La gente no quiso aceptar nada. «¿Qué quieren ustedes? ¿Comprar nuestros votos?» «Andando. Aquí no necesitamos nada.»
«No necesitamos nada.» Ésta fue la frase corriente. Ésta y las blasfemias. Laura quedó estupefacta. Las señoras no comprendían que los pobres no necesitaran nada, que siendo ellas ricas no les pudieran regalar nada. «Si pasaran tanto frío como dicen, tendrían menos amor propio y aceptarían.» No obstante, decidieron continuar hasta fin de año, pues el Pirineo enviaba ráfagas cada vez más heladas. Decidieron pasarse incluso la noche de San Silvestre recorriendo pisos pobres, especialmente por el barrio de San Félix, que era el único que faltaba; y aquello fue el remate de la peregrinación. En una de las visitas pasaron tanta vergüenza, que renunciaron definitivamente a su apostolado.
El patrón del Cocodrilo les había dicho: «Yendo hacia los Baños Árabes, en el número 5, vive una mujer despeinada y horrible, que da pena. Todos los días entra aquí y le doy una copa de anís para calentarle el cuerpo».
A la luz del farol leyeron; Núm. 5, y llamaron. Y les abrió la puerta la valenciana, querida de Gorki, a la que había aludido Cosme Vila. La mujer, miembro del Comité Ejecutivo del Partido Comunista, recibió a las señoras con la sonrisa en los labios. «Pasen, pasen» —las invitó—. Pero en cuanto las tuvo en el interior le entró una rabia incontenible. «¿Fin de año, eh…?» —Se dirigió a la esposa de don Santiago Estrada y arrancándole un guante exclamó: «¡Con eso da gusto pasar frío!» Y acto seguido dejó caer la prenda al suelo, limpiándose luego los dedos.
Fue algo increíble, que hizo llorar a Laura, cuando luego lo recordó. La mujer, de edad indefinida y de piernas poderosas, se desabrochó la bata. «¡Cinco hijos, cinco hijos! —decía—. Cinco hombres.» Luego les enseñó fotografías y recortes de periódicos en que se la veía en Valencia con el puño en alto. No habló de política. Sólo obscenidad. Era la noche de San Silvestre. Debía de haber bebido una copa de anís en cada taberna. Citó vagamente a Gorki y al hablar de Teo escupió.
El regreso de la Comisión de la CEDA fue penoso. Había por las calles borrachos que cantaban: «Jesús ha nacido en un pesebre». Don Santiago Estrada había preparado un refrigerio para las damas en el local del Partido, pero ninguna de ellas tenía apetito. «La Voz de Alerta» esperaba abajo a Laura, con el coche, y la condujo en silencio a casa.
* * *
Mosén Francisco no se arredró por el hecho de que todas las noticias que le llegaban contuvieran tanta violencia. Reunió a los niños del catecismo y empezó su campaña. Dibujó un inmenso cartel para el vestíbulo de la iglesia: «Rezad el Santo Rosario». Imprimió folletos y estampas con este consejo. «Rezad el Santo Rosario.» Repartió los folletos por las calles. Los deslizó por debajo de las puertas. «Se acercan momentos difíciles. Hay que pedir amor y no odio. Que los cristianos recen el Santo Rosario.» Al terminar la misa se volvía hacia los fieles, se ponía brazos en cruz y les decía: «Por Dios, basta de lucha fratricida. Recemos el Santo Rosario. Y que cada familia añada un padrenuestro especial por la paz de España». Mosén Francisco se entusiasmó de tal modo con su campaña de Navidad que propuso a todos los fieles que lo rezaran a la misma hora. Dijo: «A las nueve y media de la noche, cuando oigáis las campanas, reuníos en torno a la estufa y rezad el Santo Rosario».
La primera persona que obedeció fue una mujer que nunca había tenido confianza en los repartos oficiales de prendas de abrigo: Carmen Elgazu. Carmen Elgazu, que adoraba a mosén Francisco, de pronto hacía: «Chisssst…!» imponiendo el silencio. Sonaban las campanas. «Ale, empecemos.» Y se persignaba e Ignacio iniciaba el
«Ave María, gratia plena, Dominus tecum»
. Inmediatamente Matías se levantaba. Matías Alvear, ni antes ni después del consejo de mosén Francisco, había conseguido rezar el Rosario sentado. Tenía que rezarlo paseando. Iba desde el comedor hasta la puerta de entrada y regresaba. Casi siempre le imitaba Ignacio, en sentido inverso, y ambos se cruzaban en mitad del pasillo. Carmen Elgazu se quejaba de que desde el comedor no los oía. Si Pilar se quedaba dormida, con las tijeras o con el gancho de la estufa le daba un golpe en las rodillas.
Otro hogar en que se obedeció, fue el del comandante Martínez de Soria. «¡El Rosario! ¡Es la hora!» Lo llevaba Marta, y el comandante también se levantaba y echaba a andar arriba y abajo. A veces sus excursiones eran mucho más largas que las de Matías e Ignacio. A veces en ellas alcanzaba lugares extremos del piso, como por ejemplo el despacho, donde a lo mejor se detenía ante el mapa abisinio y no regresaba al comedor hasta que el Misterio de turno había terminado. Su esposa rezaba con los ojos bajos, las cuentas de plata cayéndole sobre la impecable falda negra. Marta, de vez en cuando, se apartaba el flequillo y suspiraba. Cuando iniciaba el padrenuestro por la paz de España, el comandante se detenía un momento, mirando al techo; luego levantaba el hombro izquierdo, sintiendo un gran combate en su corazón.
Docenas de familias siguieron el consejo de mosén Francisco, mientras las luces navideñas se caían lívidamente al río. La figura del joven sacerdote pareció flotar alrededor de las estufas, y era como una sombra benéfica apaciguando los ánimos, en espera del 16 de febrero. Se rezaba el Rosario en casa de don Pedro Oriol, silencioso hogar, en casa del notario Noguer, con las letanías traducidas al catalán; en casa de don Jorge, cuyas dos sirvientas eran llamadas al rezo colectivo, y se sentaban a ambos lados de la puerta, en dos taburetes.
El Rosario se rezaba en el piso del subdirector, en el del portero de la Inspección de Trabajo, en el de la mujer que hacía la limpieza en casa de los Alvear.
El vicario había recomendado particularmente esta oración porque juzgaba que en su estructura estaban contenidos, mejor que en cualquier otra, los elementos todos de la vida humana. Sobre todo en los Misterios. Primeros los Misterios de Gozo, símbolo del placer que produce en el hombre el nacimiento de otro hombre; el vicario había bautizado docenas de hijos y siempre leía idéntica sonrisa en el rostro paterno. Luego los Misterios de Dolor, símbolo de la lucha en la tierra coronada por la muerte; mosén Francisco había asistido a docenas de entierros, y siempre escuchó idénticos llantos. Finalmente, los Misterios de Gloria, símbolo de la resurrección y del cielo eterno.
Para el sacerdote, todo estaba contenido ahí. «El día en que en toda España se rece el Rosario, el padrenuestro por la paz resultará innecesario.»
Sin embargo, ¿cuándo llegaría tal fecha? De los doscientos cincuenta obreros parados, sólo diez o doce habían seguido el consejo de mosén Francisco. Los demás andaban pegando carteles, algunos de los cuales eran dibujados por los arquitectos Massana y Ribas en la mesa contigua a la que utilizaba Benito Civil, su primer delineante.
Cuando, el 15 de enero, Matías leyó el manifiesto en que se daba cuenta oficial de haberse constituido el Frente Popular, y comprobó que en el programa no figuraba nada que no tuviera un tono ecuánime y razonable, comentó: «Por fin parece que se ha impuesto el sentido común. A ver si esta vez Azaña salva la República».
Su contento hubiera sido total de no continuar doliéndole la conducta de Mateo. El muchacho no sólo no le había pedido excusas por su ex abrupto sobre Abisinia, sino que persistía en su actitud, sobre todo al comprobar que Pilar cedía. Por ahí se hundió todo. La chica, una vez secas las lágrimas y después de una conversación con Marta, salió con el sambenito de que Mateo hubiera sido un héroe marchándose a la guerra.
Matías Alvear no se decidía a cortar por lo sano, pues siempre confiaba en que la juventud vuelve al redil si ha recibido buenos principios: y pensándolo bien no podía dudar de que éste fuese el caso de Mateo, pues no cabía olvidar que era hijo de don Emilio Santos, auténtico caballero, y el primero en lamentar la violencia del muchacho. Así que permitía que Pilar saliera con él, confiando además en que el triunfo del Frente Popular en las elecciones echaría definitivamente tierra sobre Falange.
En cuanto a Mateo, vivía jornadas de inquietud. ¡Su pronóstico se había cumplido…! Las izquierdas se habían unido, el Frente Popular quedaba formado. Y entre tanto, las derechas continuaban elevando globos y asegurando, en el Casino, que iban a ganar.
Otra preocupación del muchacho: no estaba del todo satisfecho de sus camaradas. Se arrepentía de haber aceptado al hijo de don Jorge. El chico palidecía cada dos por tres, a consecuencia de la conminación de su padre a que rompiera el carnet en el plazo máximo de dos meses, so pena de quedar desheredado; y por otro lado Miguel Rosselló cualquier día cometería una barbaridad. Era tan exaltado y tan grande su indignación ante el espectáculo de inconsciencia de que según él, el país daba muestras, que continuamente pedía intervenir de algún modo. Rosselló vivía en una fonda y la soledad le había desquiciado.
Mateo hubiera querido ensanchar su grupo, formarlo más de prisa y no verse obligado sin cesar a explicarlo todo, a justificarlo todo.
—¿Por qué en algunas provincias presentamos candidatura, si Falange no cree en los Partidos, ni en derechas ni en izquierdas?
—Porque, hasta días mejores, es preciso disponer de una tribuna para hacer oír nuestra voz. Y no hay mejor tribuna que el Parlamento.
A pesar de todo ello, Ignacio estaba totalmente convencido de que Mateo sabía adonde iba, de que no retrocedería ante nada. «Ahora espera órdenes de Madrid. En cuanto éstas lleguen, es capaz de poner los planes de Rosselló en práctica, todos de una vez.»
Ignacio no dejaba un momento de pensar en las elecciones. Y estimaba, lo mismo que los demás empleados del Banco, que el resultado era imprevisible.
Esta era la opinión general. Y el interrogante inquietaba tanto más cuanto que todo el mundo comprendía que esta vez no se trataba de un sufragio rutinario. «En estas elecciones se deciden los próximos cien años de la nación.»
«De la nación, y quién sabe si de Europa.» Esto opinaba el profesor Civil. El profesor Civil creía que en las dos Españas que Ignacio llevaba dentro y que iban a enfrentarse el 16 de febrero latían los gérmenes de la futura lucha en el mundo entero. Continuaba creyendo que la estructura de la Democracia se bamboleaba en todas partes, por el desgaste natural de los sistemas y porque había caído en manos de dirigentes judíos, pero que por desgracia las fuerzas que se levantaban contra ella eran tal vez peores.
—¿Y por qué cree usted que en España nos anticipamos en la lucha? —le preguntaba Ignacio.
—Porque aquí hay más fanatismo que en ningún sitio. Las ideas se convierten en seguida en alma y carne.
El doctor Relken parecía compartir la opinión del profesor. Se pasaba el día en el Neutral cantando lo épico de aquella lucha. El día en que se hizo público el manifiesto del Frente Popular dijo:
—Son ustedes magníficos. La víspera de Reyes los vi acompañando a sus hijos con farolillos en el aire. Pedían muñecas, mecanos, bicicletas. Luego pedirán la cabeza del adversario. ¡No, no, no lo digo por reproche! Al contrario. Actúan ustedes por instinto de raza y en su raza hay sentimientos contrapuestos. Por eso la lucha es siempre aquí grandiosa. Cada uno defiende con los dientes lo que cree.
De repente añadió:
—Lástima que a veces vivan demasiado obcecados.
—¿Qué quiere decir?
El doctor dejó el vaso sobre la mesa.
—Tienen ustedes un refrán muy bonito —añadió— que creo que ahora se les puede aplicar. Ustedes dicen: «el que no corre vuela».
—¿Y pues…?
Julio explicó que el doctor Relken debía de referirse al comandante Martínez de Soria, quien había salido de la ciudad con dirección a Roma.
Todo el mundo quedó perplejo. El doctor se quitó los lentes y afirmó:
—Así es.
—Caray con el canguelo —sugirió uno.
—¿Por qué tanto miedo?
—Lo raro es que haya dejado la familia aquí.
Julio hizo entonces un signo negativo.
—Estáis equivocados. Volverá. Viaje de ida y vuelta… Ha ido con varios generales, y con Goicoechea.
Muchos supusieron que había ido a ver al Papa.
El doctor negó con la cabeza.
—Nada de eso. Pidieron audiencia a Mussolini, y éste se la concedió.
Hubo un clamor general. Uno de los más afectados por la noticia pareció ser Matías Alvear. Se levantó y se fue a su casa pensando una vez más en el furúnculo que significaba Mateo y sus semejantes. Ignacio se indignó más que nada porque Marta no le había advertido en absoluto de todo aquello.
—¿Por qué no me has dicho nada? —le preguntó por la noche.
—Para evitar que interpretaras la cosa a tu manera.
—Me parece que sólo hay una manera de interpretar eso.
—No lo creas.
En todo caso, Mateo la interpretó alegremente. Tanto, que se llevó a Pilar al cine. Necesitaba distraerse. Aquello era una luz a lo lejos. No tenía gran confianza en las personas que podían dar el golpe; obraban en defensa propia mejor que por voluntad profunda de rehacer el país; sin embargo, tal vez Falange pudiera pedir un puesto preeminente y encauzar las cosas.
—Sería lo peor que os podría ocurrir —opinó el profesor Civil—. No hay nada más peligroso para un partido que llegar al poder cuando todavía no está formado por dentro.
Los comentarios en el Neutral continuaron, y entretanto el comandante Martínez de Soria, ajeno a las conjeturas que se hacían sobre su viaje, regresó. Varios observaron que en el tren de regreso vestía de paisano.
Volvió tres días antes de las elecciones y calló como una tumba, ante la desesperación de muchos. Ni en el café de los militares dijo nada, ni tampoco a Marta; sólo a su esposa y al teniente Martín. Su esposa le preguntó: «¿Qué te ocurre?» Él contestó: «La cosa anda mal. El día 16 arrollarán las urnas como una carga de caballería cosaca».
Del 6 de Octubre de 1934 al 16 de Febrero de 1936
Cuando, a media mañana, el subdirector llamó a casa de don Santiago Estrada y le dijo a éste: «Parece que en la provincia todo está en orden, pero aquí hay una verdadera batalla», el jefe de la CEDA se levantó y preguntó:
—¿Cómo una verdadera batalla?
El subdirector le explicó que, tal como estaba previsto, los muchachos de la CEDA se habían echado a la calle a proteger a sus electores, montando guardia en los Colegios, pero que, de repente, habían hecho su aparición patrullas de comunistas y anarquistas, que se habían apostado en las aceras con cara de pocos amigos. Especialmente Teo iba al mando de una docena de tipos de su talla, y cuando diezmaban una cola se iban a otra.