces llegaron las lluvias, como para borrar todos los restos del pasado, del aplanamiento de cuerpos y espíritus. Tanto llovió que el Oñar se resarció de su esterilidad y se hinchó, se hinchó arrastrando basuras, hierbajos, hedores. Tanto se hinchó que se llevó con furia incontenible todos los cimientos del nuevo mercado. Una gran carcajada resonó entonces en el edificio municipal: eran los enemigos del notario Noguer, los concejales que habían votado en contra del proyecto, los miembros de oíros partidos. El notario Noguer quedó estupefacto. «No es lo mismo abrir testamentos que urbanizar una ciudad.» Don Santiago Estrada le telefoneó diciéndole: «No se preocupe: se vuelve a empezar».

La Dehesa también cambió de aspecto. La lluvia despejó de la Piscina a todo el mundo, excepto a los anarquistas; y posó sobre los árboles una nota amarilla. Lluvia sobre el parque, sobre las avenidas, sobre los plátanos. Las letras «Viva Falange Española» se desdibujaron en los troncos. Y de pronto, una hoja se cayó. Le dijo adiós a su rama y quedó un momento en el aire, incierta en la elección de lo que habría de ser su nueva morada y su sepultura. Finalmente se posó sobre la huella de un zapato, junto a un charco, que a ella le pareció mar. Las demás hojas supusieron que era libre, que conocía otros mundos; y a su vez abandonaron sus ramas. Fue una rebelión silenciosa y multitudinaria. A ras de suelo se hubiera podido oír el secreto crujido de millones de nervios que se iban pudriendo. De vez en cuando llegaba de los Pirineos una ráfaga y entonces todas a una las hojas se recobraban, danzaban, y la Dehesa se convertía en un bosque orfeico, en un inmenso corovegetal; finalmente, los nervios morían, en forma de cruz.

Por el contrario, los otros nervios, los humanos, los de Casal y David y Olga en la UGT, los del Responsable y Porvenir en el gimnasio, los de Gorki y Víctor en el Partido Comunista, los de todos los izquierdistas de la ciudad habían resucitado a la esperanza. ¡Elecciones! Los trescientos detenidos de octubre recordaron sus vueltas en el patio de la cárcel. Al gitano que pregonaba: «A perra gorda el amén, a perra gorda el amén». «¿Os acordáis de los cestos, con las etiquetas a nuestro nombre?» La gente se arrancaba
El Demócrata
de las manos —
El Diluvio, Claridad, Mundo Obrero
—. Santi despechugado y pelirrojo se contemplaba en la CNT los inmensos pies y decía: «Pronto tendré zapatos nuevos».

Y se veían las fuerzas perfectamente alineadas. Y se veía sobre todo cómo alrededor de cada jefe se pegaba una sombra, el alma forzosamente inferior, el ser baboso y esclavo: Teo, pegado a Cosme Vila, David pegado a Casal, el Cojo pegado al Responsable. Octavio pegado a Mateo, el Comisario pegado a Julio, éste pegado al doctor Relken, turista con acento alemán.

Santi era el esclavo de la CNT. Era el esclavo de la CNT en abstracto. Cualquiera de los militantes podía ordenarle robar bicicletas o matar peces de colores. La más consciente de las sombras, Teo. Teo era el esclavo de Cosme Vila por disciplina. «¡A mí si Cosme Vila me ordena que me eche bajo el carro lo hago!»; y lo hubiera hecho. Por el Partido acaso hubiera llegado a desenterrar a su hermano; por lo menos así se lo confesó un día a Gorki, al preguntarle el aragonés sobre el particular.

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