José se detuvo un momento y se rascó la nariz.
Continuaron andando, cruzándose con mucha gente que salía de las fábricas. Pero no hubo suerte. En el barrio de la Barca no había más que chiquillos canturreando y viejas que regresaban a sus casas llevando una col en la mano.
—Habría que revolucionar esto —dijo José, que se estaba impacientando—. ¡Este pueblo huele!
Ignacio contestó:
—Pues a mí me gusta.
—¿De veras? ¿Por qué?
—No sé. Porque sí.
—Hablas como un carcunda.
—No sé por qué lo dices.
—¡Nada! ¡Te invito a una copa!
Entraron en el Bar Cocodrilo, que por sus dibujos en los cristales siempre llamaba la atención. Era el clásico ambiente: soldados con un codo en el mostrador, un par de gitanos sentados uno frente a otro en un rincón, un anuncio del Anís del Mono y debajo de él un tipo algo torero, con bufanda de seda. De la lámpara pendía un papel matamoscas. José pidió coñac, Ignacio anís.
Los soldados hablaban de un sargento chusquero, que al parecer tenía más humos que un general. Cuando la Dictadura pegaba tortazos a granel; ahora, con la República, andaba con más cuidado, pero nunca conseguía llegar a las diez de la noche sin haber merecido que le fusilasen.
—A mi me arrestó porque me faltaba un botón de la guerrera.
—¿Cuánto te echó?
—Un mes.
—¡A mí me salieron ocho días porque, estando en filas, me metí un dedo en las narices!
José soltó una carcajada. Se le veía con ganas de meter baza en la conversación.
—¿Eres de Madrid? —le preguntó a uno de los soldados.
—Sí.
—Yo también. ¿De dónde?
—Carabanchel Bajo.
—Yo de Arguelles.
Fraternizaron. Se bebió otra ronda.
—Éste es un primo mío —dijo José, presentando a Ignacio—. Pero todavía no ha hecho la «mili».
—Comprendido —cortó el de los dedos en la nariz.
Ignacio no supo lo que querían decir.
—¿No estáis hartos de llevar el caqui? —prosiguió José.
—Tú dirás…
—La Patria… —añadió el de Madrid, echándose con indolencia el gorro para atrás.
Se oyó una risotada. Era el patrón.
—¿Qué te pasa, compadre?
—¡La Patria! ¡Mirad! —rió el hombre, tocándose el vientre.
—¿No te da vergüenza? —interpeló José, zampándose otro coñac—. ¡Materialista!
—¿Y tú qué eres? —le preguntó el del botón—. ¿El Papa?
—¿Yo…? Yo soy la Pasionaria.
Todos estallaron en una carcajada, incluso Ignacio.
—Conque ¿Moscú…? —añadió, interesado, el de los dedos en la nariz.
—No. Fue un camelo —explicó José—. Yo soy anarquista.
—¡Anarquista!
—Sí. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo?
—¿Miedo? A mí no me da miedo ni la Siberia.
Los dos gitanos miraron a José.
—¿A que no sabéis lo que es el anarquismo? —les preguntó el primo de Ignacio, dirigiéndose a ellos.
Los dos gitanos levantaron los hombros, haciéndose el tonto.
—Yo lo sé —intervino uno de los soldados.
—¿Ah, sí…? ¿Qué es?
—¡La abolición de la moneda!
—¿Tú crees…?
—Y del Estado.
—¿Y qué más?
—¡Y de todos los mangantes! —rubricó, soltando una carcajada.
—¡Chócala! —exclamó José con entusiasmo.
—Ahora falta saber quiénes son los mangantes —intervino el patrón, encendiendo su caliqueño.
—¿Eh…? —desafió José, avanzando los labios—. ¡Pues desde Azaña hasta el alcalde de este pueblo!
—¡Bravo!
—¡Y todos los curas! ¡Y todos los que tienen coche! ¡Y todos los que han puesto eso de las fronteras!
—¡Abajo las fronteras! —gritó alguien.
—¡Abajo los cuarteles!
—¡Abajo el Estado!
Salieron de allí. Las luces empezaban a encenderse.
—Toda España es así —le dijo José—. Se habla de la revolución como si fuera una corrida de toros. ¡Abajo los mangantes!: esto es todo lo que se sabe del anarquismo. Hablando de Rusia se dice: ¡Entrega de los hijos al Estado! Y se acabó.
Ignacio le miró con curiosidad. Él había creído que hablaba en serio.
—Entonces… ¿tú seguías la broma?
—¡Pues qué creías! Me gusta comprobar que esto es igual que Madrid.
Ignacio estaba pensativo.
—Así, pues… ¿tú eres anarquista de verdad?
—Desde que me parieron.
—Me vas a tomar por imbécil, pero… ¿cuál es tu base?
—¿Base? ¡Hombre! ¿Te parece poca base la libertad?
—Te diré… La libertad…
—¡Sí, se ha hablado mucho, ya sé! Tendrías que oír en Madrid.
¡Hasta los socialistas hablan de libertad! Y luego expropian las tierras y para repartirlas te hacen firmar mil papeles. Y luego no te las dan. —Marcó una pausa—. Libertad quiere decir libertad: eso es todo. No estar ahí pendiente de las porras todo el día y con un Código más largo que la Castellana. —Marcó otra pausa—. Discutir de hombre a hombre, sin tanta estadística.
No pudieron continuar la conversación. Habían subido por San Félix y de pronto desembocado en la Plaza de la Catedral, que se erguía ciclópea sobre las grandes escalinatas.
José se detuvo. Levantó la vista. Era evidente que aquella súbita aparición le había impresionado. A la derecha se erguía el convento de las Escolapias, a la izquierda el del Corazón de María, donde iba Pilar.
José entornaba los ojos para contemplar la fachada de la Catedral. De pronto ladeó la cabeza.
—¿Más allá qué hay? —preguntó.
Ignacio repuso:
—Empiezan las murallas.
José torció la boca como si masticara algo.
—Ahí está —dijo—. Como en Ávila, como en Segovia, como en Santiago. Catedrales, murallas. —Marcó una pausa—. ¿Sabes lo que dice mi padre…? Las murallas no impiden entrar, sino salir. ¿Me comprendes?
Ignacio movió las cejas.
—Es un juego de palabras muy bonito. Y muy madrileño.
José le miró con cierto respeto, lo cual no pasó inadvertido al hijo de los Alvear.
Subieron por las escalinatas. La fachada ocultaba el cielo y precipitaba la llegada de la noche.
Ignacio se había animado. Quería mostrarse a la altura de su primo.
—¿Cómo compaginarás —le preguntó, incisivo— la libertad de opinión con la quema de las iglesias?
José sonrió.
—Ya esperaba eso —dijo—. Éstos —y señaló la Catedral— explotan el miedo, ¿comprendes? Dicen: ¡Obedeced; de lo contrario, no tendremos más remedio que echaros al infierno!
—Y mientras tanto pasan la bandeja, ¿no es eso…?
—Eso es —aceptó José.
—¡Pero llevan dos mil años pasando la bandeja…!
José puso cara de anarco-sindicalista.
—Yo no creo en estas cosas, ¿me entiendes? El hombre ha de ser «libre». ¡Satanás, uh, uh…! ¿Quiénes son para dictar leyes? Le hacen a uno morder el suelo y con los cirios le van haciendo cosquillas en los pies.
Ignacio se sintió algo decepcionado. Morder el suelo… No era cierto. Él conocía eso…; y en cuanto a la esclavitud… César era tan libre que cuando obedecía pesaba menos. Le vinieron a la mente frases de púlpito: «Ser esclavo es precisamente ceder a las pasiones». Ahí estaba su primo. Llegaba a Gerona hablando de libertad y en vez de tener el espíritu libre para contemplar la ciudad, se interesaba por «el ganado». Esclavo. Por otra parte, ¿quién no lo era? El patrón del Cocodrilo, esclavo de su vientre. El sargento chusquero, esclavo de su vanidad. Aquellos soldados, esclavos de la vida en Carabanchel Bajo. Los gitanos, esclavos de los caminos. Las viejas que habían hallado por la Barca, esclavas de su columna vertebral. ¡Y su padre, Matías Alvear, esclavo de Telégrafos, confiando en la lotería para poder ir a Mallorca!
Regresaron a casa. Fue una cena animada. Matías Alvear no podía ocultar que sentía por José el afecto que da la misma sangre. El primo de Ignacio contó anécdotas muy graciosas de su viaje de Madrid a Barcelona. Al parecer, a un artillero le cayó encima un paquete de harina que le blanqueó el uniforme, y entonces un marino se levantó muy serio y cuadrándose le dijo: «¡A sus órdenes, mi capitán!» Ignacio temía que en cualquier momento José olvidaría que Pilar estaba delante y soltaría alguna inconveniencia; pero no fue así. Se contuvo y a su manera se comportó con corrección. A Pilar, José le pareció también un hombre guapo y desde el balcón le había gritado a Nuri:
—¡Nuriiiii…! ¡Tengo algo que decirteeee…!
A las diez y media, Carmen Elgazu dijo:
—José, espero que no te importará que sigamos nuestra costumbre le rezar el rosario.
—¡Cómo! —cortó Matías—. No hay ninguna necesidad. Cada uno puede rezarlo luego en la cama.
—¡Por favor! —intervino José—. No hay por qué alterar la costumbre. Yo me iré a acostar.
—¿No te importa?
—¿Por qué? Hasta mañana a todos.
—¡Hasta mañana!
Se despidió. A Pilar le dio un tirón en la mejilla. Y en cuanto hubo traspuesto el umbral de la habitación, quedaron en el comedor, solos, los Alvear. Cerraron el balcón y Carmen Elgazu inició el Rosario.
El forastero, desde la cama, oyó las voces monótonas atravesar la puerta e incrustarse en su cerebro. ¡Cuántos años hacía que no oía rezar! La voz de Carmen Elgazu se le hacía antipática, le parecía demasiado rotunda; pero cuando los restantes de la familia contestaban a coro, José sentía que se le colaba por entre las sábanas como un levísimo escalofrío, algo apenas perceptible, pero que sin duda existía, aunque fuera por sugestión. Procuraba superar cada una de las voces, distinguirlas, y al final lo consiguió. Su tío Matías era el que rezaba con más lentitud. Con una voz grave, algo cansada. Se parecía mucho a la voz de Santiago, su padre. ¡Qué curioso! José oyó algo sobre
Salve Regina
y sin saber por qué recordó su entrada violentísima en la Iglesia de la Flor, poco después de instaurada la República. Llevaba una pistola y disparó contra un santo, no sabía cuál, apuntándole al corazón. Acaso disparase contra la «Salve Regina». Su padre rociaba los altares, y un compañero suyo, Martínez Guerra, iba echando por todos lados pedazos de algodón encendidos. Y de pronto los altares empezaron a ser pasto de las llamas. Aquello olía a azufre, a humo, a sacristía y a caciquismo. ¿No decían que el fuego era purificación?
Fue durmiéndose arrullado por los
Ora pro nobis
de su familia.
El subdirector del Banco de Ignacio estaba convencido de que la CEDA obtendría mayoría absoluta en las próximas elecciones. De modo que todo cuanto hacía por el Partido lo hacía con unción religiosa. Era un hombre tranquilo, de ojos bonachones, que, al igual que el cajero, no había conseguido tener hijos. Ahora miraba a Gil Robles como a hijo suyo. Un hijo que le hubiera salido precoz, brillante. Los empleados se mofaban de él, aunque en el fondo le querían porque en el trabajo les daba facilidades.
* * *
A las seis y media Ignacio subió al piso en busca de José. Carmen Elgazu zurcía calcetines junto al balcón. Cuando estaba nerviosa, Ignacio se lo notaba en algo indefinible al clavar la aguja. Ignacio llamó a la habitación de su primo y entró. Encontró a José medio desnudo, en
slip
, haciendo gimnasia ante el espejo.
—Anda, que es tarde. Tenemos que ir al mitin.
—Voy en seguida. Uno, dos, uno, dos.
—Estará lleno, ¿comprendes?
—¿De veras? Uno, dos. Claro. Arriba, abajo, arriba, abajo.
—Sea lo que sea, hay que ir.
—Voy volando. ¿No tenéis ducha?
—Lo siento.
En diez minutos José estuvo preparado. Su traje azul marino, de anchos hombros; el pelo brillante, gran nudo de corbata.
Cuando salieron del cuarto fue en busca de Carmen Elgazu.
—¡Hasta luego, tía!
Carmen Elgazu levantó la cabeza.
—Id con Dios.
Cuando salieron a la calle se cruzaron con Pilar, que regresaba del colegio.
—¿Me compráis un helado?
—¡Hombre! —José echó mano a la cartera. Se acercaron al carro con tres capuchas que se había instalado frente al Neutral.
—¡Un cucurucho para la señorita!
—¿Vainilla o chocolate?
—Mitad y mitad.
En el camino, José dijo a su primo:
—¿Sabes que Pilar empieza a ser de buen ver?
Ignacio asintió.
—¡Sí, es cierto! Me he dado cuenta ahora, viéndola a lo lejos. Es curioso —añadió— lo que cambian las personas vistas de lejos.
El Teatro Albéniz estaba, efectivamente, lleno a rebosar, y todavía la Plaza de la Independencia era un hormiguero de gente. Grandes carteles, sensación de juventud.
—¡Caray con los jesuitas! —comentó José.
Entraron dando codazos, como todo el mundo. Tuvieron que instalarse en el pasillo central, de pie, presionados por la masa.
El aspecto del escenario era impresionante. Brillaban las banderas, la sonrisa optimista del jefe, don Santiago Estrada, las joyas de varias señoras de la presidencia y la calva del subdirector. Entre el público se veía muy poca gente de la clase trabajadora. Burguesía y muchos jóvenes del Partido, con brazaletes verdes en la manga.
Los preparativos era lo que más gustaba a Ignacio. El silencio sepulcral que se hacía cuando el primer orador terminaba de sacar sus cuartillas y se disponía a hablar.
¡El primer orador! Dijo que el programa social del Partido se inspiraba en las encíclicas papales y que su fuerza residía en la moralidad de los dirigentes.
—Por eso estáis aquí en tan gran número. Porque sabéis que los dirigentes de la CEDA son personas honradas.
Luego describió la incalificable demagogia de los gobernantes de la República. El fracaso de la Reforma Agraria. «Han dejado a los colonos sin créditos, sin elementos, sin nada. Muchos de ellos piden a sus antiguos propietarios volver a las condiciones de antes.» Describió la terrible campaña antirreligiosa en todos los sectores de la sociedad. «Estamos gobernados por gentes que creen más en París y Londres que en España, que van contra lo tradicional en la Patria. Se queman iglesias, se persigue a las Congregaciones, se prohíbe la enseñanza religiosa, se implanta el divorcio. ¡Todo eso es progreso! Y los quioscos y las barberías… y hasta los salones de espera de ciertos abogados populares están llenos de revistas pornográficas.»
Luego habló de los obreros. De la influencia del oficio sobre la mentalidad. «Un hombre sin oficio es un desgraciado —dijo—. Hay que dar un oficio a cada hombre y hacer que lo ame. Aumentar los salarios sin conseguir que los obreros amen su oficio, es no hacer nada.»