El Museo Diocesano era una institución en la localidad. Su mayor riqueza consistía en unos retablos catalanes primitivos, varias casullas venerables, varios cálices, las maderas de una gran colección de grabados al boj y una cama en la que había dormido el beato Padre Claret. Estaba instalado en la Plaza Municipal, en un caserón histórico que había pertenecido a una familia de abolengo. Mosén Alberto daba la impresión de sentirse más próximo a esta familia que a la suya propia, que continuaba viviendo en el pueblo.
Siempre tenía varios seminaristas a su servicio, cuyo estímulo alimentaba mostrándoles de vez en cuando algún secreto del Museo. Era un hombre convencido de que Gerona era una fuente de Historia y que bastaría un poco de sentido común en las excavaciones para poner al descubierto muros sensacionales.
El obispo tenía en él mucha confianza y más de una vez le había ofrecido una de las tres parroquias de la localidad: Mercadal, San Félix o Catedral. Pero a última hora se decidía que continuara en el Museo y ocupándose en modernizar el sistema catequista de la Diócesis.
Estaba al corriente de toda la vida religiosa de la población. Todos los conventos de monjas le consultaban sus dificultades, antes de atreverse a subir a Palacio. Para celebrar misa no tenía iglesia fija. A veces se iba a los Hermanos de la Doctrina Cristiana, donde César, que fue el primero de la familia que entró en contacto con él, le reconoció.
Las monjas sentían adoración por mosén Alberto. Porque siempre les explicaba algo nuevo sobre la Pasión, sobre la vida de los apóstoles y sobre las misiones. Era él quien organizaba las grandes colectas de sellos para mandarlos a los negritos. Matías Alvear le decía: «Vea, mosén. A mí lo de las misiones me inspira un gran respeto; pero lo de los sellos…» En cambio Carmen Elgazu estimulaba a sus ocho hermanos a que le escribieran para poder dar sellos a mosén Alberto.
Entre las familias que más frecuentaba se contaba la del notario Noguer, persona muy solvente, la de don Santiago Estrada, propietario, y varias que guardaban pergaminos y papeles relacionados con la historia de la ciudad. Su sensibilidad era muy aguda y a la tercera visita notaba que la mitad de los miembros de la casa le eran simpáticos y la otra mitad lo contrario. Ello le ocurría con las monjas, con todo el mundo.
Habitar los grandes salones del Museo le había incitado a adoptar varias costumbres patriarcales. Las visitas que no eran de puro trámite tenían la seguridad de que por una de las puertas disimuladas aparecerían las dos sirvientas llevando una bandeja con chocolate y otra con picatostes. Asimismo la altura de los techos le habían familiarizado con los grandes espacios. Era el sacerdote que con más naturalidad y prestancia bajaba las escalinatas de la Catedral.
La familia Alvear no escapó a la ley de la clasificación, como no había escapado a la del chocolate. Mosén Alberto, después de la tercera entrevista, se dio cuenta de que había situado a la derecha a Carmen Elgazu y a César; a la izquierda a Matías e Ignacio… A Matías le decía, sonriendo: «A usted, Matías, siempre le quedarán resabios». Con Ignacio la cosa era más fuerte que él. Tal vez una suerte de repugnancia física. Pilar pasaba inadvertida para él, a pesar de que la niña, al verle, acudía a besarle la mano, iniciando una genuflexión.
Carmen Elgazu fue quien operó el milagro de que el sacerdote se interesara realmente por ellos. Mosén Alberto tuvo la impresión de que era una mujer de muchos arrestos y muy buena, hasta el punto que tardó poco en presentarla como modelo a las familias que visitaba. «Sí, sí —decía—. Está visto que los vascos pueden enseñarnos muchas cosas.»
La consideraba una auténtica madre cristiana. Explicaba que toda su solidez giraba en torno de la religión, desde su manera de hacer las camas —con respeto porque el crucifijo estaba presente— hasta cocinar.
—Figúrese usted —le decía al notario Noguer—, que en la única medida de tiempo en que cree para hacer un huevo pasado por agua, es en el rezo del Credo.
—¡Eso también lo hago yo! —le interrumpió un día la esposa del notario.
Mosén Alberto no se arredró.
—¿Y para el café? —le preguntó—. ¿Qué hace usted, antes de servirlo a la mesa?
La esposa del notario se mordió los labios.
—Nada. Nada. Creo que lo huelo —añadió por último.
Mosén Alberto trasladó su manteo al brazo izquierdo.
—Carmen Elgazu dice: «Esperen un momento, que se está "serenando". Y el serenarse dura exactamente lo que tres padrenuestros y una salve».
A Ignacio le recriminaba mosén Alberto muchas cosas. No le gustaba la barbería que había escogido, no le gustaba que fuera al café Cataluña a jugar al billar, no le gustaban sus incursiones en la biblioteca municipal, y menos aún sus buenas migas con Julio García. Mosén Alberto consideraba a Julio una de las más funestas importaciones de la ciudad, y en Palacio se había hablado de ello con frecuencia. «Es un hombre que ahora está quieto. Pero el día que empiece…» En cambio, consideraba excelente persona a don Emilio Santos, director de la Tabacalera. «No hay más que fijarse en él. Tiene una cabeza venerable.»
Ignacio pagaba a mosén Alberto en la misma moneda. Le bastaba saber que algo le molestaba para ponerlo sobre el tapete. Estaba seguro de que en sus últimos años de seminarista tenía que haber sido «ayo», un ayo de voz más lúgubre que ninguno. Y no le gustaba su manera de proceder. Prefería a otros sacerdotes más humildes que había en Gerona, los cuales ejercían su ministerio calladamente. Siempre citaba como ejemplo a uno muy joven, de la parroquia de San Félix, bajito y con el sombrero calado hasta las cejas, pero que no daba un paso que no fuera para prestar algún servicio. No negaba que mosén Alberto fuera inteligente, y probablemente muy entendido en lo suyo, pero le parecía que todo aquello hubiera podido llevarlo a cabo sin ser sacerdote. «Mosén Alberto tenía que haber seguido la carrera diplomática», decía.
Incluso su manera de celebrar misa le parecía afectada. Separaba los dedos de la mano, sobre todo los meñiques, en forma espectacular. Probablemente era cierto que desde el punto de vista litúrgico cada genuflexión suya era una obra maestra; pero Ignacio decía que lo que necesitaban los fieles eran obras santas. «Las obras maestras, que las guarde en el Museo.»
En el Banco criticaban mucho al sacerdote y aseguraban que tenía mucho dinero. A Ignacio le constaba que esto no era cierto. Si ganaba algo con los catecismos lo empleaba inmediatamente en editar otras cosas, en adquirir algún aparato de proyección para los colegios o en reparar algo del Museo. No era culpa suya si tenía facha de rico, si accionaba el manteo con aire palaciego. Y referente a su pulcritud, él aseguraba que antes no era así, que se acostumbró mal a causa de las dos sirvientas, las cuales, de verle salir con arrugas en la sotana, habrían sufrido un ataque.
En todo caso, en el Banco Arús su ficha no figuraba desde hacía tiempo. En cambio había dos sacerdotes que guardaban a su nombre un pliego considerable de láminas. Ignacio, cada vez que veía sus apellidos en algún papel del Banco, se ponía nervioso.
Lo que más lamentaba mosén Alberto era que hubieran sido prohibidas las procesiones, especialmente la de Semana Santa y la de Corpus. Cuando el 14 de Abril, primer aniversario de la República, presenció la manifestación de júbilo popular —con representantes de Barcelona— añoró con toda su alma la procesión que por aquellos días salía en otros tiempos, como remate de la Cuaresma. Ahora en vez de las campanas doblando a muerto o del silencio patético del Jueves y Viernes Santo, se oían himnos, sardanas y tremolaban muchas banderas. Para el día del Corpus, triunfo de Cristo Rey, en los cristales se había anunciado con mucha anticipación: «Excursión a Perpiñán, salida en autobús, precios moderados».
Mosén Alberto sufría por aquella relegación absoluta de las funciones religiosas al interior de los templos, a un plano semiclandestino.
El invierno era tan crudo en Gerona, que al llegar marzo, abril y mayo era maravilloso salir con palio, antorchas y cruces y proclamar la vitalidad de la Iglesia en la rítmica sucesión de las estaciones. En aquel año, el trimestre mágico fue triste para mosén Alberto. A don Santiago Estrada le decía: «Menos mal que tengo placas de todo esto, y que vamos proyectándolas por la Diócesis. De otro modo, los chicos acabarían no sabiendo lo que es una procesión».
Mosén Alberto estaba convencido de que Ignacio habla perdido bastante tiempo desde que entró en el Banco, que no había estudiado lo debido. Y puesto que él había sido quien garantizó al muchacho cerca del director del Instituto para que éste accediera a examinarle de tres cursos a la vez, ahora temía que Ignacio, al llegar mayo, quedara mal en los exámenes. De modo que le decía a Carmen Elgazu: «No sé, no sé. Me parece que se lo toma un poco a la ligera». Carmen Elgazu le contaba lo de la luz en la habitación a horas avanzadas; el sacerdote comentaba: «Bien, bien, que Dios la oiga».
Cuando Ignacio se enteró de los comentarios del sacerdote redobló sus esfuerzos. «Le colgaré los sobresalientes en las narices.» No faltó ni un día más a la Academia, a pesar de que el ambiente de ésta le aburría. Le favoreció el brusco cese del frío. Porque en la Academia ocurría lo mismo que en el Seminario: no había estufas. Inconcebible, pero era así. Las ideas de estudio y frío habían llegado a confundirse en la mente de Ignacio. Mosén Alberto no veía aquello claro, pues decía que los muros donde estaba instalada la Academia eran de idéntico espesor que los del Museo y que conservaban todo el año una temperatura razonable, alrededor de los diecisiete grados. Ignacio no se tomaba la molestia de contestar.
El día en que se instaló el primer puesto de helados en la Rambla, precisamente bajo el balcón de su casa, comprendió que la cosa iba de verdad, que los exámenes estaban próximos. Entonces su madre le dijo: «Mira, en Bilbao todas tus tías hacen una novena a la Virgen de Begoña para que apruebes». ¡Santo Dios, aquello era una gran responsabilidad! Matías le tranquilizó: «No lo creas. Si apruebas, será la Virgen de Begoña. Si te suspenden, será porque no habrás estudiado». Carmen Elgazu replicó: «Valdría más que te callaras, hombre de poca fe».
En el Banco había cierta expectación para ver si Ignacio aprobaba. Cosme Vila esperaba el resultado con tanta impaciencia como mosén Alberto. Porque estaba convencido de que en el Seminario no le habían enseñado nada práctico y que, por lo tanto, tres cursos a la vez eran muchos. El subdirector le animaba: «¡Ale, ale, déjalos! Tú a lo tuyo y no te pongas nervioso». El subdirector sentía que las circunstancias políticas no fueran otras para haberle buscado una recomendación.
La Virgen de Begoña debía de tener mucha influencia, pues Ignacio lo aprobó todo en un abrir y cerrar de ojos. Notable; ¡en latín sobresaliente! Mosén Alberto arrugó el entrecejo.
Mucha alegría en la familia, bizcocho vasco con tres velas encendidas. En el Banco, todo el mundo le felicitó. Él se sintió tan ligero que al entrar en su cuarto dio varios saltos increíbles, uno de los cuales lo aprovechó para depositar los libros encima del armario. ¡Tres cursos de Bachillerato! Y en septiembre se examinaría del cuarto.
Matías Alvear dijo en la tertulia: «Pues sí… Mi chico se come las manzanas de Newton de tres en tres». En la barbería de Raimundo, éste le dio la enhorabuena. «Vaya pase de muleta, ¿eh…?»
Julio se alegró de ello doblemente. Primero por Ignacio y luego porque en un momento dado temió que, siendo éste madrileño, los catedráticos del Instituto le suspendieran.
* * *
Llegó la primavera. A Carmen Elgazu le desaparecieron los sabañones, Pilar cambió el uniforme azul marino de las monjas por unos vestidos floreados que le sentaban muy bien. Todo, en la ciudad y en los corazones, se ponía tan hermoso que la vida parecía deslizarse como los chicos del Instituto por la baranda. Los cafés de la Rambla vertían sus redondas mesas de mármol al exterior, ocupando la mitad de la calzada. En el centro de cada mesa, un solitario sifón. La hilera de sifones constituía una visión inédita para los forasteros. Las luces que caían de las fachadas arrancaban del duro cristal de los sifones reflejos de todos los colores. Pilar decía siempre a sus amiguitas Nuri, María y Asunción: «El sifón tiene sabor de calambre en una pierna».
La primavera significaba muchas cosas para los Alvear. La estufa barrida del comedor, la alegría del mundo, la alegría de la Rambla, más trabajo para Matías en Telégrafos, a causa de la proximidad del verano; y sobre todo, en aquel año, significaba el retorno del ausente entrañable, del otro examinando de la familia, de César.
El acontecimiento ocurrió el 15 de junio. El 15 de junio César montó en un camión en el Collell, en dirección a Gerona, para pasar las vacaciones.
Iba montado en la parte trasera del camión, al aire libre, sobre unas cargas de alfalfa. Con el traqueteo se iba hundiendo en ellas y llegó un momento en que se sintió a sí mismo vegetal, cuerpo de raíces verdes. Hicieron el viaje en un santiamén. Al descender en la Plaza de la Independencia, le salía alfalfa por todos lados. Dejó la maleta en el suelo y se quitó las briznas más aparatosas, pero al echar a andar los picores no le dejaban vivir.
Cuan Pilar oyó el timbre de la puerta, sintió que el corazón le daba un vuelco. «¡Mamá, es César, es César!» Carmen Elgazu, alocada, soltó el molinillo del café y exclamó: «¡Dios mío!» Se arregló el moño rápidamente y se precipitó al comedor en el momento en que César entraba en él y se echaba en sus brazos.
Carmen Elgazu recibió una impresión profunda. Su hijo había crecido increíblemente. «¡Hijo mío!» Aire feliz, expresión de inocencia, una manera muy personal de estrechar entre los brazos, como en pequeñas sacudidas. ¿Qué importaban las rodilleras en el pantalón? Se plancharían. ¡César estaba allí! En cuanto Carmen Elgazu pudo verle detenidamente el rostro, observó que sus ojeras eran muy pronunciadas. Tal vez por culpa del viaje. ¡Primer curso, primer curso!
Pilar contemplaba a su hermano pensando: «Pues claro que le quiero como a Ignacio. ¿Quién dice que no?»
Ignacio, al regresar del Banco, se encontró colgado del cuello de César sin darse cuenta. «Bien venido, hermano. Ya tenía ganas de verte.» Matías fue quien afectó más naturalidad. Llegó de Telégrafos convencido de que en casa encontraría a César; así fue. Matías Alvear podía alcanzar tal grado de emoción que el corazón casi se le paralizaba. Nadie más que él sabía lo que sufría en estos casos; los demás no leían en su semblante más que una ternura un poco irónica.