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Quedaba demostrado que el director de Nuestra Señora del Collell era un hombre irónico. Cuando, en presencia de Matías Alvear y Carmen Elgazu, le dijo a César que aquel año se iba a construir una pista de tenis, no se refirió a que César podría jugar al tenis, sino a que en aquel curso los «fámulos», además de sus trabajos habituales, tendrían éste suplementario: construir dicha pista.
La verdad era que mosén Alberto había pecado de optimista, o tal vez las cosas hubieran cambiado desde que él estuvo allá. Los «fámulos» trabajaban de lo lindo. El director estaba convencido de que la cifra de trece bastaba para servir holgadamente a ciento veinte estudiantes de pago. Este cálculo era erróneo si se tenía en cuenta que las monjas sólo cuidaban de la enfermería, la cocina y el lavado de ropa. Todo lo demás cortar leña y cortar pan, poner la mesa y servirla, barrer el monstruoso edificio, reparar grifos, matar ratas y hasta quitar el polvo al esqueleto de la clase de Historia Natural, todo iba a cargo de esos trece, el más pequeño y enclenque de los cuales aquel año resultaba ser César Alvear.
El aire era realmente sano, y la comida abundante; pero apenas si les quedaba tiempo para estudiar. En cuanto a los catedráticos, siempre mostraban con los «fámulos» una prisa exagerada.
De los trece había diez que eran de la comarca, surgidos de los bosquecillos salvajes por los que el coche de línea cruzó. Ésos lo resistían todo con facilidad pasmosa y hubieran allanado no una pista de tenis, sino un campo de fútbol; para César y otros dos chiquillos de la ciudad, la cosa resultaba más seria.
Estos dos chiquillos fueron retirados por sus padres a primeros de noviembre, con gran escándalo por parte de las monjas. César, en cambio, se sentía dichoso y así se lo escribía a los suyos y a mosén Alberto.
En realidad, la jornada empezaba para él muy temprano: diana a las cinco y media, capilla a las seis. Desayuno y ayudar a misa hasta las nueve, mientras otros despachaban el comedor y encendían las estufas. A las nueve, primer piso. Cuarenta celdas a su cargo. Cuarenta camas que hacer, cuarenta veces la escoba. Y puesto que los estudiantes durante la noche quedaban incomunicados sin poder siquiera ir a los
waters
, César a la mañana siguiente tenía que llevar consigo, además de la escoba, un cubo de asa muy alta. Cubo que a lo largo del pasillo iba pesando cada vez más.
Lo cierto es que César llegó a conocer las cuarenta celdas mucho mejor que la suya propia. Y a través de ellas, a los "cuarenta internos. Cada una llevaba un sello personal, sin razón aparente, pues estaba prohibido pegar nada en las paredes. Especialmente las camas revelaban mil tendencias. De algunos internos se hubiera dicho que no la rozaban; de otros que se peleaban con ella. Muchos vaciaban con cómica exactitud su silueta en el centro del colchón, a un lado, en diagonal. Uno muy joven, pelirrojo, retorcía siempre la almohada como un pingajo. Había noches extrañas, en que los sueños dejaban por doquier humanos documentos.
A las once, clase hasta mediodía. A las doce, almuerzo; a las doce y media, lectura en el gran comedor. Le habían elegido… porque su voz era dulce. Después de comer le situaban ante una enorme cuchilla con la que debía cortar doscientas cuarenta raciones de pan —merienda y cena—. Luego, clase, luego ayudar a las monjas, luego ponerse a las órdenes del director, o barrer la capilla, o reparar fusibles. Y así hasta las nueve de la noche.
Uno de los catedráticos dijo de César que era un pájaro; si la metáfora fue angélica, acertó; si se refería a facilidad para volar… Porque lo cierto era que a César le costaba horrores seguir aquel ritmo, a causa del corazón. Debía de tener un corazón muy grande, pues con frecuencia lo sentía latir aterradoramente.
Pero el chico estaba contento. No consideraba que servir fuera ninguna humillación. Llevaba consigo una estampa de San Francisco de Asís, que le proporcionaba gran consuelo, excepto cuando le obligaban a matar ratas. En estas ocasiones sufría horrores. Sus compañeros campesinos mostraban estar en su elemento, y las perseguían por entre las cajas y montones de leña pegándoles punterazos triunfales. César las buscaba y las evitaba a un tiempo, y no concebía que sus alpargatas se tiñeran de sangre. Los campesinos conocían su flaqueza, y le situaban cubriendo la puerta del almacén, y ellos desde el otro lado lanzaban contra él verdaderos ejércitos de animales despavoridos; entonces César mataba, por obediencia.
De San Francisco de Asís, inconscientemente, imitaba muchas cosas, pero sobre todo la cortesía. Era cortés con todo el mundo, empezando por los objetos. Ni que decir tiene que lo era especialmente con el latín. El latín, idioma de los papas. Estuvo mucho tiempo creyendo que Jesucristo hablaba en latín, y por ello daba a las declinaciones un sentido de acercamiento a la divinidad.
A veces se asustaba. Le parecía ser muy poca cosa y que nunca llegaría a un buen sacerdote. Tenía una idea muy vaga de lo que, desde el punto de vista humano, ser sacerdote pudiera significar. En realidad, no pensaba sino en que podría levantar la Sagrada Forma y perdonar muchos pecados. Perdonarlos y convertir. Su idea fija era convertir a mucha gente, empezando por su primo José, el de Madrid, y su tío Santiago.
Un hecho le estaba resultando incomprensible: que Ignacio, teniendo todo aquello a su alcance, hubiese preferido dejarse crecer el pelo y trabajar en un Banco. Banco significaba dinero y él no entendía qué cosas podían comprarse. Y se azoraba lo indecible cuando de tarde en tarde subían camiones con víveres, y oía a los chóferes hablar de que pronto se iba a utilizar aquel Colegio para la formación de una nueva generación de maestros.
César rezaba mucho, sobre todo muchas jaculatorias. No sabía por qué, pero se acordaba especialmente de su hermana Pilar. Había algo en Pilar que le daba miedo. Sobre todo desde un día en que la halló en el balcón riéndose como una boba porque abajo, en la acera, tres chiquillos habían encendido un pitillo con derecho a dos chupadas por barba.
Otra cosa le azoraba: quitar el polvo de las imágenes de la capilla. El problema era insoluble. Comprendía que la cabeza de San José merecía estar limpia y que dejar crecer telarañas entre las siete espadas de la Dolorosa era sacrílego; pero, por otra parte, no hallaba el medio a propósito para impedirlo. Sus compañeros utilizaban simplemente el plumero; a él le parecía un instrumento demasiado frívolo. Tampoco un trapo le satisfacía, pues a fuerza de frotar saltaba la purpurina, especialmente la de las coronas y túnicas. Pasó muchas semanas intranquilo, y generalmente se decidía por soplar. Prefería soplar, con cuidado, aun a riesgo de que el polvo regresara como un alud a sus ojos.
Con el esqueleto de la clase de Historia Natural le sucedió algo extraño. Fiel a su propósito de contrariar continuamente sus pequeños impulsos y deseos, había resistido siempre a la tentación de tirar del cordel que salía, por un agujero redondo, de la vitrina. Una mañana tuvo un momento de flaqueza y tiró de él: y entonces el esqueleto se puso a bailar. Su impresión fue tan grande que retrocedió. Porque aquello modificaba por completo su concepción de la muerte, asimilada en el cementerio, que se basaba en la inmovilidad, y aun la del cielo, que se basaba en la contemplación extática. Cuando se confesó de su falta al profesor de latín, éste le preguntó:
—¿Te asustaste mucho?
—Sí, padre.
—Pues en penitencia tirarás del cordel una vez por día, durante una semana.
César obedeció. César obedecía siempre, con lo cual su paisaje interior se iba enriqueciendo. Hablaba poco, pero de repente, como les ocurría a los hambres de la calle de la Barca, acertaba con imágenes extrañamente poéticas, que nadie recogía. Hacía pequeños sacrificios, como dar el mejor pan al interno que le tratara peor. Algunos de estos internos le tomaban por loco y le jugaban bromas pesadas. Siempre salía quien le defendía, y varios habían intentado ofrecerle un par de pesetas de propina, que él había rechazado con gesto entre enérgico y asombrado.
Un día rogó a sus superiores que los domingos por la tarde le permitieran recorrer, solo, durante un par de horas, los alrededores del Collell. Nadie halló inconveniente en satisfacer su deseo; César, entonces, en estas excursiones, alcanzó una compenetración muy directa con la naturaleza.
Porque el mundo en los alrededores del Collell era impresionante. Mucha tierra y muchos árboles y muchos pequeños abismos. Árboles duros, de figura gigantesca, presididos por robles y alcornoques. César palpaba los troncos y, al sentirse totalmente incapaz de trepar por ellos, se reía. Con los pies ponía buen cuidado en no hacer crujir con excesivo dolor la hojarasca. La hojarasca era un gran elemento otoñal y día por día iba tomando el color rojizo y arrugado de la tierra. Tierra apretada, residente allí desde miles de años. De trecho en trecho, un barranco, corte hecho por alguna cuchilla mucho mayor que la que él utilizaba para las raciones de pan. Arroyos venidos de Dios sabe dónde se compadecían de vez en cuando de los barrancos, y bajaban dulces o tumultuosos a arrancar de ellos profundas sonoridades, César se sentaba y oía, y algunas veces se quedaba dormido.
En el fondo, todo aquello era una revelación. El saber que era seminarista había revelado en él mil disposiciones latentes, igual que le ocurrió a Ignacio al saber que no lo era. Desde el punto de vista de cualquier estudiante comodón y bromista procedente de Barcelona, el chico cometía muchas excentricidades; pero este punto de vista era discutido por el profesor de latín, quien decía que ponerse cabeza abajo para ver el cielo puede ser un acto muy meritorio.
El pelado al rape le había dejado al descubierto una cabeza minúscula que, de serle permitido, a gusto hubiera cubierto con una boina, pues sentía frío. Para las faenas duras se ponía una bata amarilla que había encontrado en el almacén, y que por milagro llevaba siempre impecable, mientras los demás «fámulos» andaban siempre con manchas de cloro. Crecía mucho. Él no se daba cuenta, pero se estiraba. Por ello estaba delgado y sus ojos, heredados de Carmen Elgazu, le ocupaban la mitad de la cara, rodeados de un cutis muy fino. Ahora andaba de prisa, como dando grandes saltos. Varias de las monjas sentían adoración por él.
En Gerona sólo se enteraban del aspecto positivo de su vida en el Collell. Acaso Matías Alvear hubiera olido entre líneas que el trabajo no era tan escaso como se les dijera. Pero Carmen Elgazu asistía alborozada a aquel despliegue de entusiasmo. Mosén Alberto decía: «César llegará al altar».
Le emocionaban mucho las cartas de la familia, en las que casi siempre firmaban todos. Y le parecía hermoso que su madre rayara previamente a lápiz el pedazo de papel que le correspondía, así como que su letra se pareciera grandemente a la de la abuela. Se preguntaba si podía guardar las cartas. Todo el mundo le decía que podía hacerlo; pero él acababa por quemarlas y esparcir las cenizas al viento.
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La marcha de César y la llegada del invierno habían alterado el ritmo de la casa. Le echaban mucho de menos. El chico era un gran elemento de serenidad. Las semanas en que Matías Alvear hacía turno de noche en Telégrafos, había cierto desconcierto en la familia, pues tenía que dormir durante el día. De todos modos, el hombre no faltaba nunca a la mesa, presidiéndola.
Por su parte, Ignacio había empezado a trabajar. Había empezado el primero de octubre, tal como estaba previsto.
El Banco Anís era lo que dijo Julio: poco espectacular, pero sólido.
Un oscuro vestíbulo para el público, frente a una hilera de ventanillas bajas. Al otro lado de las ventanillas, doce mesas de escritorio y doce sillones que crujían; ocupando estos sillones, doce «caracoles humanos».
Ignacio fue recibido con perfecta indiferencia, que le humilló. En realidad, pronto advirtió que le habían empleado en calidad de botones. El director le dio órdenes como si fuese una simple prolongación del botones anterior, que partió alegando que quería aprender un oficio. Los empleados le mandaban a buscar periódicos, sellos y bocadillos.
Cínicamente el cajero, ya entrado en años, demostró acogerle con franca simpatía. Por lo menos le llamó y de un tirón y sonriendo abrió ante sus ojos la gran caja de caudales. Ante aquellas montañas de billetes en cierto modo muertos, Ignacio experimentó vértigo y oscuras tentaciones cruzaron su mente.
Había un empleado que, por lo altísimo y tartamudo, sugería la idea de la Torre de Babel. Había otro tan bajito que nunca se sabía si estaba sentado o de pie. La mayoría llevaban gafas, tenían la tez amarillenta y sumaban a velocidades increíbles. Continuamente se metían
clips
en la boca. Cambiaban muy a menudo de plumilla y también muy a menudo se levantaban para estirarse o ir al lavabo. Cuando el director se encerraba en su despacho, inmediatamente iniciaban una gran conversación en voz alta. Los temas preferidos parecían ser las nuevas bases de trabajo que estaba redactando el Sindicato —U.G.T.— y el gol que Alcántara metió en Burdeos.
El encargado de los cupones parecía el más rico de la comunidad. Parecía incluso más rico que el cajero. Con sus tijeras en la mano hacía pequeños montoncitos de cupones trimestrales, que luego ataba con una gomilla y que contemplaba con una seguridad de rentista que anonadaba. Parecía decir: «Éstos son mis poderes».
El encargado de la correspondencia trabajaba aparte, en un cuarto-miniatura. Eran él, su lámpara y su máquina de escribir. A Ignacio le mandaron allá a pegar sellos y sobres, siguiendo un sistema en cadena muy ingenioso.
Todos estos empleados sentían por el director una viva repugnancia. No sólo porque representaba al Amo, sino porque, al parecer, adulaba a los clientes, mientras que con los inferiores era un déspota. El encargado de los cupones había advertido que la pipa que le pendía siempre de los labios humeaba en presencia de los empleados en tanto que se le apagaba automáticamente en cuanto se enfrentaba con un cuentacorrentista.
El subdirector era muy católico, muy sensato y muy calvo.
Ignacio hizo cuanto pudo para ganarse las simpatías de aquella sociedad, pero fue inútil Se le imputaba un grave cargo: tener aire de señorito de Madrid. «¿Cómo cambiar mi aire? —pensaba Ignacio—. Imposible: el aire es uno mismo.»
Por añadidura, salía del Seminario. Era una rata de sacristía, un beato. Un día le preguntaron si era virgen: él contestó que sí. Su virginidad corrió de escritorio en escritorio. Todos los sillones crujieron, excepto el del subdirector. El encargado de la correspondencia, muerto de risa, pulsó sin darse cuenta el botón de las mayúsculas.