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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (40 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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En todo caso, el Responsable había conseguido romper el hielo y la indiferencia. Para bien o para mal, era preciso contar con ellos. Y si algunos consideraban su acto tan estúpido como el de interrumpir las sardanas cuando la huelga, muchos se reían viendo los traqueteos de «La Voz de Alerta» y otros iban teniendo la sensación de que en el fondo los anarquistas constituían la única fuerza predispuesta al combate. ¿Cómo se las arreglarán los curas sin
El Tradicionalista
, y las viejas beatas, y los militares? En algunos cafés se hablaba de suscripción para llevar comida a los detenidos. «Vamos a esperar un poco. A ver en qué para eso.» Otros proponían preocuparse de encontrar un abogado para que defendiera al Responsable. Pero la sola idea les parecía grotesca. «¡Bah! Se bastan para defenderse.» Había algo en la imagen de aquellos anarquistas que desbordaba las posibilidades normales de lo jurídico.

El motivo por el que Víctor le tenía la guerra declarada al Responsable era la envidia. Le molestaba que la CNT-FAI diera que hablar, mientras la célula comunista, a pesar de haberse ensanchado considerablemente, fuera aún embrionaria.

Algunos camaradas le decían: «Anda, anda, no te quejes, que estás ganando mucho terreno».

Y era verdad. La barbería donde se reunían iba pareciendo un hormiguero. Hasta tal punto que el patrón, un buen día, había dicho: «Vamos a hacer una cosa. Convirtamos todo el piso en local. Entrad, entrad». Y había abierto la puerta que comunicaba con el pasillo, el comedor, la cocina. «Total, mientras me quede un rincón para dormir…»

Abierta aquella puerta todos se sintieron más importantes. En un santiamén la vivienda quedó convertida en laboratorio ideológico. Retratos de Marx, Lenin y Stalin brotaron en las paredes. En la cocina, diminuta, se instaló un mueble que hizo las veces de biblioteca.

Simultáneamente, una corriente de austeridad se había apoderado de todos. En la barbería se suprimió todo cuanto fue juzgado lujoso o no estrictamente necesario. Nada de masajes ni agua de colonia. Los sillones giratorios fueron vendidos en subasta. Sillas escuetas, y una escupidera en un rincón. Los espejos se conservaban porque los militantes acudían allí con sus mujeres.

Víctor había asistido a todo aquello pasándose lentamente la mano por su cabeza plateada. Muchas veces se sentía orgulloso de lo que estaba creando y se decía: «¡Bah, el Responsable va a quedarse atrás! Si tarda en salir del calabozo, se llevará una sorpresa». Por lo demás, él era un hombre extraño. Sus ideas le habían penetrado a través de la soledad. Vivían en la calle de la Barca, en una habitación que había alquilado —¡veinticinco años hacía ya!— a una vieja gruñona. La tristeza de esta habitación, el eterno mal humor de la vieja, el contacto con los niños del Hospicio en el taller y la mugre del barrio le habían llevado insensiblemente a creer que la sociedad en que vivía estaba en trance de descomposición. Esto y la audiencia que se le concedió el primer día que había entrado en aquella barbería decidieron su destino.

El comunismo le parecía una solución como sociedad nueva, joven, «Nada de viejas gruñonas, nada de mugre. Todo nuevo y joven.» El ejemplo lo tenía en la fotografía. En las revistas soviéticas, así como en el cine, el arte fotográfico ruso le parecía de un realismo impresionante. Con igual técnica que los alemanes, pero con más pasión. «Naturalmente, es gente nueva, joven. Lo mismo que ocurre con la fotografía ocurre allá con todo.»

La destrucción de la imprenta y el taller tuvo en la barbería gran repercusión, porque el contacto más íntimo con Víctor descubrió al barbero y al grupo de fanáticos que en el fondo Víctor era un hombre débil. Y que si alguien había no joven allí, era precisamente el propio Víctor. Y por lo demás, sus manías artísticas empezaban a desconcertarlos. Que retratara a Ernesto recogiendo excrementos en la procesión, de acuerdo. Pero ¿a qué fotografiar el campanario de la Catedral, y decir luego, mostrando una ampliación: «¿Qué os parece? Se ve que la luna resbala por la fachada». ¿Es que los obreros y campesinos rusos permitirían que la luna le diera masaje a una catedral?

Por lo visto la palabra «joven» era mágica. Porque la teoría de inyectar juventud a las organizaciones sociales —adoptada ya por la CEDA— no era exclusiva, en el campo izquierdista, de los comunistas. Lo mismo ocurría en la UGT, ya desde mucho tiempo antes. Ahora
El Demócrata
acababa de publicar, ¡por fin!, dos artículos firmados por el tipógrafo del propio periódico, Antonio Casal, de quien ya se había hablado cuando las elecciones. David y Olga le conocían y siempre le habían dicho a Ignacio que Casal era un joven de gran calidad.

¡Matías opinaba lo contrario, que lo que faltaba en el mundo era madurez y experiencia! Entendía que el propio Julio García era demasiado joven para ocupar el puesto que ocupaba. Decía de él: «Tiene muchos hilos en la mano y me temo que al final se arme un lío».

Ignacio, desde las manifestaciones del subdirector, pensaba más que nunca que uno de estos hilos era la masonería. Por ello su curiosidad era grande para saber en qué pararía el asunto anarquista y si Julio verdaderamente protegería al Responsable o si el castigo sería duro. La noticia de que faltaban pruebas para condenarlos fue recibida en el Banco con cierta perplejidad. El subdirector dirigió a todos una sonrisa que ahorraba todo comentario.

Y cuando el grupo de asaltantes fue puesto en libertad provisional, aunque sujeto a expediente, las sospechas de Ignacio se pusieron al rojo vivo y su consideración por el subdirector aumentó. La actitud de los liberados empeoraba las cosas, pues Blasco entró en el Cataluña con aires de triunfador. Dijo a los demás limpiabotas: «Pues, ¿qué os creíais? Todos dormíamos. Yo aquel día me levanté a las nueve, y el Responsable a las diez».

David y Olga le decían a Ignacio: «Lo mejor que puedes hacer es olvidar todo eso y prepararte para los exámenes. ¿Te das cuenta de que falta escasamente un mes?»

Ignacio comprendía que los maestros tenían razón. Pero no se le ocultaba que David y Olga habían adoptado una actitud muy definida ante cada uno de aquellos acontecimientos. En primer lugar, eran partidarios de la inyección de juventud. En segundo lugar, se alegraban de la destrucción de
El Tradicionalista
, aunque profetizaban que a primeros de junio el periódico volvería a salir «en mejores condiciones». En tercer lugar, se alegraban de que faltaran pruebas y de que el Responsable estuviera en libertad. Ella suponía que todavía «La Voz de Alerta» no tenía poder para ahorcar a la gente; en cuanto a la masonería, a la logia gerundense y al papel que Julio desempeñara en ella, les parecía asunto cómico. «Sí le haces caso al subdirector —le decían a Ignacio—, acabarás creyendo que nosotros también somos masones, que los masones tienen la culpa de que en Gerona no haya ni siquiera mercado cubierto, odiarás a los judíos y a los protestantes, y llegarás a la conclusión de que Felipe II era un gran rey.»

—¡Estudia, y contempla nuestro surtidor! —rubricaba Olga.

Ignacio acabó haciéndoles caso. Al diablo todo aquello. Estudiar, el título de bachiller estaba ahí. Los maestros ejercían influencia sobre él. En realidad, tenían gran sentido práctico. Bien claro lo veía, con sólo comprobar lo que ocurría con su Manual Pedagógico. No, aquel librito no era letra muerta. No se trataba de una lucubración en el aire. Aquellos meses de frecuentar la Escuela le habían demostrado que David y Olga, en sus clases con los pequeños, lo habían puesto en práctica con resultados sorprendentes. Los chicos y las chicas salían de allí con aire más precoz, más emancipado que los alumnos de los Maristas o de la Doctrina Cristiana.

—Por eso creemos en la juventud, ¿comprendes? —le decía David—. Porque los jóvenes serán algún día de otra manera.

Debía de ser cierto. ¿Cómo no renovarse ante aquellos procedimientos? Las pizarras en las paredes de la clase eran verdes, a tono con el campo ubérrimo que se divisaba desde los ventanales, prolongándose hasta la falda de Montilivi y el río. Los jueves y los domingos los alumnos cultivaban una huerta situada a un par de kilómetros, ante el alborozo del propietario. Cada semana, un tribunal de alumnos deliberaba y dictaba sentencia contra los autores de desaguisados cometidos en clase. Media docena de cometas cruzaban el cielo a la hora del recreo, mientras David explicaba a los chicos las teorías de la velocidad del viento y toda suerte de fenómenos meteorológicos. Alguna noche se habían reunido para estudiar el firmamento y conocer los nombres de las estrellas. Planeadores, más de uno había aterrizado en la calva de algún pacífico vecino del barrio. ¡Pozos petrolíferos, ninguno descubierto por el momento, y era una lástima! Iniciación sexual. Se había constituido un fondo económico y todos los sábados llevaban parte de él a una persona necesitada de los contornos. Su popularidad era mucha gracias a ello, y los niños tenían la sensación de ser útiles. Para las vacaciones estaba prevista una estancia colectiva de un mes en algún pueblo de la costa, donde se ejecutarían trabajos manuales que permitirían, para el curso próximo, adquirir un acuario.

* * *

Las noticias que se recibían de las familias Alvear-Elgazu también acusaban malestar. José, en Madrid, decía «que actuaba de lo lindo» sin especificar en qué sentido; y el hermano de Matías, Santiago, junto con su compañera, la mecanógrafa del Parlamento, preveía «acontecimientos para otoño». Desde Burgos se anunciaba que la UGT se abría paso, y que la sobrina de Matías tenía relaciones con un joven valor del Sindicato. Una posdata añadía que en Castilla unos estudiantes metían mucha bulla con un partido «fascista» que habían fundado unos meses antes, a las órdenes de un hijo de Primo de Rivera, y en el que se declaraban partidarios «de la dialéctica de los puños y las pistolas».

El partido se llamaba Falange Española. «La mayoría de afiliados eran hijos de papá, pero en los mítines hablaban como Dios, esto había que reconocerlo.»

Los de Bilbao se quejaban de que la primavera era lluviosa. El tío de Ignacio, encargado de una fábrica de armas de Trubia, «trabajaba horas extraordinarias». El ex «croupier», en San Sebastián, iba a casarse. La abuela se mantenía tiesa. Todos los días se hacía acompañar al mar por sus dos hijas solteras. Cuando el aire del Cantábrico se ponía húmedo, regresaba a su casa, con un enorme pañuelo negro sobre los hombros, parecido al que usaba la madre de mosén Alberto. En la última carta ponía: «Si Ignacio aprueba le mandaré como regalo una pluma estilográfica».

Pero se veía que la preferida de la abuela era Pilar. Continuamente pedía retratos de ella pues decía que a la edad de la muchacha todos los días se cambia. Por eso Pilar reclamaba siempre una máquina fotográfica. «Aunque sea de esas de doce pesetas», decía. Pero Matías opinaba que el gasto de la compra era lo de menos, que luego venían los carretes y el revelado y las copias.

Pilar andaba muy misteriosa aquellos días. Siempre tenía que permanecer en las monjas más de la cuenta, para preparar no sé qué de fin de curso y una especie de homenaje a sor Beethoven. Un día Matías le dijo: «Bueno… ¿y qué pasa? ¿Para ese homenaje tenéis que ir a documentaros al cine?»

Pilar casi se desmayó. ¡Descubierta! Su padre sabía que ella, Nuri, María y Asunción iban al cine dos veces por semana. ¡Con las precauciones que había tomado! La culpa era de que los cines estuvieran instalados en la Plaza de la Independencia, allí mismo, al lado de Telégrafos.

Matías le había dicho aquello en ausencia de Carmen Elgazu. Pero ¿qué iba a pasar?

—Una cosa me preocupa —continuó el padre de Pilar, cogiendo la caña y examinando el anzuelo—. ¿De dónde sacas el dinero?

La muchacha se calló.

—¿Del bolso de tu madre?

La muchacha negó con la cabeza, Matías se hacía el serio.

—¿O de mi monedero…?

La muchacha estaba algo aturdida. Por fin se mordió los labios y, viendo que la tocaba responder, dijo con gravedad:

—Jugamos a la Bolsa.

Matías quedó asombrado y apoyó en la pared la caña de pescar.

—¿A la Bolsa…? —Avanzó en dirección a Pilar—. A ver si me explicas eso…

Pilar juntó las manos, palmeteando para rubricar su explicación.

—¡Sí, sí! ¡Es Ignacio, en el Banco! ¡Juega a la Bolsa, y gana!

Matías enarcó las cejas.

—Bueno… de acuerdo. Pero… ¿qué papel representas tú ahí?

Pilar se había recobrado enteramente. Apretaba los dientes.

—Yo le di tres pesetas hace un mes.

—¡Ah.,! ¿Y se han multiplicado…?

—De verdad, papá. Ignacio sabe mucho y gana siempre. Y me da lo que me corresponde…

Matías sonrió y aquello le perdió. Pilar hábilmente, le empujó hacia el sillón, obligándole a sentarse y en el acto cayó sobre sus rodillas.

—Bueno… ¿y cuánto lleváis de ganancia…?

—Pues… yo unas seis pesetas cada semana.

Matías calculó ayudándose de los dedos.

—Desde luego… las cuentas salen.

—Mis amigas me acompañan. Pero ellas sacan el dinero guardándoselo de la merienda.

—¡Caray, caray…! —Matías le dio un beso.

—Y… ¿qué artista te gusta más?

—No sé… Todos.

—El que más.

Pilar hizo un mohín, tirándose de la nariz para arriba.

—No sé si le conocerás. Clark Gable.

Lo pronunció en inglés, lo cual hizo estallar a Matías en una risotada.

—Bueno… ¿y por qué te gusta?

—Porque trabaja muy bien.

Por desgracia, se oyó el ruido de la cerradura. Era Carmen Elgazu Fue una lástima, porque padre e hija eran felices. Pilar se levantó y en voz baja rogó a su padre que desviara la conversación. Pero Matías simuló no haberla oído y cuando su madre entraba en el pasillo preguntó:

—Oye… ¿Y qué película te ha gustado más?

Pilar, al oír aquello, tosió y se acercó a su madre para darle un beso.

—«Rey de Reyes» —gritó, vocalizando—. «Rey de Reyes».

Carmen Elgazu, con los brazos de Pilar colgados a su cuello, dejó el bolso sobre la mesa y dijo:

—¡Ay, sí, chica! Es una preciosidad. El año próximo volveremos a verla.

* * *

Un día en que Ignacio y Matías habían salido de paseo juntos, por el lado de San Gregorio, habían visto en la carretera un poste con un anuncio de neumáticos. La lluvia había borrado la parte superior del texto y sacado a flote una palabra del anuncio que hubo anteriormente: la palabra «Catarros», con interrogante. Así que ahora, leído de prisa, el poste ponía: «¿Catarros…?» y debajo: «Neumáticos Michelin».

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