El menos justificable, Julio. Su sombrero ladeado se le caía ridículamente sobre la oreja en presencia del doctor Relken. Cuando éste hablaba de España —mendicidad, analfabetos, gesticulación excesiva y fanatismo—, Julio asentía humillado. Y cuando el doctor, después de mostrar fotografías de Praga, Viena, San Petersburgo, las mostraba de clanes primitivos —de bosquimanos, de cafres— y aseguraba que había más diferencia entre estos salvajes y el hombre centroeuropeo y nórdico, que entre éstos y un perro amaestrado, Julio, a pesar de conocer más psicología étnica que el doctor, sentía como si en la escala desde el perro hasta el hombre centroeuropeo o nórdico —doctor Relken—, él, madrileño, y con él todos los españoles, se encontrara a mitad de camino.
Matías Alvear no era esclavo de nadie. Por ello, al conocer al doctor en el Neutral, se impresionó mucho menos que Julio y dijo de él: «Al dominó y a muchas cosas le gano yo; y don Emilio Santos también le gana».
Y, no obstante, el hecho de que hubiera esclavos significaba que había jefes.
* * *
Ahora bien, los dos esclavos más esclavos eran los Costa. Lo eran de sus esposas. La Junta en pleno de Izquierda Republicana se estaba llevando las manos a la cabeza. Desde la boda, los Costa dedicaban su vida al hogar —a colocar las cosas que sus mujeres iban comprando— y a los negocios. Apenas si les quedaba tiempo para el Partido.
Por fortuna, la Junta en pleno se componía de gente casada y les comprendieron muy bien. «Estamos encinta, necesitamos teneros a nuestro lado», les decían sus esposas. ¿Cómo rehusar? Sin contar con que los suegros llegaban cada dos por tres de País —coche modelo 1900— y les buscaban donde fuera, en la fundición, en los hornos de cal, ¡en las canteras!, para preguntarles: «¿Qué, tratáis bien a las palomitas?»
Los Costa juraron a la Junta de Izquierda Republicana que vencerían aquellas dificultades. «Haremos lo que tengamos que hacer.»
—Ya sabéis —les dijeron los de la Junta—. En época de elecciones es el ejemplo el que cuenta.
Faltaba una última pieza: «La Voz de Alerta». «La Voz de Alerta» se había declarado voluntariamente esclavo de Laura. La boda entre ambos había sido anunciada. Los Costa quedaron estupefactos. «¡Nosotros, cuñados de "La Voz de Alerta", del hombre que jura que si los militares no preparan el golpe de Estado es porque están ciegos! ¡Nosotros…!»
Así era la vida, y Laura dichosa, diciendo aquí y allá: «¿Peligrosos los obreros? ¡Si son unos corderos! ¡Yo en el puesto de mis hermanos, y todos estarían abonados a
El Tradicionalista
!»
El signo, pues, de aquel verano y de aquel principio de otoño era la esclavitud. Esto afirmaba el profesor Civil, quien en las clases que éste había reanudado con Ignacio y Mateo daba a entender que estaba muy preocupado. Veía el porvenir negro y casi se alegraba de tener la edad que tenía. Los cambios de clima le habían fatigado enormemente, las colosales máquinas que los Costa habían importado de Inglaterra eran a su entender microbios que irían chupando lo poco sano que quedaba en Gerona. «La gente abandonará los campos y se vendrá a trabajar junto a esos monstruos. Llegará un momento en que todos seremos proletarios. Hasta a mi mujer le pondrán un número en la cabeza.» «¡Dentro de unos años, si vas a Puigcerdá —le dijo a Ignacio—, sólo encontrarás al relojero loco! Porque ése no pasa la frontera nunca, te lo aseguro. No hay ningún poeta de verdad que huya nunca de su país.»
El profesor Civil, en realidad, disimulaba un poco la causa de su preocupación. Porque el maquinismo era vieja historia, y ahora no tenía por qué desesperarse más que en otras ocasiones. Era otro el microbio que le preocupaba de una manera directa, otra importación: el doctor Relken. El profesor Civil estaba convencido de que el doctor Relken era judío, y esto le tenía fuera de sí. «¡Pobre Gerona! Ya lo veis. Lo primero que este hombre ha hecho es tratarnos de analfabetos; lo segundo comprar antigüedades a tres reales la pieza.»
Ignacio gozaba lo suyo hablando de la estigmatizada Teresa Neumann, porque veía que con ello hacía feliz a Carmen Elgazu, encandilaba los ojos de César, asustaba a Pilar e intrigaba en grado sumo a Marta. Siempre elegía detalles interesantes, con tales visos de realidad que el propio Matías de pronto se daba cuenta de que el cigarrillo que le pendía de los labios se había convertido en ceniza.
Ignacio tenía un presentimiento: que un día u otro César recibiría del cielo alguna gracia especial. Por ello insistía en el carácter sobrenatural de las manifestaciones de la estigmatizada austriaca, porque suponía que el día menos pensado César les daría alguna sorpresa semejante.
Tocante a los estigmas —llagas aparecidas en el mismo lugar del cuerpo en el que Cristo las sufrió—, Ignacio aseguraba a la concurrencia que Teresa Neumann era la estigmatizada más completa que había existido, pues no sólo tenía las señales en las manos, en los pies y en el costado, sino que en la frente se le marcaban las espinas, en la espalda los latigazos de la flagelación, e incluso en el hombro la huella del madero. Y en cuanto a las visiones, que era el capítulo que más interesaba a todos, aseguraba que la enferma seguía en ellas el Calendario Litúrgico: veía la cueva de Nazareth en Navidad, en Viernes Santo asistía a la muerte de Jesús en el Calvario, etc.
Marta se preocupaba particularmente por lo de las visiones.
—Pero… ¿lo ve todo con detalle? —preguntaba.
—¡Claro! Asiste a los hechos. Ve a Cristo como yo os veo a vosotros. Y le oye hablar.
—¿Cómo es posible?
—Y a los apóstoles. Tal cual eran. Podría dibujarlos.
—¿Pero… cómo se sabe que los oye hablar?
—Porque muchas veces, durante la visión, pronuncia en voz alta las palabras que oye. De modo que los asistentes pueden tomar nota de ellas.
—¿Habla en latín? —preguntaba Pilar, inquieta en la silla.
Ignacio movía la cabeza.
—Nada de eso. Hubo un profesor de idiomas de Munich que la interrogó después de una visión de Navidad, cuando Teresa Neumann despertó. La mujer había oído cantos y no se acordaba de ellos, no acertaba a repetirlos. El doctor quiso estimular su memoria. Le recitó el
Gloria in excelsis Deo
en varias lenguas antiguas y ella negaba con la cabeza. En cuanto se lo recitó en arameo, Teresa exclamó inmediatamente: «¡Eso he oído! Pero fue mucho más largo». Luego repitió palabras que, según dijo, había oído en boca de San Pedro en el Sanedrín; el doctor reconoció en ellas el dialecto de Galilea. Durante la visión de Cristo cayendo bajo el peso de la Cruz, Teresa, se irguió en la cama y exclamó:
Kum, Kum
, que significa: «¡En pie!» Fueron los soldados los que gritaron esto a Cristo y parece que Teresa oyó la misma palabra, «Kum», en boca del propio Jesús cuando resucitó a la viuda de Naim. Y cuando ve a Cristo aparecerse a los apóstoles después de la Resurrección oye:
Shelam, lachen!
, que significa: «La paz sea con vosotros. Soy yo». Y así por el estilo. Ahora pensad que Teresa Neumann no tuvo nunca profesor de arameo… Sin contar con que describe las calles de Jerusalén, las casas, los rostros.
Carmen Elgazu exclamaba, entusiasmada:
—¡Es magnífico lo que cuentas, hijo!
Ignacio añadía, mirando a su padre, y convencido de que Carmen Elgazu alcanzaría el límite de la felicidad:
—Sí, hay mucha gente que se ríe de esto; lo cual no le impide luego prestar crédito a cualquier horóscopo que le cueste veinte duros. Sobre todo si el mago lleva turbante. Yo… la verdad. Prefiero creer en Teresa Neumann, que por lo menos tiene ojos claros.
—¿De verdad?
—Sí, azules. Excepto cuando llora sangre, naturalmente. Además, los días en que puede llevar vida normal cuida enfermos y su madre cuida pájaros. ¡Ah, olvidaba un detalle! —añadía Ignacio—. Mientras está en éxtasis no sabe pronunciar la cifra tres, sino que dice: uno, más uno, más uno. O sea, estado infantil.
—A mí todo eso me da miedo —repetía Pilar.
—Pues a mí no —aseguraba Marta—. Y desde luego me gustaría mucho que todo esto sucediera cerca de aquí.
Matías Alvear se reía.
—No te quejes. Aquí, en Gerona, tienes un caso parecido.
—¿Quién?
—El Responsable.
—Es cierto —reía Ignacio—. El Responsable puede hipnotizarte y hacerte creer que asistes al Sermón de la Montaña.
—Y si quisiera podría hacer salir llagas a más de uno.
—Por de pronto a mí estuvo a punto de hacerme salir una aquí —añadió el muchacho, señalándose la mandíbula.
Sí, Carmen Elgazu era feliz. Ni Julio García, ni David y Olga ni el tumulto de la edad ni las elecciones de la UGT habían podido arrancar la fe de su hijo. Bastó un aviso del cielo —primero de año, terrible enfermedad— para que volviera los ojos a lo que ella le había enseñado. Carmen Elgazu sonreía en la cocina, mientras frotaba con Sidol los grifos y murmuraba bromeando:
Kum, Kum!
Se sentía orgullosa. Que continuaran llegando cartas de Bilbao, en tinta violeta; ella continuaría contestando: «No temas, madre. Todo anda bien. César un santo, Pilar muy simpática, Ignacio vuelve a ser el que era». Las cartas de Madrid, Ignacio las contestaba riéndose de los anarquistas como él solo sabía hacerlo.
En cuanto a César, se había dado cuenta de que todo el mundo esperaba algo de él parecido a lo de Teresa Neumann: su profesor de latín, Ignacio, mosén Francisco… A Ignacio le decía: «No seas tonto. Los estigmas sólo los reciben personas que desean vivamente participar con Cristo en los dolores de la Pasión. Y yo… yo por desgracia soy un pecador como los demás».
Mosén Francisco le decía:
—Sí, pero… en el Collell no dormías…
El seminarista movía la cabeza.
—¡Oh, aquello duró poco!
Precisamente César se sentía culpable. El verano tocaba a su fin y no había conseguido nada de lo que se había propuesto. Se sentía culpable de falta grave contra la caridad. Los demás no existían para él. A la sed de apostolado, de acción, que había sentido en los veranos anteriores ahora le habían sucedido unas ganas irreprimibles de estar solo, y rezar… Rezar en el silencio de su cuarto, o en la iglesia. Nada más. Sin pensar siquiera en la familia, ni siquiera en la ciudad. Él y Dios. Se consolaba en parte pensando… que tampoco hubiera podido hacer nada, pues en la Barca los chicos se habían dispersado. Unos habían crecido demasiado, la mayoría de ellos estaban en S'Agaró.
Mosén Francisco procuraba animarle, demostrarle que en todo aquello no había culpa.
—No seas tonto. Se pasan temporadas de recogimiento. La acción de la gracia en ti es tan evidente ahora, en tus ganas de rezar, como lo era en el verano anterior, en que no te estabas quieto un momento. Y si no, vamos a ver. ¿Qué te ocurre cuando rezas? ¿Qué sientes?
César se encogía de hombros, algo aturdido.
—Pues… no me ocurre nada. Intento… representarme a Jesús, eso es todo.
Mosén Francisco asentía con la cabeza.
—¿Y lo consigues?
—Pues… a veces me parece que sí.
—¿Cómo le ves a Jesús? ¿En qué circunstancia?
César reflexionaba.
—Pues… casi siempre, en el momento de la Transfiguración.
—¿Vestido de blanco?
—Exactamente.
Mosén Francisco miraba a César con fijeza, obsesionado por la concentración que revelaba el semblante del seminarista.
—Dime una cosa. ¿El cuerpo de Jesús… despide rayos de oro?
—No, no —negaba César, con seguridad—. Rayos blancos.
—¿Jesús lleva algo en la mano?
—Nada, nada.
Mosén Francisco marcaba una pausa.
—¿Le ves en la cima de una montaña?
—Sí. En la cima de una montaña.
—¿Y los rayos de dónde le salen?
—Del corazón.
Mosén Francisco asentía de nuevo con la cabeza.
—¿No te das cuenta? Todo esto es muy grande, César. —El seminarista callaba. Mosén Francisco añadía—: Bueno, pero… explica con más detalles qué es lo que tú haces. ¿Qué sientes, o qué dices?
—Sentir… no sé —contestaba César—. A veces, una gran paz. A veces me parece que no siento nada.
—¿Y decir?
—Digo: ¡Oh, Señor, y Dios mío! O a veces canto el
Magníficat
.
Mosén Francisco se levantaba dominado por la emoción. Y le repetía que sería muy tonto preocupándose. Que todo aquello tenía tanto valor como la caridad. ¿Qué importaba que no pensara directamente en los demás?
—Esos rayos blancos, César… atraviesan tu alma, no lo dudes. Y a través de ti llegan a los demás. A tu familia —ya ves los resultados—, a tus superiores, a todos.
César se mordía los labios.
—Yo quisiera que llegaran también a otras personas.
—¿A quién, pues?
—A muchas, no sé. A todo el mundo.
—Bueno, dime unos cuantos nombres. En la misa rezaremos los dos juntos por ellos.
César sonreía y se tocaba una oreja.
—Pues… me gustaría poder ayudar… ¡yo qué sé! A mi primo, José, de Madrid.
—Rezaremos por él.
—¡Ya Murillo! A un tal Murillo… Y a un tal Bernat. —Luego añadía—: Y a todos los de los incendios.
* * *
Otra cosa hacía feliz a Carmen Elgazu: que Marta se hubiera enamorado de Ignacio.
Ya no le cabía la menor duda. Ella había sido joven, y había detalles que no la engañaban. ¿Por qué Marta elegía, para «congeniar» con Pilar, precisamente las horas en que Ignacio estaba en casa? ¿Tan ciego sería éste que no se daría cuenta?
A Carmen Elgazu la satisfacía aquello, «porque Marta era educada y tenía una formación cristiana». Carmen Elgazu se decía: «Su madre debe de valer mucho, digan lo que digan en las tiendas». En cuanto al comandante, la mujer no sabía qué pensar. Le sentía muy distante de lo que ellos —los Alvear— eran. Tan aristócratas, levantando el hombro izquierdo en ademán peculiar. Sin embargo, se rumoreaba que desde la muerte de su hijo el hombre era menos juerguista, y que bebía mucho, pero que en compensación acompañaba con frecuencia a las mujeres a la iglesia.
¿E Ignacio…? Carmen Elgazu había llegado a una conclusión: el día menos pensado se hallaría delante de Marta sin saber cómo declarársele… ¿Cómo podía ser de otra manera? Marta era la chica de más personalidad que Ignacio había encontrado, y su hijo no iba a enamorarse de una cualquiera. Además, algo influyó mucho, a su entender: el dolor de Marta por la muerte de su hermano. El día en que apareció en la puerta del comedor, de regreso de Valladolid, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, Ignacio se sintió unido a ella. Y ello continuaba, pues, de repente, Marta se quedaba pensativa y triste.